En su ensayo de 1975 «The Modern Janus», Tom Nairn describió la teoría del nacionalismo como «el gran fracaso histórico del marxismo». Se pueden encontrar afirmaciones similares a lo largo de la abundante literatura sobre el tema.
El argumento suele ser más o menos el siguiente: desde Karl Marx en adelante, los socialistas esperaban que los trabajadores se identificaran con su clase más que con su nación, y con el socialismo internacional más que con cualquier forma de ideología nacionalista. Cuando las acciones de los trabajadores reales de carne y hueso no se ajustaron a este esquema abstracto, más espectacularmente al estallar una guerra general europea en 1914, los socialistas no pudieron explicar el atractivo del nacionalismo en términos marxistas, excepto como el producto de la manipulación burguesa destinada a desviar a la clase obrera de su verdadera misión histórica.
Ernest Gellner ridiculizó la perspectiva marxista en su libro Naciones y nacionalismo:
Esta es sin duda una cita memorable, pero no puede hacer justicia a la amplitud y complejidad del pensamiento marxista sobre el tema. En lo que sigue, me concentraré en una selección de ideas de finales del siglo XIX y principios del XX, un periodo en el que se suponía que el marxismo estaba voluntariamente ciego a la importancia de esta cuestión. No constituyen una teoría completa y exhaustiva del nacionalismo, pero nos proporcionan algunas herramientas inestimables para reflexionar sobre él.
Dos famosas líneas del Manifiesto parecen ejemplificar lo que Gellner denominó la «Teoría de la dirección equivocada» del nacionalismo: «Los trabajadores no tienen patria» y «Las diferencias nacionales, y los antagonismos entre los pueblos, se desvanecen cada día más». En primer lugar, situemos esas líneas en el contexto completo de lo que escribieron Marx y Engels:
De entrada, parece que aquí hay algo más complicado. Si los obreros «no tienen patria», ¿cómo pueden ser «nacionales, aunque no en el sentido burgués de la palabra»? ¿Qué otros sentidos puede haber?
Erica Benner sugiere una respuesta en su libro Really Existing Nationalisms, señalando que la versión original alemana del Manifiesto decía que los trabajadores no tenían Vaterland: «En la época en que Marx y Engels estaban escribiendo, la palabra Vaterland ya había adquirido connotaciones políticas muy cargadas, muy diferentes de las de la palabra inglesa country, que ahora suena neutra: el lenguaje de Vaterland era utilizado con frecuencia y elocuencia tanto por los defensores del Estado tradicional como por los profetas románticos de la nacionalidad étnica». Desde 1848, por supuesto, Vaterland ha recogido aún más bagaje de la experiencia de la historia alemana del siglo XX.
Benner ofrece a continuación su propia interpretación del pasaje:
Roman Rosdolsky propuso una lectura similar: «Cuando el Manifiesto dice que los obreros “no tienen patria”, se refiere al Estado nacional burgués, no a la nacionalidad en sentido étnico».
En este punto, es importante distinguir entre dos conceptos que a menudo se mezclan: conciencia nacional y nacionalismo. El primero se refiere a la sensación que puede tener la gente de pertenecer a una nación concreta; el segundo, a las conclusiones políticas que pueden extraer de esa sensación de pertenencia. Escocia, por ejemplo. Durante gran parte del siglo XX, el apoyo a un Estado escocés independiente fue insignificante; hoy es lo suficientemente alto como para hacer de la independencia escocesa una perspectiva realista en los próximos años.
Esto no se debe a un aumento repentino del número de personas que se consideran escocesas. Durante muchos años, el sentimiento de escocés coexistió con el apoyo a la unión con Inglaterra. Un movimiento político tuvo que persuadir a una masa crítica de escoceses de que era necesario un Estado separado para promover sus intereses, y tendrá que persuadir a un número aún mayor si se quiere lograr la independencia.
En el mundo moderno, si alguien se define como nacionalista en el sentido político, no significa simplemente que se identifique con una nación concreta. También significa que se identifica con el Estado que gobierna la nación (o con la lucha por establecer tal Estado en un caso como Escocia).
Por otra parte, el objetivo de los internacionalistas no es persuadir a la gente de que debe dejar de considerarse francesa, griega, tailandesa o mexicana en términos culturales. Se trata de cuestionar el supuesto político de que su lealtad primaria debe dirigirse hacia el Estado nacional que reclama su lealtad.
Más bien parecen haber previsto que el auge del capitalismo crearía un modelo económico mundial más o menos homogéneo basado en la industria a gran escala, con la misma polarización entre trabajadores y capitalistas como principal antagonismo social. En ese escenario, habría habido poca diferencia en términos socioeconómicos entre haber nacido en Londres o en Lagos, en Nueva York o en Nueva Delhi.
