El artículo a continuación fue publicado originalmente en Communis. Lo reproducimos en Revista Jacobin como parte de la asociación de colaboración entre ambos medios.
El cambio social en el futuro será absolutamente inseparable de una multitud de revoluciones moleculares a nivel de la economía del deseo. — Félix Guattari
Crisis psíquica y fascismo desde la perspectiva del Sur Global[1]
El 7 de septiembre de 2021, Brasil fue escenario de una impresionante manifestación popular de extrema derecha, que se erigió en maquinaria de presión contra los poderes judicial y legislativo. Las manifestaciones estuvieron acompañadas de una huelga de camioneros que amenazaba con desabastecer el país, mientras circulaban rumores de que se declararía el estado de sitio y la presidencia del Tribunal Supremo Federal se vio obligada a recabar del entonces presidente del país que esclareciera cuáles eran sus verdaderas intenciones. Al día siguiente, el propio presidente emitió una «Declaración a la Nación» en la que se comprometía a respetar las instituciones que quedaban en el país. Sólo que la declaración llevaba como firma: «Dios, Patria, Familia.»
Quizás la firma constituyera el aspecto más importante de la Declaración. Por primera vez en la historia de Brasil, un presidente de la República concluía una Declaración dirigida a la nación invocando el lema del partido integralista, el viejo partido fascista brasileño. Hechos como esos fueron recibidos con cierta indiferencia por la opinión pública y por la prensa, que no les atribuyó sino una importancia anecdótica. Como si una reprimida matriz de nuestra historia hubiera emergido frente a nuestros propios ojos, pero fuera mejor arrojarla de nuevo por debajo de la zona de percepción.
Durante largo tiempo, hablar de fascismo brasileño se antojó una especie de licencia retórica propia de portavoces políticos más que de textos en que se analizara la situación nacional. Cabe preguntarse cuánto cuesta olvidar que, en los años treinta del pasado siglo, Brasil era el país con el mayor partido fascista más allá de las fronteras de Europa. Un país que vio a la Alianza Nacional Integralista alcanzar la cifra de 1.200.000 afiliados, que vio al más prominente de los líderes de la Alianza, Plínio Salgado, postularse en las elecciones presidenciales de 1955 y, aún después del suicidio de Getúlio Vargas y del fin de la Segunda Guerra Mundial, alcanzar el 8,28 % de los votos válidos. El mismo país que vio a viejos integralistas como el almirante Augusto Rademaker y el brigadier Márcio de Sousa Melo dar un golpe de Estado en 1964 y, en 1969, instaurar una junta en el momento de mayor violencia de la dictadura militar. Vale la pena recordar que Augusto Rademaker llegaría a ocupar la vicepresidencia en el gobierno de Médici. En otras palabras, hay una línea que va del nacionalfascismo a la dictadura militar de 1964, por lo que no debería sorprendernos que el sector más radical de los partidarios de esa dictadura, al volver al gobierno brasileño bajo la égida de Jair Bolsonaro, haya terminado asumiendo gradualmente sus vínculos originales.
Esa enorme presencia de un movimiento fascista entre nosotros, cuya trayectoria se extiende más allá del período anterior a la Segunda Guerra Mundial, debe atribuirse en un inicio a factores estructurales de violencia estatal. Recordemos cómo el desarrollo de muchas de las tecnologías de exterminio y segregación que se pusieron en funcionamiento en los gobiernos fascista y nazi de los años treinta tuvo su origen en administraciones coloniales. Los campos de concentración, por ejemplo, aparecieron por primera vez en el contexto de las guerras coloniales de Sudáfrica y en la época en que Cuba era todavía una colonia española. Los discursos sobre la necesidad de «gobernar a razas inferiores» salieron de la boca de los administradores del colonialismo inglés en el mundo árabe (como Lord Cromer). Entre 1884 y 1914, el imperialismo europeo —como más tarde dirá Hannah Arendt— fue una «fase preparatoria de las catástrofes venideras»[2]. Su expansionismo, ligado al capital excedente y al desplazamiento de las «poblaciones sobrantes» de los países colonizadores, exigía la transformación del racismo y de la indiferencia ante sus «masacres administrativas» en pieza fundamental de gobierno. En otras palabras, existe una relación históricamente orgánica entre el fascismo y las tecnologías coloniales. Esa relación no podía dejar de marcar a un país como Brasil, que ha servido de laboratorio necropolítico mundial; es decir, que incluso después de la independencia preservará la lógica colonial contra su propio pueblo, como si se tratara de dar continuación a las prácticas de gobierno a través de un «colonialismo interno» contra los sectores desposeídos de la población.
