(Ilustración: Ricardo Santos)
Las luces de alarma han pasado de amarillo a rojo. La extrema derecha está ganando terreno rápidamente en la política dominante y en los movimientos sociales de toda Europa. ¿La respuesta en Gran Bretaña? La derecha laborista y el centro político se han quedado sin ideas: su única receta es más austeridad. Al otro lado del Atlántico, un promotor inmobiliario fracasado y el hijo de un minero de esmeraldas de la época del apartheid se afanan por someter al Estado estadounidense a los caprichos del capital y expulsar a los migrantes.
Nuestro optimismo colectivo, durante mucho tiempo ligado a la promesa de un futuro capitalista prometedor, está prácticamente agotado. Nuestro nivel de vida está bajando, nuestras vidas se acortan, la desigualdad sigue aumentando y el cambio climático supone una amenaza extraordinaria para nuestra mera existencia. ¿Qué hay que hacer? La salida a este lío debe pasar por reconocer que el colapso de la izquierda es, en parte, el resultado de un error fundamental: ha permitido que la derecha colonice el pasado.
En este contexto, ya es hora de que la izquierda se adentre en territorio enemigo forjando una nueva política de sentido común histórico. Ninguna estrategia política exitosa puede proyectar una visión del futuro sin invocar los aspectos positivos y radicales del pasado. Ahora debemos agitar una reinterpretación de la historia que desestabilice el dominio de la derecha y proporcione una agenda revolucionaria para el presente.
El pasado es omnipresente en la política de la derecha. Está incrustado incluso en el nombre del movimiento MAGA. Fue la fuerza motriz de la vertiente derechista de la campaña del Brexit, con su llamamiento a volver a un idilio preeuropeo y preinmigratorio. Ante semejantes adversarios, ya no basta —si es que alguna vez bastó— que la izquierda gane simplemente poniendo de relieve las contradicciones internas de esos gritos de guerra conservadores. Ya no basta —si es que alguna vez bastó— combatir a la derecha con una lógica condescendiente y la legalidad.
La lucha debe librarse en los campos de batalla de la memoria colectiva. Debemos recurrir a los hermosos logros de nuestra historia compartida para señalar el camino hacia un futuro mejor. No podemos permitir que la derecha se apropie de los mitos colectivos del pasado.
La necesidad de encontrar consuelo en el pasado era evidente para Benjamin, que escribía en los oscuros días del nazismo. Benjamin sostenía que el presente siempre tiene margen para la «recreación», un momento de constante posibilidad revolucionaria (Jetztzeit, o «tiempo presente»), y que la única forma de movilizar la acción colectiva es mirar las imágenes de la historia. Para Benjamin, la tarea del historiador revolucionario era interrogar el pasado identificando los fragmentos descartados por los historiadores burgueses, que entendían la historia solo como un continuo natural.
En esta reinterpretación, la historia deja de ser una celebración idílica de las victorias de los opresores. En cambio, Benjamin mostró que el pasado, con las pistas que ofrece para la emancipación de clase, estaba indisolublemente entrelazado con la forja del presente revolucionario en nuestro imaginario colectivo. La historia, en esta lectura, se convierte en un instrumento radical, dejando de ser algo dado y desprovisto de potencial político. Como escribió una vez la filósofa Susan Buck-Morss, resumiendo las ideas de Benjamin, «la motivación revolucionaria se creó así mirando hacia atrás».
En el centro de la reinterpretación de Benjamin de la relación entre el pasado y el presente se encuentra su idea de la imagen dialéctica, en la que las ideas de la historia se combinan con nuestra realidad presente para formar nuevas «constelaciones» de ideas revolucionarias. Buck-Morss resume esta noción de la siguiente manera: incluso cuando el pasado se aleja constantemente, el presente actúa «como una estrella polar para la reunión de sus fragmentos». Por lo tanto, la tarea consiste en excavar constantemente en la historia en busca de momentos que ofrezcan pistas para crear un presente revolucionario.
¿Cómo sería ese proceso en el contexto de la izquierda británica? Durante varias décadas después de la Segunda Guerra Mundial, la izquierda construyó y defendió instituciones: sanidad universal, educación gratuita, espacios públicos. La izquierda debe remontarse al pasado para demostrar que la prueba del futuro socialista está en la celebración de esos logros. Debemos rechazar el rechazo, tan frecuente entre la izquierda «progresista», del pasado como una época de atraso. Como dice F. Murray Abraham en la segunda temporada de The White Lotus: «Antes se respetaba a los mayores. Ahora solo somos un recuerdo de un pasado ofensivo que todo el mundo quiere olvidar».
Para contrarrestar estas actitudes, debemos defender los servicios básicos universales de épocas anteriores: el Servicio Nacional de Salud, la prestación de servicios de guardería y la gratuidad de la enseñanza universitaria. Sabemos que son alcanzables de nuevo, precisamente porque ya se han logrado, tanto en Gran Bretaña como en el resto del mundo. Para financiar el resurgimiento de estas políticas en la Gran Bretaña actual —garantizar la asistencia social, la vivienda social, las comidas gratuitas para los niños y los ancianos— se necesitaría poco más que, por ejemplo, un impuesto sobre los ahorros privados, gran parte de los cuales se canalizan simplemente hacia el mercado de valores. En términos concretos, como han demostrado recientemente los economistas del University College de Londres, todo lo que se necesitaría es reducir el umbral de la desgravación personal a 4300 libras al año. De este modo, los privilegios básicos conquistados por los movimientos socialistas del siglo XX podrían restablecerse con bastante facilidad.