Una famosa sección del Manifiesto argumenta que «la necesidad de un mercado en constante expansión para sus productos persigue a la burguesía por toda la superficie del globo» y que «los precios baratos de sus mercancías son la artillería pesada con la que derriba todas las murallas chinas». Al hacerlo, según Marx y Engels, la burguesía «obliga a todas las naciones, so pena de extinción, a adoptar el modo de producción burgués; las obliga a introducir en su seno lo que llama civilización, es decir, a convertirse ellas mismas en burguesas».
Sin embargo, no fueron solo los precios baratos los que funcionaron como «artillería pesada» en la expansión del capitalismo global. Con Gran Bretaña a la cabeza, las grandes potencias europeas también utilizaron artillería pesada real para promover sus intereses económicos. A finales del siglo XIX, la mayoría de los países africanos y asiáticos estaban bajo su control directo. Durante la década de 1850, Marx escribió con salvaje desprecio sobre las guerras que Gran Bretaña había estado librando para abrir China al comercio del opio y rechazó los argumentos utilizados para legitimarlas: «Los chinos tienen al menos noventa y nueve heridas de las que quejarse por una sola por parte de los ingleses».
En una serie de artículos sobre el dominio británico sobre la India, publicados pocos años después del Manifiesto, Marx sugería que la burguesía británica desempeñaría allí el mismo papel que ya había desempeñado en el frente interno, promoviendo el desarrollo industrial. Esto, según Marx, «no emanciparía ni mejoraría materialmente la condición social de la masa del pueblo», que dependía «no solo del desarrollo de las fuerzas productivas, sino de su apropiación por el pueblo». Ese momento de emancipación social no llegaría «hasta que en la propia Gran Bretaña las clases ahora dominantes hubieran sido suplantadas por el proletariado industrial, o hasta que los propios indios se hubieran hecho lo suficientemente fuertes como para deshacerse por completo del yugo inglés».
Pero, ¿y si el efecto de la dominación colonial fuera frenar el desarrollo de las fuerzas productivas en Asia? Marx se acercó a esta posición en sus últimos escritos sobre la India y describió la revuelta de 1857 como una respuesta natural a las atrocidades británicas, incluido el uso rutinario de la tortura para extraer ingresos de la población. En 1914, Vladimir Lenin podía observar que la mayor parte de Asia consistía «o bien en colonias de las grandes potencias, o bien en Estados extremadamente dependientes y oprimidos como naciones», y sin embargo las condiciones para el «crecimiento más libre, amplio y rápido del capitalismo» se habían creado «solo en Japón, es decir, en un Estado nacional independiente».
En Europa y Norteamérica, la posesión de un Estado independiente fue también una herramienta importante en el desarrollo del capitalismo. Países como Alemania y Estados Unidos hicieron un amplio uso de los aranceles y otras formas de intervención estatal para construir sus propios sectores manufactureros antes de predicar las virtudes del libre comercio a los países que aún intentaban ponerse al día. En las últimas décadas, Estados de Asia Oriental como Taiwán y Corea del Sur han seguido un planteamiento similar, por no hablar de China.
No podemos reducir el atractivo popular del nacionalismo en los siglos XIX y XX a una cuestión económica. Pero el desarrollo desigual y combinado del capitalismo en todo el mundo dio sin duda un poderoso impulso a los movimientos por la independencia nacional, especialmente en lo que se conoce como el Sur Global. También contribuyó a reproducir y exacerbar las «diferencias nacionales y los antagonismos entre los pueblos» a los que se referían Marx y Engels en el Manifiesto.
Hacia el final de su vida, Marx siguió siendo un firme defensor de la independencia polaca. Sus comentarios sobre el tema en 1875 revelaron una sutil comprensión de la relación entre nación y clase:
Cuando analizó la lucha irlandesa por la reforma agraria, Marx reconoció que el descontento generado por la desigualdad social podía ser más explosivo cuando se combinaba con el dominio extranjero. Sostuvo que sería «infinitamente más fácil» derrocar a la aristocracia terrateniente en Irlanda que en Inglaterra, «porque en Irlanda no se trata únicamente de una simple cuestión económica, sino al mismo tiempo de una cuestión nacional, porque los terratenientes no son allí, como en Inglaterra, los dignatarios y representantes tradicionales de la nación, sino sus opresores mortalmente odiados». Hay pocos indicios aquí de un hombre que suscribiera una simplista «Teoría de la dirección equivocada» del nacionalismo.
