Enfants se baignant dans la Mer Morte, Cisjordania, 2009. Fotografía de la serie «Chaos Calme» de Paolo Pellegrin / Magnum. Cortesía de Atmos
El alucinante cambio de casaca que se está produciendo ante nuestros ojos, y el lavado colectivo que le sigue, pasarán como un caso ejemplar a la historia de la propaganda. Cambio de casaca esta vez proveniente de la región más hipócrita del bloque propagandístico: los «humanistas». Horvilleur, Sfar, Sinclair. Celebrados por su gran conciencia, que se había acomodado perfectamente a dieciocho meses de masacre y que había arrastrado por el lodo a quienes, habiendo visto claro desde el principio, asumieron todos los riesgos: simbólicos, jurídicos, hasta físicos, para gritar a voz en cuello contra el crimen genocida y contra la ignominiosa equiparación de todo apoyo a Palestina con el antisemitismo. Una vez que los intocables dieron la señal de alarma, la masa de negacionistas se puso miméticamente en movimiento, fingiendo abrir los ojos, o mejor aún, pretendiendo haberlos tenido siempre abiertos.
Pero ¿cómo fue que acabaron decidiéndose los «humanistas»? No por un movimiento de conciencia universal, sino para proteger una serie de intereses: empezando por los suyos propios, simbólicos y reputacionales, demasiado amenazados para seguir a remolque de un crimen que traspasa todos los límites; los del proyecto sionista, cuyos créditos políticos y morales, en pleno naufragio, es ahora una necesidad imperiosa intentar mantener a flote, precisamente encarnando para ello su rostro «humanista».
Sólo que también precisamente ahí es que le vemos la calavera al muerto: la cuestión del sionismo, el axioma que había que preservar a toda costa, ya fuera mediante el silencio o la contrición, sin que lo esencial cambie: el lugar donde, durante el gran vuelco, la represión sigue su curso. Socialistas y ecologistas, desde el 7 de octubre alineados con el bando colonial, negacionistas de setenta y siete años de ocupación, censores de todas las voces que intentaran que se hiciese escuchar la causa palestina, mudos ante la masacre mientras no se les diera permiso para hablar, socialistas y ecologistas votaron hace un mes por la infame ley de censura universitaria, por la que se equiparan antisionismo y antisemitismo y se penaliza al primero en nombre del segundo. Y todo ello, para colmo de la aberración, cuando la categoría de sionismo es el único medio de no acusar indistintamente a todos los judíos de un delito en el que muchos de ellos no se reconocen en absoluto. De modo que el antisionismo no es el equivalente del antisemitismo: en realidad, es el único muro de contención contra el antisemitismo.
Habrá que admitir que en esos lugares el pánico europeo está en su punto álgido: ¿en nombre de qué podrían los autores del judaicidio encontrar algo que reprocharle al Estado de Israel? La abrumadora culpa histórica, complicada por una conversión filosemita de lo más turbia, ha devenido con toda lógica cheque en blanco, y quienes debían captaron el mensaje. Pero he aquí que no habrá acuerdo alguno ni en la región ni —por un clásico efecto de retroalimentación— de este lado, a menos que salgamos de la miserable eufemización humanitaria de los «humanistas» y volvamos a hacer política, es decir, a volver a discutir lo indiscutible.
Empezando por saber qué sentido se les da a las palabras. Conocemos las múltiples definiciones históricas y doctrinales del sionismo y el antisionismo. También podemos adoptar una visión conceptual. Por ejemplo, diciendo lo siguiente: por sionismo hay que entender la posición política que considera que la creación del Estado de Israel en un territorio ya habitado, y por medio de la expulsión de sus habitantes, no plantea ningún problema de principio. Del sionismo se deduce enonces el antisionismo en cuanto posición política que considera que la creación del Estado de Israel en territorio palestino plantea un problema de principio. Además de su simplicidad, esa definición tiene la ventaja de ser abierta, es decir, de plantear un problema sin presuponer su solución. De ahí que sólo una burda mentira pueda presentar al antisionismo como un proyecto dirgido a «echar a los judíos de Israel al mar».
En realidad, por muy indiscutible que pareciera tras el Holocausto, la promesa sionista de dar a los judíos no sólo un Estado, sino, como se suele decir, «un Estado donde puedan vivir en condiciones de seguridad», desde el principio no fue sino una falsa evidencia; de hecho, una contradicción en los términos. Para no serlo, se habría necesitado un terra nullius. Desde el momento en que la tierra pertenecía ya a un primer ocupante, el Estado de Israel podía ver la luz del día, pero no conocería la seguridad: no se despoja a la gente sin que luche por recuperar lo que le pertenece. De modo que el fracaso del «Occidente» europeo se elevó al cuadrado, y el asesinato industrial en masa de los judíos «se reparó» con un arreglo político imposible: Israel. Debemos a Shlomo Sand el terrible resumen de la tragedia: «Los europeos nos vomitaron encima de los árabes.»
