Guy Edward Bartkus, el sospechoso recientemente acusado de un atentado suicida con coche bomba contra una clínica de fertilidad en California, era un efilista, es decir, un devoto de una forma extremista de antinatalismo.
El efilismo, como todas las ideologías extremas actuales, es en gran medida un fenómeno de Internet. Sin embargo, el interés general por el antinatalismo —la creencia de que tener hijos es moralmente incorrecto— va en aumento. Algunos creen que los padres no tienen derecho a traer hijos al mundo. Un antinatalista de la India demandó a sus padres por no haber dado su consentimiento para nacer. Otros piensan que la extinción voluntaria de la humanidad es la única solución al sufrimiento que esta ha causado. El fundador de Antinatalism International, Anugraha Kumar Sharma, sostiene que «no hay absolutamente ninguna esperanza en este mundo». Aboga por el suicidio asistido voluntario incondicional… y se declara marxista.
El antinatalismo no es necesariamente una ideología partidista, aunque estos sentimientos se reflejan en algunos sectores de la izquierda contemporánea. «Personalmente, no creo que sea obvio que tengamos la obligación de garantizar la continuidad de la humanidad», argumenta Nathan Robinson, editor de la revista de izquierda Current Affairs. «Dejemos que los manatíes hereden la Tierra». Por su parte, Antonio Melonio, escritor de izquierda que edita el popular Beneath the Pavement Substack, sostiene que tener hijos es «el fin del sentimiento radical y, en muchos sentidos, de la libertad misma». Para Melonio, formar una familia, lejos de abrir una nueva ventana al futuro, una nueva conexión con la posteridad, supone la sumisión definitiva: «Es muy difícil protestar, organizarse, amotinarse y prender fuego a coches de policía cuando tienes bocas que alimentar e hipotecas que pagar».
Para algunos, la aceptación progresista del antinatalismo podría ser simplemente una reacción al pronatalismo defendido por la derecha. Como el vicepresidente estadounidense J. D. Vance quiere que tengamos más hijos, la única respuesta natural es que no deberíamos tener ninguno. Para otros, el antinatalismo nace de una especie de utilitarismo moral: la creencia de que no crear vida es la forma más segura de evitar el daño. Y, con diferencia, la corriente más popular del antinatalismo está relacionada con el clima. Al parecer, las personas contribuyen en gran medida al calentamiento global y, si no existieran, el planeta podría curarse.
De hecho, las razones que da la gente para renunciar a tener descendencia son innumerables. Y eso podría decirnos algo sobre el malestar que aflige a la sociedad, y a la izquierda en particular. El auge de los sentimientos antinatalistas señala una pérdida colectiva de fe en el futuro, el agotamiento de la esperanza y la incapacidad de imaginar el florecimiento humano para la próxima generación.
Atrapados en el presente
Hace algún tiempo que está de moda en la izquierda ser «anti»: antirracista, antifascista, anticarcelario, anticapitalista, etc. Cabe destacar que estas identidades se definen por lo que se oponen y no por lo que pretenden construir. Es decir, son progresistas en la forma pero reactivas en la función. Tras la campaña de Bernie Sanders en 2020, incluso muchos autodenominados socialistas se parecen más a esta izquierda «anti» que a los socialdemócratas de los siglos XIX y XX. Estos últimos tenían la seguridad de que el futuro estaba en sus manos.
En cambio, los progresistas de hoy oscilan entre la desesperación y la negación. Naomi Klein y Astra Taylor, por ejemplo, insisten en que estamos presenciando «el fascismo del fin de los tiempos». Aunque critican la «mentalidad de búnker» de la extrema derecha, su visión no va más allá de la mera supervivencia. «Hemos llegado a un punto de decisión», argumentan Klein y Taylor, «no sobre si nos enfrentamos al apocalipsis, sino sobre la forma que tomará».
En otros sectores de la izquierda, los profetas de la catástrofe climática pronuncian sermones milenaristas sobre el fin de toda la vida en la Tierra. No es de extrañar, pues, que haya surgido recientemente un gran interés por los «preppers» de izquierda. El «aclamado experto en clima» Alex Steffen cuenta con una audiencia progresista que se cuenta por decenas de miles. Ofrece un curso sobre cómo «Fortalecer tu vida» en preparación para el inminente colapso social. Con un código de descuento, puedes asegurarte una plaza en el curso por solo 149 dólares.
Este enfoque en la supervivencia es repetido por muchos de los abolicionistas radicales de hoy en día, cuyo término rector no es el socialismo ni ninguna visión más amplia del florecimiento colectivo, sino una visión de simplemente sobrevivir en circunstancias cada vez más angustiosas. Pero una izquierda que valora la «supervivencia» es una que piensa que el futuro no es suyo, sino una fuerza aterradora contra la que hay que endurecerse.