Sin embargo, un ejercicio de honestidad intelectual nos obliga a admitir que esas explicaciones nos revelan condiciones necesarias, pero no suficientes. Si bien sirven para explicar la adhesión de las clases dominantes a una ideología fascista que aparece como parte importante de la defensa de sus intereses, no bastan para explicar el impresionante apoyo popular a proyectos de esa índole, especialmente en la actualidad. A falta de un análisis más completo del fenómeno, solemos contentarnos con explicaciones basadas en algún tipo de déficit; es decir, en aquellas que buscan achacar la adhesión popular al fascismo a las carencias de los agentes, como «la incapacidad de las masas para actuar en su propio interés», «la falta de comprensión», «las desviaciones morales», «la barbarie», y así sucesivamente. De ese modo, en los últimos años han proliferado las explicaciones basadas en carencias morales (incitación al odio, ira ante las nuevas formas de la llamada movilidad de clases, «maldad»), cognitivas (oscurantismo, ceguera religiosa, atraso cultural, fake news) o psicológicas (resentimiento, pulsión de muerte, entre muchas otras). Semejantes explicaciones sirven mucho más para reafirmarnos en nuestra presunta superioridad moral e intelectual que para proporcionar herramientas precisas de análisis y acción.
Cabría entonces afirmar que, ante el actual colapso de la democracia liberal, asistiremos tanto a procesos insurreccionales como a dinámicas contrarrevolucionarias autoritarias cada vez más resistentes. Fenómenos, ambos, que deberán estudiarse en su dinámica afirmativa. Los sistemas defensivos que la restauración autoritaria pone en circulación no pueden achacarse a limitaciones morales o cognitivas. Deben, en cambio, interpretarse como expresiones claras del agotamiento efectivo de las alternativas, tanto en los discursos oficiales de apoyo a la democracia liberal como en los modos de contestación propios del pensamiento progresista. En otras palabras, la restauración autoritaria, a la que damos el nombre de «contrarrevolución» por conjugar en sí misma la ruptura revolucionaria y la preservación restauradora de órdenes que colapsan[3], apunta a agotamientos y contradicciones reales en el ciclo histórico de las democracias liberales. Sus respuestas catastrofistas no ocultan la conciencia precisa de los problemas y la ausencia de alternativas que aparenten ser viables. De ahí que no podamos contrarrestarla con prédicas morales o descalificaciones intelectuales, sino valiéndonos de nuestra capacidad analítica para reconocer tanto el hecho de que es señal de contradicciones reales como la necesidad de reorientar los objetivos de la indignación popular que el fascismo ha capitalizado.
Pero antes de empezar, recordemos que no pocos se han escandalizado por el uso, en el contexto actual, del concepto de «fascismo», en lo cual han visto una estrategia retórica de escaso poder analítico[4]. En ese sentido, recordemos, además, que no se trata de esperar que las mismas características del fascismo histórico vuelvan a emerger en el presente[5]. Esto, sin embargo, no significa que esté vetado el uso analítico del término. Del mismo modo, nadie cree que el uso del término «república» presuponga una igualdad absoluta de predicados entre, por ejemplo, la república romana, la república francesa del siglo XIX y la república brasileña. Ello no nos impide operar analíticamente con el término. No hay ninguna razón por la que no podamos operar con la misma lógica en lo que respecta a los usos del término «fascismo». En ese sentido, llamar «fascismo» a lo que nos acecha es una forma de señalar riesgos y tendencias reales que pueden surgir gradualmente en el conjunto de la sociedad, especialmente en países con una historia de fuertes movimientos fascistas, y que nos muestran cómo, a partir de cierto punto, no puede haber neoliberalismo que no conlleve el riesgo de fascismo.
En el presente artículo me gustaría insistir en que el análisis del fascismo requiere la movilización de una doble perspectiva y la articulación de análisis sociohistóricos y análisis de la economía libidinal. Esos análisis sociohistóricos necesitan, a su vez, dar cuenta de causalidades estructurales, que se despliegan a lo largo de períodos históricos de larga duración, así como de causalidades contextuales, que conciernen al sistema de hechos contemporáneos que desencadenan respuestas fascistas. Los análisis de la economía lidibinal, por su parte, necesitan dar cuenta de lo que podríamos llamar «crisis moleculares», si queremos movilizar un término puesto en circulación por Deleuze y Guattari. Es esta una forma de insistir en que no podemos explicar un fenómeno como el fascismo apelando únicamente a la descripción de crisis en la macroestructura de clases y sus intereses. Es necesario siempre que una segunda crisis acompañe a la primera; a saber, una crisis en las formas de reproducción de las dinámicas normativas de los cuerpos, los deseos, la sexualidad y las identificaciones. Es la conjunción de esas dos crisis lo que produce algo parecido al fascismo.
