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Barricada callejera durante la Comuna de París, 1871. (BHVP / Roger-Viollet vía Wikimedia Commons)

China Mieville: Ensayo sobre el odio

Traducción: Valentín Huarte

No tenemos que esquivar el odio que nos genera este sistema que condena a la miseria a una buena parte de la humanidad.

* Adaptación de A Spectre, Haunting: On the Communist Manifesto (Haymarket Books, Noviembre de 2022) *

 

No tenemos razones para sucumbir ante el complejo consuelo de la desesperanza y replegarnos en un aislamiento lúgubre que nos condena a fracasar. Pero enfatizar los repetidos errores de la izquierda es un correctivo necesario, sobre todo considerando la historia triunfalista y mentirosa que muchas veces pregonan sus partidarios. También es importante remarcar que nuestro presente es terrible, aunque sin dejar de identificar ciertos motivos de esperanza. Adoptar un enfoque liberal y considerar a Boris Johnson, Jair Bolsonaro, Narendra Modi, Rodrigo Duterte, Donald Trump, Silvio Berlusconi y todos sus secuaces, las intrincadas y violentas teorías conspirativas del mundo contemporáneo y la creciente volubilidad del racismo y del fascismo como desviaciones, es exonerar el terrible sistema del que son expresiones.

Como sea, es importante destacar que, a pesar de todo esto, y de la reciente derrota y el desprestigio de los movimientos de izquierda en Reino Unido y Estados Unidos —otro motivo de profunda depresión y desmoralización— también estamos viviendo un momento de rebeldía sin precedentes en las ciudades estadounidenses (y en otras partes). En fin, la historia, y el presente, están sujetos a discusión.

El capitalismo no puede existir sin castigar implacablemente a aquellos que transgreden sus frecuentemente crueles y desalmadas prohibiciones, ni puede prescindir de aquellos cuyo castigo es funcional a su supervivencia (independientemente de la naturaleza de sus hipotéticas transgresiones). El capitalismo despliega cada vez más una represión que no solo es burocrática, sino que muchas veces asume la forma de un sadismo abierto y supererogatorio. Tenemos incontables ejemplos que ilustran la rehabilitación y la celebración de la crueldad en la esfera carcelaria, en la política y en la cultura. Estos espectáculos no son nuevos, pero nunca habían sido tan «descarados», como dice Philip Mirowski, nunca habían aparentado tanta naturalidad, y no son solo distracciones, sino que forman parte de «técnicas pedagógicas optimizadas para fortalecer el yo neoliberal».

Esta forma de sadismo social siempre encontró oposición y lucha, y siempre estuvo oficialmente desacreditada —sobre todo «en casa», no tanto en los lugares donde estaba llamada a operar contra los súbditos del orden colonial— por estructuras que pretendían ser racionales y justas, incluso compasivas. Pero esto está cambiando.

Vivimos en un sistema que hace progresar y alienta el sadismo, la desesperación y el desempoderamiento. Junto a esto se nos ofrece una especie de «felicidad» autoritaria y un «goce» de la vida obligatorios, una insistencia despiadada en la alegría, como dice Barbara Ehrenreich en su libro Smile or Die. Esta positividad obligatoria no es lo opuesto, sino el otro constitutivo de la miseria. Este acoso permanente es una versión de lo que Lauren Berlant denomina «optimismo cruel», y está presente incluso en la izquierda: ninguna esperanza juiciosamente conquistada, sino una insistencia intimidatoria en la necesidad de tener pensamientos positivos, al costo, no solo de nuestra autonomía emocional, sino de una crisis inevitable cada vez que el mundo no está a la altura de lo que esperamos.

En un sistema social fundado en la crueldad, que celebra únicamente «placeres» miserables, mercantilizados y que en última instancia empobrecen el espíritu, es perfectamente comprensible que la izquierda quiera enfatizar un tipo distinto de emoción positiva, y buscar la oposición radical en infecciones de «alegría» socialmente desestabilizadoras insistiendo en lo opuesto del sadismo. Saber percibir en el amor un acontecimiento devastador y capaz de reconfigurar el mundo es una motivación revolucionaria fundamental.

