Los criminales que producen la actual crisis climática nos quieren hacer creer que se trata de una «tragedia de los comunes», el resultado inevitable de que los individuos persigan su propio interés en un mundo de recursos finitos.
El término fue popularizado por el biólogo Garrett Hardin en un artículo publicado en 1968 en Science, y es uno de los ensayos científicos más citados —y vociferantemente refutados— del siglo XX. Hardin sostenía que la tragedia medioambiental acompaña inevitablemente al uso y gestión públicos de la tierra, el agua y el aire. Pero la historia real del agotamiento de los bienes comunes cuenta casi la historia opuesta: la de la privatización, el cercamiento y la búsqueda implacable de beneficios.
Han pasado casi quince años desde que la politóloga Elinor Ostrom ganó el Premio Nobel por el trabajo de toda una vida demostrando que las personas son realmente capaces de compartir recursos finitos sin agotarlos. Sin embargo, a medida que la rápida devastación medioambiental fuerza la cuestión de la gestión de los recursos al debate público, la influencia de Hardin no ha hecho más que crecer.
Eugenista y nacionalista blanco cuyo trabajo académico sobre el control de la población vino acompañado de una agenda política muy específica sobre qué poblaciones había que atacar, Hardin ha disfrutado de un renacimiento de culto en la extrema derecha. Su retórica está siendo retomada por los sicarios de los combustibles fósiles cuando cambian su estrategia defensiva del negacionismo del cambio climático a la afirmación de que todos compartimos la culpa del calentamiento del planeta.
Incluso se pueden encontrar referencias a Hardin en lo que se supone que es la corriente dominante «bien informada». En un reciente artículo explicativo sobre la investigación del New York Times sobre el aterrador agotamiento de las aguas subterráneas de Estados Unidos, por ejemplo, el periodista David Leonhardt opta por invocar la fatalista fábula ecofascista de Hardin por encima del trabajo de campo de Ostrom —gran parte del cual versa sobre el uso de las aguas subterráneas— que sirvió de base para sus célebres ocho principios para la gestión de los bienes comunes.
Entre sus muchos otros fallos, el ensayo de Hardin es mala historia. En Inglaterra, donde se originó el término «commons», los pastos compartidos donde los campesinos apacentaban sus rebaños no fueron sobreexplotados, sino robados, parcelados y privatizados en un proceso histórico muy estudiado conocido como enclosure [cercamientos]. A partir de 1604, miles de leyes parlamentarias de cercamiento desviaron más de una quinta parte de la campiña inglesa. Los habitantes se opusieron amargamente a este robo legalizado y protagonizaron levantamientos periódicos para resistirlo.
Cuando enseño la Introducción a la Historia de América, este es uno de los puntos por los que empiezo. La mayoría de nosotros sabemos que las culturas indias americanas no tienen una noción tradicional de la propiedad exclusiva y permanente de la tierra, pero pocos de mis alumnos se dan cuenta de que los campesinos ingleses tampoco estaban convencidos de ello. La opinión inglesa habitual era que los habitantes compartían derechos comunes sobre la tierra.
Al igual que Hardin, a Lloyd no le preocupaba realmente la degradación medioambiental, sino controlar la indeseable profusión de pobres. En su conferencia, el ejemplo de los bienes comunes pretende ser una ilustración metafórica de la ley de hierro de los salarios. Los pastores son trabajadores agrícolas asalariados, y las vacas son sus hijos. Si un trabajador individual tiene más hijos (es decir, pastorea más vacas), su hogar puede llevar a casa más salarios; pero si todos los hogares lo hacen, el excedente de mano de obra deprimirá los salarios y todos seguirán languideciendo en la pobreza.
Lloyd era muy consciente de que la situación que describía no era una verdad universal, sino una novedad histórica. El cercamiento había acuñado una nueva clase de jornaleros agrícolas sin tierra y sujetos al tiránico cálculo del mercado. Lloyd construyó su analogía de los commons en un intento de comprender por qué los trabajadores seguirían teniendo hijos dadas estas nuevas realidades, sin recurrir a explicaciones como la estupidez y la inmoralidad preferidas por su contemporáneo Thomas Malthus. En 1833, el debate estaba candente. El Parlamento estaba en proceso de revisar el sistema de asistencia social, destripando el derecho habitual al socorro y exigiendo en su lugar a los indigentes que realizaran trabajos agotadores en casas de trabajo centralizadas para poder recibir ayuda.
Como ha señalado el historiador Peter Linebaugh, estos intentos de controlar teórica y penalmente a los pobres del campo fueron una respuesta a la campaña masiva de destrucción coordinada de propiedades que perpetró en 1830. Comenzando en el sureste y extendiéndose rápidamente por todo el país, los trabajadores se reunieron por centenares para romper trilladoras y prender fuego a graneros y cobertizos. Amenazaron a los agricultores de nivel medio y a los funcionarios del gobierno con notas en las que exigían salarios adecuados y el fin de la mecanización, firmadas con el amenazador seudónimo de Capitán Swing.
En las afueras de Oxford, donde Lloyd tenía su cátedra de economía política, los campesinos marchaban por Otmoor arrasando las vallas, setos y zanjas que cercaban sus tierras ancestrales.
La pérdida de nuestras aguas subterráneas, aire limpio, humedales y bosques no representa la tragedia de los bienes comunes, sino la tragedias del encierro (con frecuencia, encierro literal, como el de nuestra agua en botellas de plástico de Nestlé y Coca-Cola). Cuando desaparece un recurso compartido, antes de buscar a las multitudes que dependen de él para vivir, deberíamos llamar a las puertas de quienes lo privatizan con fines lucrativos.
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