Desde nuestro trasfondo
Comencemos, no obstante, por lo que podríamos llamar factores estructurales de la violencia estatal brasileña. A ese respecto, recordemos cómo Brasil fue un país que se creó a partir de la implantación en las Américas de la célula económica de la plantación esclavista primario-exportadora[6]. Antes que una colonización de asentamientos, lo que se desarrolló fue un nuevo orden económico cuya forma estaba vinculada a la producción para la exportación y a la utilización masiva de mano de obra esclava. Recordemos cómo el imperio portugués fue el primero en participar en el comercio transatlántico de esclavos, habiendo alcanzado una posición de cuasimonopolio a mediados del siglo XVI. El 35 % de los esclavos trasladados a las Américas fueron a parar a Brasil. Dado que el latifundio esclavista era la célula básica de la sociedad brasileña, y que Brasil fue el último país americano en abolir la esclavitud, nada tiene de extraño pensar en el país como el mayor experimento de necropolítica colonial en la historia moderna.
De hecho, la dinámica colonial se basa en una «distinción ontológica» que se revelará extremadamente resistente, incluso después de la desaparición del colonialismo en cuanto forma socioeconómica. Esa distinción es fundamental para la indiferencia social que caracteriza al fascismo y que consiste en la consolidación de un sistema de reparto entre dos regímenes de subjetivación. Uno de ellos permite que se reconozca a los sujetos como «personas», mientras que el otro conduce a que los sujetos se definan como «cosas»[7]. Los sujetos que alcanzan la condición de «personas» se reconocen como portadores de derechos vinculados, preferentemente, a la capacidad de protección ofrecida por el Estado. Ello trae, entre otras consecuencias, que la muerte de una «persona» esté marcada por el duelo, el luto y la manifestación social de pérdida y que esa persona sea objeto de memorialización y conmoción. Por otro lado, sujetos degradados a la condición de «cosas» (y la degradación estructurante se produce en el seno de las relaciones esclavistas, aunque suele perdurar incluso tras el fin formal de la esclavitud) serán objeto de una muerte sin lágrimas. Su muerte se percibirá como portadora del estatus de la degradación de los objetos. Carecerá de memorialización y, en cambio, se reducirá a la cuantificación numérica que normalmente aplicamos a las cosas. Quienes viven en países construidos sobre la matriz colonial saben lo normal que es esa situación cuando, aún hoy, abren los periódicos y leen: «9 muertos en la última intervención policial en Paraisópolis»; «85 muertos en el motín de la cárcel de Belém». La descripción suele reducirse a números sin historia.
No es difícil comprender cómo esa naturalización de la distinción ontológica entre sujetos a través del destino que corren tras su muerte será un dispositivo fundamental de gobierno, a la vez que perpetúa una dinámica de guerra civil no declarada por medio de la cual los sometidos al máximo expolio económico, a las condiciones más degradadas de trabajo y remuneración, ven paralizada su capacidad de revuelta por la generalización del miedo ante su exterminio por el Estado[8]. Es, en suma, el brazo armado de una lucha de clases en la que convergen, entre otras cosas, marcadores evidentes de racialización. Pues se trata de hacer pasar esa distinción ontológica en el interior de la vida social y su estructura cotidiana. Los sujetos deben, en todo momento, darse cuenta de cómo actúa el Estado sobre la base de esa distinción, de cómo opera explícitamente y en silencio.
En ese sentido, observemos la manera en que, tras la desaparición de relaciones coloniales explícitas, esa dinámica necropolítica responde a estrategias de preservación de los intereses de clase, en las que el Estado se comporta respecto de determinadas clases como «Estado protector», mientras que respecto de otras actúa como «Estado depredador»[9]. Podemos encontrar en la naturalización de esas matrices de violencia de Estado un terreno fértil para el desarrollo y el rápido crecimiento del nacionalfascismo. Por un lado, esa naturalización refuerza la militarización en curso de la sociedad. Una sociedad organizada por masacres administrativas periódicas y por matanzas policiales destinadas a recordar a sectores de la población su condición de «matables sin lágrimas» necesita justificar su violencia a través del imaginario del riesgo constante que corren los «buenos ciudadanos», necesita elevar el miedo a afecto político central. Ello funciona como justificación para organizar a la sociedad en forma de «derecho a la autodefensa» y, en última instancia, en forma de milicias armadas[10]. Por otra parte, esa misma lógica alimenta la indiferencia y la desafección social y bloquea toda posible manifestación de solidaridad genérica, con lo que se naturaliza la lógica de la depredación social.
