La condena de Álvaro Uribe sin duda marcará el panorama político de Colombia de cara a las elecciones de 2026. (Sebastián Barros / NurPhoto vía Getty Images)
El 1 de agosto el expresidente colombiano Álvaro Uribe fue condenado a doce años de arresto domiciliario, pasando a la historia como el primer jefe de Estado de la Colombia contemporánea en enfrentarse a una condena penal. En un país que durante mucho tiempo se ha caracterizado por la impunidad arraigada de su élite política, esta sentencia histórica ha sacudido los cimientos de la política colombiana y ha sentado las bases para lo que muchos denominan «el juicio del siglo».
Hasta la semana pasada, Uribe parecía intocable. El político de extrema derecha gobernó entre 2002 y 2010 bajo una política de mano dura que le valió índices de aprobación cercanos al 80%, incluso mientras el conflicto armado del país seguía en pleno apogeo.
Durante más de dos décadas se ha mantenido como la figura central de la derecha colombiana, respaldando con éxito a dos de los cuatro presidentes elegidos desde que dejó el cargo. Sin embargo, tu legado es muy controvertido: sus detractores señalan las ejecuciones extrajudiciales, los presuntos vínculos con los paramilitares y los ataques sistemáticos a tus oponentes políticos, acusaciones que, sin embargo, nunca antes lo habían llevado a los tribunales.
El caso actual no se deriva de esas denuncias de violaciones de los derechos humanos sino de las acciones de Uribe como ciudadano particular. En 2012, Uribe demandó a Iván Cepeda, un destacado izquierdista que investigaba los vínculos entre el expresidente y los grupos paramilitares, por una supuesta manipulación de testimonios con el objetivo de vincularlo con los paramilitares. En 2018, la Corte Suprema de Justicia desestimó el caso contra Cepeda y, en un giro inesperado de los acontecimientos, abrió una investigación contra el propio Uribe. Según los jueces, había pruebas de que el expresidente y sus abogados habían sobornado a antiguos paramilitares para que cambiaran sus testimonios con el fin de desacreditar a Cepeda y limpiar su nombre.
Con la condena de Uribe por sobornar a testigos ahora pendiente de apelación, el caso sin duda marcará el panorama político de Colombia de cara a las elecciones de 2026. ¿Animará a los fiscales a perseguir finalmente las violaciones más graves de los derechos humanos relacionadas con su mandato? ¿O convertirá Uribe el juicio en un grito de guerra para la derecha colombiana, reforzando su imagen de mártir político perseguido?
«Este es un gran paso adelante que abrirá la puerta a futuras investigaciones», dijo Jacqueline Castillo, directora de Madres de Falsos Positivos de Colombia (MAFAPO), una organización de familiares de víctimas de ejecuciones extrajudiciales ocurridas durante la presidencia de Uribe.
El hermano de Castillo fue una de las 6402 víctimas de un escándalo masivo conocido como «falsos positivos», en el que civiles —en su mayoría jóvenes pobres— fueron asesinados por el ejército y presentados como guerrilleros entre 2002 y 2008. MAFAPO vincula estos asesinatos con una política de incentivos «basados en resultados» bajo la doctrina militar de Uribe conocida como de «seguridad democrática», que incluía ascensos, medallas, días de vacaciones y recompensas en efectivo. La ayuda militar estadounidense a través del Plan Colombia, condicionada a un progreso medible en la derrota de la guerrilla, añadió más presión para el «recuento de cadáveres».
Pero la violencia desatada contra la sociedad civil bajo el mandato de Uribe fue más allá de los «falsos positivos». Durante su presidencia, el Gobierno vigiló ilegalmente a políticos de la oposición, jueces y ONG críticas con el Gobierno a través de la ya desaparecida agencia de inteligencia colombiana. Altos funcionarios del Gobierno de Uribe también sobornaron a una legisladora para que cambiara su voto en el Congreso y aprobara la reforma constitucional de 2004 que permitió su reelección.
En 2006, el escándalo de la «parapolítica» también reveló que decenas de miembros del Congreso —entre ellos el primo de Uribe y muchos otros de su espacio político— se habían confabulado con comandantes paramilitares para influir en las elecciones y consolidar el control territorial. El propio Uribe había sido acusado por antiguos comandantes de haber facilitado la creación de un grupo paramilitar que aterrorizó Antioquia en la década de 1990, acusaciones que fueron respaldadas por la inteligencia estadounidense.
Los sobrevivientes y los defensores argumentan que, de conjunto, estas dinámicas fomentaron un clima en el que la disidencia fue deslegitimada y, en algunos casos, criminalizada, bajo la bandera de la «guerra contra el terrorismo» y la lucha contra la guerrilla. Para Castillo y las familias de MAFAPO, la condena es una victoria agridulce. Representa un paso simbólico pero no afecta a los delitos que más los persiguen. «Pase lo que pase con este caso, no podemos permitir que se olvide la memoria de las víctimas. Si lo hacemos, volverá a ocurrir, independientemente de quién esté en el poder», afirmó.
