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Detalle de Piet Mondrian (1872-1944), Composición con rojo, azul y amarillo (Composición II), 1930. Óleo sobre tela, 45 cm x 45 cm. (Vía Wikimedia Commons).

El problema del Estado en la revolución

Una exploración sobre los estratégicos desafíos revolucionarios que plantean la extinción del Estado y la cuestión del doble poder, en base a El Estado y la revolución, de Lenin, y Teoría general del derecho y marxismo, de Pashukanis.

Texto revisado de la conferencia «De El Estado y la revolución, de Lenin, a Teoría general del derecho y marxismo, de Pashukanis», impartida por el autor desde Buenos Aires el 16 de marzo de 2024 en el marco de la serie internacional de eventos en línea y presenciales Leninist Days / Jornadas leninistas, organizadas y patrocinadas, entre otros, por Jacobin y Communis. El artículo fue publicado originalmente en Communis. Lo reproducimos en Revista Jacobin como parte de la asociación de colaboración entre ambos medios.

 

Introducción

Este año se cumplen 100 años de la muerte de Lenin pero también de la publicación de Teoría general del derecho y marxismo, de Yevgueny Pashukanis. De ahí que me haya parecido interesante tomar El Estado y la revolución, de Lenin, y la referida obra de Pashukanis como puntos de partida para una reflexión sobre la cuestión del papel del Estado en la revolución y, en particular, sobre los problemas estrechamente relacionados de la dictadura del proletariado y de la extinción del Estado[1]. La tesis de la extinción del Estado está presente en los escritos de madurez de Marx y Engels y en las obras de Lenin y Pashukanis antes mencionadas.

La importancia de estas cuestiones salta a la vista tanto en lo que se refiere al balance de los «socialismos reales» como a los problemas más generales de táctica y estrategia revolucionarias.

Reviste interés también la contraposición de los contextos de publicación de ambas obras. El Estado y la revolución se publicó (inconcluso) en vísperas de la Revolución de Octubre, lo que resalta su carácter programático, en el sentido más profundo, de orientación general y delimitación política, en este caso en una cuestión tan crucial como la del Estado. La de Pashukanis se publicó (tanto en su primera edición, en 1924, como en la segunda, en 1926) mientras tenía lugar el termidor de la revolución rusa.

En ese sentido, el texto de Lenin se desmarca, fundamentalmente, de la mayoría de la socialdemocracia de Europa occidental, del menchevismo en Rusia y, secundariamente, del anarquismo.

En cambio, Teoría general del derecho y marxismo, más allá de las intenciones del autor, terminó por chocar con la burocracia soviética y el estalinismo. La teoría de la extinción del derecho y del Estado se oponía frontalmente, en los hechos, al fortalecimiento de la legalidad socialista proclamada por la dirección del Partido y del Estado soviéticos. Y aunque Pashukanis se desdijo en textos posteriores, terminó fusilado en 1937.

La contraposición de contextos y de polémicas es indicativa del derrotero de la cuestión del Estado y la revolución, derrotero correlativo a una evolución del Estado soviético opuesta a la esperada en el libro de Lenin. Sin embargo, más allá de la evolución histórica del Estado soviético, la tesis de la extinción del Estado presenta problemas que se pusieron de manifiesto tempranamente en la crítica que los anarquistas hicieron de la estrategia de la conquista del poder político.

En lo que sigue, expondré, en primer lugar, los argumentos principales de ambos libros sobre el concepto de Estado, su papel en la revolución y la cuestión de la posterior extinción del Estado. En segundo lugar, resumiré las posiciones de algunos de los principales teóricos del anarquismo en relación con esos problemas y, en particular, la crítica de Malatesta y Luiggi Fabri a las tendencias de la revolución rusa hasta 1920. En tercer lugar, recuperaré brevemente las reflexiones de Fabbri, Kautsky y Rosa Luxemburg sobre democracia y dictadura en los primeros años de la revolución rusa, lo cual nos servirá de puente hacia algunas conclusiones, en particular la necesidad de abandonar la tesis de la extinción del Estado en el socialismo como condición para problematizar el papel del Estado en la revolución y reactualizar la orientación estratégica del comunismo hacia la abolición del Estado.

Teoría de la extinción del Estado en El Estado y la revolución y en Teoría general del derecho y marxismo

Una de las afirmaciones centrales de El Estado y la revolución es que el Estado capitalista debe ser destruido mientras que el Estado en general se extingue. En Teoría general del derecho y marxismo, Pashukanis llega a la misma conclusión. Reconstruyamos los argumentos de ambas obras.