Hay otro aspecto digno de destacarse, si queremos entender esa predisposición social al fascismo en la sociedad brasileña. Conocemos cierto relato que ve en el fascismo una especie de regresión social, en el sentido de un arcaísmo que surge como reacción a las transformaciones provocadas por los procesos de modernización. Desde esa perspectiva, el fascismo aparecería como una especie de resurgimiento de lazos arcaicos con la tierra frente a un mundo cosmopolita, como la insistencia en nociones orgánicas de comunidad e identidad frente a la marcha necesariamente plural y multiforme de nuestras sociedades liberales. El fascismo sería, de ese modo, fruto del resentimiento contra el cuestionamiento de privilegios largamente naturalizados, así como del oscurantismo que no se deja superar por la ilustración y la ciencia. En todos esos casos, el fascismo aparece como una especie de inversión de la historia. Como si estuviéramos ante un rechazo de la modernización.
Sin embargo, cabría preguntarse hasta qué punto es incorrecta e ideológica esa forma de entender y utilizar nociones como «regresión». Porque hay una manera de aproximarnos al problema que nos permitiría ser un poco más precisos. Lejos de ser una regresión a formas insuperables de arcaísmo, el fascismo es la realización de potencialidades inmanentes al progreso. Lejos de ser una regresión a los confines de la barbarie y el oscurantismo, es una de las potencialidades inmanentes a la propia ilustración. En otras palabras, el fascismo es la expresión de la violencia y de las contradicciones producidas por la propia marcha del progreso capitalista. Debemos tomarnos en serio la dialéctica de la ilustración.
En ese sentido, sería interesante pensar por qué, en países como Brasil, el fascismo puede estar asociado con «liberales auténticos» que no ven en él sino «el menor de los males». Tenemos que preguntarnos cómo se manifiesta el tema del progreso en los países de tradición colonial. Dado que el progreso se entiende como un proceso de modernización, debemos recordar que el análisis de cualquier concepto político requiere una perspectiva «agonística». En otras palabras, debemos siempre preguntarnos: «¿Contra quién se movilizan los conceptos?» Entonces, ¿contra quién se movilizaron el progreso y la modernización en Brasil? La pregunta nos permite aclarar el significado de los términos y la necesidad de sus consecuencias reales.
En Brasil y en toda América Latina, el «progreso» fue siempre el arma dirigida contra aquellos que representaban el «arcaísmo», la no inserción en el mundo productivo del trabajo capitalista y su lógica primario-exportadora. La «modernización» se enarboló siempre contra quienes nos hundían en un supuesto letargo, en una supuesta falta de equilibrio y de orden, aquellos que representaban una tácita negativa a aceptar los dictados de la sociedad del trabajo. La naturalización de los imperativos de la sociedad del trabajo nos obligó a ver en las sociedades cuya economía no estaba organizada en función de la extracción de plusvalía y la autovalorización del capital la expresión misma de una negativa a desarrollarse. Así, la modernización apareció siempre como la justificación para imponer el orden colonial, como la exhortación a no llorar sobre las ruinas de lo que ese orden había destruido, entre otras cosas porque vino a «civilizar», a «educar», a «salvar», a «desarrollar». No es difícil ver la violenta matriz de ese proceso. Sobre todo, no es difícil ver la violencia simbólica, la misma violencia que es aún más brutal y duradera que la violencia física. El progreso debe alcanzarse sin ningún tipo de identificación con lo que el propio progreso destruye.
No es de extrañar que ese progreso allanara el terreno para el fascismo. Pues exigía la más profunda indiferencia y la ausencia de solidaridad hacia quienes no veían avances en la gloriosa marcha del progreso nacional y su lógica de continua acumulación primitiva. Y exigía, además, la supresión y la desaparición de todo lo que no se le sometiera. Esa modernización se consigue mediante el sometimiento violento y la borradura de los genocidios. Si Brasil muestra de ese modo la forma en que el progreso se realiza como barbarie, no es porque adolezcamos de algún tipo de deficiencia histórica, sino porque, como parte de la lógica de la producción capitalista, hemos hecho explícita la condición del progreso europeo en lo irreductible de su extractivismo y acumulación primitiva. Una condición que «en circunstancias normales» podría desplazarse a aquellas tierras sobre las que no tenemos mucha información, respecto de las cuales realmente no sabemos lo que está pasando. Países en que los principios racionales de la modernización social occidental «no podrían aplicarse propiamente hablando». De hecho, ese «inconveniente» es del todo conveniente y necesario. Sin él, el «progreso» no sería posible en ninguna parte. Y si ese mismo fascismo regresa de tanto en tanto a Europa es porque esa lógica tiende a generalizarse. Porque siempre ha sido una de las figuras del progreso.
