En su discurso ante el Congreso del martes 4 por la noche, Donald Trump se jactó de haber «detenido toda censura gubernamental y devuelto la libertad de expresión a los Estados Unidos». Aparentemente asombrado por su logro, repitió: «Ha vuelto».
En realidad, Trump ya fue más descaradamente hostil respecto de las normas de libertad de expresión que cualquier otro mandatario reciente. Alardeó de quitarle las licencias de emisión de las cadenas de cable que considera injustas para con él y presentó una serie de demandas por difamación contra ellas. Tomó represalias contra Associated Press por negarse a cambiar la denominación del Golfo de México por «Golfo de América» en sus informes. Incluso propuso una enmienda constitucional que permitiría encarcelar a las personas por quemar banderas, y dijo que el castigo debería ser un año de cárcel.
Pero aquí está la cereza de la torta: el mismo día en que afirmó haber resucitado la libertad de expresión, Trump también acudió a Truth Social para amenazar con retirarle la financiación federal a cualquier universidad que no tome medidas enérgicas contra las protestas contra la limpieza étnica de los palestinos en Gaza por parte de Israel, y escribió:
Se DETENDRÁ toda la financiación federal para cualquier colegio, escuela o universidad que permita protestas ilegales. Los agitadores serán encarcelados o devueltos permanentemente al país del que procedan. Los estudiantes estadounidenses serán expulsados permanentemente o, dependiendo del delito, arrestados. ¡NO SE PERMITEN MÁSCARAS! Gracias por su atención a este asunto.
Lo que la administración Trump quiere decir aquí con protestas «ilegales» es una incógnita. Podría aplicarse fácilmente a la consagrada táctica de desobediencia civil de las sentadas pacíficas. También podría aplicarse a las protestas sin los permisos adecuados o fuera de las «zonas de libertad de expresión» designadas por las universidades. También se dan casos extremos: si la administración de una universidad negocia con los estudiantes que están en una sentada en lugar de llamar inmediatamente a la policía, ¿se considera que «permite» las protestas ilegales? ¿Y si simplemente luego no los expulsa?
En respuesta a la ola de protestas contra las atrocidades respaldadas por Estados Unidos en Gaza el año pasado, los campus impusieron nuevas restricciones draconianas a las tácticas de protesta previamente permitidas. Algunos prohibieron el «sonido amplificado», que, como señalé en su momento, es una característica casi universal de las protestas sobre cualquier tema. Muchos prohibieron el uso de máscaras en las protestas, lo que debe entenderse en el contexto de las amenazas de los empleadores de incluir en listas negras para futuros trabajos a cualquiera que proteste contra los horrores de Gaza. Supongamos que los administradores de las universidades no llaman a la policía o expulsan a los participantes después de una protesta en la que se usaron máscaras o en la que los oradores se dirigieron a la multitud a través de un megáfono. ¿Violaría esto el edicto de Trump y derivaría en la pérdida de financiación federal? Esa parece ser la intención, especialmente dada la mención de Trump sobre las máscaras.
La libertad de expresión nunca fue un problema de la derecha
El viernes, la administración Trump cumplió con su amenaza. Cuatro departamentos y agencias federales anunciaron conjuntamente que cancelaban 400 millones de dólares de contratos federales para la Universidad de Columbia, supuestamente debido a «la continua inacción de la universidad ante el persistente acoso a los estudiantes judíos».
En 2023 y 2024, Columbia fue un importante escenario del activismo estudiantil contra el bombardeo de Gaza por parte de Israel. Efectivamente, allí se produjeron enfrentamientos entre manifestantes y contramanifestantes, pero la afirmación de que los manifestantes (en su gran mayoría judíos) de Columbia estaban «acosando» a alguien por ser judío es un mensaje que viene de una realidad alternativa.
La idea de que la administración de Columbia se cruzó de brazos y dejó que se produjeran las protestas es aún más surrealista. De hecho, la administración tomó medidas mucho más duras que las que había tomado contra manifestaciones similares en el pasado. Cuando los estudiantes de Columbia ocuparon el Hamilton Hall de la universidad en la época de Vietnam, la administración esperó una semana antes de llamar a la policía. Cuando en 1985 los manifestantes pidieron la desinversión en la Sudáfrica del apartheid, ocupando el mismo edificio, la protesta terminó voluntariamente después de tres semanas. Cuando los manifestantes contra el genocidio en Gaza ocuparon Hamilton en 2024, ya el primer día se recurrió a la policía de Nueva York para que asaltara el edificio.
Aun así, Trump está tratando de hacer de Columbia un ejemplo, con el objetivo de enviarle un mensaje a otras universidades: controlen a sus estudiantes activistas o enfrenten las consecuencias. El gobierno está tratando de que otras universidades del país repriman la disidencia de manera aún más severa de lo que ya lo hicieron.
Una de las cuatro agencias que hizo el anuncio el viernes fue el Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS, por sus siglas en inglés). Cuando se anunció por primera vez la revisión de los contratos de Columbia, solo cuatro días antes de la decisión, el secretario del HHS, Robert F. Kennedy Jr., proclamó que el «antisemitismo» en el campus era un problema de salud pública. Si eso suena como una caricatura de derecha del discurso «woke» en su forma más insufrible, lo que siguió fue peor. La declaración de Kennedy sostenía que el antisemitismo es una «enfermedad espiritual y moral que enferma a las sociedades» y que las universidades se convirtieron en «invernaderos para esta plaga mortal y virulenta». La idea de que las opiniones políticas disidentes son un elemento nocivo que requiere la supresión de la burocracia sanitaria federal es asombrosamente censuradora. Y el anuncio del viernes demostró que no eran solo bravatas.
Sí, en las últimas décadas, algunos sectores progresistas se alejaron del compromiso histórico de la izquierda con la defensa de la libertad de expresión. Esto se tradujo en iniciativas para impedir que ciertos oradores polémicos hablen en las universidades y en la adopción de posturas que minimizan la censura cuando proviene del sector privado, argumentando que no constituye una violación real de la libertad de expresión. Esta tendencia generó debates sobre hasta qué punto la izquierda debería defender la libre circulación de ideas, incluso aquellas que considera dañinas o reaccionarias. Como argumenté muchas veces a lo largo de los años, este es un grave error. En primer lugar, ningún movimiento que busque un cambio social profundo puede confiar en que los centros de poder existentes —estatales o corporativos— aplicarán reglas de censura a su favor. En segundo lugar, nuestro proyecto es ampliar y profundizar la democracia, lo que implica confiar en que la clase trabajadora puede escuchar distintos puntos de vista y formar su propia opinión.
La hipocresía descarada de la derecha en materia de libertad de expresión nos brinda una oportunidad inmejorable para rectificar el rumbo. La defensa de la libre expresión siempre fue un valor fundamental de la izquierda, y ya es hora de reivindicarlo.