En esas estamos setenta y siete años después. La masacre genocida no es un giro desafortunado de los acontecimientos, ni mucho menos resultado de la actuación de un líder monstruoso del que bastaría con deshacerse. Porque la verdad es que una parte aterradora de la propia sociedad israelí se ha vuelto literalmente loca. Otro título para este texto podría haber sido: «A cielo abierto.» Gaza, que desde 2005 había sido una prisión a cielo abierto, es hoy un campo de concentración a cielo abierto. Y ahora hay sectores enteros de la sociedad israelí (y de la diáspora) que son un hospital psiquiátrico a cielo abierto. Un psicólogo israelí, Yoel Elizur, profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén, ha recopilado testimonios de soldados israelíes desplegados en Gaza. Uno de ellos dice: «Cuando entras en Gaza, eres Dios. Me sentía como… como un nazi. Exactamente como si nosotros fuéramos los nazis y ellos los judíos.» ¿Qué vértigo no nos invade al contemplar esa catástrofe total: psíquica, política e histórica? ¿Qué aprenderemos de las sádicas abominaciones que se habrán cometido en el campo de tortura de Sde Teiman cuando la verdad se sepa? ¿Qué decir de la perversión que reúne a personas hambrientas en un punto de abastecimiento para entonces dispararles con cañones? Las redes sociales están inundadas de vídeos de militares que documentan su propio placer asesino y de civiles que gritan el suyo ante el espectáculo de la masacre, exigiendo de paso que no se escatime a los niños.
Se dirá que las excreciones de las redes sociales, por numerosas que sean, no ofrecen una imagen representativa de la sociedad en su conjunto. Por supuesto que también están los otros, soldados moralmente abatidos, reservistas que se niegan a «volver», opositores de siempre al consenso colonial convertido en consenso exterminador. Eyal Sivan recuerda sus proporciones: insignificantes. Según una encuesta publicada en Haaretz se estima que el 82 % de los israelíes apoya la expulsión total de los palestinos de Gaza, mientras que el 65 % se adhiere al mito de Amalek y al mandamiento de su destrucción. El núcleo de esa sociedad se hunde en la más absoluta locura.
Tarde o temprano, a todo proyecto político de dominación le llega la hora de revelar su verdad y mostrar su verdadera naturaleza. Así pues, todas las características fundamentales del sionismo quedan expuestas a la luz del día, ante los ojos del mundo: colonial, racista —pero eso ya lo sabíamos— y, si es necesario, genocida: es lo que sabemos ahora.
Y, en definitiva, es lógico: no puede haber sionismo con rostro humano donde no puede haber un Estado seguro para los judíos en una tierra conquistada por la fuerza. En cuyo caso se plantea una disyuntiva histórica. O bien la sociedad israelí persiste en su desenfrenado movimiento exterminador, pero al precio de suicidarse moralmente de pie y, de paso, preparar su colapso definitivo. O bien se da cuenta de que, desde el momento en que perpetró la catástrofe de la Nakba, estaba preparando la suya propia, y de que la única posibilidad de una presencia judía en tierra palestina es un Estado binacional, totalmente igualitario; como suele ocurrir, la aparente utopía es el verdadero realismo. Hay siete millones de judíos en Israel, no se irán, nadie lo pide, ninguna posición antisionista sensata lo pide. El reclamo antisionista es de una simplicidad… bíblica: igualdad. La igualdad para todos los ocupantes, la igualdad en dignidad y en derechos, la igualdad en el derecho al retorno de los refugiados, la igualdad en todo.
Es fácil comprender los niveles de angustia que tal perspectiva es capaz de generar en la mayoría de los israelíes o de los judíos de la diáspora. Más aún cuando, tras el Holocausto, era inevitable que la angustia se convirtiera en el sentimiento predominante en la condición judía, lo que explica las reacciones violentas y la desorientación sin sentido que se producen cada vez que se cuestiona la solución ansiolítica que supone «Israel»: «Es anormal, antihumano, que todo el mundo sea antisemita», explica Elie Chouraqui, totalmente fuera de sí, a un Luc Ferry estupefacto. Pero la intensidad de los afectos no altera los datos objetivos de la situación: se ha arrebatado una tierra a sus ocupantes. No hay nada, ni siquiera el Holocausto, que pueda borrar, y mucho menos justificar, ese hecho original. La disyuntiva fundamental sigue siendo la misma: salvo la fuga hacia adelante asesina, el crimen fundacional del Estado de Israel no tendrá otra resolución que la igualdad.
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