Políticas

El capitalismo odia la diversión colectiva

Desde que el New York Times anunció la compra de Wordle, el juego de puzzle online que se convirtió en una sensación mundial, los comentarios y las quejas en la red no han dejado de fluir, y no soy la única que lamenta la posibilidad de que Wordle pase pronto de ser una especie de bien público disponible para todos de forma gratuita a otro servicio de Internet cerrado y de pago.

Pero como una de las muchas personas para las que Wordle se ha convertido en un placer diario indispensable, lo que más me desanima de la noticia no es solo la perspectiva de la mercantilización del juego, por muy indeseable que sea. De hecho, no sería racional, en el marco del capitalismo, que Josh Wardle, el creador de Wordle, siguiera ofreciéndonos su brillante idea y su trabajo diario de forma gratuita, dado que también necesita trabajar en un empleo real y sobrevivir en Brooklyn. A su favor, no ha sido codicioso: Wardle probablemente podría haber vendido el concepto por mucho más dinero a una empresa de juegos. El New York Times no fue la peor elección; incluso si monetiza Wordle, al menos ayudará a apoyar la recopilación de noticias del periódico, que siempre es muy necesaria.

Incluso más que el implacable impulso de convertir todo en un producto rentable, lo que la —breve— historia de Wordle pone de relieve para mí sobre el capitalismo es su implacable impulso de reducir, cercar y privatizar cualquier tipo de diversión comunitaria y colectiva.

Aunque cada persona juega sola, Wordle es una experiencia comunitaria porque la palabra diaria es la misma para todos. La función de compartir hace que sea fácil mostrar a los demás tus resultados con una cuadrícula codificada por colores que muestra lo cerca que has estado de la palabra sin revelarla. La mayoría de los días, mi hijo adolescente y yo nos enviamos mensajes con nuestras cuadrículas y puntuaciones. No publico mis resultados de Wordle en las redes sociales porque entiendo que la gente que no juega quizás encuentre esta práctica tediosa, pero disfruto viendo los de los demás. Solía pensar que la publicación de las puntuaciones y las cuadrículas era un alarde y una competencia molesta, pero ese no es el espíritu dominante con el que la gente las comparte. Más bien, es encantador ver cuántas rutas diferentes toma cada uno para llegar al mismo punto final.

Pero Wordle no es un caso único. Consideremos, por ejemplo, el estado de las ligas menores de béisbol en Estados Unidos. Muchas ciudades están perdiendo sus equipos porque, para las marcas de las Grandes Ligas, que son las empresas matrices, las ligas menores no son rentables por sí mismas y el sistema ya no es la forma más eficiente de generar jugadores de las Grandes Ligas en la era de las estadísticas predictivas. No importa que los partidos de las ligas menores proporcionen horas de alegría a la clase trabajadora y un sentido de comunidad a muchos pueblos y ciudades pequeñas. El capitalismo no incentiva la alegría colectiva.

Lo mismo puede decirse de muchos otros pequeños placeres colectivos: muchos de nosotros disfrutamos de Instagram, TikTok y Facebook, así como de los videojuegos, pero el afán de lucro ha erosionado al menos parte de esta diversión digital con el tiempo. En respuesta al alboroto por los ridículos nuevos avatares 3D de Facebook, Kelsey Weekman, de BuzzFeed, escribió esta semana que «no deberíamos dejar que nuestra aversión hacia los multimillonarios de las redes sociales nos impida siempre divertirnos en línea». Admiro su actitud, pero lo cierto es que complican enormemente nuestros esfuerzos por hacerlo. 

Los videojuegos y las redes sociales están diseñados para ser adictivos, lo que resulta más rentable para las empresas, pero puede causar estrés en el resto de nuestras vidas y una serie de peligros para la salud mental, especialmente para los jóvenes. Los algoritmos de las redes sociales favorecen los contenidos que enfadan o molestan a los usuarios, enredándonos en conflictos inútiles, lo que, para los que inicialmente nos sentimos atraídos por el potencial de estas plataformas para compartir fotos de gatos jugando con cajas de cartón, ha sido decepcionante. Nos encanta crear y compartir listas de reproducción en Spotify, un placer recientemente empañado por la polémica sobre la propaganda antivacunas de Joe Rogan, pero esto último es mucho más rentable para la empresa que nuestras listas de reproducción o, tristemente, que la música de Neil Young o Joni Mitchell.

A finales del siglo XX, cuando el Muro de Berlín caía y la Unión Soviética se desmoronaba, parte del atractivo de Occidente para la juventud comunista del bloque oriental era que los placeres del consumo del capitalismo parecían más divertidos que la sobria austeridad de sus sociedades. Nuestras discotecas eran más ruidosas y brillantes. Nuestros vaqueros eran más variados y actuales. Sin embargo, en aspectos más importantes, el capitalismo ha resultado ser menos divertido que el socialismo. Como ha observado Kristen Ghodsee, las mujeres del Bloque del Este afirman que, con todo el estrés económico y la competencia, el sexo poscomunista no es tan bueno. Los habitantes de las sociedades poscomunistas también dicen tener menos tiempo para el ocio y la amistad bajo el capitalismo que el que disfrutaban bajo el comunismo.

Los seres humanos estamos programados para jugar, y lo hacemos todo el tiempo, de forma interminable e inventiva. Pero el capitalismo siempre acaba interponiéndose en el camino. A mí me sigue gustando Wordle y seguiré jugando, al menos por ahora. Pero en tanto pequeño y feliz descanso de la máquina capitalista de trabajo, consumo y beneficio individual, tiene los días contados.

Liza Featherstone

Columnista en Jacobin, periodista freelance y autora de Selling Woman Short: The Landmark Battle for Workers’ Rights at Wal-Mart.

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