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Soldados en una trinchera en Francia durante la Primera Guerra Mundial. (Biblioteca Nacional de Escocia / Wikimedia Commons)

Europa, la guerra y el espíritu de 1914

Desde fines del siglo XIX, el movimiento socialista enfrentó la perspectiva devastadora de la guerra abogando por la desmilitarización y la movilización de la clase trabajadora. En un presente crecientemente surcado por conflictos, recuperar aquel espíritu antimilitarista resulta fundamental.

Hace unos meses, la revista norteamericana Monthly Review recuperaba una serie de citas de Friedrich Engels sobre la guerra y la cuestión del desarme. Aunque tradicionalmente los escritos proféticos de Rosa Luxemburgo han sido más conocidos, las reflexiones de Engels sobre la «inevitabilidad» de la guerra demuestran que el movimiento socialista no estuvo tan imbuido de la estupidez bobina que llevó a las direcciones de los partidos socialdemócratas a aceptar activamente las masacres de 1914:

una guerra en la que habrá entre 10 y 15 millones de combatientes, una devastación sin precedentes simplemente para alimentarlos, una represión universal y forzosa de nuestro movimiento, un recrudecimiento del chovinismo en todos los países y, en última instancia, un debilitamiento diez veces peor que después de 1815. Un período de reacción basada en el agotamiento de todos los pueblos desangrados (y, además, sólo una mínima esperanza de que una guerra amarga pueda resultar en una revolución), me llena de horror. (Engels, carta a Paul Lafargue, 1888)

Engels oscilaba entre el temor a que la guerra supusiese un retroceso de carácter irreversible para la civilización y la idea «mínimamente esperanzadora» de la revolución como resultado de la guerra. Su temor al desastre lo llevó a proponer una tarea para el movimiento obrero, la cuestión del desarme, que buscaba debilitar el militarismo y los ejércitos, sustituyéndolos por formas de milicia popular. Engels no se engañaba: la guerra se expandiría por toda Europa, pero también al interior de los Estados, suponiendo una represión brutal contra la clase trabajadora.

Por desgracia, estas palabras de Engels no encajaban con el modelo de acumulación gradualista de la socialdemocracia previa a 1914. Si bien en sus resoluciones condenaba la guerra e incluso llamaba a prepararse para ella mediante la huelga general, la II Internacional, exceptuando su ala radical, toleró la externalización de la misma mediante la colonización de los países africanos y asiáticos, mientras que su independencia de clase se traducía en un conservadurismo que no luchaba día a día contra la carrera militarista que llevaban a cabo los estados europeos.

La socialdemocracia reconocía que la guerra era inevitable bajo el capitalismo, pero solo se preparaba formalmente para cuando ese día llegase. Las advertencias de Rosa Luxemburgo ante el «radicalismo pasivo» que escondían las resoluciones de la II Internacional se revelaron como ciertas, no solo porque no fueron capaces de ponerse en marcha el día en el que los gobiernos proclamaron el inicio de la Gran Guerra, sino porque incubaban, pese a no admitirlo formalmente, el espíritu de 1914.

Una de las razones que incubaron esa aceptación negada la expresó Kautsky en su clásico libro El camino del poder, en el cual afirmaba que «el imperialismo es la única perspectiva que el capitalismo puede todavía ofrecer a sus defensores». El viejo «Papa del marxismo» pensaba que esta perspectiva solo afectaba a las clases medias, pero lo cierto es que ese espíritu, fundamentado en no combatir activamente el desarrollo capitalista basado en el militarismo, también había impregnado a amplias capas del movimiento socialista. El militarismo iba acompañado de saqueo fuera de las fronteras europeas, de industrialización, de ciertos beneficios materiales para una capa corrompida del movimiento obrero y de la percepción de un peligro lejano, que parecía poder combatirse con resoluciones en contra de la guerra.

Con la Gran Guerra, las predicciones de Engels se hicieron realidad. Años después de la gran masacre iniciada en 1914, cuando la que posteriormente se denominó Segunda Guerra Mundial todavía parecía improbable, un lúcido socialista peruano llamado José Carlos Mariátegui advertía:

Nada más contagioso que la tendencia a eludir la seria y objetiva estimación de los peligros bélicos. La experiencia de 1914, a este respecto, parece haber sido completamente inútil. Son muchos los que se imaginan que por el solo hecho de ser demasiado destructora y horrible y estar reprobada por una mueva conciencia moral (…), la guerra no puede desencadenarse más en el mundo.
Pero el examen de la economía de la política mundial condena inapelablemente esta pasiva confianza en vagas o ficticias fuerzas morales. La lucha entre los imperialismos rivales mantiene viva la amenaza bélica en el mundo.

