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Foto: Debate MX

Desigualdades que desnuda la pandemia

Una de las medidas básicas de prevención del contagio de COVID-19, recomendada por la OMS y cualquier especialista, aparenta ser bastante sencilla: lavarse las manos con frecuencia. Sin embargo, en el mundo, tres de cada diez personas no disponen de agua potable en sus hogares.

Ante la inexistencia de una vacuna o tratamiento médico efectivo para enfrentar a la pandemia de COVID-19, una de las principales indicaciones de los organismos de salud a nivel internacional ha sido la de mantener una correcta y frecuente higiene personal. La más elemental recomendación se ha repetido continuamente: «lavarse las manos frecuentemente».

Sin embargo, según estimaciones de la propia Organización Mundial para la Salud (OMS), casi tres de cada diez personas a nivel mundial no cuentan en su vivienda con un servicio de agua potable gestionado de manera segura, por lo que garantizar ese básico medio de prevención para la trasmisión del virus resulta dificultoso. Esta inequidad, que divide aquellos que tienen una canilla con agua potable en sus hogares de aquellos que no, es fruto de desigualdades sociales estructurales que deberán ser atacadas de forma prioritaria en la denominada «nueva normalidad».

Agua y salud

El vínculo entre el acceso a fuentes seguras de agua y saneamiento y la salud de la población tiene raíces históricas que se remontan hacia fines del siglo XVIII y principios del XIX, cuando un acelerado proceso de industrialización y urbanización en Europa occidental y Estados Unidos derivó en el hacinamiento de los trabajadores que migraban del campo a la ciudad. En su clásico trabajo de 1845 sobre La situación de la clase obrera en Inglaterra, Federico Engels describía las condiciones en las que vivían las familias obreras y se preguntaba cómo podrían los pobres gozar de buena salud si se les priva el acceso al servicio de agua y se les obliga a arrojar las aguas sucias a la calle, contaminando sus propios barrios.

En ese contexto se desarrollaron los primeros estudios científicos que demostraron que la falta de agua potable tiene consecuencias directas en la salud de la población. El caso más emblemático fue el descubrimiento del médico londinense John Snow, quien durante un brote de cólera en Londres en 1854, logró identificar la fuente de los contagios gracias al rastreo de la ubicación de las viviendas de los fallecidos y la consulta a las familias respecto a su fuente agua para consumo, la cual, en todos los casos, coincidía con una misma bomba de extracción de agua que estaba contaminada.

Una epidemia de cólera fue también el motivo a partir del cual las elites gobernantes de Buenos Aires comenzaron la construcción de un sistema de agua potable en 1867, con el fin de proveer el servicio a una ciudad que crecía aceleradamente a través de la inmigración. En ese contexto, la emergencia sanitaria, sumada a la influencia del movimiento sanitarista que se desarrollaba en Europa, generaron las condiciones para que el acceso a agua potable y saneamiento se transforme en una cuestión prioritaria para el desarrollo urbano y la ampliación de derechos sociales de la ciudadanía.

En la actualidad, a pesar de los avances tecnológicos de la ingeniería sanitaria, las enfermedades de origen hídrico continúan siendo una problemática significativa a nivel mundial, en especial para los sectores más pobres de la sociedad. Estas enfermedades se pueden contraer tanto a partir del consumo o contacto con agua contaminada como a través de la ingesta de alimentos lavados con ese mismo agua. A su vez, el agua contaminada y estancada puede servir de criadero de vectores que trasmiten enfermedades (como el dengue u otras). Según datos de la OMS, se calcula que unas 842 mil personas, de las cuales casi la mitad son niños y niñas menores de cinco años, mueren anualmente a causa diarreas provocadas por la insalubridad del agua o por un saneamiento deficiente.

Si bien la enfermedad provocada por el COVID-19 no es considerada una enfermedad de trasmisión hídrica –a pesar de que se están desarrollando estudios sobre su identificación en las aguas residuales– la emergencia sanitaria provocada por ella y la necesidad de una frecuente higiene personal para prevenir su contagio visibiliza y magnifica desigualdades estructurales existentes en materia de acceso a derechos, a la vez que profundiza la indefensión y vulnerabilidad de los sectores sociales que no cuentan con servicios básicos y deben recurrir a soluciones individuales, muchas veces no seguras, de acceso a agua y saneamiento.