­El Estado, nos dice Lenin, es un aparato burocrático y militar de dominación de clase. Su núcleo es la constitución de una fuerza especial de represión que concentra y organiza la violencia de clase. La organización burocrática y militar excluye a la clase obrera del control de los medios de dominación política, en especial de la fuerza armada.

La naturaleza capitalista del Estado descansa, en primer lugar, en su estructura. La noción que tiene Lenin del Estado como instrumento de dominación de clase se opone frontalmente a la de Kautsky. Para el socialdemócrata alemán el Estado, y en particular el parlamento, es un instrumento útil tanto para la burguesía como para la clase obrera, tal como se plantea en textos como «La conquista del poder político» o Terrorismo y comunismo. Para Lenin, el Estado es instrumento —es decir, herramienta— en cuanto es medio adecuado a un fin determinado. Lo que significa que, por su estructura, es útil para la dominación capitalista pero inútil para la dictadura del proletariado. Esta noción acerca a Lenin a la idea del Estado capitalista como forma social, es decir, como forma específica de las relaciones capitalistas, aunque no la elabora con mayor detalle: es por su forma o estructura que el Estado es capitalista. En particular, la burocracia y las fuerzas armadas se organizan de tal modo que sirven a la reproducción de la dominación de la clase capitalista y, precisamente por ello, no pueden servir al proletariado.

El Estado es capitalista, en segundo lugar, por su dependencia de la acumulación de capital, a través de los impuestos. Y, en tercer lugar, por los vínculos personales de los funcionarios con la burguesía, a través del empleo de los funcionarios como gerentes de las empresas capitalistas cuando abandonan sus puestos, de la procedencia social de los funcionarios o de la simple corrupción.

De esto se deduce, en primer lugar, la necesidad de destruir el Estado capitalista por medio de la violencia revolucionaria y de sustituirlo por la «dictadura del proletariado». La «dictadura del proletariado» es para Lenin la concentración y la organización de la violencia del proletariado (y, en el contexto ruso, de sus aliados, los campesinos) sobre la burguesía con el fin de construir el socialismo o primera fase del comunismo. Esto es, la dictadura de la mayoría de la población sobre una exigua minoría. Por su estructura (rotación de todos los cargos —tanto burocráticos como militares y policiales—; elección de todos los funcionarios y revocabilidad de sus mandatos, etc.), nos dice Lenin, parafraseando al Marx de La Guerra civil en Francia, la dictadura del proletariado hasta cierto punto ya no sería un Estado. Sólo lo es en la medida en que es un aparato que organiza la violencia de una clase sobre otra. Pero se trata de la violencia de la mayoría sobre la minoría y ya no es un aparato separado y que domina a la sociedad, sino que está subordinado al control democrático de esa mayoría. En segundo lugar, de la argumentación de Lenin se deduce, una vez establecida la dictadura del proletariado, la tendencia a la extinción del Estado en general. La derrota de la burguesía, primero, y el desarrollo de los fundamentos materiales para la superación del derecho burgués, después, destruyen las premisas de la existencia del Estado. La cuestión de la persistencia del derecho burgués en la primera fase del comunismo es planteada por Marx en Crítica del programa de Gotha y retomada, casi sin modificaciones, por Lenin. El desarrollo de las fuerzas productivas que lega el capitalismo determina que, en una primera etapa, de duración indeterminada, las relaciones de distribución deban organizarse en torno al principio de «a cada cual según su trabajo». Ello significa la persistencia de la contradicción entre igualdad formal y desigualdad real (a cada cual según su trabajo sin consideración de las diferencias individuales, familiares, etc.), por tanto, la persistencia del derecho burgués. Y, nos dice Lenin, allí donde hay derecho hay Estado. El desarrollo de las fuerzas productivas permitiría en algún momento pasar al principio que postula «de cada cual según su capacidad y a cada cual según sus necesidades», dando así lugar a la extinción completa del Estado.

Según Pashukanis, el derecho brota de las relaciones de intercambio mercantil. El intercambio mercantil es un intercambio de cosas, pero las cosas no van solas al mercado. Los poseedores de las mercancías se relacionan de hecho como propietarios privados independientes cuya voluntad reside en las cosas mismas. El intercambio supone como su contenido tácito la forma del contrato, mediante el cual las personas contraen derechos y obligaciones y se convierten en sujetos jurídicos. En las sociedades capitalistas, en las que las relaciones mercantiles se generalizan y constituyen el entramado de la sociedad, esta relación jurídica objetiva es la base del derecho y del aparato jurídico. Por tanto, dada la conexión entre derecho y Estado, sólo en las sociedades capitalistas ambos se desarrollan plenamente. El Estado, para Pashukanis, es una forma social, un modo histórico de relación entre las personas, específicamente capitalista. La forma mercantil de la relación entre capital y trabajo, el hecho de que la relación entre capitalistas y trabajadores se establezca a través de la compra-venta de la fuerza de trabajo, presupone la separación entre economía y política. Es decir, el aparato de dominación de clase adquiere la forma de un aparato público, separado de la sociedad y de la propia clase dominante. Dicha separación es una apariencia, pero una apariencia objetiva de la relación de capital y necesaria para su reproducción, no es simplemente ideología.

