Cine y TV

La película imposible

A finales de la década de 1920, el cineasta soviético Sergei Eisenstein emprendió un proyecto quijotesco: adaptar El capital, de Karl Marx, al cine. Pero Eisenstein no pretendía contar una historia convencional. Quería crear una versión cinematográfica del propio método de Marx: caótica, extensa y esclarecedora.

Sus notas para El capital no son un guion, sino un hipertexto surrealista y fragmentado, una explosión visual del pensamiento dialéctico inspirado sobre todo en Ulises, de James Joyce. Casi un siglo después, los diarios de Eisenstein sobre El capital nos permiten comprender lo que no fue solo un proyecto fallido, sino una obra de arte radical: una forma de hacer que el método de Marx fuera exuberante, emocional y vivo. Editados por Elena Vogman y traducidos por Michael Kunichika, los cuadernos reflejan una mente en llamas que se enfrenta a problemas de lingüística, matemática, física, psicología y economía en una totalidad vertiginosa.

Como señala Vogman, el proyecto El capital de Eisenstein era incompatible con la línea cada vez más conservadora del gobierno soviético tanto en el ámbito artístico como en el político. Pero la razón por la que nunca se llevó a cabo probablemente fuera que traspasaba los límites de lo posible. Al igual que Infinite Jest, de David Foster Wallace —otro hipertexto famoso por ser imposible de llevar al cine— o el Libro de los pasajes, incompleto, del filósofo Walter Benjamin, desafía cualquier simple comprensión o adaptación. Los diarios de El capital de Eisenstein comprenden tres cuadernos cubiertos de paratextos palimpsésticos en al menos cuatro idiomas: ruso, francés, alemán y, ocasionalmente, inglés. No ofrecen ningún tratamiento cinematográfico ni cuentan con ninguna cita o referencia explícita a Marx —ni a Joyce, por cierto— en el texto.

La película nunca se llegó a realizar, pero también podría haber sido imposible de realizar, al menos en una forma cinematográfica estándar, con un protagonista, un arco narrativo, tres actos y una conclusión. El capital en sí mismo no tiene una estructura muy ordenada, y eso es intencionado. Uno de los principales argumentos de Marx es que el capital no tiene protagonistas. La voluntad del capitalista individual significa poco, por muy buenas que sean sus intenciones; las fuerzas del mercado actúan a través del proletario y del capitalista como «un monstruo animado», actuando como si estuvieran poseídos. Por lo tanto, ningún guion cinematográfico estándar puede servir.

En su trabajo en curso sobre Marx y los diarios de El capital, el investigador Siarhei Biareishyk sostiene que Eisenstein no está interesado en el simbolismo de las mercancías ni en representar el dinero como símbolo. La forma es el contenido. Como escribe, «el movimiento mismo de las imágenes en el montaje debe reproducir el movimiento y la diferenciación del valor, tal y como lo teoriza Marx, mediante la mediación del signo». Es decir, los fotomontajes y los textos fragmentarios de los cuadernos de El capital de Eisenstein encarnan la teorización de Marx quizás mejor que cualquier película.

«Lo más complejo ahora», escribe Eisenstein, «es estar dialécticamente dispuesto a su tiempo, al dégringolade [colapso] que estamos viviendo». Sus diarios, una mezcolanza de recortes de prensa, anécdotas, reflexiones filosóficas, dibujos y chistes obscenos, son una lección objetiva de esta disposición. Al igual que la película que imaginaba, constituyen una «instrucción visual» en dialéctica, que conecta lo general y lo particular, lo abstracto y lo concreto, lo objetivo y lo subjetivo. Se leen como una novela gráfica que deconstruye y reconstruye imágenes del mundo en nuevas formaciones, decodificando y recodificando el mundo de acuerdo con la máxima «el socialismo será».

A veces, el torbellino de imágenes se vuelve demasiado para Eisenstein. En una entrada, por caso, se lamenta de que su «aparato asociativo vibra» sin control. Estas vibraciones son palpables en todos los cuadernos. Un recorte de periódico de un conejo de Pascua se convierte en el impulso para reflexionar sobre la degeneración de los objetos de culto; un anuncio de un espejo compacto se eleva a principio filosófico; un análisis del chovinismo nos lleva de vuelta a las cabezas recién afeitadas (chauve) de los reclutas del ejército francés (chauvins); un teorema geométrico se convierte en un eslogan cinematográfico; la palabra rusa para imagen (obraz) da paso a la palabra para corte (obrez) y se expande hasta la palabra para desnudar (obnaruzhenie). En estos casos, Eisenstein no se limita a hacer asociaciones libres. Más bien juega con la asociación como mecanismo dialéctico, que rechaza la abstracción mediante juegos de palabras visuales, imágenes e incluso obscenidades, y vuelve a ella a través de meditaciones sobre biología, química, reflexología y matemática.

Utilizando Ulises como modelo, Eisenstein convierte la dialéctica en algo sensual. Su objetivo es dotar a El capital de Marx de una «orientación erótica», interpretando El capital «bajo la rúbrica de la dialéctica de la emoción». En las películas de Eisenstein, esta tarea aparentemente imposible se logró mediante un enfoque nuevo y revolucionario del cine, que sustituyó la trama por eslóganes cinematográficos, los personajes por arquetipos, los rostros por máscaras, la actuación por gestos y las palabras por imágenes. Para Eisenstein, los elementos constitutivos del cine son «atractivos sensuales» que traducen al cine una frase como «se ha dado un salto hacia lo nuevo» a través de cadenas reflexivas de asociaciones. Lejos de ser un comentario sobre El capital, los diarios de Eisenstein son un campo de pruebas para las cargas eróticas y los mecanismos reflexivos que harían comprensible El capital.

Eisenstein sabía que su proyecto El capital era imposible según los estándares convencionales: «Puedo imaginar cómo mis ejecutores teóricos se van a enredar hasta confundirse», decía. Sus diarios no son un proyecto fallido para una película, sino un experimento salvaje para pensar a través del colapso. Al igual que Marx y Joyce, Eisenstein comprendió que, en un mundo que se desmorona, las narrativas lineales y las explicaciones claras son inútiles. Lo que necesitamos en su lugar son nuevas formas de imaginación: rebeldes, asociativas, llenas de saltos y rupturas. Casi un siglo después, sus cuadernos parecen menos una reliquia de la historia soviética y más un manual para sobrevivir a nuestro propio momento de catástrofe.

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