Después de todo, la ética que está en la base del socialismo, dice Terry Eagleton en su maravilloso Por qué Marx tenía razón, resuelve una contradicción del liberalismo, que es un sistema en el que «tu libertad solo puede prosperar a costa de la mía», cuando la verdad es que solo podemos crecer a través de nuestro contacto con otros, y crecer significa «acrecentar nuestra libertad individual, no disminuirla. Es difícil pensar una ética más atractiva. A nivel personal, le decimos amor».

Este sentimiento, el amor, en el marco de cierta prefiguración política, inspiró a los revolucionarios durante más de un siglo. En su importante ensayo, ¡Abran paso al Eros alado!, Aleksandra Kolontái  definió el amor como un «sentimiento de carácter profundamente social», insistió en que «la nueva sociedad comunista está edificada sobre un principio de camaradería y solidaridad» y sostuvo que debíamos educarnos con este fin. ¿Cómo podemos no considerar, por citar el título de otro provocador y fascinante libro, «el comunismo del amor»? Debemos dejarnos conducir por la idea de que «aquello que los mejores intelectuales que abordaron el tema denominan ‘‘amor’’ es el corazón del comunismo».

Tenemos que tomarnos en serio el amor. Pero también tenemos que tomarnos en serio a nuestros enemigos y aprender de ellos en esta época teñida de odio. Recordemos que en 1989, Donald Trump insinuó que «tal vez necesitamos odiar para hacer algo verdadero». Esta provocación respondía a un rencor de clase racista: el pedido de pena de muerte para los Cinco de Central Park, unos adolescentes negros falsamente acusados de haber cometido una violación.

El contenido concreto de este odio es todo aquello que debemos combatir. Pero, ¿cuál es la mejor manera de hacerlo? ¿El odio del odio es igualmente despreciable?

Trump es inteligente. Si bien no logró el objetivo que buscaba en aquel momento, definitivamente logró hacer algo «verdadero» más adelante. Tal vez, inspirado de manera negativa, nuestro propio odio debería hacer otra cosa verdadera, y con urgencia. Nuestro odio tiene que apuntar contra el odio sistémico.

Es justo odiar la dominación

El filósofo y cura anglicano Steven Shakespeare advierte que considerar el odio como algo más que una fuerza que debe ser rechazada es adentrarse en un terreno peligroso. ¿Cómo no? El odio, después de todo, es una emoción capaz de cortocircuitar el pensamiento y el análisis, y convertirse en violencia indiscriminada.

Pero Shakespeare, con el debido cuidado, intenta definir exactamente aquello sobre lo que nos advierte y nos conmina a «discriminar mejor el odio, saber de dónde viene, hacia dónde dirigirlo y cómo termina sirviendo a los objetivos de otros». Una de las ideas más importantes de su argumento es que el odio «que no asume ninguna verdad fundante ni armonía, sino que […] es consciente de estar dirigido contra el orden dominante» es «una parte constitutiva de la singularidad de todos los seres creados».

Entonces, la tesis, que encuentra respaldo en la historia de la humanidad, es que el odio, especialmente el odio de los oprimidos, es inevitable.

Esto no significa que sea inevitable que todas las personas, incluso todas las personas oprimidas, sientan odio. Pero significa que, dado que el odio no es contingente ni ajeno al alma humana, algunas personas, probablemente muchas, sentirán odio. Y, sobre todo en el contexto de sociedades que fuerzan a la gente a competir, deberíamos pensar que el odio será una constante: la gente sentirá odio, como lo sentimos personalmente muchos de nosotros.

El odio es parte de la humanidad. Por supuesto, no existe ninguna garantía en cuanto a la dirección que tomará este odio inevitable. Puede ser internalizado como una especie de autodesprecio mortífero. Es el caso más común en el capitalismo. Muchas veces puede ser incluso validado por el sistema. ¿Quién no siente las palabras que cierran el poema de Rae Armantrout, «el mercado te odia / todavía más / de lo que te odias a ti mismo»?

El odio también puede ser externalizado, sin ninguna justicia: muchas veces apunta contra aquellos que menos lo merecen. Pero, aunque hoy es una especie de cliché, la máxima favorita de Marx conserva su pertinencia: Nihil humani a me alienum puto, nada humano me es ajeno. Difícilmente sea productivo patologizar el odio en sí mismo, ni mucho menos convertirlo en un motivo de verguenza, sobre todo cuando surge espontáneamente.

