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Haití y la vía paramilitar en América Latina y el Caribe

La geopolítica del paramilitarismo extiende su mancha de aceite por el mapa de todo el continente. De Haití a Venezuela, desde Jamaica hasta Brasil, la paramilitarización de la vida y el tejido social gana terreno de la mano de las clases dominantes locales y el imperialismo norteamericano.

Más allá del impresionismo, la crónica roja o el interés pasajero de las grandes corporaciones de prensa que vuelven la mirada a Haití para reforzar y actualizar sus seculares prejuicios racistas y coloniales (la última vez había sido en enero del 2010, luego del devastador terremoto), hay algunos elementos que sirven para trazar las líneas maestras entre las que se desenvuelve el drama nacional haitiano desde —y antes también— el asesinato de Jovenel Moïse en la madrugada del 7 de julio. 

Forzosamente, el análisis debe incluir a algunos actores protagónicos: las clases dominantes locales y sus fracciones de clase, los Estados Unidos, sus aliados occidentales y los organismos internacionales, y, por sobre todas las cosas, a las bandas armadas, el crimen políticamente organizado y el paramilitarismo.

Hay —siempre sucede así en estos casos— una tentación de glorificar post mortem al fallecido, más aún al tratarse de un asesinato vil, y sobre todo cuando se comprueba la participación de ciudadanos norteamericanos y de exmilitares colombianos en el hecho, en el marco de eso que el uribismo ha dado en llamar la política de «seguridad democrática»: en este caso, for export

Incluso hubo cierto expresidente progresista que llegó a comparar, en términos del móvil político, el caso de su propio derrocamiento y tentativa de asesinato con el magnicidio de Moïse. No hay comparación más improcedente ni menos esclarecedora que aquella, que coloca, tácitamente, al expresidente de facto haitiano en el pedestal de los líderes populares latinoamericanos. 

Ya sintetizamos brevemente en otro artículo los elementos más destacados de un «prontuario» como el de Moïse, marcado por el neoliberalismo a ultranza, la ruptura del orden democrático, los escándalos de corrupción, el más completo alineamiento pronorteamericano y el cogobierno con el narcotráfico y las bandas armadas.

La insurrección de julio de 2018 y las tensiones del bloque de poder

La crisis política en Haití antecede, con mucho, al vacío de poder generado con el magnicidio. El parteaguas del nuevo ciclo histórico estuvo marcado por la insurrección popular de julio del 2018 contra el proyecto de Moïse y el FMI de eliminar los subsidios a los combustibles, aumentando el precio de las naftas, el gasoil y el querosene (utilizado para la cocina y la iluminación de las viviendas populares) hasta en un 51%. 

A lo largo de tres días, entre uno y dos millones de personas tomaron espontáneamente las calles del país, echando por tierra con la medida, obligando a la Policía nacional a acuartelarse, tumbando al Primer Ministro Jack Guy Lafontant, generando una serie de tensiones en el bloque dominante y dando lugar a la aún irresuelta crisis de dominación. La misma crisis de dominación que se profundizaría en jornadas sucesivas con las protestas contra el desfalco multimillonario de fondos de Petrocaribe por parte del partido PHTK (equivalente a un cuarto del PBI nacional) y con los sucesivos peyi lock (país bloqueado) con que los sindicatos de transportistas, el campesinado y sobre todo los jóvenes de las periferias urbanas bloquearían la circulación de capitales y mercancías desde y hacia el país durante semanas enteras a lo largo de 2019.

De hecho, fue esta misma insurrección la que determinó a la oligarquía y la burguesía importadora —la negra, la mulata y la sirio-libanesa— a abandonar sus escasos pruritos democráticos. Insistimos con lo de «escasos», dado que el propio Moïse había llegado al poder con dos fraudes masivos consecutivos en 2015 y 2016, aupado por la «comunidad internacional» que controló la totalidad del proceso electoral y con apenas un 9% de apoyo del padrón de votantes. 

Así inició el PHTK —el partido de Moïse— una extensa deriva autoritaria, que culminó con la disolución del parlamento, la intervención de los principales tribunales de justicia, la sucesión interminable de primeros ministros puramente ornamentales, la extensión arbitraria de su mandato presidencial y la propuesta anticonstitucional de reformar la carta magna de 1987 por medio de un referéndum. Todos mecanismos tendientes a la concentración de poder en el ejecutivo como medio de hacer frente al desafío impuesto por las recurrentes movilizaciones de masas y su capacidad destituyente.

Esto, a su vez, reforzó las tensiones del bloque dominante entre diferentes fracciones: por el desplazamiento de los antiguos pactos de poder que implicaba el nuevo esquema hiperpresidencialista, por la acusación hacia Moïse por su insolvencia para estabilizar el país y reprimir las protestas y también por conflictos de larga data en relación al control de las aduanas, el sistema de provisión eléctrica y la importación y contrabando de combustibles. 

