Jimmy Carter como candidato presidencial demócrata en 1976 en Los Ángeles. (PL Gould / Images / Getty Images)
El 15 de julio de 1979, el entonces presidente de los Estados Unidos Jimmy Carter se dirigió a la nación en directo por televisión. El discurso que pronunció esa noche —a menudo llamado el «discurso sobre el malestar»— es probablemente uno de los momentos más recordados de su mandato al frente de la Casa Blanca.
El motivo inmediato del discurso fue la inflación en curso, causada en gran parte por la escalada de los precios del petróleo de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP). Pero Carter creía haber diagnosticado un problema más profundo. Los estadounidenses no solo estaban descontentos con la subida constante de los precios de la gasolina; debido a una serie de traumas nacionales que habían comenzado en la década de 1960 —los asesinatos de John F. Kennedy y Robert F. Kennedy y Martin Luther King Jr, la guerra de Vietnam, Watergate, la persistente inflación—, los ciudadanos sufrían «una crisis de confianza» que «amenazaba con destruir el tejido social y político de Estados Unidos».
El discurso está lleno de nostalgia romántica por una época más sencilla de optimismo y objetivos nacionales compartidos. Por supuesto, tal cosa nunca existió realmente. Pero algo de lo que Carter en aquella ocasión dijo suena a verdad:
Estas tendencias descritas por Carter parecen haber empeorado. En comparación con esta era hiperindividualista y obsesionada por el consumo, los Estados Unidos de 1979 debían de parecer un faro de civismo y autocontrol. La confianza en las instituciones clave —el gobierno, las iglesias, las escuelas públicas y los medios de comunicación— ha continuado su caída en picada, y varias encuestas de opinión pública señalan que la confianza institucional en 2024 se ubica cerca de su mínimo histórico.
En su discurso sobre el malestar, Carter declaró que «la energía será la prueba inmediata de nuestra capacidad para unir a esta nación, y también puede ser el estandarte en torno al cual nos unamos» y anunció una serie de propuestas políticas para reducir la dependencia estadounidense del petróleo extranjero. Sin embargo, lo más importante para comprender el calamitoso estado de la sociedad estadounidense de hoy son los aspectos de la política del gobierno de Carter que no fueron abordados en aquel discurso.
Carter ganó la presidencia en 1976 con el apoyo de los sindicatos y con el compromiso del Partido Demócrata de apoyar una serie de importantes políticas progresistas, como la creación de una Agencia Federal de Protección del Consumidor, una reforma de la legislación laboral favorable a los sindicatos y una ley que obligaba al gobierno a garantizar el pleno empleo. Pero el presidente y el Congreso controlado por los demócratas acabaron iniciando el giro hacia el neoliberalismo antiobrero que los sucesores de Carter en ambos partidos profundizarían durante las cuatro décadas siguientes.
A pesar de la supermayoría demócrata, la legislación para la Agencia de Protección del Consumidor y el aumento de las sanciones por prácticas laborales desleales fracasaron en el Congreso debido a la oposición del lobby empresarial. Finalmente, el Congreso aprobó —y Carter firmó— la Ley Humphrey-Hawkins de Pleno Empleo y Crecimiento Equilibrado de 1978, aunque para esa altura había quedado reducida a una medida meramente simbólica, eliminando el texto que habría exigido al gobierno garantizar el pleno empleo y crear puestos de trabajo públicos cuando la contratación en el sector privado fuera insuficiente.
Los dos últimos años de la presidencia de Carter lo encontraron lanzando agresivos ataques contra la regulación y el Estado del bienestar. Como escribe Paul Heideman:
Si lo que se buscaba era que el malestar que Carter lamentaba con tanta elocuencia hiciera metástasis, lo peor que se podía hacer era promulgar las políticas que su propia administración puso en práctica: recortar impuestos, reducir el Estado del bienestar, desregular la economía y dar la espalda al cada vez más asediado movimiento obrero. Estas medidas allanaron el camino para que un puñado de los de arriba se hicieran fabulosamente ricos, mientras la mayoría de los estadounidenses veían cómo sus salarios se estancaban y sus sindicatos se destruían al tiempo que sufrían las consecuencias de las decisiones imprudentes e interesadas de los ultrarricos. Nuestra segunda Gilded Age de obscena desigualdad y atomización es el resultado previsible de tales políticas.
Jimmy Carter advirtió acertadamente que el país no debía tomar un camino que condujera a la «fragmentación y el egoísmo. Ese camino esconde una idea equivocada de la libertad, el derecho a obtener para nosotros mismos alguna ventaja sobre los demás. Tal elección nos conduciría a un conflicto constante entre intereses mezquinos que acabaría en el caos y la inmovilidad». Es una trágica ironía que haya sido él mismo quien abriera las puertas a esa senda.
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