Esta vida es el libro más reciente del filósofo sueco Martin Hägglund (1976). Profesor de literatura en Yale, Hägglund ha escrito varios trabajos relacionados con el tiempo, la finitud y el deseo. En ésta, su última entrega, nos acerca una brillante investigación filosófica sobre la libertad, el secularismo y la sociedad capitalista. Sus tesis centrales son, me parece, tres: la finitud de la vida es una condición de inteligibilidad de la libertad humana; el secularismo está implícito en todo ejercicio práctico de la libertad; el socialismo democrático es la forma política adecuada para nuestra libertad finita y secular.
El autor es particularmente incisivo con respecto a la muerte de los seres queridos. Analiza con crudeza y un poco de malicia el franco desconsuelo que expresan las personas creyentes ante pérdidas devastadoras. En todos los casos encuentra un denominador común: la eternidad de ultratumba no consuela a nadie, porque el amor solo tiene sentido en una vida finita (de la que tenemos que ocuparnos) en común. Lo que sea que quede de quienes quisimos, transmutado en la eternidad del amor divino, no se parece en nada a lo que tuvimos mientras vivían, precisamente porque perdimos la finitud compartida. El libro, más que una invectiva atea contra quienes creen en algún dios o en la eternidad, es una defensa del secularismo como la única posición ética intersubjetivamente solvente para seres finitos e incorporados. Para Hägglund la vida eterna no solo es imposible: es indeseable, porque la finitud es una condición-marco de todo lo que podemos desear. La fe secular, a diferencia de la religiosa, exige el compromiso de seguir viviendo con el riesgo de la pérdida, de nuestra propia vida y de aquéllos que amamos. Es una forma de fe porque el objeto de devoción no es independiente de la fidelidad práctica que le guardemos: como finita y frágil, esta vida depende de la actividad de sostenerla.
Sobre la base de la vida biológica, surge la libertad espiritual como determinación formal agregada. Un ser es libre espiritualmente cuando tiene la capacidad de preguntarse cómo debe ocupar su tiempo. La libertad espiritual existe, que sepamos, solo en la especie humana (p. 159). Con esta dimensión espiritual de la práctica aparece la normatividad propiamente dicha. Un ser espiritual no solo está sometido al imperativo biológico de sostener su vida. Tiene una serie de identidades prácticas fundadas en compromisos éticos con los otros. Hägglund, dialogando con la filósofa Crhistine Korsgaard, llama identidad existencial a la construcción siempre precaria de la persona como unidad agregada de múltiples identidades prácticas en varios contextos de la vida social. Alguien puede, por ejemplo, ser padre, militante político y cantante en un coro. Esas tres identidades prácticas tienen normatividades propias que es preciso negociar, articular y jerarquizar en la unidad precaria de la persona. Esta unidad, lejos de toda identidad estable, se caracteriza por la auto-relación negativa, o la capacidad de tener conflictos dentro de y entre nuestras varias identidades prácticas. La resolución de esos conflictos demanda decisiones fundadas en normas, pero situadas en contextos abiertos sin determinación unívoca.
La libertad espiritual significa que «no hay respuesta final a la pregunta ¿quién debería ser yo?» (150). No hay una «sustancia» espiritual que se agregue a la naturaleza en los seres humanos. Lo que define la libertad espiritual, en cambio, es una forma de auto-relación práctica situada en la vida biológica, pero que la excede. Esa forma práctica se basa en compromisos normativos en virtud de los cuales podemos modificar nuestra relación con las constricciones biológicas que nos definen.
La tesis de Hägglund es más sofisticada de lo que parece a primera vista. Entre los teóricos de la forma valor se suele decir que el valor no es una sustancia natural. No es una propiedad «intrínseca» de las mercancías, que se acumularía en ellas en virtud de un poder «natural» del trabajo humano (el poder de crear valor). El valor fundado en el trabajo abstracto, como explica el marxista alemán Michael Heinrich, es una relación social de validez (Geltung) referida al tiempo empleado. No remite a las propiedades naturales del trabajo. La teoría del valor no es, en otras palabras, descriptiva, sino normativa. Es una teoría crítica de la manera como validamos el tiempo en la sociedad capitalista.