Reencontramos ahí el nexo entre Estado y capital por su forma misma, por su estructura, que hallamos antes en Lenin pero todavía no de manera elaborada. Pashukanis se formula respecto del Estado la misma pregunta que Marx respecto de la forma del valor: ¿Por qué el aparato de coerción de la clase dominante cobra la forma de un aparato público, separado de la sociedad y de la propia clase dominante? Pashukanis encuentra la respuesta a esa pregunta en la forma mercantil de la relación entre capitalistas y trabajadores. Dicha forma enfrenta a capitalistas y trabajadores como personas libres e iguales, aunque el contenido de esa relación sea la desigualdad y la opresión. Por lo tanto, exige que la coacción física —inherente a toda relación de explotación— sea ejercida por un aparato aparentemente separado de los antagonistas en lugar de ser ejercida de manera inmediata por los capitalistas.

De los argumentos de Pashukanis se desprenden, entonces, las mismas conclusiones a las que llegó Lenin: es necesario destruir el Estado capitalista, pues por su forma y por su estructura no puede ser órgano de la dictadura del proletariado. Sin embargo, en la medida en que el propio derecho se extinga, debido, en primer lugar, a la expropiación de los capitalistas y a la abolición de las relaciones mercantiles y, en segundo lugar, al desarrollo de las fuerzas productivas, también se extinguirá el Estado.

En la teoría de la extinción del Estado se pone de manifiesto cierto grado de subestimación, tanto en Lenin como en Pashukanis, de la autonomía específica de lo político a la hora de considerar el papel del Estado en la revolución. Y ello, al menos, por dos causas. La primera, es el modo en que ambos consideran la dependencia del Estado respecto de la explotación capitalista. Tanto para Lenin como para Pashukanis, la expropiación de la burguesía y la transformación de la propiedad en propiedad social mediante la acción del propio Estado destruyen los fundamentos de la existencia de una y otra, en la medida en que la clase obrera no puede terminar con la explotación capitalista sin terminar con toda explotación. Por tanto, después cabe sólo esperar una tendencia a la extinción del derecho y del Estado sobre la base del desarrollo de las fuerzas productivas.

A esa primera causa se añade la subestimación de las presiones por la recentralización y reorganización del Estado tras la revolución y de los límites que ello impone a la subordinación de ese aparato por la clase obrera. Subestimación que en la obra de Lenin reconoce dos fuentes. En primer lugar, la consideración de un «núcleo técnico» del Estado capitalista (el modelo del correo alemán) que se caracteriza por la neutralidad (en oposición al carácter no neutral de la organización burocrática y militar) y por la simplificación de las tareas que lleva a cabo la burocracia, lo que permitiría, por un lado, que cualquier obrero las desempeñe (y, por tanto, propiciaría la rotación) y, por otro lado, el control popular (y, por tanto, la subordinación del Estado a la democracia proletaria, por medio de la elección popular de todos los funcionarios y su revocabilidad). Ello conduce a la subestimación de la división entre trabajo calificado y trabajo simple y entre trabajo intelectual y manual, así como de las exigencias de una organización burocrática del Estado ligadas a la necesaria continuidad y eficacia organizativas en una sociedad de masas; todo lo cual revistió gran importancia en los primeros años de la revolución. Como resultado, ello conduce, también y sobre todo, a la subestimación de la posibilidad de desarrollo de intereses inmediatamente ligados a la reproducción de ese aparato burocrático, lo que trae como consecuencia el reforzamiento de la exclusión de las masas de las tareas de gobierno y de los límites al control democrático que ello entraña.