Explicitar el carácter autoritario del neoliberalismo
El presente examen sirve para introducir más adecuadamente la tesis del resurgimiento contemporáneo del fascismo en ciertos lugares específicos del sistema del capitalismo mundial. Aun cuando se trate de un proceso global, es necesario comprender por qué se consolida en ciertos lugares específicos. Esos lugares tienen sus propias causalidades, aunque estén conectados a procesos estructurales. El reto analítico consiste en comprender cómo los procesos globales producen efectos en lugares concretos. Ciertamente, el análisis del ascenso de la extrema derecha en Italia, India, Turquía, Hungría, Polonia, Filipinas y Estados Unidos implica la reconstrucción de otros campos de factores estructurales.
En ese sentido, podemos decir que la especificidad de Brasil como lugar sociopolítico es el carácter abierto, sistemático y superlativo de su violencia estatal, la cual es resultado de la persistencia de estructuras sociales típicas del capitalismo colonial. Como he intentado explicar, sus raíces hay que buscarlas en la persistencia de la distinción ontológica entre sujetos heredada de la sociedad esclavista y en la brutalidad de su ininterrumpido proceso de acumulación primitiva[11]. Sin embargo, de lo que se trata, en este caso, es de lo que podríamos llamar «condición estructural» del resurgimiento del fascismo. También necesitamos un conjunto de «condiciones contextuales» vinculadas al pasado reciente. En el caso brasileño, ello guarda relación con el agotamiento de la Nueva República y con la consolidación de la dinámica de una «revolución conservadora» ligada al ascenso de un neoliberalismo abiertamente autoritario entre 2016 y 2022.
El agotamiento de la Nueva República es un lento proceso que ha marcado la historia brasileña en los últimos diez años y que ha entrañado la extenuación del horizonte político de coaliciones y grandes alianzas. Esa extenuación se ve acelerada por el lulismo y sus crisis, que culminaron en 2013 con grandes manifestaciones y una serie de huelgas. En la base del lulismo está la creencia de que es posible gestionar el capitalismo brasileño a través de ajustes puntuales que permitan mantener las ilusiones del «pacto dentro del Estado» entre empresarios, sistema financiero, sectores organizados de la clase trabajadora y, especialmente ahora, sectores organizados de las luchas por el reconocimiento. Ese pacto se vendrá abajo por primera vez por contradicciones internas, por la incapacidad de lograr la igualdad que prometía, más allá de ajustes localizados, y exhibirá el límite al que puede llegar el «progresismo latinoamericano», de lo cual Brasil habría de convertirse en dramática encarnación. He elaborado esa hipótesis en otros trabajos[12].
El lulismo habría de retornar en 2023 como último recurso contra un gobierno protofascista que estuvo a punto de ser reelegido. Con respecto a ese retorno, me gustaría simplemente señalar que no cuestiona por sí mismo la tesis del fin del lulismo. La historia conoce varios procesos que operan un retorno después de su fin y que dan lugar a fenómenos muy específicos de repetición y de parálisis política y social. Pero la situación actual es demasiado indefinida para que lancemos hipótesis perentorias sobre ese retorno de la izquierda brasileña y sobre su desenvolvimiento.
A ese propósito, me gustaría insistir en otro aspecto; a saber, cómo la retracción del horizonte de transformación propio de la izquierda brasileña[13] lleva, entre otras cosas, a la consolidación del neoliberalismo autoritario como alternativa «revolucionaria» al cierre del ciclo histórico de los pactos nacionales y su decepcionante saldo. La figura del neoliberalismo autoritario de asociaciones fascistas se presenta como una alternativa de ruptura con fuerte capacidad de adhesión popular e insurreccional. Esa adhesión se explica por el hecho de que, en el interior del enfrentamiento político, ofrece un discurso paradójico de fortalecimiento de la autonomía y la libertad como vía para alcanzar la emancipación. Es ese el carácter «revolucionario» del proceso.
