Rossana Rossanda: teoría marxista y comunismo radical en el largo otoño caliente

La madrugada del pasado domingo 20 de septiembre falleció Rossana Rossanda, una de las marxistas más originales y relevantes de la segunda mitad del siglo XX. Nacida en 1924 en Pula, actual territorio croata, adquirió sus primeras armas intelectuales de la mano del filósofo Antonio Banfi, quien ofició de puente para su acercamiento al universo de las ideas y la militancia de izquierda. En 1943, a sus diecinueve años, se incorporó a la Resistencia partisana en el norte de Italia, lo que la llevó a sumarse al Partido Comunista tras la culminación de la guerra. Allí cumplió diversas tareas y asumió crecientes responsabilidades: además de ser la única mujer que integró su comité central, se desempeñó como editora del seminario Rinascita, ejerció la dirección de la política cultural de la organización a nivel nacional (previa coordinación de la Casa de Cultura en Milán) y asumió el cargo de diputada a partir de 1963.

Este derrotero inicial no estuvo exento de polémicas y sinsabores, que la encontraron siempre en el ala izquierda del PCI. Tal fue el caso de eventos trágicos, como la crisis de 1956 (generada por la rebelión húngara y el XX Congreso del PCUS), o las luchas políticas internas precipitadas por un movimiento de masas donde, en sus propias palabras, «la oposición ya no fue entre la paz y la guerra, democracia y derecha, sino entre la clase obrera y el gran capital, en su expresión ‘democrática’ y ‘coexistencial’».

Dicha conjunción, acicateada por la agudización de la lucha de clases a nivel internacional y en la propia Italia, dió lugar al surgimiento de lo que se conoce como ingraísmo (en alusión a Pietro Ingrao, dirigente de enorme respeto y gravitación en las filas del PCI), una corriente de contornos difusos unificada más por el espanto ante el ala derechista del partido –liderada por Giogio Amendola– que por propuestas concretas en clave afirmativa. «Ingraianos fueron los muchísimos que le tenían como referente, por sus intervenciones en las que siempre había la afirmación de un principio y el reconocimiento de la complejidad, la percepción aguda e interrogativa del cambio que se estaba produciendo a nuestro alrededor, la otra parte que nunca habría flirteado con los socialistas y no se habría enrocado en el pasado», recuerda Rossanda en su magistral autobiografía.

 

Tiempos de rebelión y ruptura

El conflicto chino-soviético, la proliferación de guerrillas y movimientos de liberación en América Latina, África y Asia, así como la «revolución cultural» impulsada por Mao y un avivado «retorno» a Marx ante el descubrimiento de muchos de sus borradores heréticos, resquebrajaron aún más la hegemonía de la URSS en materia teórico-política. A ello se sumó la ebullición fabril y un creciente descontento obrero, amplificado por un relevo generacional a través del cual numerosos jóvenes se fogonearon en asambleas, acciones directas, huelgas salvajes y disputas antiburocráticas.

No obstante, el verdadero vendaval llegó en 1968. Fue, por supuesto, el año del mayo francés y de otras protestas callejeras en Europa Occidental y el Tercer Mundo, pero también fue el año de la Primavera de Praga, que culminó con la invasión de Checosvolaquia por parte de las tropas rusas. En Italia, la revuelta tuvo al movimiento estudiantil como protagonista descollante de las manifestaciones callejeras, la ocupación de facultades, los «contra-cursos» y las confrontaciones con la policía, lo que descolocó a un esclerosado PCI, que desestimó los acontecimientos y, sólo tardíamente, decidió intervenir. Cuba, Argelia y Vietnam fungieron de referencia emblemática para este ciclo de luchas. Mientras tanto, Rossana Rossanda, rigurosa conocedora de la problemática educativa, elaboraba un minucioso análisis desde las entrañas de este proceso. En formato de libro, sus reflexiones fueron publicadas bajo el título El año de los estudiantes.