Las observaciones de Marx sobre la experiencia de los trabajadores inmigrantes irlandeses en las ciudades británicas prefiguraron la teoría del «salario psicológico» que W. E. B. Du Bois desarrolló más tarde para explicar el arraigo de las actitudes racistas entre los trabajadores blancos en Estados Unidos:
En el caso de Norteamérica, Marx fue un apasionado partidario de la causa abolicionista y agitó a favor de la Unión durante la Guerra Civil, prediciendo que sus líderes no tendrían más remedio que abolir la esclavitud si querían prevalecer sobre la Confederación. Incorporó al texto de El capital una de las principales lecciones que se extraían del otro lado del Atlántico: «El trabajo en una piel blanca no puede emanciparse cuando está marcado a fuego en una piel negra».
Por desgracia, Marx y Engels nunca generalizaron sus opiniones sobre Irlanda o Polonia en un sistema teórico coherente. Tras las revoluciones de 1848, Engels hizo mucho más mal que bien al intentar distinguir entre naciones «históricas» y «no históricas». Se mostró hostil a los movimientos nacionales de los eslavos del sur porque las monarquías de Europa Central habían sido capaces de alistarlos en el bando de la contrarrevolución.
En lugar de explicar esta alineación de fuerzas como el producto de un momento histórico, Engels afirmaba que comunidades como los serbios y los rumanos eran permanentemente incapaces de una acción política independiente y solo estaban destinadas a ser la herramienta de poderosos estados reaccionarios. Los pueblos que Engels identificó como «no históricos» falsificaron sus predicciones durante el siglo y medio siguiente.
Con más coherencia que Marx y Engels, Lenin insistió en el mensaje de que las comunidades nacionales que no tuvieran un Estado propio tendrían que obtener el derecho a la autodeterminación. Esto no significaba que los socialistas debieran desear activamente la desintegración de los Estados existentes: «Acusar a quienes apoyan la libertad de autodeterminación, es decir, la libertad de secesión, de fomentar el separatismo, es tan insensato e hipócrita como acusar a quienes defienden la libertad de divorcio de fomentar la destrucción de los lazos familiares».
Para Lenin, había «ventajas indiscutibles» para los Estados grandes en lugar de los pequeños, lo que significaba que las minorías nacionales «recurrirían a la secesión únicamente cuando la opresión nacional y la fricción nacional hicieran la vida en común absolutamente intolerable». Creía que el movimiento obrero desalentaría en realidad la tendencia a la fragmentación política concediendo a esas minorías plenos derechos democráticos, incluido el derecho a formar un Estado propio: «Cuanto más se acerque un sistema estatal democrático a la completa libertad de secesión, menos frecuente y ardiente será en la práctica el deseo de separación».
Esta era una cuestión política urgente para Lenin y sus camaradas del movimiento socialista ruso, porque las nacionalidades no rusas constituían la mayoría de la población en los territorios gobernados por el zar. Lenin parece haber sentido un odio visceral hacia el chovinismo de las grandes naciones. Se refirió con desdén a las autodenominadas «grandes naciones» que eran «grandes solo por su violencia, grandes solo como matonas», y condenó a los socialistas europeos que se negaban a apoyar las luchas anticoloniales de liberación en África y Asia como «chovinistas y lacayos de monarquías imperialistas manchadas de sangre e inmundas».
Quería que el nacionalismo en todas sus variedades diera paso al «internacionalismo, la fusión de todas las naciones en la unidad superior», pero siempre sobre una base voluntaria. El líder bolchevique instó a los socialistas de las naciones pequeñas y sin Estado a apoyar el derecho de sus connacionales a la autodeterminación, pero al mismo tiempo a «luchar contra la estrechez de miras, la reclusión y el aislamiento de las naciones pequeñas».
En sus últimos artículos, hacia finales de 1922, a Lenin le preocupaba que algunos de sus compañeros en la dirección soviética estuvieran empezando a revivir el chovinismo gran ruso bajo una fachada internacionalista. Subrayó que el internacionalismo por parte de los socialistas de un país como Rusia «debe consistir no solamente en la observancia de la igualdad formal de las naciones, sino incluso en una desigualdad de la nación opresora, la gran nación, que debe compensar la desigualdad que existe en la práctica real». Con ese trasfondo en mente, era «mejor exagerar que subestimar las concesiones y la indulgencia hacia las minorías nacionales».
Joseph Stalin era uno de los líderes soviéticos en los que Lenin pensaba cuando lanzó esta advertencia. Aunque el propio Stalin era georgiano, Lenin observó que era «de dominio público que las personas de otras nacionalidades que se han rusificado exageran este talante ruso». Solo podemos imaginar lo que Lenin habría tenido que decir cuando Stalin llevó este «marco mental» hasta el punto de ordenar la deportación de nacionalidades enteras, como los chechenos, a Asia Central, antes de imponer por la fuerza administraciones títeres en toda Europa del Este.
