Durante las últimas dos décadas, las desastrosas guerras en Medio Oriente han sido sinónimo del nombre Bush. El actual presidente de Estados Unidos parece decidido a convertirlas ahora en sinónimo del nombre Trump. Es de sobra conocido que la guerra de Estados Unidos contra Irán hacia la que se encamina a toda velocidad la Casa Blanca de Donald Trump, y el colapso del régimen que parece haberse convertido en el objetivo no oficial del Gobierno israelí, serían terribles para todos los implicados.
Y ello por las mismas razones que la guerra de Irak hace veinte años: la muerte masiva de civiles en otro país de mayoría musulmana que avivará una nueva ola de terrorismo antiestadounidense; el sacrificio innecesario de soldados estadounidenses e incluso civiles, que se convertirían en blanco de represalias en la región y posiblemente más allá; una violenta lucha interna por el poder, con violencia étnico-sectaria y un tire y afloje por la influencia de potencias extranjeras; y una avalancha de armas y de personas desesperadas y enfurecidas que huirían de las fronteras de Irán, lo que desestabilizará a los países vecinos, a las regiones cercanas e incluso a los mismos países occidentales que respaldan esta guerra.
El propio Trump lo sabe muy bien porque lo vio todo con la invasión de Irak de George W. Bush y, tras evaluar el clima político tras una década de caos, lo utilizó para atacar ferozmente al hermano de Bush en las primarias republicanas de 2016. «Obviamente, la guerra de Irak fue un gran error, ¿no? […] Podemos cometer errores. Pero ese fue uno de los grandes», dijo en el debate, conmocionando al establishment de Washington. «Nunca deberíamos haber estado en Irak, hemos desestabilizado Medio Oriente». «Mintieron. Dijeron que había armas de destrucción masiva, y no las había. Y sabían que no las había», añadió para rematar.
Este tipo de discurso le valió a Trump en 2016 el odio furioso de los neoconservadores republicanos. «Fue una vergüenza», lamentó en aquel momento el presentador de Fox News Mark Levin, que pasó el resto de la campaña atacando a Trump y prometiendo no votar por él. «Este tipo suena como Code Pink (…) Suena como un chiflado radical (…) Y sí había armas de destrucción masiva en Irak». Nueve años después, Levin es una de las personas que, según se informa, convencieron personalmente a Trump de ir a la guerra con Irán, vitoreando el conflicto en un estudio de televisión y asegurando a todo el mundo que derrotar al país sería tan fácil como la guerra de Irak, sencilla y sin dolor.
Trump está ahora a un paso de hacer exactamente lo que criticó a Bush por hacer para impulsar su ascenso político. Al igual que Irak, la guerra contra Irán en la que está involucrándose directamente será una guerra basada en información errónea y vendida al público con mentiras. Y son realmente mentiras las afirmaciones que Trump y sus aliados políticos están haciendo para justificar la intervención.
La acusación de que Irán está a pocos días de producir un arma nuclear, que ese es incluso el objetivo de sus dirigentes y que, por lo tanto, la guerra preventiva está legal y moralmente justificada es una mentira: la misma mentira de las armas de destrucción masiva de Bush, recalentada y servida con pereza, como si nadie se diera cuenta. Imitando la infame frase de la funcionaria de la administración Bush Condoleezza Rice, «no queremos que la prueba irrefutable sea una nube en forma de hongo», el senador proguerra Ted Cruz apareció este lunes en Fox News para advertir que «si Irán consigue un arma nuclear, creo que las probabilidades de que nos enteremos con una nube en forma de hongo son inaceptablemente altas». Un estudiante de secundaria se esfuerza más por ocultar un plagio que ellos.
Es más, todos los que dicen esto saben que es mentira. ¿Cómo podemos estar seguros? Porque las agencias de inteligencia estadounidenses, financiadas con decenas de miles de millones de dólares de los impuestos, han dicho repetidamente lo contrario. Hace solo tres meses, la propia directora de inteligencia nacional de Trump, Tulsi Gabbard, declaró a un comité del Senado que la inteligencia estadounidense «sigue considerando que Irán no está construyendo un arma nuclear y que el líder supremo Jamenei no ha autorizado el programa de armas nucleares que suspendió en 2003». Esta conclusión, por cierto, ha sido la misma evaluación que han hecho las agencias de inteligencia estadounidenses al menos desde 2007.
Los funcionarios favorables a la guerra, tanto demócratas como republicanos, simplemente decidieron hacer como si nada hubiera pasado. Casi todos los senadores que estaban allí y escucharon a Gabbard continuaron declarando públicamente, de forma evidentemente engañosa, exactamente lo contrario de lo que ella les había dicho. Recientemente le preguntaron directamente a Trump sobre los informes de Gabbard y respondió: «No me importa lo que haya dicho. Yo creo que Irán estaba muy cerca de tener una [bomba nuclear]».