Al compás de esta abrupta politización signada por la espontaneidad de las masas conocida como el otoño caliente de 1969, nació y se multiplicó una nueva izquierda: proliferaron grupos, colectivos y movimientos de lo más variados, con una vocación común por revolucionarlo todo. Sin embargo, como recordará más tarde la propia Rossanda, el concepto de «masa» ya no aludía, como entendía el PCI, a esa pretendida ampliación de un marco de alianzas de naturaleza «nacional-popular», sino a una «mezcla de sujetos nuevos y más radicales: estudiantes, jóvenes, marginados, incluso mujeres, que alargaban la idea de clase, pero hacia la izquierda». En las fábricas se crearon los Comités Unitarios de Base (CUB) y a nivel organizativo surgieron infinidad de plataformas y espacios de confluencia política, entre los que se destacan Lotta Continua y Potere Operaio.

En esta coyuntura tan álgida y movediza, el PCI realizó su XII Congreso. En las semanas previas, en diferentes asambleas de sección y plenarios de base, surgieron voces disidentes que expresan la necesidad de una discusión a fondo que –en sintonía con lo manifestado por Rossana Rossanda y otros referentes importantes del ala izquierda, como Luigi Pintor, Aldo Natoli, Massimo Caprara y Lucio Magri– incluyera una revisión de la estrategia revolucionaria y formulara una crítica constructiva al derrotero general del partido. Con el convencimiento de que, nuevamente, «un fantasma recorre Europa», esta disidencia de izquierda –como la definió la propia Rossanda en más de una ocasión– instó a que el PCI se reconfigure y se actualice en función de aquella constelación de luchas y resistencias anticapitalistas; es decir, que se ponga a la altura de la crisis sistémica a la orden del día en Occidente.

 

Il Manifesto y la apuesta por un comunismo radical

El Congreso hizo caso omiso de estos cuestionamientos y reafirmó, sin medias tintas, los lineamientos principales del partido. Ante esta situación, en la primavera de 1969, Rossana Rossanda, Aldo Natoli y Luigi Pintor (integrantes del comité central), junto a Lucio Magri (un joven intelectual del norte del país), decidieron fundar Il Manifesto, una revista teórico-política en la que aspiran a volcar de manera detallada las discusiones y análisis planteados en el Congreso. Con un tiraje de casi 60 mil ejemplares, la publicación salió a la calle y generó, de inmediato, receptividad y empatía en la nueva izquierda e incomodidad y hostigamiento por parte de la dirección del PCI que, tras una ardua polémica interna y bajo la acusación de «fraccionalismo», definió la exclusión del partido de todo su núcleo editor. Aunque, técnicamente, le llamaron «radiación» (hecho que equivalía a una suspensión temporal) era, en los hechos, una expulsión encubierta. «Para ser comunista no hace falta carnet», respondieron con sorna a estos grises funcionarios.

En el editorial del primer número, titulado «Un trabajo colectivo», Il Manifesto explicitaba los principales problemas que era preciso afrontar de manera urgente en la coyuntura crítica abierta en el ‘68: «¿cuál es la naturaleza de la crisis que sacude el capitalismo avanzada?, ¿qué es lo que ha provocado la fractura del movimiento obrero y comunista?, ¿cuáles son las vías de transición hacia el socialismo en una sociedad ‘avanzada’ como la nuestra?, ¿en qué condiciones es posible vincular los impulsos que aparecieron en estos últimos años con una tradición vieja de medio siglo?». Lejos de toda respuesta facilista, sus páginas asumían que la única vía posible para enfrentar aquellos desafíos era la de una dialéctica abierta en el interior del movimiento de masas, que escamoteara tanto el puro espontaneísmo como las lógicas reformistas y dogmáticas.

Recuperar el sentido perdido de la revolución «como ruptura y derrumbe del orden de cosas existente» que permita superar el modo de producir y consumir, de pensar y de hacer pensar, de organizar la vida colectiva y las relaciones humanas, fue el eje teórico-político que estructuró el espíritu último de la revista durante sus primeros años de existencia, en un territorio clave en experiencias de insubordinación como Italia, verdadero epicentro de la lucha de clases dentro del Occidente capitalista.

