Ya pasaron setenta y siete años desde la Nakba palestina, la «catástrofe». Más que un momento concreto en el tiempo, podríamos considerarla como un desastre cuyas secuelas y posibles consecuencias aún se están desarrollando. En el transcurso de su existencia, se bautizó una nueva era geológica, el número de Estados-nación soberanos pasó de setenta a casi doscientos y las tecnologías de la información revolucionaron las comunicaciones. En medio de este vertiginoso caleidoscopio, los palestinos lucharon desesperadamente, a menudo en vano, por controlar el rumbo y el significado de este cataclismo nacional. En una dirección se encuentra la supervivencia, en la otra, el camino del dodo. El legado definitivo de la Nakba nunca estuvo predeterminado. Pero la crudeza de esa elección binaria siempre fue evidente para los palestinos.
El 15 de mayo se eligió como «Día de la Nakba» porque es el día en que Israel se declaró independiente. Pero, al igual que Roma no se construyó en un día, la Palestina histórica tampoco quedó reducida a escombros de la noche a la mañana. Mi abuelo paterno, Ahmed, era un joven de veinticuatro años en 1948, cuando estalló la limpieza étnica de Palestina. Originario del barrio del Monte de los Olivos, en Jerusalén Este, se alistó inmediatamente como voluntario para luchar contra la destrucción de su patria. Pero la infancia y la adolescencia de Ahmed también se vieron ensombrecidas por los últimos años del Mandato Británico, el crecimiento exponencial de la población sionista Yishuv (de «asentamiento») y el auge de bandas terroristas como el Irgun y el Lehi. A finales de la década de 1930 y principios de la de 1940, los mercados y cafés palestinos eran habitualmente objeto de atentados explosivos y bombardeos, mientras que con frecuencia los autobuses públicos eran emboscados con armas y granadas. Al igual que la violencia infligida a los afroamericanos bajo el imperio de las leyes Jim Crow no constituía una violencia intercomunitaria «esporádica» o «sin sentido» sino un terror cuidadosamente orquestado para reforzar la supremacía blanca, la violencia de los paramilitares sionistas era el resultado de algo mucho más grande y mortífero.
Los sin nombre
Ese «algo» comenzó formalmente en noviembre de 1947. En menos de un año, aproximadamente el 80 % de los habitantes de lo que hoy es Israel habían sido desplazados por la fuerza: 750.000 palestinos fueron expulsados de sus hogares. «Se construyeron pueblos judíos en el lugar de los pueblos árabes», se jactaría más tarde el ministro de Defensa israelí Moshe Dayan ante una sala llena de estudiantes israelíes. «Ni siquiera conocéis los nombres de estas aldeas árabes… No hay un solo lugar construido en este país que no tuviera anteriormente una población árabe».
Dayan, a diferencia de la mayoría de los historiadores israelíes de su época, decía la verdad: alrededor de 530 aldeas, pueblos y barrios palestinos fueron arrasados o liquidados en rápida sucesión y los mapas oficiales se redibujaron para que no quedara ningún rastro de ellos. El Irgun y el Lehi se unieron a la Haganá y al Palmach para formar escuadrones de la muerte, que comenzaron su campaña de violencia a principios de 1948 en el norte del país, en la cuenca mediterránea, y la concluyeron en otoño e invierno en el desierto del Negev, al sur. En total, 15.000 palestinos fueron asesinados a manos de los escuadrones de la muerte, algunos en combate abierto mientras intentaban resistir la colonización de sus tierras, otros en masacres de civiles (más de treinta) que no distinguían entre la vida de un niño y la de un adulto. Aldeas como Deir Yassin, que habían firmado pactos de no agresión con los colonos judíos, fueron atacadas específicamente porque sus defensas estaban bajas. La violación y la mutilación se utilizaron como armas de guerra. Cuando se desató una epidemia de tifus entre los palestinos de Acre y se extendió a los barrios palestinos de Jerusalén y otros lugares, el representante de la Agencia Judía para Palestina (y más tarde viceprimer ministro de Israel) Abba Eban desestimó como «antisemitas» las acusaciones de que se había practicado la guerra biológica contra los palestinos. Ahora sabemos que la Haganá y sus sucesores en las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) contaminaron efectivamente los pozos de agua palestinos con bacterias de la fiebre tifoidea en la «Operación Cast Thy Bread», firmada nada menos que por el padre de la futura nación, David Ben-Gurión.
Muchos verán aquí una continuidad con lo que ha ocurrido en Gaza durante los últimos dieciocho meses. También verán una línea clara entre el terrorismo que precedió a la Nakba de 1948 y la violencia de los colonos que en 2025 amenaza la vida cotidiana de los palestinos en Cisjordania. Mientras que los palestinos siempre comprendieron que su destino estaba radicalmente polarizado, los no árabes y los occidentales en general tardaron más en llegar a ese umbral liminar. Bueno, más vale tarde que nunca: no existe un plazo de prescripción para hacer lo correcto con un pueblo, y ninguna revolución ni derrocamiento de una tiranía tuvo éxito sin aliados privilegiados. Durante los años sesenta y setenta, la hasbará (propaganda) israelí era una operación termonuclear que nunca dormía, calibrada con maestría para hacer que Israel pareciera una tienda de golosinas en medio de un campo petrolero. El Holocausto y su culpa seguían efervescentes en la memoria colectiva. Era fácil no ver a los palestinos (o verlos solo en pesadillas).
Pero ahora que el horror está por todas partes; ahora que el largo arco de la Nakba no se inclina hacia la solución de dos Estados sino hacia el noveno círculo del infierno, los no palestinos y los no árabes de todos los países del mundo —y, en algunos de ellos, en cantidades nada desdeñables— reconocen que están siendo testigos de una historia que se desenvuelve con fervor existencial. Si se observa más de cerca la Nakba, se verá que está plagada de continuidades y trayectorias históricas que están integradas estructuralmente en el Estado y la sociedad israelí.