En segundo lugar, la subestimación de las presiones por la reorganización del Estado encuentra una fuente en la identificación leninista entre clase y partido. Esa identificación tiene sus raíces en la teoría de la organización del partido y se puede rastrear desde la ruptura con los mencheviques, en particular en ¿Qué hacer? (Lenin, 1981) y, con posterioridad a la revolución, la volvemos a encontrar en el debate con los comunistas de izquierda (Lenin, 1998). En líneas generales, ello podría resumirse, un tanto esquemáticamente, del siguiente modo: en cuanto organización centralista y democrática de cuadros comunistas, el partido se encuentra orgánicamente ligado a la clase obrera. De ello emana una relación «expresiva»: el partido «expresa» a la clase obrera, es su representación (de hecho, esa es, en resumen, la respuesta de Lenin a los por él denominados izquierdistas en la cuestión de los diputados comunistas en Alemania). De aquí se desprende además una subestimación de la escisión objetiva entre partido y clase que se agudiza en virtud de la relación de representación. Es decir, la contradicción de que la clase cobre existencia a nivel político sólo a través de esa escisión que instituye la representación y, por tanto, de la creación harto probable de intereses inmediatamente ligados al partido, potencialmente contradictorios con la clase obrera y que pueden conocer un desarrollo cualitativo en la medida en que el partido revolucionario se transforma en partido dirigente a través del Estado.

Pashukanis prestó poca atención a la cuestión del Estado en cuanto aparato y, allí donde lo hizo, lo trató de forma similar a como lo hiciera Lenin en El Estado y la revolución, llegando incluso a citarlo.

Todo este desarrollo pone en primer plano la polémica de Lenin con los anarquistas y las críticas que tempranamente (entre 1919 y 1920) estos hicieron de la revolución rusa. Lenin, por otro lado, en su polémica con los reformistas hace hincapié en el acuerdo entre marxistas y anarquistas respecto del objetivo de suprimir el Estado en general, pero califica de utópica la pretensión de abolir el Estado de la noche a la mañana, limitándose por lo demás a plantear la teoría de la extinción del Estado tal como hasta aquí la he presentado. Sin embargo, la crítica del anarquismo a la conquista del poder político, primero, y a la dictadura del proletariado, después, apuntaba precisamente a la idea de la extinción.

Para explicarlo, voy a presentar de manera sucinta los núcleos de la concepción anarquista del Estado que pueden extraerse de ciertas líneas de reflexión que tienen como origen a Proudhon pero que alcanzan su forma más acabada en los planteamientos de Bakunin, Kropotkin y Malatesta y, especialmente, en relación con lo que aquí estoy examinando, en su discípulo Luigi Fabbri.

Concepción anarquista del Estado y crítica de la teoría de la extinción

A pesar de lo prolífico de la obra de Proudhon, las líneas en las que profundizó posteriormente Bakunin pueden encontrarse ya en la primera obra de aquel: ¿Qué es la propiedad? (Proudhon, 2005), en la que se establece un vínculo entre Estado, propiedad privada y desigualdad, entendiéndose desigualdad como desigualdad cualitativa, aquella que está en la base de las diferencias de clase.

Hay dos aspectos interesantes del planteamiento de Proudhon, aunque, como señala Fabbri, todavía permanezca, en gran medida, en el terreno del socialismo utópico. El primero es que sitúa en el período de surgimiento de la propiedad privada —lo que en términos históricos es completamente especulativo— el principio del «derecho del más fuerte» como fundamento del gobierno. Lo interesante de esto, además del vínculo ya señalado entre Estado (gobierno) y propiedad privada, es que en el «derecho del más fuerte» se fusionan los momentos de la coerción y del consenso, ya que para Proudhon la detentación de la fuerza es un principio de legitimación.

El segundo es que, dando con ello origen a un punto de vista característico del anarquismo, la dirección de la causalidad puede originarse en cualquiera de los términos; es decir, el ejercicio del gobierno puede ser fuente de apropiación de recursos y fuente de desigualdades (diferencias de clase) y no simple expresión de procesos desplegados en el nivel de la producción. De esto se desprende la necesidad de abolir propiedad privada y gobierno (Estado).

Pero fue Bakunin quien llevó a término esas ideas. La obra de Bakunin es desordenada y asistemática. Sin embargo, de ella pueden extraerse algunas dimensiones centrales de gran valor (Bakunin, s/f; 2004; 2021). En primer lugar, el Estado como «proceso de abstracción». Aquí adquiere particular relieve la identificación entre Estado y religión. El Estado como proceso de abstracción empobrece a la sociedad y a los individuos. Todas las determinaciones concretas, la multiplicidad de sus cualidades, se atribuyen al Estado en detrimento de la vida social real. Lo que caracteriza al Estado, desde esa perspectiva, es una lógica objetiva de expropiación material y simbólica cuya fuente última es el principio de representación. A su vez, de ello se infiere que no existen relaciones directas entre los individuos, sus relaciones están mediadas por el Estado, del mismo modo que no existen relaciones directas entre los creyentes, las cuales estarían mediadas por Dios. Estado e individuación son dos caras de la misma moneda.