Décadas después, el economista marxista belga Ernest Mandel, basándose en los trabajos de Rosa Luxemburgo, propuso añadir al esquema de reproducción capitalista de Marx, basado en la interacción entre los medios de producción y los bienes de consumo, la producción de «medios de destrucción». Mandel integraba así la lógica armamentística en la lógica capitalista, desprendiéndola de su carácter accidental, es decir, como si tan solo dependiese de la mala voluntad de la clase política.

Presionado permanentemente por la tendencia a la caída de la tasa de ganancia, el capital buscaba un nicho de reproducción compensatorio en la producción de medios de destrucción, organizando esta dinámica como una «política de Estado». Rosa Luxemburgo recordaba ese carácter político del militarismo:

Finalmente, la palanca de este movimiento automático y rítmico de la producción capitalista para el militarismo se encuentra en manos del capital mismo, merced al aparato legislación parlamentaria y de la organización de la prensa destinada a crear la llamada opinión pública. Merced a ello, este campo específico de la acumulación del capital parece tener, al principio, una capacidad ilimitada de extensión. Mientras cualquiera otra ampliación del mercado y de la base de operación del capital depende, en gran parte, de elementos históricos, sociales, políticos, que se hallan fuera la influencia del capital, la producción para el militarismo constituye una esfera cuya ampliación sucesiva parece hallarse ligada a la producción del capital.

Sin embargo, ese movimiento nunca consigue superar las propias contradicciones del capitalismo; más bien, tiende a acelerarlas. Mandel recordaba que solo mediante la destrucción violenta de los medios de producción puede el capital volver a retomar sus tasas gananciales: una contradicción insalvable de un sistema que trabaja para la guerra porque la lleva en su seno. 

La actualidad de la guerra (y de la lucha contra ella)

Hemos intentado, de forma extremadamente sucinta, esbozar una serie de ideas que nos pueden servir para trazar un paralelismo con nuestra época. Como anunciaba Engels, el desarrollo del capitalismo implica un poder destructivo creciente. El trágico desarrollo de la bomba atómica marcó a toda una generación militante de la posguerra, una capacidad destructiva que no ha hecho más que aumentar, pero que ha sido enterrada en la discusión pública. Como denunciaba Mariátegui, la memoria de las catástrofes bélicas es corta: el capitalismo siempre promete que ha aprendido la lección.

A día de hoy, una nueva guerra mundial parece impensable dentro de unas democracias coloniales acostumbradas a la externalización de la guerra, es decir, obsesionadas con desplazar a los conflictos bélicos lo más lejos posible de su bienestar menguante, cargando sus costes a otros pueblos y naciones. Como nos recordaban Ernest Mandel y Rosa Luxemburgo, la industria armamentística forma parte de la dinámica de acumulación capitalista de forma estructural, y por lo tanto, impregna a todo el sistema político-ideológico del capital. Hoy, la reindustrialización verde ha mutado, sin ningún tipo de oposición por parte de los partidos de centroizquierda y derecha que gobiernan Europa, en una campaña de remilitarización y fortalecimiento de la OTAN.

Los anuncios histéricos de las clases dirigentes europeas son el reflejo de una época histórica que, como siempre, el capitalismo prometió haber dejado atrás. Ursula Von der Leyen, la presidenta de la Comisión Europea, ha dicho abiertamente que «Europa debe prepararse para la guerra», un complemento clarificador a las declaraciones de Macron en las que amenazaba con enviar soldados a Ucrania para defender «el jardín europeo» del que hablaba Borrell.

El conflicto interimperialista que se dilucida en Ucrania ha servido como catalizador de todas las tendencias latentes del sistema, tendencias que no van a desaparecer en el corto plazo. Se agudizarán ocurra lo que ocurra, sea cual sea el resultado de esa infame guerra. Las muertes de los trabajadores ucranianos y rusos en nombre de la libertad y el etnonacionalismo son otra cara trágica del proceso de desdemocratización de las sociedades europeas y del cinismo complaciente del establishment político ante el genocidio brutal que estamos viendo en directo en Palestina.

Pero la existencia de estas dinámica de guerra no debería llevarnos a la inacción. El hecho de que las guerras sean inevitables bajo el capitalismo no debería ser excusa para aceptarlas: más bien, se trata de ligar la cuestión de la guerra y del desastre climático a la existencia del capitalismo. En ese sentido, puede ser útil abordar este periodo histórico, turbulento y dramático, sobre tres ideas básicas.