Por eso es que algunos burgueses de fuste, como Reginald Boulos —pieza clave del golpe que acabó con el gobierno popular de Jean-Bertrand Aristide y de la unidad construida en torno al «Grupo de los 184»—, incrementaron su hostilidad contra Moïse, así como lo hizo la partidocracia local representada por el abogado André Michel y el Sector Democrático y Popular. Vale la pena señalar que las disputas entre estas facciones rivales no denotan ningún tipo de enfrentamiento entre proyectos o modelos de desarrollo alternativos, sino la puja por el control de las prebendas del Estado y, sobre todo, del monopolio de las relaciones internacionales y la captación del dinero de la «ayuda humanitaria» y la «cooperación internacional al desarrollo».

Más allá de la radicalización evidente de estas internas —basta ver la acusación de Moïse al CEO de la compañía eléctrica SOGENER, Dimitri Vorbe, de promover su asesinato— y de la participación probable del propio esquema de seguridad de Moïse y de miembros de su propio partido, como Magalie Habitant, en la trama del caso, difícilmente la oligarquía y la burguesía importadora haitianas, élites bovaristas (según el concepto del antropólogo haitiano Jean Price-Mars) con escasa capacidad de agencia, hayan tenido la competencia —y sobre todo la audacia— de mover una ficha de esa magnitud sin el visto bueno de los Estados Unidos, país en cuyo territorio estudian y viven los hijos y las familias de las clases pudientes y cuya administración retiene el poderoso derecho de otorgar o cancelar visados, bloquear remesas, congelar activos y encarcelar narcotraficantes.

De la MINUSTAH al G9

Los nombres contemporáneos y técnicos del matar y del morir son variopintos y no todos coinciden al mentarlos: guerra sucia, irregular, asimétrica, híbrida, no convencional, de baja intensidad, de cuarta y hasta quinta generación. En el Haití contemporáneo, la doctrina de intervención imperial privilegiada ha sido el llamado «intervencionismo humanitario», practicado por nueve misiones civiles, policiales y militares a lo largo de los últimos 28 años y por dos ocupaciones directas de los Estados Unidos —en 2004 y 2010— con el concurso de la OEA, la ONU y varias embajadas europeas. La más célebre de todas ellas fue sin dudas la fuerza multilateral de la MINUSTAH, comandada por Brasil e integrada por varios contingentes militares latinoamericanos, presente en el país desde el 2004 hasta el año 2017 y prorrogada por una misión sucesora (la MINUJUSTH) hasta el año 2019.

Sin embargo, la divulgación de algunos de sus crímenes más notables, como las violaciones, los abusos infantiles y la participación en redes de trata, las masacres en barrios populares, como Cité Soleil, cometidas por las fuerzas de ocupación o la introducción de la epidemia de cólera en el país por parte del contingente nepalí de los Cascos Azules generaron cierto consenso negativo en torno a las tan mentadas capacidades de estos grupos para brindar «paz», «seguridad» y «estabilidad democrática» en Haití. Recordemos que hasta el exsecretario general de la ONU, Ban Ki-moon, debió reconocer la culpabilidad moral (pero no, paradójicamente, la responsabilidad jurídica) de la MINUSTAH en algunos de estos crímenes. 

Pero así como el «intervencionismo humanitario» cobró predicamento en la post Guerra Fría con la disolución del bloque soviético y la aparente ausencia de enemigos simétricos con que pudiera medirse el mundo Occidental, diversos factores dificultan ahora —aunque no impiden— reeditar una misión de estas mismas características.

Entre estos factores vale destacar la transición hegemónica global y el progresivo declive norteamericano, la emergencia de un mundo tendencialmente multipolar con mayores contrapesos antioccidentales, los costos económicos de este tipo de ocupaciones para un país en crisis como los Estados Unidos, la dificultad de encontrar aliados con quienes compartir la empresa tras el desaire de Brasil y otros «cruzados» internacionales, así como el desgano de los demócratas de ver reeditado el empantanamiento medioriental en latitudes caribeñas (lejanos han quedado los tiempos de los expeditivos desembarcos de la Operación Furia Urgente y la Operación Causa Justa en países como Granada y Panamá).

Ante la imposibilidad (por ahora) de apelar a la intervención externa —a pesar de ser una hipótesis que se barajó y contó con el pedido formal de tropas norteamericanas de un ministro del gobierno interino de Claude Joseph—, ya demostrada la ineficacia de la represión policial pese a las decenas de asesinatos en medio de las protestas (y, sin embargo, poco pudieron hacer los escasos y mal entrenados agentes de la PNH contras las movilizaciones de 2018 y 2019) y careciendo el país de unas Fuerzas Armadas realmente operativas con las que perpetrar un golpe de tipo «clásico» como el de Raoul Cédras contra Aristide en 1991, el dilema que atravesó y tensiona a las clases dominantes gira en torno a cómo reprimir eficazmente protestas aparentemente inagotables.