En segundo lugar, para Bakunin, competencia, concentración y centralización no son lógicas económicas sino lógicas organizadoras del poder y que caracterizan también al Estado. Gran parte del análisis histórico de Bakunin busca dar cuenta de la tendencia a la guerra y a la conquista como resultado de esas dinámicas. En tercer lugar, el Estado en cuanto aparato de dominación es fuente de intereses ligados a su reproducción.

De todo ello se desprende que el Estado que resulta de la revolución no tiende a la extinción. De hecho, en Estatismo y anarquía, Bakunin plantea que la conquista del poder político por el partido socialdemócrata y la expropiación de los capitalistas por el Estado en nombre de la sociedad dará lugar a la dictadura del partido sobre el conjunto de la sociedad (incluidos los proletarios) y a la constitución de la minoría gobernante como nueva clase dominante apoyada en el control estatal de todos los recursos.

Kropotkin elaboró y profundizó esos planteamientos. En una serie de conferencias dictadas en 1897 y reunidas bajo el título El Estado (Kropotkin, 2003), resume y sistematiza posiciones expuestas de manera fragmentaria en La conquista del pan —serie de artículos publicada como libro por primera vez, en francés, en 1892— y, sobre todo, en La ayuda mutua, a veces traducido como El apoyo mutuo y publicado en forma de libro en 1902 (Kropotkin, 2009). Según Kropotkin (2003), para hablar de Estado no basta que haya gobierno. El Estado supone la concentración y la centralización del poder político y su elevación por encima de la sociedad. El Estado moderno es el producto histórico de un proceso de expropiación y de disolución de la autonomía de las ciudades medievales, de las comunidades campesinas y del poder fragmentado de la nobleza. De hecho, Kropotkin plantea que dichos procesos de expropiación y de centralización estatales fueron determinantes de la expropiación y de la expulsión de los campesinos de sus tierras en la llamada acumulación originaria. Ello trajo como resultado —y a ese respecto Kropotkin sigue la huella de Bakunin— la disolución tendencial y reiterada de toda forma de comunidad y de relación directa entre las personas, que, en cuanto individuos, pasan a relacionarse a través del Estado. Por tanto, según afirma Kropotkin, el Estado es un modo de relación entre las personas. Como consecuencia, la realización del comunismo exige la destrucción del Estado, que no tiende a extinguirse aun cuando sea, él mismo, el medio de expropiación de los capitalistas.

No es mi propósito aquí establecer la verdad o la falsedad históricas de tales afirmaciones. Lo que me propongo es desatacar que todo este desarrollo tiende a enfatizar la existencia de una lógica específica del Estado que, aunque entrelazada con el capital, no se puede reducir a su base y tiende a recrear y reproducir la explotación y la dominación.

Partiendo de esos elementos, Luigi Fabbri, discípulo de Malatesta, entre 1919 y 1920, escribió Dictadura y revolución, una crítica de la revolución rusa desde la perspectiva del anarquismo (Fabbri, 1967).

El planteamiento de Fabbri retoma los análisis de Bakunin pero haciendo énfasis en la autonomía de la lógica estatal. En opinión de Fabbri, la dinámica de centralización del poder estatal en los primeros dos años de la revolución no podía significar otra cosa que un proceso de expropiación, subordinación y, a la larga, disolución del poder de los soviets. Sobre esa base, la dictadura del proletariado se convierte en la dictadura del partido, en realidad de la dirección del partido que concentra en ella también el poder del Estado. La centralización del poder estatal invierte el sentido «de abajo hacia arriba» que nominalmente organiza al poder soviético al concentrar por «delegación» las principales decisiones en un número reducido de personas (en el período que analiza Fabbri, el Consejo de Comisarios del Pueblo). Dicho proceso de centralización y estructuración «de arriba hacia abajo» del poder se consolida con la monopolización de los recursos materiales y de la fuerza armada en la cúpula del Estado.

Nos dice Fabbri que si la palabra dictadura fuese tan sólo el nombre dado a la violencia organizada de las mayorías obreras y campesinas sobre la minoría de burgueses —tal como afirma Lenin en El Estado y la revolución— los anarquistas «no tendría[n] ninguna dificultad en aceptarla […] porque lo que [les] importan son los hechos y no las palabras» (Fabbri, 1967: 175). Sólo que en el marco de las tendencias que manifestaba la construcción del Estado en Rusia no podía ser otra cosa que la dictadura de una minoría sobre la masa del pueblo. Ello se expresaba, según Fabbri, en el hecho de que la dictadura se abatía crecientemente sobre la crítica de los revolucionarios.