Como señaló recientemente el historiador económico Adam Tooze, hoy en día la derecha trumpista «está más dispuesta a hablar del futuro y a hacerlo en términos audaces y optimistas» que la izquierda. La derecha actúa y la izquierda reacciona, lo que supone un cambio radical en su relación tradicional con la historia. ¿Cómo hemos llegado a esta situación? ¿Cuándo se quedó estancada la izquierda en el presente?
Desde el declive del pacto de posguerra, los liberales y los progresistas han quedado atrapados en un incesante ciclo sesentaiochescos, repitiendo sin cesar las consignas y las prioridades de esa revolución cultural. Estallan protestas periódicas contra el racismo y el sexismo; surgen movimientos cada vez más discretos en defensa de los derechos civiles de nuestro tiempo. Pero poco nuevo se perfila realmente. Medimos el progreso eliminando las barreras a la participación en la sociedad capitalista liberal, pero no aspiramos a ir más allá.
En la década de 1990, con el inicio de la era del «fin de la historia» y el gran descenso del número de afiliados a los partidos socialdemócratas, la izquierda renunció a ofrecer una visión convincente de la sociedad futura. No es de extrañar que una izquierda que no sabe realmente por qué lucha no se haya fortalecido mucho.
Tomar prestado el futuro
El ciclo de estancamiento no se limita a los activistas. Consideremos los grandes avances electorales de la izquierda amplia en el último medio siglo. Bill Clinton, el último presidente demócrata que obtuvo el voto de todos los sectores de la clase trabajadora (blancos, negros y latinos), lo hizo adoptando planes de derecha para el futuro: libre comercio, desregulación financiera y recortes fiscales.
Mientras tanto, Barack Obama, el último presidente demócrata que se llevó el voto de la clase trabajadora en su conjunto (a pesar de perder el voto de los blancos de clase trabajadora), prometió «esperanza y cambio» al tiempo que mantenía una notable continuidad con sus predecesores. A los liberales les gustaba pensar que la elección de Obama marcaba el triunfo definitivo de los ideales del movimiento por los derechos civiles, pasando por alto su conservadurismo estudiado. El suyo era un liberalismo que tomaba prestado su futuro de la derecha y su prestigio de su pasado. Quizás más que nada, la era Obama reveló un precursor de la falta de futuro actual en la idea de que «la demografía es el destino». El futuro no necesitaba forjarse, simplemente llegaría cuando murieran todos los viejos blancos conservadores.
¿Y qué hay de Joe Biden? Se convirtió en el primer demócrata en ganar la presidencia sin el voto de la clase trabajadora. Sin duda, era más progresista que sus predecesores. Sin embargo, fue Donald Trump quien proporcionó la ruptura histórica que hizo posibles los experimentos de Biden en materia de desglobalización y política fiscal. Al final, sin embargo, la «bidenomics» no cumplió lo prometido. Si bien algunos de los programas de Biden, como su proyecto de ley de infraestructuras y la ahora desmantelada Ley de Reducción de la Inflación, fueron auténticos logros políticos, el Gobierno fue finalmente incapaz de hacer frente a los retos interrelacionados del aumento de los precios, el disparo de la deuda, el estancamiento de los salarios y los bajos impuestos.
No es el único: la izquierda democrática mundial ha sido incapaz de desarrollar una agenda económica que vaya más allá del próximo ciclo electoral. Como ha argumentado Wolfgang Streeck, los partidos socialdemócratas de todo el mundo han estado «ganando tiempo», literalmente pidiendo prestado su futuro con un gasto respaldado por la deuda para mantener los servicios sociales y conservar un mínimo de paz social. No ha surgido ningún modelo nuevo que pueda prometer de forma creíble prosperidad e igualdad para la próxima generación.
Hace ya décadas que no se inventa, ni siquiera se contempla, un nuevo futuro social.
El narcisismo del presente
La renuencia a apostar por un futuro lejano se consideraba antes un rasgo distintivo del conservadurismo político. «Nada es más absurdo», argumentaba Karl Kautsky, el principal teórico del Partido Socialdemócrata Alemán, «que la idea de que los ideales lejanos no tienen importancia práctica en la política actual». Sin embargo, hoy en día, la obsesión por el presente es evidente entre liberales, progresistas y socialistas por igual.
Entre los moderados, un pragmatismo miope impide pensar a largo plazo sobre la reorganización social. Entre los más a la izquierda, reina el catastrofismo. Los ecoterroristas, diversas tendencias «abolicionistas» y antinatalistas radicales como Bartkus se han comprometido a acortar nuestro futuro. Al sugerir que el mañana puede no llegar nunca, sobrevaloran el presente. Sin duda, hay cierto narcisismo en ello. La ambivalencia hacia las generaciones futuras implica una sobrevaloración de la propia.