En ese sentido, veamos cómo el ascenso del neoliberalismo autoritario promete transformar a Brasil en un país «más libre». En otras palabras, no entenderemos nada de ese fenómeno de restauración autoritaria si no comprendemos cómo la «libertad» aparece en ese caso como un horizonte normativo fundamental. Esa concepción de la libertad se expresa principalmente a través de nociones como las de propiedad de sí y espíritu empresarial[14]. Es esa, a su manera, una respuesta a una percepción real; a saber, que en el capitalismo ya no hay espacio para macroestructuras de protección. Como bien señala Wolfgang Streeck, el capitalismo contemporáneo, con su combinación de continuo bajo crecimiento, endeudamiento crónico y desigualdad explosiva, ha entrado en un proceso irreversible de descomposición, al mostrarse incapaz de garantizar cualquier forma de estabilidad sistémica, sin que por el momento exista ninguna otra alternativa consolidada que lo sustituya[15]. Los intentos de reeditar los pactos sociales que propiciaron el advenimiento del Estado de bienestar se han revelado insostenibles en la medida en que la clase trabajadora no ha logrado acumular la fuerza necesaria para exigir compensaciones frente al proceso irreversible de fortalecimiento de las dinámicas de acumulación primitiva y concentración de los ingresos. Es más, la propia noción de «Estado de bienestar» escondía el «malestar» que necesitaba preservar para sobrevivir. Basta ver cómo las versiones europeas del estado de bienestar son creaciones que se sustentan en la preservación de dinámicas coloniales a través del expolio de masas de inmigrantes sin derechos o en situación precaria de derechos.
La respuesta de Bolsonaro es la respuesta estándar del neoliberalismo: no es ya cuestión de tratar de crear macroestructuras de protección haciendo que la economía se aleje de los principios de la libre competencia y del libre mercado capitalista. Es cuestión de ampliar la «capacidad de elección» de los individuos permitiéndoles luchar, mediante sus supuestos méritos y decisiones, por su propia supervivencia. En otras palabras, es cuestión de reforzar la ilusión de la persona individual como foro de decisión y deliberación, lo que implica además cargar sobre sus espaldas los costos de los impasses y los fracasos. De seguirse esa lógica, la escuela pasaría a estar en manos de los individuos (a través de la educación en casa), como también lo harían la sanidad y la seguridad (las personas pueden pueden y deben portar armas). Del mismo modo, se anulan paulatinamente todas las obligaciones de solidaridad con los grupos más vulnerables, que tácitamente se entienden como obstáculos a la lucha individual por la supervivencia.
Esa disolución de las obligaciones sociales de solidaridad aparece como una respuesta al miedo social producido por la precariedad resultante de la globalización, la pérdida de la esfera política de intervención en la economía y el tipo de alianza social que un cierto «neoliberalismo progresista», como dirá Nancy Fraser, ha sabido poner en circulación[16]. La tesis de Fraser apunta a un verdadero problema para la izquierda mundial. Incapaz de ofrecer una alternativa digna de crédito a la creación de macroestructuras de protección efectivamente universalistas, adentrándose en un terreno en el que sus políticas económicas operan sobre la base de la aceptación de los principios de «respeto de los contratos», «equilibrio fiscal» y «espíritu empresarial» típicos de sus oponentes, incapaz siquiera de poner en circulación temas que han caracterizado las luchas de la izquierda durante más de un siglo (autogestión de la clase obrera, limitación radical de las desigualdades salariales, extensión radical de los servicios gratuitos, democracia directa, etc.), los gobiernos llamados progresistas han tenido que hacer frente a una doble operación: la preservación de las ganancias y de las lógicas económicas de los sectores más financiarizados de la economía y el desarrollo compensatorio de políticas de reconocimiento en favor de los grupos sociales históricamente desposeídos. Fue en efecto la izquierda la que hizo de esas políticas de reconocimiento el único sector en que hacer valer diferencias sustanciales. Ese movimiento contradictorio acabó produciendo una cierta forma de «alianza» descrita por Fraser de la siguiente manera:
una alianza entre las principales corrientes de los nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos LGBTQ) y sectores empresariales «simbólicos» de alto potencial basados en los servicios (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood). En esa alianza, las fuerzas progresistas se unen eficazmente a las fuerzas del capitalismo cognitivo, especialmente a la financiarización. Sin embargo, involuntariamente, las primeras prestan su carisma a las segundas. Ideales como la diversidad y el empoderamiento, que en principio podrían servir a otros fines, brillan ahora a través de políticas que han devastado la industria manufacturera y los medios de subsistencia de esa clase media que antaño habría estado abierta a quienes luchaban por esos ideales[17].