Entre el Derecho y la desigualdad

En el año 2010, a través de la Resolución 64/292, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) reconoció al acceso al agua y el saneamiento como un derecho humano, afirmando que es esencial para la realización de todos los demás derechos. Según su definición, dicho acceso debe cumplir las características de ser suficiente, saludable, aceptable, físicamente accesible y asequible. Sin embargo, analizada en detalle, dicha definición resulta poco exigente, ya que «físicamente accesible» no significa necesariamente que esté disponible en la vivienda, sino que la fuente de agua debe encontrarse a menos de mil metros del hogar, lo cual implica que una persona deba acarrear el agua, aumentando el riesgo de contaminación.

Por otra parte, en 2015 los Estados miembros de las Naciones Unidas aprobaron 17 Objetivos de Desarrollo Sustentable (ODS) para ser alcanzados en el año 2030. Las metas de los ODS plantean lograr el acceso universal y equitativo al agua potable y a servicios de saneamiento e higiene adecuados y equitativos para todos. Ahora bien, lograr dichas metas va a depender del significado que le demos a la palabra «acceso». En ese sentido, el Programa Conjunto de Monitoreo (PCM) de la OMS y UNICEF diferencia entre un servicio «básico» y uno «gestionado de manera segura». Este último es definido como el agua para consumo procedente de una fuente mejorada (sea de red, pozo, envasada o a través de un sistema seguro de cosecha de agua de lluvia) ubicada dentro de la vivienda o parcela, disponible en el momento necesario y libre de contaminación. Si la fuente se encuentra fuera de la vivienda pero a una distancia menor a treinta minutos, es definido como «básico».

En América Latina, los indicadores de acceso disponibles son limitados: los propios Estados, en su mayoría, desconocen con precisión el nivel de cobertura real y calidad de los servicios. Esto se debe, por un lado, a la fragmentación de la gestión y multiplicidad de empresas o cooperativas prestadoras y, por el otro, a la falta de procesos de monitoreo y relevamiento de la calidad del servicio prestado.

A pesar de ello, el PCM, utilizando los datos disponibles, realizó un relevamiento en el año 2015. Los resultados que se desprenden del mismo son sumamente preocupantes. En lo que se refiere a servicios «gestionados de manera segura», la cobertura de agua alcanza tan sólo al 65% de la población y la de saneamiento es apenas de un 22%. Sin embargo, incluso esos datos pueden estar sobreestimados. Por ejemplo, en el caso de Argentina, el informe indica que el 99% de la población tendría acceso a suministros de agua mejorados gestionados de manera segura, sin embargo el propio Estado nacional ha tomado como interpretación del concepto únicamente al agua suministrada por red pública. En base a ello, un estudio realizado en el año 2018 junto a la Organización Panamericana de la Salud (OPS) indica que el porcentaje de acceso a dicho servicio alcanza sólo al 87% de la población. Así y todo, el mismo informe reconoce que debido a las dificultades de acceso a información y no contar con un censo actualizado, los datos son estimativos. A su vez, se desconocen los índices reales a nivel nacional relacionados a la calidad del agua proporcionada.

El ejemplo más claro del bajo nivel de claridad y exactitud de los datos en materia de agua y saneamiento es el caso de su acceso en los barrios populares, villas o asentamientos informales. Según información del Registro Nacional de Barrios Populares (RENABAP) [1], en la Argentina existen 4416 barrios populares en los que se calcula que viven alrededor de cuatro millones de personas. En dichos barrios, el 93% no tiene conexión formal a redes de agua y casi el 99% no tiene cloacas. En la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, donde supuestamente la cobertura de los servicios es universal, se estima que cerca del 15% de la población vive barrios populares. Varias investigaciones realizadas por la Cátedra Libre de Ingeniería Comunitaria de la Universidad de Buenos Aires (UBA) han demostrado que el acceso a los servicios en dichos barrios es inexistente o sumamente deficiente, caracterizado por problemas de presión y calidad en el agua y por suministrarse a través conexiones informales inseguras que atentan contra la salud de sus pobladores. Esto provoca que sus habitantes deban recurrir al acarreo de agua, la entrega en sachets plásticos o a la compra de agua envasada, la cual es excesivamente más cara y se encuentra menos controlada que el agua de red.

