Marchas del TIPNIS de 2011, Bolivia (Vía Wikimedia Commons)
Lo ocurrido el 17 de agosto en Bolivia no puede entenderse sin considerar la profunda crisis del MAS, el principal partido del país, que compitió fragmentado en tres vertientes y con su líder más influyente, Evo Morales, excluido del proceso. Grosso modo, los resultados reflejan un giro a la derecha y también que el voto nulo/blanco se ubicó en segundo lugar, representando una forma de acción política colectiva, especialmente entre comunidades campesinas. Lejos de ser una expresión amorfa, este voto nulo encarna una deliberación orgánica que ha caracterizado al evismo durante dos décadas.
De todos modos, los votos nulos y blancos son una opción política pero no generan representación estatal, por eso la Asamblea Legislativa Plurinacional aparece dominada por una abrumadora mayoría entre las viejas derechas y la emergente derecha populista.
La población está padeciendo un país donde los precios de los productos básicos suben cada semana, escasea el combustible y se acumulan denuncias de corrupción involucrando al presidente Arce. La corrupción estatal junto a la especulación y el contrabando de combustible por parte de empresas privadas, ha generado escenas de camiones esperando con desesperación su turno en los surtidores. A ello se suma una red de extorsión armada por la banca privada, con complicidad de los «entes reguladores» estatales, que custodia los dólares como señores feudales sus tierras y los venden a comerciantes medianos y pequeños a precios arbitrarios. Todo esto ha ido preparando el terreno para la irrupción de interpeladores contingentes, como Lara, un hombre que grita contra la corrupción y promete «acabarla en 15 días», reuniendo audiencias dispuestas a escucharlo, aplaudirlo y votarlo.
Las generaciones jóvenes de comerciantes minoristas, choferes de minibús, trabajadoras precarizadas y albañiles, difícilmente se reconocen como destinatarios de una protección efectiva por parte de los servicios públicos. En la práctica, el único derecho realmente universalizado por el Estado Plurinacional ha sido la educación primaria. Otros derechos fundamentales, como el acceso a la salud o a una vivienda digna, continúan siendo promesas lejanas para amplios sectores populares.
Para estos grupos, el Estado no representa una garantía de bienestar, sino apenas un gestor del llamado «movimiento económico»: una dinámica de consumo popular que permite la subsistencia de pequeños emprendimientos individuales y familiares. Esta función, más que redistributiva, es tolerada como mecanismo de supervivencia. En síntesis, el poder político aparece deslegitimado no sólo por su incapacidad para enfrentar la crisis económica, sino por su disposición a lucrar con ella a través de redes de corrupción que profundizan el malestar social.
La vieja y conocida derecha neoliberal ha querido aprovechar el momento dosificando su estado de histeria. Imitando con gestos caricaturescos el fenómeno Milei en Argentina, promete privatizarlo todo como revancha por los veinte años de «socialismo» que, según su relato, llevaron a Bolivia al colapso. Sin embargo, más allá de su base social tradicional, le cuesta ser creíble. Sus candidatos arrastran largos historiales como benefactores de los ricos, operadores de intereses estadounidenses y representantes de empresas transnacionales. Por eso, su discurso no logra conectar con amplias franjas del mundo popular, que reciben de la derecha clásica un tufo persistente de elitismo y racismo apenas disimulado.
De igual forma, todas las fracciones del ex MAS han perdido legitimidad en ese mismo tercio flotante que antes le daba rotundas victorias en las urnas. Se suele atribuir esta pérdida a dos causas principales: la crisis económica y las profundas divisiones internas. Ambas están estrechamente entrelazadas, configurando en el MAS un conservadurismo político que ha paralizado cualquier intento de renovación.
El único candidato de la izquierda que aparecía con alguna posibilidad, Andrónico Rodríguez, condujo una campaña electoral conservadora en sentido estricto. Habló de «cuidar» las conquistas del proceso, y por temor a provocar una «guerra sucia» por parte de la derecha, evitó levantar consignas que plantearan reformas creíbles. Su campaña, timorata por diseño —no por juventud ni falta de recursos—, no logró despertar entusiasmo ni impedir que la maquinaria comunicacional de la derecha lo atacara con virulencia.
Por su parte, Evo Morales, marginado mediante maniobras turbias del gobierno de Luis Arce y del poder judicial, optó por llamar al voto nulo. Con ello confirmó que entre su objetivo de imponerse como «el único candidato del pueblo» y los medios para lograrlo no existen puentes. Los números lo ratifican como el líder popular más influyente y le permiten a su vez regodearse del fracaso de sus ex compañeros «traidores». Sin embargo, ese capital simbólico no se ha traducido en avances concretos respecto a una política, un programa o una estrategia capaces de rearticular una voluntad mayoritaria con proyección estatal.