Sophie Lewis lo dice con la aguda claridad que la caracteriza: «En una sociedad liberal democrática, casi nunca se dice que el odio es adecuado, saludable o necesario. Tanto para conservadores, liberales y socialistas el odio es aquello que debemos rechazar, arrancar de raíz, derrotar y expulsar de nuestras almas. Sin embargo, la ideología antiodio no parece apuntar a sus causas profundas, a los puntos donde se produce, ni tampoco considerar la inevitabilidad o la exigencia —la necesidad— del odio en una sociedad de clases». Plantear el tema, no solo de la existencia del odio, sino de su posible necesidad, es, en términos de Kenneth Surin, lo que nos permite «desarrollar el odio deliberado como una categoría racional».

Nunca deberíamos confiar en el odio, considerarlo seguro ni celebrarlo por sí mismo. Pero, inevitable como es, tampoco deberíamos ignorarlo. No siempre es inmerecido. Y tal vez no podamos vivir sin él, al menos si seguimos siendo humanos, en una época odiosa que patologiza el odio radical y alienta una fatiga llena de furia.

Tampoco es el odio prudente un enemigo necesario de la liberación. De hecho, podría ser su aliado.

En 1837, la organización de izquierda radical del gran socialista premarxista Auguste Blanqui, conocida como las «Estaciones», hacía de este odio socialmente instruido un elemento central en la aceptación de sus miembros. En contra de la degradación de la tradición revolucionaria y en favor de la libertad, sus acólitos hacían el siguiente juramento: «En nombre de la república, juro odiar por siempre a todos los reyes, aristócratas y opresores de la humanidad».

En 1889, el poeta revolucionario australiano Francis Adams escribió que había atentado contra su salud por participar de la lucha obrera en Londres. «Parecía un fracaso», escribió, «pero nunca me desesperé, ni tuve ningún motivo para hacerlo. El odio encontraba allí cimientos espléndidos. Con odio, todo es posible».

En 1957, Dorothy Counts eliminó la segregación en una escuela de Carolina del Norte. En referencia a una fotografía que la muestra caminando a través de una multitud de manifestantes que la abuchean, James Baldwin escribió: «Me hizo enojar. Me llenó a la vez de odio y compasión». El último por Counts, el primero por lo que percibió en los rostros de sus atacantes. Sería desconcertante y moralista afirmar que este odio no era adecuado, o que no sirvió a la emancipación.

Retomemos la frase de Francis Adams: con odio, todo es posible, no solo las buenas acciones. Ese es el riesgo. Pero definitivamente puede servir en términos de, por ejemplo, vigor militante. Hay que enojarse, por supuesto, pero también hay que enojarse con algo, hay que desear su erradicación. La ausencia de una masa crítica de odio puede jugar en contra de la resistencia: en su extraordinario, profético y polémico ensayo de 1940, «Tesis sobre filosofía de la historia», Walter Benjamin, consideraba que la socialdemocracia se oponía al socialismo militante porque ponía el eje en el futuro y en el carácter «redentor» de la clase obrera, debilitando así a esta clase que terminaba desviando su atención de las desigualdades del pasado y del presente, que olvidaba «a la vez su odio y su espíritu de sacrificio». Benjamin pensaba que este odio era en parte un motivo de fortaleza.

Y el odio quizás pueda servir no solo en términos de fuerzas, sino también de rigor intelectual y de análisis. Las planas abstracciones del capital pueden generar una lógica aparentemente implacable, contra la que un ojo odiante y emocionalmente investido podría terminar siendo, no solo ética, sino epistemológicamente necesario.

«Lo que nunca funcionará es la fría lógica de la razón», escribe Mario Tronti, «cuando no está movida por el odio de clase». Porque «el conocimiento está conectado con la lucha. Aquel que siente un odio auténtico comprendió adecuadamente» la naturaleza de las cosas. Tronti llega a definir un antinominalismo radical, es decir, una oposición contra «todo el mundo de la sociedad burguesa, y también un odio de clase mortífero» como «la forma más simple de la ciencia obrera de Marx». Hasta en los escritos de juventud de Marx de 1848-1849, por más errados que contentan en relación con determinados temas, Tronti encuentra cierta «perspicacia en la anticipación de un futuro que solo el odio de clase puede conquistar».

