Miembros del Sindicato Internacional de Trabajadores de la Confección Femenina se mantienen en el frío con pancartas de huelga en protesta por las prácticas laborales injustas de la empresa Ottenheimer (fecha desconocida). Centro Kheel / Flickr
Muchas personas dan por sentado que la libertad y la democracia están indisolublemente ligadas al capitalismo. Milton Friedman, en su libro Capitalismo y libertad, llegó incluso a afirmar que el capitalismo era condición necesaria para ambas.
Es cierto que la aparición y la expansión del capitalismo trajeron consigo una enorme expansión de las libertades individuales que, con el tiempo, abrieron paso a su vez a luchas populares por formas más democráticas de organización política. Por lo tanto, la afirmación de que el capitalismo obstaculiza fundamentalmente tanto la libertad como la democracia puede resultar, en principio, algo extraña.
Decir que el capitalismo restringe el florecimiento de estos valores no significa argumentar que el capitalismo ha ido en contra de la libertad y la democracia en todos los casos. Más bien, es a través del funcionamiento de sus procesos más básicos que el capitalismo genera graves déficits tanto de libertad como de democracia que nunca podrá remediar. El capitalismo ha promovido la aparición de ciertas formas limitadas de libertad y democracia, pero impone un techo bajo a su realización ulterior.
En el núcleo de estos valores se encuentra la autodeterminación: la creencia de que las personas deben poder decidir las condiciones de su propia vida en la mayor medida posible. Cuando la acción de una persona solo afecta a esa persona, entonces ella debe poder realizar esa actividad sin pedir permiso a nadie más. Este es el contexto de la libertad. Pero cuando una acción afecta la vida de otras personas, entonces estas otras personas deben tener voz y voto en la actividad. Este es el contexto de la democracia. En ambos casos, la preocupación primordial es que las personas mantengan el mayor control posible sobre la forma que tomará su vida.
En la práctica, básicamente todas las decisiones que toma una persona tienen algún efecto sobre los demás. Es imposible que todos contribuyan a todas las decisiones que les afectan, y cualquier sistema social que insistiera en una participación democrática tan amplia impondría una carga insoportable a las personas. Por lo tanto, lo que necesitamos es un conjunto de normas que distingan entre las cuestiones de libertad y las de democracia. En nuestra sociedad, esta distinción se suele hacer en función de la frontera entre la esfera privada y la pública.
No hay nada natural ni espontáneo en esta línea divisoria entre lo privado y lo público; es forjada y mantenida por procesos sociales. Las tareas que implican estos procesos son complejas y a menudo controvertidas. El Estado impone enérgicamente algunas fronteras entre lo público y lo privado y deja que otras se mantengan o se disuelvan como normas sociales. A menudo, la frontera entre lo público y lo privado sigue siendo difusa. En una sociedad plenamente democrática, la propia frontera es objeto de deliberación democrática.
El capitalismo construye la frontera entre las esferas pública y privada de una manera que limita la realización de la verdadera libertad individual y reduce el alcance de una democracia significativa. Hay cinco formas en las que esto se hace evidente.
Pero el valor de la libertad va más allá. Es también la capacidad de actuar positivamente sobre los planes de vida de uno mismo, de elegir no solo una respuesta, sino la pregunta misma. Los hijos de padres ricos pueden realizar prácticas no remuneradas para avanzar en su carrera profesional; los hijos de padres pobres, no. El capitalismo priva a muchas personas de la libertad real en este sentido. La pobreza en medio de la abundancia existe debido a una ecuación directa entre los recursos materiales y los recursos necesarios para la autodeterminación.
La decisión de una empresa de trasladar la producción de un lugar a otro es un asunto privado, aunque tenga un impacto radical en la vida de todas las personas de ambos lugares. Incluso si se argumenta que esta concentración de poder en manos privadas es necesaria para la asignación eficiente de los recursos, la exclusión de este tipo de decisiones del control democrático destruye inequívocamente la capacidad de autodeterminación de todos, excepto de los propietarios del capital.
Por supuesto, el empleador también es libre de conceder a los trabajadores una autonomía considerable y, en algunas situaciones, esta es la forma de organizar el trabajo que maximiza los beneficios. Pero esa autonomía se concede o se niega a voluntad del propietario. Ninguna concepción sólida de la autodeterminación permitiría que la autonomía dependiera de las preferencias privadas de las élites.
Un defensor del capitalismo podría responder que un trabajador al que no le gusta la forma de actuar de su jefe siempre puede dimitir. Pero dado que los trabajadores, por definición, carecen de medios de subsistencia independientes, si renuncian tendrán que buscar un nuevo empleo y, en la medida en que los puestos de trabajo disponibles se encuentren en empresas capitalistas, seguirán estando sujetos a las órdenes de un jefe.
Cualquier discurso sobre los valores democráticos caerá en saco roto mientras una clase de ciudadanos tenga prioridad sobre todas las demás.
Estas consecuencias son endémicas del capitalismo como sistema económico. Esto no significa que no puedan mitigarse en ocasiones en las sociedades capitalistas. En diferentes épocas y lugares, se han establecido muchas políticas para compensar la deformación de la libertad y la democracia que provoca el capitalismo.
Se pueden imponer restricciones públicas a la inversión privada de manera que se erosione la rígida frontera entre lo público y lo privado; un sector público fuerte y formas activas de inversión estatal pueden debilitar la amenaza de la movilidad del capital; las restricciones al uso de la riqueza privada en las elecciones y la financiación pública de las campañas políticas pueden reducir el acceso privilegiado de los ricos al poder político; la legislación laboral puede reforzar el poder colectivo de los trabajadores tanto en la esfera política como en el lugar de trabajo; y una amplia variedad de políticas de bienestar pueden aumentar la libertad real de quienes no tienen acceso a la riqueza privada.
Cuando las condiciones políticas son adecuadas, las características antidemocráticas y restrictivas de la libertad del capitalismo pueden paliarse, pero no eliminarse. Domesticar el capitalismo de esta manera ha sido el objetivo central de las políticas defendidas por los socialistas en las economías capitalistas de todo el mundo. Pero para que la libertad y la democracia se realicen plenamente, no basta con domesticar el capitalismo. Hay que superarlo.
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