Es algo que va más allá de la tragedia, más allá de la farsa. La administración Trump y sus aliados republicanos en el Congreso están tratando aprobar la «One Big Beautiful Bill Act» (Acta de la Gran Ley Hermosa), que, entre otras medidas, volvería permanentes los recortes fiscales de Donald Trump de 2017. Se espera que el costo total de las disposiciones de recorte de ingresos de esta ley ascienda a 3,8 billones de dólares en diez años. Y los ricos serán los beneficiarios.
Los republicanos argumentan que los recortes fiscales generarán riqueza. Es una tontería simplista, engañosa y desacreditada. Como estrategia de crecimiento, no funcionará. Nunca lo hace. De hecho, es difícil creer que sea esa su intención. Pero como regalo a los oligarcas —muchos de los cuales apoyan a la administración Trump y algunos de los cuales trabajan literalmente para ella—, funcionará perfectamente.
Durante el último año, el puñado de estadounidenses más ricos se benefició considerablemente, mientras que millones de personas luchan por sobrevivir. Las diez personas más ricas del país aumentaron su riqueza en 365.000 millones de dólares. El propio Elon Musk logró amasar la friolera de 186.000 millones de dólares, más de la mitad del aumento total.
Como escribe Matt Egan en la CNN, el crecimiento de 2024-25, de abril a abril, supone aproximadamente mil millones de dólares al día para los diez primeros. «Por el contrario», señala, «el trabajador estadounidense medio ganó poco más de 50.000 dólares en 2023». Para ponerlo en perspectiva: según Oxfam, «se necesitarían la asombrosa cifra de 726.000 años para que diez trabajadores estadounidenses con ingresos medios ganaran esa cantidad de dinero».
Los mega-ricos y los que no tienen nada
Un informe de 2022 reveló que el 10 % de los estadounidenses más ricos posee el 60 % de la riqueza del país, y que el 1 % más rico se queda con el 27 %. El proyecto de ley de Donald Trump consolidaría aún más sus ventajas y aumentaría sus fortunas. Llamar a esto «desigualdad de riqueza» parece insuficiente. Sin duda es desigual, pero la escala y la magnitud de la disparidad merecen un término propio. En algún momento, tendremos que inventar una nueva palabra para describir y captar la amplitud, la profundidad y la perversidad de esta abominación.
La desigualdad de riqueza y de ingresos no es lo mismo, pero ambas reflejan distribuciones sesgadas de los recursos y del poder. En ambos frentes, Estados Unidos obtiene malos resultados en comparación con otros países similares. En lo que respecta a la desigualdad de ingresos, ni siquiera sale bien parado en comparación con capítulos de su propia historia. Los paralelismos históricos dan una idea de lo extrema que se ha vuelto la desigualdad en el país y de lo profundamente comprometidos que están ahora sus poderes Ejecutivo y Legislativo, totalmente en manos de los ricos.
En 2012, unos investigadores descubrieron que los ingresos estaban «mucho más distribuidos en los Estados Unidos colonial que en la actualidad», incluso teniendo en cuenta la esclavitud. Calculaban un coeficiente de Gini —una medida de la desigualdad en la que 0 representa la igualdad perfecta y 1 la desigualdad total— de 0,437. En aquel momento, el 1 % más rico se llevaba el 7,1 % de los ingresos brutos. En 2023, el índice de Gini de Estados Unidos era de 0,47, aunque algunas fuentes lo sitúan en 0,41. Los datos y los métodos varían, pero la conclusión es la misma: Estados Unidos es un país con una desigualdad arraigada.
A modo de comparación, los investigadores estimaron que el coeficiente de Gini del Imperio Romano era de 0,46 y el de la dinastía Han en China era de 0,48. Como lo expresaba sin rodeos un titular de Business Insider en 2011: «Ni siquiera el antiguo Imperio Romano era tan desigual como los Estados Unidos hoy en día». Por el contrario, los Estados europeos suelen tener puntuaciones que oscilan entre 0,2 y 0,35.