Ante una realidad que se suponía «compacta», Il Manifesto se soldaba, al decir de Rossanda, «con la intuición fundamental de Gramsci, la riqueza de su análisis de las formas de la sociedad desarrollada, y por consiguiente la complejidad de la revolución en Occidente, de su carácter no jacobino sino de masas, no puramente político sino social, y con todo ni minoritario ni frentista». Sin embargo, a diferencia de la lectura gradualista e indolora predominante en el PCI, en este caso se buscaba reafirmar –a partir de un aporte insoslayable del maoísmo en esos años– el carácter radicalmente destructor de la revolución y la concepción del comunismo como sociedad totalmente otra.

 

Consejos para hacer la revolución

Una obsesión de Rossana Rossanda –extensible, por supuesto, al grupo impulsor de la revista– fue la relación entre espontaneidad y organización. Frente a los partidos comunistas y otras plataformas burocráticas, rechazaba la separación de todo aparato de su base, así como una concepción de partido burocrático y autosuficiente, exterior a la clase y sede unívoca de la iniciativa política. Pero también se diferenciaba de ciertos grupos surgidos en la oleada del bienio ‘68-69, que desestimaban la necesidad de una estrategia concreta y un plan de acción definido, haciendo de la improvisación una constante y, del boicot electoral, un principio excluyente.

Su artículo «Clase y partido», publicado en el número 4 de Il Manifesto, al igual que otros textos abocados a problematizar este tema tan espinoso para la izquierda (como los de Luigi Pintor «Hacia un nuevo movimiento político» y «El Partido de nuevo tipo» y los de Lucio Magri «Análisis del Partido Comunista Italiano» y, sobre todo, «Parlamentos o Consejos»), sumados a la discusión que desde la revista mantienen en Roma con Jean Paul Sartre (editada bajo el nombre de «Masas, espontaneidad, partido») resultan, de conjunto, materiales imperecederos y de suma actualidad. En particular, el texto de Rossanda deja en claro que «la teoría de la organización está estrechamente ligada a una hipótesis de la revolución, y no puede separarse de ella».

De ahí que el debate en torno al tipo de organización política, de acuerdo a estas lecturas, tenga como trasfondo clarificar el sentido y el carácter de la revolución en tanto alternativa histórica. Una alternativa que debe involucrar, ineludiblemente, un quiebre radical del orden existente y, al mismo tiempo, una labor positiva de construcción de «organismos nuevos», cuestiones exaltadas por Gramsci pero dejadas de lado por el PCI, según el planteo de Il Manifesto. Como ironizará tiempo después Rossanda, estas utilizaciones «sedativas» y «edulcoradas» de la obra del marxista italiano «han hecho de su antijacobinismo una imitación gradualista y de su guerra de posiciones se ha sacado la teoría de la renuncia a la ruptura», instrumentalizando así a Gramsci como «peón de apoyo para operaciones políticas» y poniéndolo entre paréntesis «en su versión más corrosiva».

A contrapelo, la propuesta de Il Manifesto era dotar de centralidad a los consejos como «real alternativa de autogobierno», como punto de enlace y de prefiguración de una nueva institucionalidad anticapitalista, como encarnación de un contrapoder que amalgama espontaneidad y conciencia e implica la impugnación de la separación entre economía y política a partir de la puesta en práctica de una modalidad diferente de democracia y de un salto cualitativo con respecto al Estado parlamentario-liberal burgués. «Rosa Luxemburgo, el Lenin de los años de la revolución, Gramsci en L’Ordine Nuovo, vieron en los consejos precisamente el camino de salida que la experiencia misma sugería para el problema», expresa Lucio Magri. La temática de los consejos era, para Il Manifesto, un elemento permanente de la teoría de la revolución, y no cabía encapsularlos al interior de las fábricas ni parangonarlos con intereses económico-corporativos. Su surgimiento y expansión se asentaba en una estructura de poder autónomo y se enmarcaba en un proyecto estratégico, unitario y de masas, en el que tomaba forma y carnadura material una nueva hegemonía.