En primer lugar, debemos asumir una posición intransigente frente a los intereses imperialistas y neocoloniales de nuestros países, que se debe traducir en la negativa a asumir cualquier tipo de compromiso con el proceso de remilitarización de nuestros países. Si, como explicaba Rosa Luxemburgo, el militarismo requiere del funcionamiento engrasado de los mecanismos ideológicos del capital (parlamentos y prensa), la única solución es que la izquierda asuma la tarea de bloquear sistemáticamente este proceso. 

Necesitamos una izquierda que no vote presupuestos que supongan el aumento del gasto militar, planes de industrialización vinculados a la guerra, etc., y que luche por desviar esa inversión hacia las necesidades de la clase trabajadora, algo que no puede hacerse simplemente desde los parlamentos: requiere de la autoactividad consciente del movimiento obrero. Por desgracia, las izquierdas progresistas de Europa, desde los Verdes alemanes a los partidos de la izquierda en el Estado Español (Podemos, Sumar, Bildu o ERC) han votado sistemáticamente en favor de presupuestos pretendidamente sociales, pero que avalaban esta dinámica propia del militarismo capitalista. Otra izquierda es necesaria para enfrentar la cuestión del militarismo.

En segundo lugar, en un mundo rugoso y lleno de brechas, es necesario diferenciar el carácter de los conflictos, localizar su matriz hegemónica. Aunque en última instancia todos los conflictos bélicos están imbricados en la dinámica capitalista, no todos los conflictos tienen el mismo carácter. Susan Watkins definió en la guerra de Ucrania como «cinco conflictos en uno», tratando de remarcar la existencia de varios desencadenantes en la guerra. Reconocer que Putin es un criminal y condenar la invasión de Ucrania o resaltar el carácter reaccionario del régimen político ucraniano no debe implicar negar la naturaleza real de un conflicto marcado y sobredeterminado por la dinámica interimperialista global.

Si bien la salida táctica pasa por defender un acuerdo de paz que acabe con la guerra lo antes posible, no deberíamos tampoco ser ilusos: esto supondría la «cachemirización» del conflicto. Solo el viejo método de Lenin de la confraternización internacionalista desde abajo podría resolver este tipo de conflictos, extirpando el veneno etnonacionalista sobre el cual se sostienen las clases dominantes que azuzan el conflicto. En otro sentido, la brutal guerra colonial, genocida y sionista apoyada por la Unión Europea y Estados Unidos debe ser combatida desde dentro y contra las democracias coloniales, exigiendo el fin del comercio de armas y el aislamiento del Estado de Israel, pero sin cuestionar en ningún momento el derecho a la defensa armada del pueblo palestino. De hecho, es el carácter capitalista de nuestros gobiernos el que nos obliga a desplegar esta consigna: en realidad, un gobierno progresista debería estar enviando armas a la resistencia palestina.

Por último, es urgente comenzar a agrupar a los sectores militantes en torno a un programa común en defensa del desarme y contra la guerra, recogiendo la tradición del movimiento pacifista (que recalcaba que, en la era nuclear, una nueva guerra mundial sería la última, ya que supondría la destrucción de la humanidad) y del movimiento obrero, ligando la lucha contra la militarización a la transformación ecosocialista de la sociedad.

Es obvio que todavía no tenemos fuerza para afrontar la magnitud del desafío, pero esta conciencia no debería llevarnos a la desesperanza. Debería servir como estímulo para empezar a formar, ciudad a ciudad, pero con un carácter europeo, un fuerte movimiento contra la deriva inexorable del capitalismo y de la clase dirigente. Eso implica también ligar el auge militarista a la destrucción ecológica del planeta y al despilfarro que supone la inversión militar desde un punto de vista social, pero evitar también caer en la trampa que legitima «bienestar y guerra».

La reindustrización militar en curso busca estabilizar la posición relativa de los núcleos de clase media de las sociedades europeas, concediendo migajas en forma de puestos de trabajo e inversiones territoriales a la clase obrera. Un bienestar parcial y decreciente, basado en el imperialismo de buena parte del mundo y en el cierre fronterizo, mientras nos preparan para la guerra y el desastre ecológico: esa es la propuesta de época que el capitalismo hace a las clases trabajadoras europeas.

Posiblemente, pese a las señales inequívocas que nos manda la clase dominante, todavía no tenemos conciencia de la magnitud del desastre. El espíritu de 1914 sigue vivo en los dos sentidos. La mayoría de partidos, de izquierda a derecha, están comprometidos o no se atreven a romper con la lógica que nos lleva a la guerra y que la avala en forma de propaganda, presupuestos e inversiones militaristas. Y la mayoría de la sociedad cree que una nueva gran guerra es imposible: es algo impensable todavía.

Romper y combatir esas dos formas que adquiere el espíritu de 1914 es el gran reto de los ecosocialistas de nuestra época.

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