Hägglund lee a Moishe Postone, tal vez el principal crítico de la dinámica temporal del capital, junto con Robert Brandom y Robert Pippin, dos grandes hegelianos de la tradición filosófica anglosajona. Se toma en serio la tesis de que el valor de las mercancías es una categoría normativa. El problema en el corazón del capitalismo no es la distribución de la riqueza. Es la manera como valoramos el tiempo, o el valor fundado en el trabajo abstracto como tal, lo que vuelve a la sociedad capitalista profundamente inadecuada en términos normativos.
En el mundo del capital, la sustancia del valor es el gasto de tiempo humano, es decir, la continuada sumisión de la vida al reino de la necesidad. Sin embargo, la sociedad capitalista se basa en una promesa de libertad que demanda, más bien, reducir el reino de la necesidad. El pensamiento de Marxismo es una crítica inmanente de la modernidad capitalista, de su tecnología y de sus formas sociales. La crítica del capital se refiere a una contradicción en las formas capitalistas de valuación social. En la sociedad del trabajo abstracto, valoramos el gasto de tiempo realizado en el reino de la necesidad, al tiempo que proclamamos que la libertad es la meta de toda nuestra vida social e individual.
El libro tiene algunos pasajes particularmente exquisitos en los que desarrolla las consecuencias de esta perspectiva. Primero, hace una crítica del IBU (Ingreso Básico Universal) como una medida meramente socialdemócrata, redistributiva. Defiende el socialismo como la administración democrática del reino de la necesidad (lo que hacemos porque es indispensable para reproducir nuestra vida), del reino de la libertad (lo que hacemos con nuestro plus de tiempo, porque sostenemos un compromiso práctico con ello) y de la frontera entre ambos (¡que también necesita ser fijada democráticamente!). Segundo, formula una crítica inmanente de Hayek. Acepta, con el neoliberal, que la libertad solo puede existir como libertad económica. Pero muestra que esa realización material de la libertad es posible únicamente bajo el control democrático de la economía. Lejos tanto del sueño neoliberal del mercado como optimizador automático, como de las ilusiones redistributivas de la socialdemocracia, que querría controlar políticamente al capital, Hägglund nos propone la abolición de la forma de valor capitalista como proyecto político.
La fe secular exige una crítica inmanente de la modernidad capitalista, que tiene en el liberalismo su condición de posibilidad normativa. En otras palabras, la modernidad constituida es un progreso normativo porque explicita el compromiso con la libertad, implícito en cualquier forma de actividad práctica. Con Robert Brandom, Hägglund sostiene: «la libertad espiritual ha sido siempre la condición implícita de llevar una vida, pero la idea moderna de libertad la hace explícita» (189).
La existencia actual (wirklich) de la libertad espiritual tiene por condición la modernidad histórica. Esta forma de libertad no corresponde a los individuos aislados, sino solo a individuos sociales en condiciones institucionales históricas. Esas condiciones son a la vez provistas y bloqueadas por la sociedad capitalista, que es gobernada por una forma de valor profundamente distorsiva y contraria a la libertad, pero que a la vez posee los «recursos normativos» para su propia crítica. Este orden social no se justifica «en términos de dogma religioso o linaje aristocrático» (p. 200). En cambio, el capitalismo presupone la igualdad y la libertad personales como condición de la vida en común. Incluso la medida del valor por el trabajo abstracto presupone la igualdad jurídica entre burgueses y proletarios. Esto significa que el socialismo democrático es la realización de las promesas incumplidas del capitalismo, más que su negación abstracta. Solo trascendiendo la forma actual, o capitalista, de la modernidad, será posible cumplir la promesa moderna de realizar la libertad en un orden institucional democrático.
La superación del capitalismo es para Hägglund una revaluación de los valores de la sociedad moderna. Esta revaluación exige una ruptura con el imperativo capitalista de la producción para la ganancia y el intercambio. Se trata de construir una sociedad donde la medida de la riqueza no sea el tiempo de trabajo (que pertenece al reino de la necesidad), sino el tiempo libre. En ese mundo, dice Hägglund, las máquinas (incluso varias máquinas legadas por el capital) podrían producir valor (p. 218), ya que mediríamos el valor económico por la ganancia de libertad o la reducción del tiempo de trabajo necesario para reproducir nuestras vidas. La tecnología ahorradora de trabajo, desarrollada en forma alienada bajo la égida del capital podría ser, como vio Postone, reapropiada y refuncionalizada para la construcción de una sociedad emancipada.