La crítica al terrorismo jacobino de los bolcheviques enlaza con esa caracterización. Fabbri señala que la obra de centralización estatal de la dictadura jacobina no puede ser sino el camino inevitable hacia el termidor. Y el termidor es para Fabbri la recreación de la explotación y de la dominación de las masas trabajadoras de la ciudad y del campo.

La obra de Fabbri es sólida y, en muchos aspectos, premonitoria. Como también lo es el prólogo de Malatesta de julio de 1919: «Lenin, Trotsk[y] y sus compañeros son, seguramente, revolucionarios sinceros dentro de la forma en que ellos entienden la revolución, y no traicionarán; pero preparan [a] los cuadros gubernamentales que servirán a los que vengan después para aprovecharse de la revolución y matarla. Ellos serán las primeras víctimas de su método y con ellos, me temo, caerá la revolución. Es la historia que se repite: mutatis mutandis, es la dictadura de Robespierre que lleva a Robespierre a la guillotina y prepara el camino a Napoleón.» (Malatesta, 1967: 1819)

Dictadura de una minoría sobre la masa del pueblo, terrorismo jacobino como camino al termidor… En este punto se entrecruzan posiciones, por lo demás irreconciliables, como las de Fabbri y Malatesta, Kautsky y Rosa Luxemburg.

Dictadura y democracia

Cuando examina el carácter de la dictadura en la naciente Unión Soviética, Fabbri recupera una afirmación de Kautsky en Terrorismo y comunismo:

Este y no otro es el sentido de la dictadura, si por dictadura se entiende, no un estado de hecho, sino una forma de gobierno. Es un estado de arbitrariedad que sólo puede ser ejercido, naturalmente, por un pequeño grupo o por una sola persona. Un círculo amplio de personas necesita ya de ciertas reglas para distribuirse el trabajo, necesita un reglamento; por consiguiente, está ya atado por leyes. La dictadura típica como forma de gobierno es la dictadura personal. Una dictadura de clase como forma de gobierno es un contrasentido. Un régimen de clase no se comprende sin leyes. (Kautsky, 2018: 18).

La afirmación de Kautsky tiene como contexto la exposición de la labor de los jacobinos en la revolución francesa. A ese respecto, por tanto, Fabbri pone de relieve el enlace entre el carácter de dictadura de una minoría sobre la masa del pueblo del régimen bolchevique y la ya mencionada crítica al jacobinismo.

La semejanza con la crítica de Kautsky es sólo aparente, pues su contenido es completamente opuesto. Mientras Kautsky defiende el parlamentarismo, Fabbri lo considera la clausura de la revolución. Pero lo interesante del planteamiento es la referencia a que una dictadura de clase requiere de un reglamento, de leyes que limiten el poder del grupo en el gobierno. Fabbri, coincidiendo en ese punto con Kautsky y también con Rosa Luxemburg, destaca el hecho de que en Marx el término «dictadura del proletariado» tiene un significado difuso. Remite al carácter de clase de la dominación una vez que la clase obrera haya conquistado el poder político en oposición al carácter de clase del Estado capitalista. Ello es así, en ambos casos, con independencia de la forma de gobierno que no excluya a la democracia burguesa, en el caso del Estado capitalista, y la existencia de instituciones democráticas, en el caso del Estado de la clase obrera. Si bien, según Fabbri, todo proceso de centralización estatal conlleva la expropiación del poder de la masa del pueblo, en el caso soviético ese proceso asume cada vez con mayor fuerza la forma de la dictadura de una minoría, la dictadura como forma de gobierno.

En el mismo sentido, Fabbri afirma que la clausura de la asamblea constituyente fue un paso en la consolidación de dicha dictadura. A su juicio, esa clausura habría constituido una medida revolucionaria si hubiese sido la contrapartida de un mayor poder y una mayor autonomía de los soviets. En cambio, estuvo acompañada de su subordinación al poder central. Aquí Fabbri coincide de facto con la crítica hecha por Rosa Luxemburg, quien también ve en esa medida un paso hacia «la supresión de la democracia en general» (Luxemburg, 2003: 90). Ahora bien, también en este caso, el contenido es opuesto. Fabbri rechaza por contrarrevolucionarias las instituciones surgidas del sufragio universal.