Resultaba irónico que esta falta de respeto por el derecho de las comunidades nacionales a la autodeterminación hubiera desempeñado un papel crucial en la desaparición final de la Unión Soviética. Sin embargo, el resultado de la política seguida por Stalin y sus sucesores probablemente no habría sorprendido a Lenin.
Desde la muerte de Lenin, el número de Estados-nación independientes en todo el mundo ha crecido espectacularmente. Podemos aplicar su argumento más directamente en los casos claros de opresión nacional que quedan, desde Palestina hasta el Sáhara Occidental, Cachemira y Xinjiang. Sin embargo, también se aplica a países como Escocia y Cataluña: puede que sus ciudadanos no sufran la misma opresión que los palestinos o los saharauis, pero también deberían ser libres de decidir si quieren un Estado propio.
Esto sigue dejando una cuestión importante para cualquiera que invoque el derecho de autodeterminación. ¿Cómo decidimos la unidad política en la que debe ejercerse ese derecho? Cuando hay comunidades nacionales que se solapan, una mayoría puede convertirse pronto en una minoría, dependiendo de dónde se trace una línea en el mapa. No existe una respuesta sencilla a esta pregunta, que ha alimentado algunos de los conflictos modernos más insolubles.
La obra de Bauer fue olvidada durante gran parte del siglo XX, y hasta el año 2000 no apareció una traducción completa al inglés. Quedó entre dos aguas en cuanto a su legado político: demasiado marxista para los socialdemócratas y demasiado socialdemócrata para los marxistas. Fue una gran pérdida, ya que la obra de Bauer anticipó algunos de los mejores escritos modernos sobre el nacionalismo.
Bauer rechazaba la idea de que las naciones, tal como las entendemos, hubieran existido desde tiempos inmemoriales, considerándolas un desarrollo vinculado al auge del capitalismo industrial, que había dado lugar a «una distribución espacial y profesional de la población completamente nueva». Desarraigados de comunidades rurales en las que «ni siquiera conocían a los campesinos del pueblo de al lado, ya que una cadena montañosa dificultaba la comunicación entre ambos», innumerables personas se encontraban ahora en pueblos y ciudades donde eran «arrojados de aquí para allá con los vaivenes del ciclo comercial».
Este mundo de beneficios y poder requería un nuevo tipo de educación para las masas, que debía impartirse en un lenguaje estandarizado que la mayoría de la gente pudiera entender:
El reclutamiento en los ejércitos nacionales «arranca al hijo del campesino del estrecho ámbito de la aldea» y «lo reúne con compañeros de la ciudad y de otras partes del país». Mientras tanto, la difusión de la democracia política «se convierte en el medio de llevar las grandes cuestiones del día a cada aldea campesina y a cada taller (…). Cada discurso en la asamblea, cada página del periódico, lleva un trozo de nuestra cultura mental al último votante».
Bauer definió el carácter nacional como «el complejo de características físicas y mentales que distingue a una nación de otras». Subrayó que no era «una explicación» sino «algo que hay que explicar». Para Bauer, el carácter nacional era un producto de la historia, no de la biología o la geografía: «Nada más que un precipitado de la historia, cambia con cada hora, con cada nuevo acontecimiento que experimenta la nación (…). Situada de nuevo en medio de los acontecimientos mundiales, ya no es un ser persistente, sino un constante devenir y perecer». Esta visión histórica es una réplica vital a los temerosos que afirman que la inmigración extinguirá un modo de vida nacional supuestamente intemporal.
Bauer distinguía entre «comunidad de destino», que implicaba «la experiencia común del mismo destino en constante comunicación e interacción mutua», y «similitud de destino», en la que faltaba esa comunicación e interacción. Consideraba que las clases trabajadoras de los distintos países europeos eran un ejemplo de esto último:
Se podrían escribir libros enteros explorando las ideas que Bauer esbozó, y algunas personas lo han hecho en la gran eflorescencia de escritos sobre el nacionalismo desde la década de 1970. Ernest Gellner basó su propia teoría del nacionalismo en la necesidad de la sociedad industrial de una cultura de masas alfabetizada en la que la gente pudiera instruirse. Benedict Anderson subrayó la importancia de «una interacción medio fortuita, pero explosiva, entre un sistema de producción y relaciones productivas (el capitalismo), una tecnología de comunicaciones (la imprenta) y la fatalidad de la diversidad lingüística humana».
Lo que une a Gellner, Anderson y otros que pertenecen a la escuela «modernista» de teorizar sobre el nacionalismo es la idea de que los estados nacionales no siempre han existido como forma de organizar las sociedades humanas y, por implicación, no tienen por qué existir siempre en el futuro. En el mundo actual, el principal peligro no es que subestimemos la fuerza del nacionalismo, sino que lo veamos como una fuerza que todo lo conquista y una parte eterna de la condición humana.
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