 

Refundar el internacionalismo

Otra arista de suma relevancia para Rossanda era lo acontecido en las diversas latitudes del mundo. Abnegada internacionalista y consciente de «la naturaleza unitaria del proceso capitalista en el curso de la fase imperialista», fue una crítica furibunda de la coexistencia pacífica reivindicada por la URSS, a la que desde Il Manifesto definieron como una lógica de «normalización global» basada en la represión de toda rebelión que pretendiese escapar a ese corset. La solidaridad y el hermanamiento con los pueblos y clases oprimidas del mundo constituyó una actitud ético-política que jamás se tradujo en condescendencia. Antes bien, consideraba que la discusión fraterna y la polémica franca, basadas en el respeto mutuo pero sin transigir en sus convicciones y su interpretación crítica del marxismo, eran lo que permitía hacer avanzar el proyecto revolucionario a escala global, desde una articulación orgánica entre teoría, análisis de situación y experiencia real.

Muestra de ello son sus agudas reflexiones, artículos periodísticos, notas de viajes, entrevistas y balances provisorios realizados desde territorios sumamente convulsionados de América Latina, como la Cuba socialista y el Chile de la Unidad Popular, o la incidencia y repercusión que sus intervenciones políticas y ponencias generaban en las organizaciones de la nueva izquierda y las corrientes heréticas del marxismo de países como la Argentina del «Cordobazo» o el México de la activación estudiantil. Sus advertencias acerca de la imposibilidad de servirse de las instituciones estatales burguesas para dar inicio a un proceso de transición al socialismo, y del carácter no neutral de las fuerzas productivas –las cuales, dirá, no pueden gestionarse o «utilizarse» sin más en un sentido contrario o cual instrumento aséptico–, tuvieron eco al interior de movimientos y plataformas de lucha críticas del populismo y las perspectivas reformistas.

Por ello no dudó en asegurar, a comienzos de los años ’70, en las páginas de Il Manifesto, que «los problemas de las fuerzas revolucionarias latinoamericanas son los nuestros, y viceversa», convicción que incluía también a los países de Europa del Este. Tanto en un caso como en el otro, le interesó siempre tener como interlocutores, más que a posibles gobiernos de izquierda, a los sujetos políticos de carne y hueso, portadores del cambio radical, que logran salir de su propia inmediatez para combatir de manera certera las lógicas de reproducción sistémica del capitalismo.

 

El declive transitorio de una ilusión

Periodizar el ajetreado itinerario intelectual y político de Rossana Rossanda no es tarea sencilla y, por supuesto, excede la intención de este texto. Su autobiografía, La muchacha del siglo pasado, espléndida por donde se la mire, se interrumpe a mitad de camino y escamotea esta tarea, aunque deja traslucir ciertas pistas borrosas. Indudablemente, uno de los momentos de mayor productividad teórica y política en su vida fue aquel que acompañó –como la sombra al cuerpo– a esa década de extrema experimentación militante que va de 1968 a 1977. Si en Francia la rebelión de mayo duró apenas unas pocas semanas, el otoño caliente de Italia se prolongó, con vaivenes, por casi diez años (e, incluso, según la caracterización de Sergio Bologna, hasta inicios de los ’80).

El saldo, se sabe, es terriblemente trágico. A nivel institucional, el PCI estableció un acuerdo con la Democracia Cristiana, lo que allanó el terreno para el famoso «compromiso histórico», generando mayor desencuentro aún con los movimientos y organizaciones de la izquierda extraparlamentaria. A su vez, el homicidio de Aldo Moro por parte de las Brigadas Rojas encarnó la culminación de una intrincada espiral de violencia: la «estrategia de tensión» orquestada desde los aparatos estatales e implementada durante todos esos años logró desarticular la lucha antagonista gestada desde abajo y, a través de la criminalización de las formas abiertas o difusas de lucha socio-política, redundó en el encarcelamiento de miles de militantes, cuando no en su liso y llano asesinato.