Rosa Luxemburg las considera indispensables, a condición de que coexistan con el poder de los soviets: «La espina dorsal deben ser los soviets, pero también la constituyente y el sufragio universal.» (Luxemburg, 2003: 93) Por tanto, la relación entre soviets e instituciones basadas en el sufragio universal no está resuelta. No obstante, la cuestión de la democracia, la del voto pero más aún la de las libertades democráticas —libertad de expresión, de asociación, etc. —, es para Luxemburg un aspecto esencial de la transición al socialismo. El «sistema socialista» puede ser fruto sólo de la escuela de la experiencia de las masas, para lo cual se requiere de la más amplia participación popular en un marco de libertades políticas[2].

Esa confianza en las masas (¿existe realmente otra solución?) es compartida por Fabbri, Malatesta y los anarquistas. Pero en este caso la relación entre el «poder desde abajo» que representan los soviets y toda forma de Estado es de antagonismo. Es injusto acusar a los anarquistas, al menos desde Bakunin, de pretender abolir el Estado de la noche a la mañana. Fabbri plantea un largo período de desarrollo del poder desde abajo, a través de órganos autónomos que se (re)apropian de espacios cada vez más amplios de la producción y la reproducción sociales en lucha con el Estado, hasta su abolición. Desde esa perspectiva, la sofocación de los órganos de poder autónomo es la sofocación de la revolución[3].

Conclusión

Si he expuesto las posiciones de los anarquistas respecto de la cuestión del Estado y, en particular, las de Fabbri sobre el proceso revolucionario ruso, es porque aportan elementos de peso contra la tesis de la extinción del Estado. Y porque, además, indican que no se trata de tendencias surgidas de la excepcionalidad de la situación rusa, como pusieron de manifiesto posteriormente los procesos revolucionarios del siglo XX. Al mismo tiempo, resulta una obviedad que el Estado no puede suprimirse de la noche a la mañana —algo que, como ya vimos, el anarquismo no desconoce— y que cumple, inevitablemente, un papel en la revolución.

El Estado y la revolución es una obra excepcional. En ella se resumen de manera rigurosa elementos centrales de una teoría marxista del Estado y de su papel en la revolución y se lo hace de la única manera posible: extrayendo lecciones de la historia, en especial de los procesos revolucionarios. Su elaboración se ve interrumpida por los sucesos de la revolución de octubre, aun cuando Lenin se proponía ir más allá de las lecciones extraídas por Marx y Engels a la hora de analizar las experiencias rusas de 1905 y de febrero de 1917 en adelante. No podemos saber qué habría escrito exactamente, pero no es difícil adivinar que en esa elaboración ulterior ocuparía un lugar central la cuestión del doble poder. Fue esa la principal lección de las revoluciones en Rusia, la cual permite, además, releer en esa clave la experiencia de la comuna de París: París frente a Versalles, la comuna frente a la asamblea nacional. Pero, en general, el doble poder se ha visto como una fase que precede a la destrucción del Estado capitalista y como el núcleo a partir del cual construir el Estado proletario.

Sin doble poder no hay revolución. La fantasía de «ocupar» el Estado y producir una «revolución desde arriba» se estrelló contra la realidad material del Estado y la sociedad capitalistas en todos los intentos del siglo XX y en las escasas y precarias tentativas que han tenido lugar en lo que va del nuevo siglo.

Pero seamos leninistas y preguntémonos ¿qué nos enseñan las revoluciones del siglo XX? Un hecho incontestable es que las revoluciones fueron clausuradas por los procesos de expropiación, subordinación y disolución de los órganos de poder obrero y popular. Si la expropiación de los capitalistas no es suficiente para que se ponga en marcha un proceso de extinción del Estado, si las tendencias a la centralización y a la reconstitución del poder del Estado son inevitables y entrañan el peligro de la contrarrevolución, la única respuesta que nos ofrece la historia es que debe evitarse la clausura del doble poder.

El doble poder estructura el proceso de transición al comunismo y su clausura lo bloquea y habilita el desarrollo de las tendencias a la reconstitución de la explotación y la dominación de clase. No se trata de formas institucionales complementarias, como sugiere Poulantzas (1986), ni de un simple contrapeso a las tendencias centralizadoras de la reconstitución estatal, se trata del antagonismo entre principios de soberanía en cuanto garantía de la revolución en permanencia: órganos autónomos del poder obrero vs. instituciones representativas basadas en el sufragio universal.