Esa alianza acaba poniéndose al servicio del discurso fascista sobre la necesidad de un país más popular y que ya no esté subyugado por su élite cultural y sus formas de vida y abre paso a una nueva inscripción de la división política entre la élite y el pueblo. División que no lo será ya entre las masas desposeídas y la élite rentista nacional, entre la clase trabajadora rural y la agroindustria, sino más bien entre el pueblo y la élite cultural del país: aquellos que presuntamente vivirían de las prestaciones del Estado, que estarían instalados en las universidades, que soñarían con imponer al pueblo sus formas de vida, su exitoso «globalismo» y sus concepciones de la sexualidad. Era esa ya una estrategia constitutiva del integralismo y consistía en afirmar que la verdadera élite no era la que detentaba el capital económico, sino la que detentaba la hegemonía cultural y los patrones culturales «ajenos a nuestro pueblo». Esa estrategia estuvo presente también en el nazismo alemán, en que dos de los grandes temas de movilización eran el riesgo del «bolchevismo cultural» y del «bolchevismo sexual». Estrategia a la que ahora vuelve a echarse mano, pero esta vez en una alianza potencial con el propio capital económico en su nueva versión de «monopolio acompañado de una comisión de diversidad».
Si aceptamos la realidad de semejante contradicción, deberíamos poner un límite al alcance analítico del discurso sobre el fascismo según el cual este se vería alimentado por el resentimiento de antiguos titulares de privilegios contra el ascenso social de nuevos grupos. Descripción psicológica a la que antecede un problema sociológico básico; a saber, el hecho de que esos antiguos poseedores de privilegios son ahora, en su mayoría, grupos económicamente vulnerables, precarios, desposeídos y sin horizonte de protección, para quienes el ascenso social de los nuevos grupos se percibe como una amenaza, debido principalmente a la falta de políticas universalistas eficaces que protejan y fortalezcan a los diversos sectores de la clase trabajadora.

De ese modo, la combinación contemporánea de neoliberalismo y fascismo ofrece una respuesta drásticamente terrible a un problema real, al valerse del discurso de la libertad como propiedad de sí mismo y como fortalecimiento de los foros individuales de adopción de decisiones, a fin de desvincular al Estado de cualquier forma de política compensatoria, creando así la ilusión de una situación más «equitativa». Puesto que la libertad es la propiedad que tengo de mí mismo, entonces el segundo paso es casi natural: los propietarios no sólo disfrutan de su propiedad, sino que son emprendedores, producen más propiedad. A ello contribuye el hecho de que incluso en la izquierda han circulado y siguen circulando discursos vinculados al «emprendimiento» como forma de emancipación social, ya sea como «emprendimiento periférico» o «emprendimiento de la multitud», entre otros. Ello consolida la percepción social de que la emancipación tiene sólo un camino; a saber, el de la competencia. Y si esto es así, no podemos esperar nada diferente de una lucha hobbesiana en la que el poder soberano, esta vez, aparece encarnado por el Capital.
Frente a ello, habría que insistir en que la «libertad» no es un predicado que se pueda aplicar a «individuo». Es ese, simplemente, un error categorial. No hay individuos libres porque la «libertad» es un predicado que podemos aplicar sólo a los cuerpos sociales. No puede haber personas libres en sociedades no libres, entre otras cosas porque la libertad no es una disposición de conducta, ni una estructura de pensamiento, sino un sistema de acciones y prácticas sociales. Sólo en una sociedad libre es posible tal sistema de acciones. La noción de libertad basada en el espíritu empresarial y la libre empresa es sencillamente un fraude. El espíritu empresarial no es una forma de libertad, sino de servidumbre. Es la violencia de reducir todas las relaciones sociales a relaciones de competencia y la comprensión de toda experiencia como capital en que se «invierte».
Límites del concepto de personalidad autoritaria
Esa forma de aproximarse al problema sirve para desinflar conceptos psicológicos que han llegado a colonizar el debate político sobre el resurgimiento del fascismo. Deflación que es necesaria no para abandonar la dimensión libidinal del problema, sino para definir más claramente su estructura. Tales conceptos suelen ir de la mano de críticas propiamente morales del fascismo. Deberían evitarse, por cuanto presuponen que quienes las enuncian se encuentran en una posición moral presuntamente privilegiada y segura o que hablan desde un lugar de madurez psicológica garantizada.
Uno de esos conceptos, que inicialmente parecía ser uno de los más útiles, era el de «personalidad autoritaria»[18]. Se trataba de defender una forma de correlación entre el autoritarismo y un «tipo psicológico», una cierta forma de personalidad cuya etiología podía describirse psicoanalíticamente. De forma similar a categorías clínicas como la neurosis obsesiva, la histeria o la paranoia, la personalidad autoritaria podría reconocerse, singularizarse y ser objeto de formas profilácticas de intervención social.