¿Cómo desarticular el ciclo de reorganización popular post MINUSTAH que incluyó la creación del Foro Patriótico y la formación de toda una nueva camada de militantes y dirigentes en el campo y la ciudad? ¿Cómo continuar sin interrupciones el ciclo de acumulación del capital —maquilas, zonas francas agrícolas, minería extractiva, turismo de enclave— y cómo proteger sus privilegios e intereses, así como los de sus puntales internacionales? La decisión, tomada intra o extramuros, poco importa; fue la apuesta decidida por una vía que por ese entonces era, en Haití, apenas exploratoria: la vía paramilitar y delincuencial.

No hay explicación de índole «cultural» ni mucho menos «racial» (es decir, racista) que pueda comprender estos procesos desde un ángulo exclusivamente nacional o echando la culpa a algún tipo de carácter intrínseco a las respectivas poblaciones: se trata de fenómenos regionales y globales coordinados. Haití, por ejemplo, careció de fenómenos de este tipo y magnitud por la integración y homogeneidad de sus clases populares, aún contando históricamente con el caldo de cultivo propicio de altísimos índices de miseria y desigualdad.

No se trata, como han sostenido algunos analistas visiblemente confundidos por la retórica y la performance de «Barbecue», el policía exonerado que lidera la federación de pandillas conocida como el G9 que asola a Puerto Príncipe, de un proceso de «autorganización de los barrios marginales» ni de «brigadas de vigilancia» como las que se oponían a las milicias duvalieristas. Mucho menos de una «potencial revolución armada». Se trata, más bien, de exactamente todo lo contrario.

Seguir el propio camino de las armas, desde Estados Unidos, a veces vía Jamaica, así como tomar nota de la comprobada infiltración de mercenarios y exmarines norteamericanos al menos desde el año 2019 debería ser suficiente para despejar toda duda. Ninguna organización criminal local tiene la capacidad operativa ni financiera para armarse como lo ha hecho el G9 sin el apoyo ni el concurso de: a) la oligarquía y la burguesía importadora; b) la policía local, principal cuerpo securitario del país, y c) —subordinando a todos los demás actores nacionales— los Estados Unidos, principal exportador mundial de armas, el único de importancia de este hemisferio y el principal responsable del tráfico local que comenzó, al menos a esta escala, con la ocupación de la MINUSTAH en el año 2004.

En segundo lugar, estas tesis caen por su propio peso si consideramos que algunas de las principales víctimas de estas bandas armadas han sido y son los propios activistas y dirigentes del movimiento popular en las zonas rurales y urbanas, cuestión que el asesinato de la activista feminista Antoinette Duclaire (ocurrido poco antes del magnicidio de Moïse) no hace más que reconfirmar. Por supuesto que grupos como los paramilitares y criminales organizados de todas las latitudes tienen estrategias para generar activamente ciertos consensos sociales por medio de una mezcla de terror armado y reparto de recursos en los territorios. Estos actores aprovechan el vacío generado por la cesión de territorios enteros por parte del Estado, así como la disponibilidad de jóvenes, convertidos en soldados, a los que les ha negado la posibilidad de estudiar, trabajar y sostener a sus familias.

¿Pero cuál sería el interés razonable de estos presuntos «revolucionarios en armas» para hostigar y asesinar a periodistas, abogados, estudiantes, campesinos, feministas y activistas de organizaciones de derechos humanos enfrentados al gobierno, a las políticas neoliberales y a la injerencia norteamericana en el país? ¿Por qué su apogeo coincide exactamente con el declive del ciclo insurreccional abierto en 2018? ¿Por qué su capacidad operativa es inversamente proporcional a la presencia en las calles de las clases populares y sus organizaciones?

Geopolítica del paramilitarismo

Podemos convenir, atendiendo a los sucesos más recientes, en que la geopolítica del paramilitarismo extiende su mancha de aceite por el mapa del continente: antes apenas circunscrita a países como Colombia, México, El Salvador o Nicaragua (desde los Contras hasta el Plan Colombia y la «guerra contra las drogas»), los paramilitares supieron estar intrínsecamente vinculados a los conflictos armados internos y a los carteles del narcotráfico. Pero hoy la paramilitarización de la vida y el tejido social está ganando espacio desde Haití hasta Venezuela, desde Jamaica hasta Brasil, de la mano de la estrategia de las clases dominantes locales y al imperialismo norteamericano por sostener su férreo dominio en sociedades neoliberalizadas, cada vez más desiguales, polarizadas y violentas.