La historia, tal y como la entendemos a través de nuestra memoria colectiva, es un depósito del que pueden inspirarse proyectos políticos de todas las denominaciones. De hecho, los proyectos políticos exitosos deben necesariamente basarse en el pasado. Como escribió Antonio Gramsci desde su celda en la Italia de Mussolini, una filosofía de la praxis —un proyecto capaz de desafiar la hegemonía del capital— debe tomar como punto de partida el sentido común de las personas a las que pretende movilizar.
El sentido común en la lengua vernácula inglesa es, por supuesto, otro término que ha sido colonizado desde hace mucho tiempo por los conservadores. Pero para Gramsci, que pensaba y escribía en italiano, el «sentido común» no tenía ese sesgo. Más bien representaba algo fragmentario e incipiente: el conocimiento social, a menudo incoherente y contradictorio, de un grupo que se acumula con el tiempo. Para Gramsci, el sentido común es el conocimiento del mundo que damos por sentado y a través del cual filtramos y comprendemos los nuevos acontecimientos.
En consonancia con estas nociones, el sentido común británico moderno incluiría la historia del imperio, el Servicio Nacional de Salud, el racionamiento, Windrush, Enoch Powell, Thatcher, los disturbios por el impuesto sobre el censo, los Beatles, el punk rock, el Britpop, el Brexit, la tragedia de Grenfell, tener una opinión sobre cómo se pronuncia «scone» y cómo se llama un panecillo. La tarea de los líderes políticos es encontrar diamantes en bruto entre referencias tan dispares, articular una visión del futuro utilizando el sedimento social del pasado y combinarlos en un proyecto político coherente para el presente.
Al igual que Margaret Thatcher fue capaz de articular una aparente solución a las crisis de la década de 1970 combinando la animadversión hacia los otros racializados, el antisocialismo y la moral del mercado, Farage y Reform están intentando vincular la migración con el declive de la comunidad y los servicios públicos.
Pero la comprensión sensata del pasado también contiene el germen de un proyecto político radical. Historias como las de los mártires de Tolpuddle, los trabajadores hambrientos de Peterloo, la victoria aplastante de 1945, los mineros en huelga de los años 80 y los médicos en formación en huelga de nuestra época pueden entretejerse para invocar una tradición de resistencia contra los gobernantes injustos. Así, también podemos encontrar en el movimiento contra el apartheid de los años 80 —y en las protestas contra la guerra ilegal en Irak y en los movimientos actuales que se oponen al genocidio en Palestina— pruebas de que el sentido común británico puede canalizarse hacia un antirracismo militante.
Incluso la Segunda Guerra Mundial —ahora movilizada casi exclusivamente por una derecha británica nacida una generación más tarde— puede rearticularse no como una fuente de orgullo nacionalista posimperial, sino como un ejemplo destacado de solidaridad antifascista nacional, parte de una tradición duradera que se extiende desde la batalla de Cable Street en 1936 hasta las calles bombardeadas del Londres de los años cuarenta y las calles donde el verano pasado se reunieron miles de personas para contrarrestar las manifestaciones de extrema derecha.
Como nos dice Gramsci, nuestra comprensión común del pasado contiene multitudes. Puede ser tanto regresiva —como bien sabe la derecha— como progresista. Nuestra tarea debe ser recuperar los elementos radicales del pasado y articularlos al servicio de un proyecto político transformador para el futuro.
Este es el tipo de reivindicación radical de la nostalgia que debemos reclamar: recuperar lo mejor de un tiempo pasado para construir un tiempo renovado. Queremos vivir en un tiempo anterior y posterior a la infiltración del capitalismo de vigilancia en nuestra subjetividad, un tiempo anterior y posterior a que los propietarios se quedaran con todo nuestro dinero, un tiempo anterior y posterior a que nuestra comida empezara a envenenarnos con microplásticos.
Sí, hay injusticias y contradicciones en el pasado que también deben reconocerse, debatirse y superarse. Nos negamos a ignorar la misoginia, el racismo, la homofobia, la xenofobia y la violencia de clase ejercida por la derecha y por la Gran Bretaña imperial. Pero descartamos el recuerdo del pasado socialista de Gran Bretaña por nuestra cuenta y riesgo.
En nuestro presente posneoliberal, las suposiciones temporales se han invertido. El futuro ya no es el lugar brillante que se suponía que era. En los últimos tiempos, la izquierda ha vuelto a caer en su error histórico de creer en la promesa de la tecnología. Basta con ver las propuestas de un comunismo de lujo totalmente automatizado (por muy loables que sean), que eran fundamentalmente erróneas por su incapacidad para reconocer el poder político de la nostalgia.
Mucho más desafortunadas son las diversas formas de nostalgia centrista que han surgido en los últimos años, que se han limitado a rendir un homenaje de boquilla a la memoria socialista y socialdemócrata. Las celebraciones de Keir Starmer del NHS y otras instituciones estatales constituyen movilizaciones, aunque poco entusiastas, de un patrimonio socialista diluido. Pero como han llegado acompañadas de advertencias de que el Partido Laborista debe imponer de forma inminente la austeridad y los recortes en los servicios públicos, estos gritos de guerra han quedado en una vacía retórica.
Hay otra vía, que implica comprometerse de forma más auténtica con los logros históricos del socialismo, para recordarnos que nuestro presente puede ser igual de revolucionario. Ignorar esta necesidad significará que la derecha seguirá definiendo lo que significa el «sentido común» y promoviendo sus propias formas de nostalgia reaccionaria. Lo que se necesita para contrarrestar esta formidable tendencia contraria es, en última instancia, un vanguardismo del pasado.
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