Con todo, ¿no es esta vindicación crítica de la modernidad capitalista, que sería la única sociedad capaz de plantear la pregunta explícita por la libertad, implícitamente, eurocéntrica, modernizante? En su importante libro The End of Progress (2016), Amy Allen diferencia entre el progreso como imperativo, que es un compromiso práctico indispensable en cualquier forma de teoría crítica, y el progreso como hecho (consumado), que se vincula con las auto-representaciones coloniales e imperialistas del occidente europeo. Hägglund no es un pensador historicista, ni supone una filosofía de la historia teleológica que ordene las épocas humanas en un movimiento lineal ascendente. Sin embargo, considera que los estándares normativos de la modernidad del capital son los únicos que pueden fundamentar una crítica genuinamente emancipatoria. Con este posicionamiento antirromántico, Hägglund corre el peligro de desconocer los momentos liberadores que provienen de las formas de sociabilidad comunitaria propias de las sociedades que preceden al capitalismo.
Creo que el argumento de Hägglund podría reformularse apelando a dos grupos de fuentes que el autor no considera. La primera se refiere a los trabajos tardíos de Marx, escasamente publicados hasta la construcción de la Marx-Engels Gesammtausgabe en las últimas décadas. Hoy existe abundante evidencia para sostener que el Marx de la vejez, mientras aplazaba una y otra vez la compleción de El capital, estudiaba con seriedad etnografía y se volvía más y más romántico, por dos razones. Primero, las formas comunitarias que preceden al capitalismo no divorcian el trabajo de las condiciones naturales de existencia (la tierra, los medios de producción); segundo, esas formas suelen caracterizarse por un metabolismo socioambiental más sostenible que el capitalista. Estudiosos ecosocialistas como Saito Kohei enfatizan que el Marx tardío buscaba en las comunas campesinas «diversas formas concretas de organizar el metabolismo entre los humanos y la naturaleza» (La naturaleza contra el capital, p. 342). Otros marxistas como Kevin Anderson (Marx at the Margins, 2010) y Massimiliano Tomba (Marx’s Temporalities, 2012) nos presentan un Marx más abierto a la pluralidad de trayectorias temporales, para el que no habría una transición lineal entre un mundo premoderno, feudal, tradicional y un mundo moderno, capitalista, liberal. Estas consideraciones complican la figura temporal de la modernidad, que no está constituida solo por la lógica del capital y la igualdad jurídica. Las formas sociales comunitarias y comunales, que existen por doquier en la vida popular de las periferias del capitalismo, provienen del pasado pero no son meras rémoras premodernas o feudales. Son también fermentos de una modernidad alternativa posible, no basada en el valor abstracto y el capital.
Las preguntas de arriba son especialmente importantes para la teoría y la práctica del marxismo latinoamericano, que remite al segundo grupo de fuentes que me gustaría traer a colación. Esta tradición de pensamiento se inicia con las reflexiones de José Carlos Mariátegui acerca de cómo el ayllu preincaico podría ser la semilla de un «socialismo cosmopolita» secular, democrático y moderno. Sobre la huella de Mariátegui, marxistas latinoamericanos como Enrique Dussel, Bolívar Echeverría, Álvaro García Linera, Omar Acha o Martín Arboleda han intentado superar la lógica binaria que piensa la modernidad como superación de las formas sociales comunales hacia el reino depurado de las abstracciones semovientes del capital, el individuo abstracto y la libertad jurídica. Estos marxistas se diferencian tanto de la teoría crítica eurocéntrica como de la crítica unilateral de la modernidad, propia del pensamiento decolonial. Revisitar estas corrientes de pensamiento permitiría una comprensión más compleja, abierta y plural de las múltiples temporalidades que atraviesan a la modernidad del capital, y habilitaría una consideración matizada de la idea de progreso como hecho que subyace al texto de Hägglund. La crítica inmanente del capitalismo necesite enriquecerse de una dialéctica de lo antiguo y lo moderno, más atenta a tiempos abigarrados y complejos. El socialismo, así comprendido, puede hacer justicia a los derechos de la comunidad y del pasado en el interior del capitalismo, sin renunciar a los indispensables principios modernos del secularismo y la democracia.
Hägglund, Martin (2022) Esta vida. Por qué la religión y el capitalismo no nos hacen libres. Madrid: Capitán Swing [2019 This Life. Secular Faith and Spiritual Freedom. Nueva York: Pantheon].
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