Muchos de los antiguos miembros de los grupos terroristas pasaron a engrosar las filas de la clase política israelí, entre ellos siete primeros ministros israelíes, incluidos los ganadores del Premio Nobel de la Paz y héroes del sionismo liberal Yitzhak Rabin y Shimon Peres, así como el autor del atentado contra el Hotel Rey David y cofundador del Likud Menachem Begin. La estrategia militar forjada en el yunque de 1948 sirvió desde entonces como modelo para las FDI y las tierras robadas a los palestinos bajo una lluvia de balas se inscribieron rápidamente en las pacíficas leyes de propiedad israelíes que siguen vigentes hoy en día; todo ello diseñado, por supuesto, para que 1948 pareciera el año cero.
En cuanto a la experiencia de mi abuelo Ahmed en la Nakba, sus ecos aún no se desvanecieron. La resistencia palestina oficial se vio obstaculizada en todo momento por un liderazgo deficiente y fracturado, pero Ahmed luchó en una de las unidades mejor organizadas: el Ejército de la Guerra Santa de Abdul Qadir al-Husayni. Al-Husayni era una figura carismática procedente de una familia patricia de Jerusalén. Exiliado a finales de la década de 1930, regresó menos de una década después para levantar un ejército guerrillero de varios miles de hombres, entre los que se encontraba mi abuelo. Unos meses más tarde, a principios de abril de 1948, Ahmed, Al-Husayni y sus hombres estaban acuartelados cerca de una de las ciudades «innombrables» de Moshe Dayan, Al-Qastal, a ocho kilómetros al oeste de Jerusalén, en la carretera de Jaffa a Jerusalén. Alrededor del 5 de abril, el Palmach lanzó un ataque sorpresa, durante el que le disparó a mi abuelo en la cabeza. Fue trasladado de urgencia a un hospital de campaña de la Media Luna Roja en otra ciudad «innombrable», esta vez Sarafand al-Amar, en las afueras de Jaffa. En la mañana del 9 de abril, el propio Al-Husayni fue asesinado y Al-Qastal cayó en manos del Palmach. Hoy, sobre las ruinas de Al-Qastal y Sarafand al-Amar, se encuentran las ciudades israelíes de Mevaseret Zion y Tzrifin.
Una historia sin fin
Milagrosamente, Ahmed sobrevivió a la herida en la cabeza. Siempre resulta extraño (y más que un poco solipsista) pensar en lo que Milan Kundera llama las «fortuidades» a las que debemos nuestra existencia. Si la Media Luna Roja no hubiera estado allí para tratar las heridas de mi abuelo aquel día, sin duda habría muerto, y con él se habría borrado el futuro de unos doce hijos y docenas de nietos. Las herramientas de que disponía la Media Luna Roja eran tan primitivas que tuvieron que rellenar el hueco del cráneo de mi abuelo con un trozo de plástico y coserle la carne quemada por encima de forma improvisada. Llegó a ser taxista en Jerusalén, un hombre de familia muy querido que vivió hasta 1998, pero nunca volvió a ser el mismo. Lamentablemente, nunca llegué a conocerlo: murió a los setenta y cuatro años, antes de que yo pudiera pisar Palestina. (Mi propia historia es complicada. Baste decir que formo parte de la diáspora palestina).
Los horrores de la Nakba siguen reflejándose a lo largo del tiempo, creando una historia en la que lo personal y lo nacional son cada vez más difíciles de distinguir. Mi padre, como su padre antes que él, nació en el Monte de los Olivos, en Jerusalén Este, en octubre de 1960. Siete veranos después, en junio de 1967, los tanques israelíes entraron en el barrio y nunca se marcharon: la Guerra de los Seis Días dio lugar a una ocupación que ya dura cincuenta y ocho años. Si calculamos la vida de mi padre en términos de años que no pasó bajo la ocupación militar, es un niño de seis años. Me gusta imaginarlo en ese último día antes de la anexión y el apartheid, jugando al sol con sus hermanos y amigos, con el reflejo en los ojos de la cúpula dorada de Al-Aqsa brillando no muy lejos, todos ellos felizmente ignorantes de la catástrofe que se avecinaba.
Mi hermano, solo dos años menor que yo, nació, como su padre y su abuelo, en el Monte de los Olivos, en Jerusalén Este, en 1989. A diferencia de sus antepasados, fue arrojado a una prisión israelí a los trece años, por el delito inicial de lanzar piedras desde la ladera contra los tanques blindados que realizaban misiones de búsqueda y destrucción. Toda la infancia de mi hermano y, tememos, toda su vida adulta quedaron destrozadas por su encarcelamiento prepúber: no pasa casi un año sin que lo vuelvan a encarcelar por algún delito arbitrario o por un acto de resistencia tan peligroso como loable.
Y así, como cualquier otra cosa, estamos atrapados en el tiempo. El sionismo creó dos jaulas para los palestinos: la jaula física del apartheid securitario y genocida, con sus torres de vigilancia, sus puestos de control y sus alambres de púas; y la jaula temporal de la historia, con su procesión ilimitada de viejas causas y significados. Sin embargo, a pesar de las pruebas en contra, no puedo evitar la sensación de que la próxima generación de mi familia será la última en vivir como esclava de la Nakba. La confluencia de la resistencia palestina, la solidaridad popular mundial y la autoinmolación de Israel provocaron una vorágine que no da señales de remitir. La historia —debió de pensar mi abuelo mientras le vendaban la cabeza y lo enviaban a casa— es vasta y traumática, pero está abierta.