Odio de clase. Odio de una fuerza social, de una fuerza social contra ese otro que nos domina, como dice Steven Shakespeare. Este odio es justo, aconsejable y necesario: «no un odio personal, psicológico ni patológico, sino un odio estructural radical contra aquello en lo que se convirtió el mundo».

El odio en el Manifiesto

En caso de desarrollarse con cuidado, este odio radical podría incluso servir para darles forma a otros tipos de odio que también son inevitables, pero que tienden a ser más peligrosos. «La mezcla de odio y lógica estratégica que proponemos aquí es esencial si no queremos que el odio termine degradándose en la ira o en un apocalipticismo bobo». El odio surgirá inevitablemente, y aunque no deberíamos avergonzarnos de él, debemos dirigirlo. «El odio radical», dice Mike Neary, «es el concepto crítico en el que está fundada la negatividad absoluta», es decir, la ruptura antinómica.

¿Qué tiene que ver todo esto con el Manifiesto? Incluso un marxólogo curioso y sutil como Tronti, cuando busca profundizar en el tema del odio, encuentra su material en otros escritos. Pero todos los textos que usa Tronti vinieron después del Manifiesto, y en parte son una respuesta a las tesis que contiene y a sus deficiencias, al fracaso de sus profecías, a sus expectativas. El odio de clase que expresan los textos que vinieron después no surgió de la nada.

En la retórica del Manifiesto, Haig Bosmajian encuentra, «no solo un intento de despertar la ira […] sino de despertar un odio no dirigido contra un individuo, sino contra una clase». Citando a Aristóteles, que decía que la ira produce deseos de venganza, «el odio quiere que su objeto no exista». Según el Marx de Bosmajian, «el objetivo era conducir a sus lectores hacia un estado en el que desearían que la burguesía fuera erradicada».

Esta idea es ambigua. El objetivo para Marx y Engels no era la «erradicación» de los individuos, sino de la burguesía como clase, es decir, del capitalismo. Sugerir que el texto evoca el «odio» hacia los individuos burgueses es tergiversar la ambivalencia de sus fragmentos y el eje puesto en el sistema de clases del capitalismo. Dar un paso más y afirmar, como Leo Kuper, que la «deshumanización absoluta de la burguesía» es «relevante» a la hora de comprender el problema de genocidio, sugiriendo una especie de teleología que llevaría a la «extinción inevitable y violenta de una clase de personas deshumanizada», es absurdo.

Por otro lado, esto implica conceder a la petición de principios liberal de que Stalin es el resultado inevitable y el fin del marxismo, y consecuentemente que no es un personaje particularmente interesante ni sorprendente. Por supuesto, debemos reconocer que hubo personas que utilizaron los argumentos del Manifiesto para cometer actos espantosos. Sin embargo, definir este terror imaginario sentenciosamente como si hubiera sido infligido sobre la base de una culpa atribuida a las personas «por lo que son, en vez de por lo que hacen», es un error. En el Manifiesto, en el marxismo en general, es imposible definir la relación entre las clases de manera estática, como si fueran identidades dadas. Las clases son relaciones que incluyen acciones particulares. Y la «erradicación» que necesitamos apunta a dichas relaciones, no a personas específicas.

El Manifiesto es claro: «Ser capitalista es ocupar un puesto, no simplemente personal, sino social, en el proceso de la producción». Y no en virtud de una cualidad intrínseca —el Manifiesto incluso habla de burgueses que reniegan de su lugar—, sino por «tomar posiciones que reflejan tendencias, una tendencia hacia la concentración del capital y una tendencia hacia la dependencia y la miseria», en términos de Jodi Dean. Por lo tanto, ser capitalista es perpetuar determinadas estructuras y una dinámica. Y es precisamente en la necesidad urgente de una ruptura, presente en el Manifiesto, que sentimos el odio que contiene.