Para y por unos pocos
Ninguno de estos datos debería sorprender a nadie que haya prestado una mínima atención a la trayectoria de Estados Unidos en las últimas décadas, especialmente desde que la Revolución Reagan se propuso convertir el país en un patio de recreo para los ricos. Décadas de desregulación y recortes fiscales para los ricos no hicieron más que agravar la desigualdad, tanto económica como política.
En 2012, los académicos Martin Gilens y Benjamin Page publicaron un artículo titulado «Testing Theories of American Politics: Elites, Interest Groups, and Average Citizens» (Poniendo a prueba las teorías de la política estadounidense: élites, grupos de interés y ciudadanos medios). En él concluían que «las élites económicas y los grupos organizados que representan los intereses empresariales tienen una influencia independiente considerable en la política del Gobierno estadounidense, mientras que los ciudadanos medios y los grupos de interés de base popular tienen poca o ninguna influencia independiente».
Gilens y Page no utilizaron la palabra «oligarquía» para describir a los Estados Unidos, ejerciendo una cierta moderación académica. Sin embargo, la palabra apareció en el artículo y varias veces en la bibliografía, lo que sugiere que el tema estaba claramente presente. Los medios de comunicación, sin embargo, no tuvieron tales reservas. La cobertura del artículo incluyó el término «oligarquía» una y otra vez. Y con razón. Teniendo en cuenta esta desigualdad de riqueza e ingresos, era obvio ell hecho de que las leyes estaban siendo redactadas claramente por y para unos pocos ricos y poderosos. Estados Unidos era, y sigue siendo, una oligarquía.
El camino hacia los disturbios
Existe la posibilidad de que el proyecto de ley «Big Beautiful» de Trump fracase, pero la batalla por garantizar el proyecto de más desgravaciones fiscales para los ricos, continuará en cualquier caso. Los ricos de Estados Unidos redactan las leyes, controlan a los políticos y están firmemente instalados en la Casa Blanca. Puede que importe si el presidente es demócrata o republicano, puede que importe si los demócratas o los republicanos tienen mayoría en la Cámara de Representantes o en el Senado, puede que importe si unos u otros nombran a los jueces del Tribunal Supremo, pero a efectos de servir a la oligarquía, es una cuestión de grado y no de tipo. El Estado y sus ramas constituyentes están completamente controlados por los ricos y están a su servicio.
En la época de la Revolución Francesa, el coeficiente de Gini de Francia era aproximadamente de 0,59, lo cual es alto, pero no mucho más que el de gran parte de Europa en ese momento. Por supuesto, las décadas siguientes, especialmente a mediados del siglo siguiente, fueron testigo de oleadas de revoluciones populares. Y aunque las causas de las revoluciones populares son complejas, sobre todo cuando se analizan los orígenes inmediatos y a largo plazo de los levantamientos, suele haber un denominador común, si no universal, entre ellas: que el Estado no atiende adecuadamente las necesidades de su pueblo.
Estados Unidos no está al borde de la revuelta, pero se encuentra muy avanzado en el tipo de camino que, históricamente, condujo al malestar popular o a algo mucho mayor. El Estado abandonó por completo a los estadounidenses de a pie y dejó que los oligarcas redacten sus leyes y se lleven los beneficios, beneficios que han sido posibles gracias al trabajo y los sacrificios de muchos. El auge del populismo de derecha es un síntoma y una respuesta a esta realidad. Trump es tanto beneficiario como causa, aunque no exclusivamente, de este auge populista, que es una forma de desprecio hacia el pueblo al que supuestamente debe servir. Su reforma fiscal, que solo empeorará las cosas para los trabajadores que lo apoyan, es emblemática de este desprecio: una política de extracción, una prueba de resistencia para ver hasta dónde se puede llegar antes de que el pueblo diga «basta».