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(Cavan Images / Getty Images)

Los ricos: en la cima del mundo, pero muy preocupados

Traducción: Pedro Perucca

El pequeño puñado de ultrarricos triunfadores está firmemente instalado en sus posiciones de privilegio en el poder. Sin embargo, a muchos de ellos parece atormentarles la posibilidad de no merecerlo.

A principios de este mes, un columnista del derechista Telegraph británico escribió un artículo de opinión titulado «La generación Z es la pesadilla de los empresarios: mis veinteañeros los avergüenzan». A primera vista, el artículo en sí no tiene nada de extraordinario: es la habitual mezcla de quejas pospandémicas de los empleadores sobre los trabajadores indolentes y las típicas quejas sobre la juventud actual. Incluso hay una imagen de archivo genérica de una joven de la Generación Z reclinada bebiendo de un frasco con una pajita mientras habla por su celular.

La sutileza no suele estar muy presente en este género de artículos de opinión, pero si te dijera que la autora del artículo en cuestión es la hija de un barón educado en Eton College con el inmejorable nombre de «Sophia Money-Coutts», probablemente asumirías que estoy haciendo un intento de sátira bastante perezoso y torpe. Si el nombre Coutts te resulta familiar, probablemente sea porque también es el nombre de uno de los bancos más antiguos y con más éxito del mundo. El padre de la señora Coutts —cuyo título completo es Crispin James Alan Nevill Money-Coutts, 9º Barón de Latymer— es descendiente de su fundador, Thomas Coutts, cuyo propio padre, John Coutts, ostentó el título de Lord Provost de Edimburgo en la década de 1740 y recibió una herencia que, ajustada a la inflación, valdría hoy unos 5,5 millones de libras esterlinas. Su abuelo materno, William Francis Deedes, fue barón, ministro del gabinete conservador y editor nada menos que del Telegraph. Su alma mater, Wycombe Abbey, es un internado privado para jóvenes de once a dieciocho años, que actualmente cuesta 15.900 libras por trimestre (o 47.700 libras al año).

Al describir su propia vida laboral, la autora tampoco refuerza precisamente sus argumentos. Empezando con «periodos en tiendas» no especificados (sea lo que sea lo que hacía, podemos asumir con seguridad que no implicaba fregar los pisos) y una «temporada en una agencia inmobiliaria de Kennington», Coutts dice que después trabajó como ayudante en la redacción del Evening Standard.

«Hasta un punto casi patético —escribe— hice todo lo que me pidieron. Preparé cuarenta y dos mil millones de tazas de té. Le compré las medias a mi jefe. Probé la dieta de sirope de arce de Beyoncé y el régimen cardiovascular de Madonna. Me quedaba hasta tarde y llegaba temprano. Muy temprano, algunos días. Una vez llegué a eso de las 4 de la mañana, después de haberme pasado la noche merodeando en un club del West End, intentando sacarle una cita al hijo de un diputado recientemente caído en desgracia (no me la dio)».

No hace falta decir que es más que absurdo ver otro discurso sobre jóvenes con derechos que se niegan a trabajar, escrito por alguien con este pedigrí. Es cierto que estos jóvenes nunca han «probado la dieta de sirope de arce de Beyoncé» pero muchos de ellos trabajan hoy en día mucho más duro por mucho menos. Dada su fuente, todo el asunto se lee básicamente como una parodia burlesca, pero plantea una pregunta: ¿Por qué alguien como Coutts siente la necesidad de escribir un artículo así?

Una columna como ésta es lo que pasa cuando el privilegio arraigado de las clases altas choca con la ideología hegemónica de la meritocracia liberal. En épocas anteriores, los que crecían en un entorno de riqueza heredada o títulos de propiedad no solían molestarse en esas elaboradas liturgias de autojustificación porque la legitimidad de sus puestos era axiomática. Hoy en día, sin embargo, ya no basta con tener riqueza o privilegios de clase: se supone, al menos ostensiblemente, que también hay que ganárselos, y el medio suele ser una combinación de brillantez personal y agallas.

En este caso, resulta tentador descartar la evidente disonancia cognitiva como síntoma de una patología nacional específica. La clase brahmánica británica es, por lo general, más neurótica y menos segura de sí misma que sus análogas de otros lugares, pareciendo a la vez profundamente apegada a la constelación de símbolos e instituciones que la definen —la monarquía, el internado privado, etc.— y perpetuamente insegura sobre el orden decididamente no meritorio y cuasifeudal que existen para mantener. (De hecho, si se echa un vistazo al catálogo de notas de Coutts en el Telegraph, se encontrará una gran cantidad de artículos de opinión que tratan con ansiedad las vicisitudes del alto estatus).

Pero por muy británico que pueda parecer este caso en particular, la contradicción obvia en su centro —entre la narrativa liberal de la igualdad de oportunidades y las realidades de la desigualdad capitalista moderna— tiene en última instancia un valor más amplio.

A pesar de la historia formal que la mayoría de las democracias liberales del siglo XXI se cuentan a sí mismas —que todos los ciudadanos son funcionalmente iguales, que el estatus siempre se gana, que las diferencias en los resultados reflejan más o menos las diferencias en el esfuerzo o el talento, que la rígida sociedad de clases es un anacronismo en gran medida relegado al basurero de la historia, etc.—, sigue siendo cierto que el lugar donde se empieza en la vida sigue determinando muy a menudo dónde se acaba. Quienes nacen en la riqueza y el estatus casi siempre conservan esas cosas, independientemente de lo que produzcan o de lo duro que trabajen, al igual que las personas que crecen sin ellas tienen muchas menos probabilidades de alcanzar incluso la seguridad económica básica, por no hablar de la prosperidad o el éxito.

Al menos en un sentido, la relación de la élite adinerada con la clase se define hoy por el grado de su quiescencia hacia estas ficciones contemporáneas. Unos pocos miembros de la élite ultrarricos o de alta cuna, normalmente los más derechistas, siguen adhiriéndose explícitamente a una antigua idea de casta social que hace poco caso de contraseña igualitaria de la modernidad liberal. Un número mucho mayor, sin embargo, parece ahora empeñado en abrazar alguna versión de ellos como medio de legitimación. Los implicados en el escándalo de las admisiones universitarias de 2019, por poner un ejemplo obvio, no eran familias de clase trabajadora que intentaban dar una ventaja a sus hijos haciendo trampas sino padres adinerados desesperados por ver a sus vástagos obtener las credenciales necesarias para adornar su privilegio con un brillo de desierto moral acorde con el guión meritocrático reinante.

Hasta cierto punto, pues, esta postura esquizoide no es más que una proyección psicológica de la contradicción básica en el corazón de todas las sociedades liberales modernas, en las que nuestras nociones formalmente aceptadas de igualdad chocan persistentemente con las realidades arraigadas de clase y jerarquía. Pero también puede tomarse, de forma más optimista, como una señal de que el potencial igualitario de la era democrática, a pesar del retroceso político e ideológico de las últimas cuatro décadas, sigue entre nosotros.

Gracias al neoliberalismo, la desigualdad en muchas sociedades aumentó significativamente desde los años ochenta. Y, sin embargo, incluso en medio de esta nueva Edad Dorada, la atracción ambiental de las ideas democráticas sigue siendo en apariencia lo suficientemente fuerte como para que muchos en la cima de la pirámide se sientan obligados a fingir que su presencia allí es algo más que un accidente de nacimiento.

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Publicado en Artículos, homeCentro and Sociedad

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