Pero en cualquier caso, más allá de todo este rencor, Marx y Engels también eran generosos y elogiaban las posibilidades de transformación y la energía de este sistema, y de la burguesía en general. El Manifiesto es un llamado a las armas, pero contiene cierta perspectiva de colapso inevitable que refrena el impulso a erradicar el sistema. El Manifiesto pretende ser el «canto del cisne» del sistema, pero es también un «himno a la gloria de la modernidad capitalista». «Nunca, repito, y especialmente ningún defensor de la civilización burguesa, escribió nada parecido, nunca nadie redactó una declaración en favor de la clase comerciante con una comprensión tan profunda y amplia de sus logros y de su significado en la historia de la humanidad». Aunque esta cita del economista conservador Joseph Schumpeter es una exageración, no está tan lejos de la verdad. El Manifiesto, más allá de toda su furia y su indignación, expresa una admiración acaso excesiva por el capitalismo, por la sociedad burguesa y por la burguesía. 

Es significativo que Gareth Stedman Jones, desilusionado biógrafo de Marx, defina el tono del fragmento más conocido del Manifiesto como una especie de «sadismo juguetón». Podríamos criticar el sustantivo, pero no el adjetivo. Y ser juguetón, jugar, implica tener un compañero de juego. La provocación ingeniosa y arrogante que hace del Manifiesto un texto tan brillante implica, más allá de toda su hostilidad, una dimensión lúdica que refrena un poco el odio y el deseo de eliminar al otro.

Pero esto no implica que el Manifiesto esté libre de odio. Admira a la burguesía, pero también está claro que juega fuerte con ella y la odia. El odio contra el sistema está claro en todo el texto. Pero, incluso en sus fragmentos más combativos, ¿qué tanto odia a la burguesía como clase? Los fragmentos más hostiles están en la segunda parte, donde Marx y Engels atacan a la burguesía directamente. El cambio a la segunda persona saca a luz un odio intrínseco a la admiración que recorre las páginas del texto. Marx y Engels acusan a la burguesía de perezosa, hipócrita y egoísta. En este caso la furia sincera ocupa el centro de un juego que parece una pelea retórica y que busca el goce de ganar la discusión.

¿Este desprecio es mayor que el que contienen los violentos ataques contra otros oponentes de izquierda? En todo caso, la vituperación contra, pongamos por caso, los socialistas «verdaderos», es mayor precisamente porque prescinde de la actitud ambivalente que el Manifiesto tiene hacia la burguesía.

Sirviéndome de una frase que Neary utiliza en otro contexto, diré que la negatividad Manifiesto «no es suficientemente negativa». El odio del Manifiesto no alcanza. Contra la mirada irrespetuosa del cínico arrogante, deberíamos conservar la conmoción que genera en nosotros la letanía de desigualdad que el capitalismo nos arroja en la cara. Tenemos que dejar que este sentimiento provoque en nosotros una respuesta humana y adecuada, la furia de la solidaridad, la aversión por tanto sufrimiento innecesario.

¿En qué nos convertiríamos si no fuésemos capaces de odiar este sistema? Si no lo hacemos, el odio de sus defensores, que odian a su favor, no menguará. El odio hoy tiene cimientos espléndidos, y si no construimos algo positivo a partir de ellos, crecerán inevitablemente edificios espantosos. Tenemos que odiar más allá de las palabras, tenemos que poner nuestro odio en práctica. Este es un sistema que, como mínimo, merece nuestro odio implacable por su crueldad infinita.

La clase dominante necesita a la clase obrera. Sus fantasías de deshacerse de ella nunca serán más que fantasías, porque como clase no tiene poder sin los que están abajo. Lo mismo vale en el caso del desprecio que tiene la clase dominante por la clase obrera («el pobrerío»), su aversión, su sadismo social, sus privilegios, el sentimiento de que es especial y de que escapa a toda ley, su elogio desquiciado de la crueldad y de la desigualdad. Por más vil que sea todo esto, definitivamente no es odio, no en el sentido aristotélico, porque su objeto no puede ser erradicado.

En el caso de la clase obrera la situación es distinta. La erradicación de la burguesía como clase es la erradicación de la dominación burguesa, del capitalismo, de la explotación, de la violencia bajo la que vive la mayor parte de la humanidad. Por eso la clase obrera no necesita el sadismo, ni siquiera la venganza, y por eso también no solo puede, sino que debe odiar. Debe odiar a su enemigo de clase y debe odiar todo lo que representa el capitalismo.