Así también, es notoria la persistencia de inequidades entre la población urbana y la rural, en especial la ruralidad dispersa o aislada, ya que históricamente las políticas del sector estuvieron orientadas a los grandes aglomerados urbanos. Como resultado de ello, muchas de las poblaciones dispersas, en particular las de comunidades indígenas, deben recolectar agua de fuentes superficiales sin ningún proceso de potabilización o tomar de pozos con altos niveles de arsénico, así como deben practicar la defecación al aire libre.

Un problema de gobierno del agua

Las causas de la desigualdad en el acceso a estos servicios no están relacionadas a problemas técnicos o ambientales, sino que tienen raíces centralmente sociopolíticas. Deben rastrearse en los principios que rigen el gobierno del agua. A lo largo de la historia, estos han girado en torno a dos tendencias principales: por un lado, una centrada en el rol del Estado como garante del servicio; por el otro, una caracterizada por la participación del sector privado bajo diferentes modalidades.

En la mayoría de los países, el modelo estatal fue predominante desde fines del siglo XIX y durante buena parte del XX. El reconocimiento de la relevancia de la inversión pública en el desarrollo de la infraestructura urbana, el carácter de monopolio natural de la red y el desarrollo de un importante conocimiento técnico sanitarista por parte de los organismos gubernamentales formaron un modelo de gobierno del agua basado en un rol hegemónico del Estado sin intervención de empresas privadas y con poca participación de la ciudadanía. En la Argentina, ese modelo fue encarnado, desde 1912 hasta su fragmentación en 1980, por la empresa estatal Obras Sanitarias de la Nación (OSN), la cual llegó a ser una de las empresas más reconocidas y con mayores niveles de cobertura de América Latina.

Hacia fines de la década de 1970, a nivel global, comenzó un proceso de mercantilización de bienes comunes y servicios públicos que se caracterizó por la incorporación a la dinámica mercantil de bienes públicos y derechos ciudadanos que solían estar garantizados por el Estado de bienestar. Este nuevo proceso de acumulación del capital encontró uno de sus terrenos más fértiles en el caso del agua. A pesar de que, por sus características naturales y culturales, el agua ha sido siempre un bien difícil de mercantilizar, en las últimas décadas del siglo XX se transformó en una importante fuente de ganancia para empresas trasnacionales, tanto a través de la expansión del agua embotellada como una nueva «necesidad», como a través de la privatización de los servicios urbanos de agua y saneamiento en el marco de la aplicación de políticas económicas neoliberales. En ese proceso, la Argentina se convirtió en uno de los mejores alumnos de las recomendaciones del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional y durante la década de 1990 brindó en concesión a empresas privadas a la mayoría de sus más grandes prestadoras de agua y saneamiento, incluyendo a OSN en 1993.

Desde comienzos del siglo XXI, una combinación de factores, entre los cuales podemos mencionar, primero, una creciente resistencia social a la privatización a nivel internacional, cuyo momento más representativo fue la «guerra del agua» en Cochabamba; segundo, diversas crisis económicas y financieras que hicieron menos rentable el sector para las trasnacionales, como ocurrió en la Argentina post 2001 y, finalmente, un creciente convencimiento de gobiernos locales de distintas partes del mundo de que sin un mayor protagonismo del Estado, no podrían reducir los déficits de cobertura de los servicios, generaron las condiciones para que el modelo neoliberal del agua deje de ser hegemónico y dé lugar a nuevas alternativas público-estatales.

Esta nueva una tendencia ha ido creciendo hasta alcanzar, en 2017, a 267 casos de 37 países, según estimaciones del Trasnational Institute (TNI) y el Municipal Services Project (MSP). Uno de los elementos más llamativos es la diversidad económica, social, política y cultural de los mismos, abarcando ciudades y países de diferentes regiones y de bajos medios o altos ingresos. Dicha magnitud y variedad de casos nos demuestra que no se trata de un fenómeno coyuntural, sino que estamos en presencia de un verdadero cambio de paradigma en el modelo de gobierno del agua. La Argentina ha sido uno de los países más emblemáticos de este cambio de modelo, ya que desde 2002 a 2015 experimentó once reestatizaciones de empresas de agua y saneamiento privatizadas en la década anterior. El caso emblemático de este proceso fue la creación, por parte del Estado nacional en el año 2006, de la empresa Agua y Saneamientos Argentinos S. A. (AySA), como continuadora de la tradición de OSN.