Una de las lecciones clave de todo esto es que las manifestaciones del malestar económico nunca son meramente «condiciones objetivas». El descontento frente a la crisis es producido y moldeado por la lucha política. En esa disputa por el sentido, la derecha ha logrado avanzar significativamente mediante un relato que culpa al «modelo económico masista» y al «socialismo» de todos los males. Ha instalado una narrativa que presenta la crisis como consecuencia directa de la intervención estatal, ocultando las dinámicas estructurales —como la dependencia externa y la concentración del excedente en manos privadas— que la preceden y profundizan.
La izquierda, en cambio, no ha conseguido articular un relato antagónico coherente. Se ha limitado a advertir los peligros del retorno de la derecha neoliberal al poder, lo que ha servido para desprestigiar a los políticos de la vieja derecha, pero no para posicionarse como una alternativa creíble de solución. Ese vacío político ha sido ocupado, al menos coyunturalmente, por el fenómeno populista de derecha encarnado en el ex capitán Lara, cuya irrupción expresa tanto el agotamiento del relato del MAS como las limitaciones de la derecha señorial. La izquierda debe mostrar que la crisis actual es resultado del retroceso del Estado en la apropiación del excedente social, y expresar esa crítica en un programa renovado de reformas económicas. Un programa que no se limite a paliar los síntomas del colapso, sino que apunte a transformar las condiciones materiales de vida, haciendo efectivamente mejor la existencia cotidiana de las mayorías.
El verdadero auge comercial llegó con la gestión del MAS, sobre todo en el período 2008 a 2015. La mayor captación del excedente generado por la exportación de gas permitió una expansión inédita de la inversión pública, ensanchando la economía boliviana como nunca antes. Pero esta expansión no estuvo acompañada por un fortalecimiento de la producción interna capaz de abastecer el consumo nacional. Por ello, gran parte del excedente volvió a salir del país mediante la importación de mercancías, con todo lo que implica importar en un país mediterráneo.
Como señalan los clásicos de la Teoría Marxista de la Dependencia, el ciclo del capital en países como Bolivia se caracteriza por la separación estructural entre los procesos de producción y circulación de mercancías. Mientras la producción se orienta a la exportación (gas, minerales, soya, ganado), la circulación interna se basa en el intercambio de bienes importados. El llamado «modelo económico del MAS» no rompió —ni siquiera de forma tendencial— con este patrón dependiente; más bien lo reprodujo en escala ampliada.
A ello se suma un agravante: ante la debacle de la producción de hidrocarburos, el excedente exportado comenzó a ser capturado crecientemente por la empresa privada, que lo consume de forma improductiva y cuya carga financiera recae sobre el Estado. Esta variable —que teóricamente debió ser regulada por el gobierno del MAS— fue dejada a la deriva. La ruina de la administración económica que permitió a la derecha derrotar ideológicamente al MAS tiene sus raíces en este proceso material de dependencia. Aquí se constituye además la base del poder económico de las clases dominantes bolivianas —agroindustriales y financieras, principalmente— profundamente antinacionales, las cuales parasitan la renta nacional mientras fugan sus dólares a paraísos fiscales.
Sin embargo, esta operación del poder concentrado está enfrentando un escollo inesperado: el «capitán» Lara. Su estilo histriónico, dirigido a audiencias populares, ha comenzado a irritar a los comandantes del bloque derechista, que han lanzado una campaña comunicacional para reprochar sus «malas formas» y asociarlo al masismo —esa entidad demonizada que creían haber sepultado con el resultado electoral. Lara, enamorado de su propia popularidad, se resiste a abandonar el atrevimiento. Cada vez que toma un micrófono o aparece en TikTok, reafirma que no se entregará a los «viejos políticos». Sus declaraciones refuerzan su magnetismo popular, generando un bucle de legitimación que, sin embargo, tiene límites objetivos.
Como es evidente, llegará el momento en que Lara descubra que hacer política no consiste únicamente en cosechar aplausos ni likes en redes sociales. Las correlaciones de fuerza reales imponen límites a la bravuconería y a la venta de ilusiones. Más allá de su viralidad digital, Lara carece de estructura partidaria, de organizaciones de base que lo respalden, y —a decir verdad— tampoco parece tener una idea clara de lo que implica ser vicepresidente del Estado. Su interpelación a las masas, aunque ruidosa, no ha logrado articular un conjunto mínimamente coherente de demandas económicas, políticas y sociales. Es un discurso de contenido moralizador y hasta reaccionario, pero amorfo.
En la espiral de sus alocuciones, ha prometido aumentos sustantivos a los subsidios sociales para escolares y ancianos, mientras el bloque con el que gobernará prepara políticas empobrecedoras. Ha jurado que será implacable con la corrupción, incluso denunciando a su propio presidente si fuera necesario, mientras la coalición gobernante se frota las manos ante las oportunidades de latrocinio y desfalco estatal. Con el énfasis de un ilusionista, Lara ha sentenciado: «Si los defraudo, cuélguenme», olvidando que en Bolivia defraudar es fácil y ser colgado es una metáfora que roza lo literal.
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