El odio contra la opresión

Tenemos un mejor modelo de odio en uno de los textos de los que nació el Manifiesto: La situación de la clase obrera en Inglaterra, de Engels. En este texto el odio de clase es recurrente y atraviesa una escritura infinitamente veloz y despiadada. Engels reconoce en la burguesía el odio contra las asociaciones de la clase obrera, y no solo admite que la clase obrera odia a su vez a la burguesía, sino que invoca una y otra vez ese odio contra los opresores.

Engels piensa que este odio es necesario y fundamental en la política de la clase obrera. Los trabajadores, según Engels, «vivirán como seres humanos, pensarán y sentirán como hombres […] solo si hacen arder su odio contra los opresores, y contra el orden de cosas que los coloca en esa posición, que los degrada al estatuto de máquinas». El odio es necesario para la dignidad, y consecuentemente para la acción política. Engels no celebra el odio tout court, porque sabe que es peligroso cuando alcanza el punto de la desesperación y empieza a manifestarse en ataques individuales contra los capitalistas.

«El odio de clase», por el contrario, «es el único incentivo moral por el cual el trabajador puede acercarse a la meta». Esta idea es lo opuesto del odio individualizado: «en la medida en que el proletario absorba elementos comunistas y socialistas, la revolución disminuirá en derramamiento de sangre, venganza y salvajismo […]. Ningún comunista desea vengarse de otro individuo».

Solo un socialismo remilgado y piadoso no empatizaría con el odio individualizado, o lo denunciaría como un fracaso ético absoluto. Es lo que tiende a suceder en nuestra época, en la que el sadismo y los troles son la clave de todo método político, especialmente en el caso de la clase dominante. Habría que ser un santo para ser de izquierda no sentir odio contra, pongamos por caso, Martin Shkreli, dueño de fondos millonarios, CEO de las farmacéuticas y evasor convicto, no solo porque se beneficia ostentosamente de la miseria humana, sino también porque realiza acciones vistosas precisamente para ser odiado. Y en la misma línea tenemos a Trump, racista que celebra abiertamente los abusos sexuales y se burla de los discapacitados.

La cuestión es que ceder absolutamente y sin crítica ante esta pasión contra los individuos es condenarnos a la degeneración ética. Es allanar implícitamente el camino a todos aquellos que en la clase dominante están más inclinados a enmascarar decorosamente la miseria de la que sacan ventaja, y perder de vista el sistema del que estos personajes infames son síntomas, con el riesgo de exonerarlo.

La historia del movimiento revolucionario es, entre otras cosas, una historia de personas organizadas que intentan refrenar su odio de clase individual. El odio debe convertirse en odio de clase, con ideas comunistas que permitan superar la amargura inicial. El odio de clase arde y debe arder, y, como enseña Engels, cuidar su fuego es la única forma en la que aquellos que están en la última fila de la historia lograrán mantener viva su dignidad. Esta es la «pureza» que buscaba el periodista Alexander Cockburn cuando les preguntaba a sus estudiantes, «¿Tu odio es puro?». Es una repetición política del תַּכְלִ֣ית שִׂנְאָ֣הַ, taklit sinah, el odio «máximo» o «perfecto» de los salmos para aquellos que se alzan contra el Señor, es decir, traduciéndolo a una escatología política, contra los enemigos de la justicia. Salmo 139:22: «Los aborrezco con perfecto odio, los tengo por enemigos».

Tenemos que odiar más que el Manifiesto, por el bien de toda la humanidad. Este odio de clase es constitutivo de la solidaridad, del deseo de la libertad humana y de la ética de la emancipación implícitos en el Manifiesto. Debemos odiar este mundo, debemos odiar este cruel y hostil sistema odioso y odiante que nos agota, nos consume y nos mata, que obstaculiza nuestro bienestar, que nos asedia y que limita nuestra capacidad de ser mejores.

El odio no es y no puede ser la única ni la principal pulsión hacia la renovación. Esto sería muy peligroso. No tenemos que celebrar nuestro odio ni confiar ciegamente en él. Pero tampoco tenemos que negarlo. No es nuestro enemigo y no podemos hacer nada sin él. «A riesgo de parecer ridículo», decía el Che Guevara, «déjenme decir que el verdadero revolucionario está guiado por un gran sentimiento de amor». Es por el bien del amor que tenemos que aprender a odiar más y mejor.

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Publicado en Artículos, homeCentro3, Libros and Teoría

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