Bazzani señaló el uso de llamadas telefónicas intervenidas que, según él, se obtuvieron de forma ilegal. En 2018, la Corte Suprema vigiló por error las conversaciones del expresidente mientras investigaba a Nilton Córdoba, un congresista investigado por corrupción. Las conversaciones de Uribe en ese momento fueron intervenidas durante dos semanas antes de que se descubriera el error. El equipo de defensa de Uribe solicitó que las grabaciones fueran excluidas como prueba, pero la jueza Sandra Heredia argumentó que las llamadas entre Uribe y su abogado trataban sobre el delito de manipulación de testigos y, por lo tanto, eran válidas.
Según Bazzani, dado que hay «actos procesales difíciles de justificar», un tribunal de apelación podría desestimar esas pruebas y, potencialmente, anular la condena. «La idea de la determinación de Uribe de cometer el delito proviene directamente de esas escuchas telefónicas», explicó. «Si desaparecen, el caso podría verse muy diferente».
Otros analistas jurídicos, como el constitucionalista Rodrigo Uprimny, han cuestionado la idea de una judicatura politizada. En una columna reciente para El Espectador, Uprimny señaló que el juicio se ha desarrollado bajo tres gobiernos muy diferentes —dirigidos por Juan Manuel Santos, Iván Duque y Gustavo Petro— y con fiscales nombrados por líderes de todo el espectro político. Para él, el caso es una prueba de la independencia judicial, no de una venganza partidista.
Colombia ya se encuentra en plena campaña electoral. «La campaña comenzó temprano, tal vez porque tenemos nuestro primer gobierno progresista», dijo Bibiana Ortega, profesora de ciencias políticas de la Pontificia Universidad Javeriana. La condena, explicó, ha fortalecido paradójicamente al partido de Uribe, el Centro Democrático, como punto de encuentro central de la fragmentada derecha. La narrativa de la persecución ha sido un pegamento útil. «Más que impulsar a la derecha en general, ha dado al Centro Democrático más protagonismo entre las opciones de derecha», dijo Ortega.
Esto se suma al asesinato del aspirante a la presidencia Miguel Uribe Turbay, candidato del Centro Democrático, que fue tiroteado el 7 de junio y declarado muerto dos meses después. Aún se desconoce quiénes son los autores intelectuales del atentado, lo que aviva la intensa polarización política en el país. Incluso bajo arresto domiciliario, Ortega predice que Uribe marcará la carrera. «Tiene una enorme influencia en la elección de los candidatos. La tecnología le permite no tener que estar físicamente presente en los mítines, sino que puede hablar a través de transmisiones en directo o por Zoom. Va a estar involucrado».
La presión también ha venido del extranjero. Algunos políticos republicanos estadounidenses alineados con Donald Trump han denunciado la condena como una persecución y han insinuado medidas de represalia contra Colombia, lo que recuerda a los aranceles impuestos por Trump a Brasil como consecuencia de los problemas legales del expresidente Jair Bolsonaro.
Veintiocho expresidentes de la región, la mayoría conservadores, han enviado una carta a las Naciones Unidas y a la Organización de Estados Americanos pidiéndoles que intervengan en favor de Uribe. Afirman que hay «anomalías» en el juicio que «constituyen violaciones sistemáticas de sus derechos, protegidos por la Declaración Universal de Derechos Humanos».
«Ha habido visitas de políticos colombianos de derecha a Estados Unidos para presionar contra el gobierno de Petro», dijo Ortega. «Pero no veo esto como una variable que influirá en nuestras elecciones. Sin embargo, podría dar munición a la izquierda para alegar injerencia extranjera en nuestra soberanía».
Los acontecimientos recientes parecen dar credibilidad a esta afirmación. En junio, el periódico español El País reveló que Álvaro Leyva, exministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Petro, se reunió con asesores cercanos a la administración de Donald Trump para buscar su apoyo en un complot para derrocar a Gustavo Petro.
Pero que ese avance sea duradero dependerá de cómo resista el poder judicial la tormenta política. «Nuestra historia demuestra que el poder judicial ha defendido su autonomía cuando la historia política del país lo ha exigido», dijo Ortega. «Espero que prevalezca el debido proceso, a pesar de las presiones que ya se están ejerciendo».
El próximo capítulo se librará en los tribunales de apelación, en los escenarios de campaña y en las redes sociales. Los abogados de Uribe presionarán para que se desestimen pruebas clave; sus oponentes exigirán que los fiscales pasen a acusaciones más graves. En las calles, los cánticos de «justicia» y «persecución» seguirán resonando en paralelo.
Si la condena se mantiene, podría animar a los fiscales y jueces a abordar casos que antes evitaban. Si se revoca, podría reforzar la creencia de que las élites colombianas son intocables. En cualquier caso, el resultado determinará no solo el legado de Uribe, sino también la credibilidad del sistema judicial colombiano en los próximos años.
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