Nuestra visión del horizonte social se ha ido acortando progresivamente. Y ahora nos limitamos a mirarnos a nosotros mismos. Las demandas del presente son introvertidas: más permisividad, más tolerancia, más autonomía para el individuo. El nuevo horizonte social, al parecer, es que nos dejen en paz. Es más, una izquierda sin futuro se niega a considerar cómo las batallas que libra hoy —desde la liberalización de las leyes sobre drogas hasta el rechazo de las normas sociales— afectarán a los objetivos políticos del mañana.
Sin duda existen buenas razones para evitar pensar en el mañana. La escalada de guerras, las terribles previsiones climáticas, las sombrías perspectivas políticas y la lenta crisis económica son motivos razonables para la desesperanza. Si a esto se suman las nuevas inquietudes sobre la inteligencia artificial, la desesperación puede parecer una respuesta racional, no emocional. Pero sin una bandera clavada en el futuro —una visión clara del mundo que queremos para nuestros hijos y los suyos— perdemos de vista hacia dónde queremos ir.
No es de extrañar que la izquierda contemporánea parezca perpetuamente perdida y carente de la confianza necesaria para inspirar a sus seguidores. La timidez intelectual y la inseguridad prevalecen, a pesar del gran número de académicos, escritores y pensadores que se consideran progresistas. ¿Hay hoy en día intelectuales de izquierda cuyas ideas y compromiso con el horizonte a largo plazo de la humanidad rivalicen con los de Karl Marx o Karl Polanyi?
Ahora bien, ¿significa esto que la izquierda está acabada? No necesariamente. La sociedad necesita, y siempre necesitará, una fuerza que defienda los intereses de la gente común, a favor de la democracia popular, la igualdad y la solidaridad social. Mientras las sociedades capitalistas liberales sigan decepcionando, las personas inteligentes y ambiciosas se sentirán atraídas por la tradición socialista. Y los más proactivos entre ellos inspirarán nuevas oleadas de reformas. La izquierda reactiva, sin embargo, seguirá perdiendo. Una izquierda «anti» no puede ganar.
¿Qué electorado confiaría en una causa política que dice que no le importa lo que venga después? ¿Cómo podría esta izquierda inspirar fe en el progreso, si le da lo mismo que los manatíes se apoderen del mundo y que las salas de maternidad se vacíen?
Una tradición del futuro
Irónicamente, para recuperar el futuro tenemos que mirar hacia atrás. Ser progresista es, por definición, estar conectado con el pasado. La «tradición», como dijo G. K. Chesterton de forma tan gráfica, «es la democracia de los muertos». No es solo que todos los movimientos exitosos para el avance humano se inspiren en el pasado (al fin y al cabo, esta revista se llama Jacobin); es también que los viejos ideales nunca se han hecho realidad. En su lugar, han surgido innumerables ideales nuevos que pretenden ocupar su lugar, muchos de ellos desconectados de las grandes narrativas del pasado o de cualquier concepción coherente de un futuro social y democrático.
Nuestra miopía nos lleva a recorrer parte del camino hacia algún ideal pasajero antes de cambiar bruscamente de rumbo, y luego nos preguntamos por qué parece que no llegamos a ninguna parte. Lo que nos falta es constancia: una idea clara de dónde hemos avanzado y hacia dónde estamos avanzando. Como resultado, las Cuatro Libertades del New Deal parecen hoy más lejanas que cuando se proclamaron hace ochenta y cuatro años.
Mientras tanto, con un nuevo papa León en el Vaticano, es difícil ignorar las advertencias de su homónimo predecesor: que el colapso del futuro envenena nuestra visión moral del presente. En su forma más extrema, renunciar al futuro significa rendirse al presente como punto final, o como el fin. Es ver el proyecto de la humanidad como completado.
El autor del atentado contra la clínica de fertilidad y otros «promortalistas» abrazan esta mentalidad. En sus propias palabras, no son iracundos, sino caritativos. Consideran que la humanidad se define por el sufrimiento y razonan que, dado que la nueva vida sufrirá, el acto compasivo es impedirla por completo. Al vivir en esta oscuridad, toda la humanidad se desmorona.
En contraste, en El principio de esperanza el filósofo marxista Ernst Bloch defendía el futuro y rechazaba lo que llamaba la «pura infamia» del presente. Creía que el capitalismo albergaba una maldad, una humillación de la dignidad humana a través de la pobreza y la instrumentalización de la vida humana. Juzgaba a la sociedad no por los pecados del pasado ni por algún principio abstracto de minimizar el sufrimiento, sino por el potencial de un futuro más brillante. El mal, argumentaba, solo podía ser vencido por la esperanza, un concepto definido en referencia al futuro.
Y en lo que respecta a las niñeces, en contra de lo que sostienen los antinatalistas, ¿no son ellas la encarnación misma de la esperanza? No hay forma más concreta de demostrar la fe en el futuro de la humanidad que dar vida a ella.