Acaso un simbólico cierre ideológico de este período sea el encuentro de intelectuales y activistas de la izquierda europea en Venecia durante noviembre de 1977, sobre «Poder y oposición en las sociedades posrevolucionarias». Organizado por Il Manifesto, el debate fue más allá del contexto de los llamados «socialismos reales» e implicó saldar cuentas, también, con un marxismo que agotaba su capacidad praxiológica de comprensión y –especialmente– de intervención crítico-transformadora en la propia realidad, desde aquella voluntad de ruptura tan defendida por el grupo editor de la revista. La polémica suscitada en aquel entonces tuvo su continuidad, en 1978, a partir de unas provocativas tesis formuladas por Louis Althusser acerca del marxismo «como teoría finita» que, en rigor, ponían el dedo en la llaga al aseverar la ausencia en él de una teorización sobre el Estado y la política.

La publicación ese mismo año por parte de Il Manifesto de dos libros (Poder y oposición en las sociedades posrevolucionarias y Discutir el Estado), que compilan una serie de artículos y ensayos críticos y evidencian el paciente trabajo de edición de Rossana Rossanda, son quizás el cierre de un pliegue al que ella supo adherir con pasión y razón: el de la radicalidad comunista como impulso militante y horizonte de alternativa civilizatoria frente a la crisis del sistema capitalista abierta durante esos años de enorme intensidad y movilización. «Nosotros somos los comunistas de la transición, sin revolución y sin los dramas de la revolución», se atreverá a ironizar años más tarde.

 

Nuevos horizontes, viejas certezas

Casi al final de su vida Rossanda apela, retrospectivamente, a la metáfora de la lagartija a la que el gato muerde la cola para graficar su propio recorrido: a pesar de la pérdida, ella vuelve a crecer. Sin renegar de sus convicciones, tal vez su coherencia haya que situarla más en las nuevas búsquedas, «descubrimientos» y encuentros que le permiten, en los años siguientes al largo otoño caliente, no transigir ni perjurar de aquella radicalidad comunista sino dotarla de nuevos –o más bien renovados– ropajes y osamentas de lucha desde donde seguir interpretando a la revolución no como mera «forma de gestión de una sociedad heredada», que se agotaría en la certidumbre de «abatir a un enemigo tradicionalmente político», sino a partir de la necesidad de «convertirse, contra la existencia, en otra organización de la vida y del trabajo».

Uno de ellos es, por cierto, el del feminismo. Como vuelta de página y recomienzo en su incansable periplo biográfico, la publicación en 1979 del libro Las otras. Conversaciones sobre las palabras de la política señala el inicio de una nueva fase que, lejos de abjurar del marxismo, amplía sus contornos entre panes y rosas, habilitando un dialogo tejido de escucha colectiva con esta y otras tradiciones antisistémicas de similares aspiraciones emancipatorias, algo que tendrá ocasión de sopesar y reivindicar con audacia una década más tarde en su libro También por mí, en cuyas páginas no teme confesar que «la identidad del sexo es la intuición de una dimensión inmensa, antes no vista por mí e infravalorada».

A la vuelta de la historia, pareciera que en este y otros puntos de juntura, retroalimentación e interseccionalidad tan potentes, de resistencias, batallas a contracorriente, transitorias derrotas, de autoafirmaciones, perspectivas afines y posibles confluencias, se cifra hoy la vigencia de las reflexiones teóricas y las apuestas políticas esbozadas por Rossana Rossanda. Calibrar la contemporaneidad de su «conciencia inquieta», teniendo en cuenta un presente como el nuestro, apocalíptico y tan difícil de asir, resulta una tarea urgente que requiere no solo ejercitar la memoria colectiva, sino también revitalizar su obra desde los sueños y esperanzas irradiados por las nuevas generaciones militantes, al calor de las revueltas en América Latina y el Sur global que –al igual que esta indisciplinada muchacha del siglo XX– ansían revolucionarlo todo.

Hernán Ouviña

Politólogo, docente de la Universidad de Buenos Aires y autor de Rosa Luxemburgo y la reinvención de la política: una lectura desde América Latina (La Fogata, 2019).

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