Por eso no ha de extrañarnos la acción casi simultánea, en Venezuela, de «la Banda del Koki» y otros grupos delincuenciales en Cota 905 y La Vega en la ciudad de Caracas, el magnicidio de Jovenel Moïse perpetrado por mercenarios estadounidenses y colombianos contratados por la empresa CTU Security (con sede en Estados Unidos y en Colombia y con conexiones con el uribismo y las derechas venezolana y dominicana), la reactivación del lobby anticubano en Miami y el estímulo y financiamiento a las protestas en Cuba o el intento recientemente conocido del exministro de facto Arturo Murillo de perpetrar un segundo golpe de Estado contra el MAS en Bolivia a través de la contratación de mercenarios norteamericanos. 

Asistimos es a una contraofensiva en la que la estrategia paramilitar gana cada vez más predominancia, en articulación con otras iniciativas englobadas bajo el concepto de la guerra híbrida.

Para caracterizar a esta guerra no alcanza con volver a autores clásicos como Sun Tzu, Heródoto, Tito Livio, o incluso a Karl von Clausewitz o Carl Schmitt. Tampoco agota el fenómeno la evocación de los chulavitas colombianos o del paramilitarismo tradicional, de tipo rural y hacendatario, frente a fenómenos como estos, más marcadamente urbanos. Este nuevo paramilitarismo, cada vez más descompuesto y delincuencial, hunde también, por supuesto, sus raíces en la propia historia de Haití, en la dictadura hereditaria y vitalicia de los Duvalier, con antecedentes tan mortíferos como los coagoulards, los tonton macoutes o los leopards, fuerzas irregulares entrenadas todas ellas por la CIA norteamericana.

Pero aún aquellas, brazos formales y «legales» —al menos en la legalidad restringida de la dictadura—, tenían lazos mucho más transparentes con el gobierno de facto que los que mantiene, en la actualidad, el gobierno del PHTK con gangsters como Barbecue o, antes que él, con el célebre bandido Anel Joseph, de estrecha relación con varios de los más renombrados senadores del partido en el poder.

El concepto de «contrarrevolución preventiva», tal y como fue formulado por los documentos de Santa Fe I y Santa Fe II por la CIA durante las administraciones de Ronald Reagan y George H. W. Bush, se encuentra aún plenamente vigente, aunque sus mecanismos de intervención han sido extendidos a un período «posrrevolucionario» —en sentido estricto— desde la caída del Muro de Berlín. Hoy no se aplican ya a partidos de orientación marxista u organizaciones político-militares, sino al movimiento social y hasta a poblaciones enteras. Sobre todo, tras que las clases dominantes tomaran nota del ciclo de insurrecciones democráticas y antineoliberales sucedido en América Latina y el Caribe a caballo de dos siglos (ciclo en el que Haití, hacia mediados de los años 80 y comienzos de los 90, fue un caso pionero aunque fatalmente incomprendido).

A través del estudio de los diferentes actores armados que proliferan en el país con el estímulo de las clases dominantes locales e internacionales, llegamos a la conclusión de que la federación de pandillas del G9, así como las que actúan de forma aún más anárquica y descentralizada, son la prolongación paramilitar de la misma estrategia de «pacificación» llevada adelante por la MINUSTAH con anterioridad. 

Las masacres en barrios populares o comunidades rurales organizadas —13 en 3 años—, la política de secuestros (con números absolutos que superan en este pequeño país a los de México), la circulación de armas ilegales —más de 500 mil, según la Comisión de Desarme—, los enfrentamientos entre bandas, los desplazados urbanos —17 mil en las últimas semanas, según la OIM— y el asesinato de periodistas, abogados y activistas hacen parte de una estrategia concertada de caos y terror.

Y esta es una estrategia que ha logrado lo que ni la represión de los cuerpos de seguridad del Estado pudieron hacer en los últimos años: amesetar la movilización y forzar un repliegue pronunciado de las clases populares, enfrentadas ahora a un enemigo invisible, descentralizado, fuertemente armado, con presencia territorial, capacidad operativa y patrones imprevisibles y erráticos. Ni siquiera la MINUSTAH generó procesos parecidos: aún bajo la bota militar, la sociedad haitiana, reprimida y maniatada, mantenía sus características fundamentales y sus tendencias asociativas. Pero esta operación de bisturí está cortando los lazos más profundos de una cultura y una comunidad particularmente resiliente, probada y vuelta a probar en mil circunstancias adversas. 

Se trata, una vez más, de actores objetivamente contrarrevolucionarios que hacen parte de una estrategia preventiva en el marco del reforzamiento norteamericano de la presencia regular e irregular en la Cuenca del Caribe, en donde se concentran objetivos de la importancia de Cuba, Venezuela, el Golfo de México y el Canal de Panamá.

 

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Publicado en Artículos, Haití, homeCentro5, Imperialismo, Política and Represión

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