Nada ha cambiado en los tres meses transcurridos desde entonces. Ayer mismo, cuatro fuentes dijeron a la CNN que las evaluaciones de los servicios de inteligencia estadounidenses seguían indicando que Irán no estaba tratando de fabricar un arma nuclear y que, incluso si lo estuviera, tardaría hasta tres años en hacerlo. El mismo día, el Wall Street Journal informó que justo antes de que Trump diera luz verde al ataque de Israel la semana anterior se había a los funcionarios estadounidenses la supuesta información de inteligencia israelí que demostraba que Irán era una amenaza nuclear, y la encontraron poco convincente.
Entonces, ¿por qué está sucediendo esto, a pesar de su abrumadora impopularidad, los riesgos monumentales y las vidas que costará, incluidas las estadounidenses? La respuesta, en pocas palabras, es por culpa de Israel y del propio Trump. Los dirigentes israelíes, y sobre todo el actual primer ministro, Benjamin Netanyahu, llevan décadas presionando para que se declare la guerra a Irán, una guerra que todo el mundo sabe que no pueden librar sin Estados Unidos. En este momento, los funcionarios israelíes ni siquiera se molestan en disimular que su verdadero objetivo no es conseguir que Trump involucre directamente a Estados Unidos y termine el trabajo por ellos. Al igual que con el entusiasmo de Netanyahu por la terrible idea de Trump de ocupar Gaza, la estrategia israelí es irrumpir y romperlo todo, para luego hacer que Estados Unidos recoja los pedazos y pague por ello.
Pero la responsabilidad última recae en Trump, quien en su breve mandato ha demostrado ser, de alguna manera, un líder aún más débil que su débil predecesor. Los recientes informes que explican los entresijos del cambio de Trump pintan un panorama de un presidente indeciso, incapaz de frenar a Israel y fácilmente manipulable por los belicistas de su administración y su entorno, es decir, exactamente lo mismo que tuvimos durante el último año de la presidencia de Joe Biden. La diferencia es que, aunque estuvo a punto de provocarla, Biden tuvo el mínimo valor de vetar al menos la presión de Israel para entrar en guerra con Irán.
Trump, por el contrario, la ha propiciado y facilitado activamente. Israel compartió sus planes de guerra con funcionarios de Trump meses antes del ataque, que según se informa les «impresionaron» profundamente, y Trump no solo dio luz verde a la guerra, sino que transfirió en secreto trescientos misiles de precisión a Israel pocos días antes de que comenzara —lo que permitió a Israel asesinar inmediatamente a una serie de líderes militares y científicos iraníes—, además de trasladar recursos militares estadounidenses a la región para garantizar que Israel pagara un coste mínimo por sus acciones imprudentes. No se trata de que un presidente estadounidense simplemente haya aceptado algo que no podía impedir.
Pero la responsabilidad de Trump en esta situación va mucho más allá de estas acciones recientes. La raíz de todo esto es la decisión completamente absurda que tomó Trump en su primer mandato de romper el Plan de Acción Integral Conjunto, el acuerdo con Irán, que había estado funcionando y había neutralizado el programa de enriquecimiento de Irán como problema. A ello le siguieron sanciones despiadadas y el provocador asesinato de un alto general iraní, que estuvo a punto de desencadenar una guerra a principios de 2020, lo que, en conjunto, empoderó a los radicales iraníes y dificultó aún más cualquier compromiso futuro.
Su último y fatal error fue, en medio de las negociaciones para arreglar el desastre que había creado y volver a entrar en el acuerdo, dar un giro repentino el mes pasado e insistir en la exigencia maximalista de que Irán pusiera fin a todo el enriquecimiento de uranio, una píldora venenosa impulsada por Netanyahu que hizo retroceder los avances en las negociaciones. No es exagerado decir que casi todos los ladrillos del camino hacia esta guerra fueron colocados por Trump durante sus dos mandatos. Y, una vez colocados, ahora se dirige hacia el oscuro abismo que hay al final, arrastrando al país consigo mientras se prepara para lanzarse al vacío.
Pero quizás aún exista una oportunidad para rebajar la tensión. La opinión pública estadounidense y buena parte de los propios aliados del trumpismo no quieren esta guerra. Los funcionarios iraníes estaban ansiosos por llegar a un acuerdo antes del conflicto, y dejaron claro a Trump que seguían interesados después de que Israel iniciara esta guerra respaldada por Estados Unidos, señalando incluso que estarían dispuestos a ser más flexibles en las negociaciones. Sus socios del Golfo se han puesto en contacto con él para pedirle que presione a Israel para que acepte el alto el fuego que Irán está pidiendo discretamente.
Todo depende de Trump y de si tiene la entereza necesaria para dar un golpe de autoridad a Netanyahu. Y ese es precisamente el problema.