Las instituciones democráticas limitan la autonomía y la libertad de acción de los grupos dirigentes y son, como señaló Rosa Luxemburg, el marco político de la experiencia creativa de las masas. No obstante, ello no basta para evitar el despliegue de las tendencias a la recentralización del Estado y a la expropiación del poder popular. Si las condiciones materiales para la supresión de esas tendencias no se presentan en el capitalismo (y aunque no puedo extenderme sobre esta cuestión en el limitado espacio de este artículo, es esa siempre la situación, ya que la apropiación privada de la riqueza social limita el pleno desarrollo de la producción social), los órganos de poder obrero (comunas, consejos, etc.) deben limitar esas tendencias primero, debilitarlas después y finalmente suprimirlas. Sin embargo, para ello deben retener bajo su control, como condición de su autonomía, los recursos materiales necesarios y la capacidad de ejercer la violencia armada y deben refrenar las tendencias monopolistas del aparato estatal y los intereses a él ligados.

Si ello es así, la táctica y la estrategia revolucionarias deben orientarse a ese fin y la acción y la organización de los militantes comunistas deben estar imbuidas —para utilizar un concepto de Gramsci (2023: 731) — de un espíritu de escisión que no es caro a las interpretaciones predominantes de su pensamiento[4]. La cuestión del doble poder, el problema del Estado en la revolución y de la lucha para abolirlo articulan de ese modo, como decía al inicio, dos problemas esenciales de la acción y el pensamiento socialistas: el del balance del fracaso y la derrota de los socialismos reales y el de la actualización de la estrategia revolucionaria.

 

Obras citadas

Bakunin, M. (2004). Dios y el Estado. La Plata: Terramar.

_________. (2021). El patriotismo. Madrid: Mandala.

_________. (s/f). Estatismo y anarquía. Madrid: Júcar.

Fabbri, L. (1967). Dictadura y revolución. Buenos Aires: Proyección.

Gramsci, A. (2023). Cuadernos de la cárcel, Cuadernos 20-29. Buenos Aires: Akal.

Kautsky, K. (2018). Terrorismo y comunismo. Valencia: Germinal.

Kropotkin, P. (2003). El Estado. Disponible en https://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/politica/estado/estado.html.

__________. (2009). La ayuda mutua. Caracas: Monte Ávila.

__________. (s/f). La conquista del pan. Barcelona: Centro Editorial Presa.

Lenin, V. I. (1981). ¿Qué hacer? En Lenin V. I. Obras completas, Tomo VI (1-203). Moscú: Progreso.

________. (1998). La enfermedad infantil del “izquierdismo” en el comunismo. Madrid: Fundación de Estudios Socialistas Federico Engels.

________. (2014). El Estado y la revolución. Buenos Aires: La Bisagra.

[Luxemburg], R. (2003). Crítica de la revolución rusa. Buenos Aires: Quadrata.

Malatesta, E. (1967). «Carta-prólogo de la edición italiana». En Fabbri, L., Dictadura y revolución (17-19). Buenos Aires: Proyección.

Marx, K. (2015). “La guerra civil en Francia”. En Tarkus, H. (comp.) Antología (279 – 312). Buenos Aires: Siglo XXI.

Pashukanis, [Y]. B. (1976). La teoría general del derecho y el marxismo. México: Grijalbo

Poulantzas, N. (1986). Estado, poder y socialismo. México: Siglo XXI.

Proudhon, P. (2005). ¿Qué es la propiedad? Buenos Aires: Libros de Anarres.

 

Notas

[1] Salvo que se especifique lo contrario, todas las referencias a Lenin y Pashukanis corresponden a Lenin (2014) y Pashukanis (1976).

[2] Aunque ello excede los límites de este análisis, es esa una extensión del debate sobre el espontaneísmo de las masas y el papel dirigente del partido revolucionario, debate siempre presente entre Rosa Luxemburg y Lenin, desde el papel del partido en la conquista del poder político y la cuestión organizativa hasta la relación entre partido y clase en la transición al socialismo.

[3] Hay que decir, aunque también ello exceda los límites de este breve trabajo, que el anarquismo se muestra prescindente respecto de las transformaciones del Estado durante el proceso revolucionario, si bien sus partidarios admiten que las transformaciones del Estado no resultan indiferentes para el desarrollo y los resultados de la revolución. Lo mismo puede decirse respecto de dos cuestiones muy importantes: por un lado, la cuestión del papel de las que Malatesta y Fabbri llaman «minorías activas» y su relación con la masa en el proceso revolucionario y, por el otro, la cuestión del principio de soberanía en los órganos de poder autónomo, que ni suprime ni resuelve los problemas de la representación y de la distribución del poder hacia el interior de esos órganos.

[4] Véase la nota 5 del cuaderno 25 (Gramsci, 2023).

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