Ahora bien, en los últimos años, el desafío ha consistido en definir las características del fenómeno de la vuelta a lo público no sólo por la negatividad del rechazo al modelo neoliberal, sino por su propio desempeño, ya que no se trata únicamente de discutir la propiedad estatal, sino de reflexionar sobre cuáles son las características de lo público y cómo medimos su eficacia para garantizar el derecho humano al agua y el saneamiento. De esa manera, han surgido propuestas de metodologías de evaluación basadas en criterios de equidad, solidaridad, participación y sostenibilidad, las cuales pretenden alejarse de los análisis centrados en la eficiencia financiera de las empresas.

En ese sentido, si bien la realidad de muchas de las nuevas experiencias público-estatales, en especial en Argentina, han demostrado que la vuelta del protagonismo estatal significó, en muchos aspectos, un cambio radical respecto al modelo neoliberal, generando mayores niveles de cobertura y equidad, la evidencia demuestra que se mantienen estructuras empresariales y dinámicas de gestión heredadas del modelo privado que atentan contra la universalización de los servicios y limitan la democratización del sector. Este fenómeno, que ha sido denominado como «corporatización», se caracteriza porque las empresas de propiedad estatal mantienen un cierto grado de autonomía, con régimen jurídico propio y una estructura parecida a la de una empresa privada.

La principal problemática que se deriva de ello es que algunas de estas empresas funcionan con principios orientados al mercado y la eficiencia financiera, lo cual se evidencia, por ejemplo, en el poco interés de algunas de ellas en priorizar la inversión en obras de infraestructura que beneficien a los sectores más pobres de la sociedad, como son los habitantes de los barrios populares y las zonas periurbanas. A su vez, este modelo de gestión ha resultado ser reacio al desarrollo ámbitos de participación efectiva de la ciudadanía y el control público, limitando la posibilidad de que los vecinos de dichos barrios participen en la participen en la toma de decisiones y accedan a información sobre los servicios prestados. Esto se debe, en parte, a que mantienen una concepción –heredada del modelo neoliberal– de que los usuarios son consumidores de un servicio y no ciudadanos y ciudadanas con derecho al acceso, independientemente de las condiciones de la vivienda en que habiten.

Hacia una «nueva normalidad» pública y democrática

Como planteábamos al inicio, la pandemia de COVID-19 ha evidenciado la enorme desigualdad existente en materia de acceso a servicios de agua y saneamiento seguros y las terribles consecuencias que esto tiene para la salud de las poblaciones más vulnerables. Por ello, cualquier planificación de la pospandemia debería  incorporar a la universalización de dichos servicios como uno de sus objetivos prioritarios. Así como las epidemias de cólera y fiebre amarilla en el siglo XIX sirvieron de impulso para el desarrollo de los primeros sistemas agua y saneamiento en el país, la actual situación de emergencia sanitaria debido al coronavirus y la evidencia de las consecuencias irreversibles de que una familia no tenga acceso a agua segura ni cuente con un sistema de saneamiento en su hogar deberían servir para promover los cambios sociales y político institucionales que sean necesarios para eliminar todo tipo de desigualdad hídrica, sea social, cultural, étnica o de género.

Para ello, no sólo será necesario frenar los nuevos impulsos privatizadores que se ocultan detrás de denominaciones menos evidentes como «asociaciones público-privadas», sino que también hará falta reforzar el carácter público y democrático de la gestión estatal, modificando aspectos corporativos de las empresas proveedoras y facilitando la participación efectiva (y no meramente formal) de la ciudadanía en la toma de decisiones y el control público de la gestión. En ese sentido, será indispensable la conformación de alianzas estratégicas de cooperación entre los diferentes organismos estatales intervinientes, las organizaciones sociales y territoriales y los sindicatos del sector bajo un mismo objetivo: la universalización real de la cobertura, eliminando la inequidad y garantizando el derecho humano al agua y el saneamiento, no en tanto cuestión individual, sino como un bien común.

 


[1] Debido a la insuficiencia de los datos censales en barrios informales, el RENABAP fue creado en el año 2017 con el fin de relevar estos barrios, sus construcciones y los datos de las personas que los habitan. Se definió como «barrio popular» a las ocupaciones informales constituidas por al menos ocho familias agrupadas, donde más de la mitad de la población no contara con título de propiedad ni acceso regular a dos o más de los servicios

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