Esa noción de personalidad autoritaria tiene una cierta genealogía que, a su manera, se remonta a la crítica social elaborada por la primera generación de la Escuela de Frankfurt y a su afán por analizar las estructuras libidinales del fascismo y el antisemitismo. Desde los estudios pioneros de Erich Fromm a principios de los años treinta sobre la adhesión de la clase obrera alemana al nazismo, basados en un análisis de los vínculos entre los «impulsos emocionales del individuo y sus opiniones políticas»[19], vínculos que tendrían su origen en un presunto «carácter sadomasoquista» de los sujetos, los frankfurtianos se dieron a la tarea de utilizar el marco psicoanalítico y psicológico para comprender las formas del autoritarismo social. En ese espíritu, encontraremos debates sobre la estructura de la familia autoritaria en su relación con el fascismo en los estudios de Autoridad y familia, volumen editado por Max Horkheimer en 1936, y, a partir de entonces, veremos una serie de estudios y textos que culminarán en La personalidad autoritaria, de Adorno, Frenkel-Brunswick, Levinson y Nevitt Sanford, y en la serie de libros, editados por Horkheimer y Samuel Flowerman, titulada Studies in Prejudice.
Cabe ver en esos trabajos la expresión necesaria de la complejización de una teoría de la revolución. Porque la fidelidad al proceso de transformación revolucionaria requiere no sólo una teoría de la posibilidad del surgimiento de sujetos revolucionarios. Más bien, requiere también una comprensión del proceso de transformación de las tendencias revolucionarias en subjetividades contrarrevolucionarias. En otras palabras, como ya nos mostrara Marx en El 18 de brumario, toda teoría del levantamiento revolucionario es inseparable de una teoría de las posibilidades abiertas a la contrarrevolución. Para ello, esos estudios frankfurtianos trataron de movilizar las contradicciones inmanentes al proceso de socialización e individuación en las sociedades modernas. En ese sentido, abrieron una fructífera vía al insistir en la predisposición psíquica a una reacción de tipo fascista. Por otro lado, la discusión sobre la existencia de una personalidad autoritaria nos permitió hablar de fascismo sin tener que vincularlo a la existencia de un Estado fascista, ya que en ese caso estaríamos hablando de una potencialidad inscrita en las subjetividades. Es la suposición de la existencia de una personalidad autoritaria lo que lleva a Adorno a afirmar: «[L]a supervivencia del nacionalsocialismo en democracia es potencialmente más amenazadora que la supervivencia de las tendencias fascistas contra la democracia»[20].
Cabe señalar que la posibilidad de la existencia de una personalidad autoritaria no era exclusiva de los frankfurtianos. En 1943, influido por Fromm, Abraham Maslow escribió sobre «la estructura del carácter autoritario»[21] con el objetivo de determinar quiénes serían los «amigos» de la democracia y quiénes los «enemigos» que combatir. En 1933, siguiendo su propio camino, Wilhelm Reich había descrito el fascismo a partir de un estudio psicoanalítico sobre «la estructuración autoritaria del hombre», en que la noción de «carácter» era fundamental. A propósito de la noción de carácter, Reich recordaba que los mecanismos de defensa del yo, así como sus rasgos de carácter que constituyen el núcleo de la personalidad psicológica, están constituidos de la misma manera que los síntomas. Por tanto:
La forma de las reacciones del yo, que difiere de un carácter a otro aunque el contenido de las experiencias sea similar, puede remontarse a las experiencias infantiles, del mismo modo que el contenido de los síntomas y las fantasías.[22]
En ese análisis, se trata de resistencias que son manifestaciones de rasgos del carácter o de «la manera de existir de una persona»[23] que se expresa en su sistema de reacciones y regularidades. Al analizar el fascismo desde el punto de vista de la estructura del carácter, Reich movilizó la relación entre la arqueología social de las represiones sexuales, la constitución de la familia autoritaria y la producción de la personalidad psíquica. Ello nos recuerda que Reich, junto con Fromm, fue uno de los primeros en insistir en que existe una personalidad fascista, que el fascismo podría comportar la descripción de una forma de personalidad.
Dicho todo ello, señalemos una diferencia importante entre el proyecto de Reich y el de los frankfurtianos. Tomemos, por ejemplo, una afirmación de Max Horkheimer en el prefacio de Studies in Prejudice:
Nuestro objetivo no es sólo describir los prejuicios, sino explicarlos para contribuir a erradicarlos. Es ese el reto al que queremos responder. Erradicación significa reeducación, científicamente planificada a partir de una comprensión científica de cómo hemos llegado hasta ese punto. Y, en sentido estricto, la educación es, por su naturaleza, algo personal y psicológico. Por ejemplo, una vez que comprendemos cómo la experiencia de la guerra puede, en ciertos casos, reforzar rasgos de la personalidad predispuestos al odio de grupo, los remedios educativos se derivan lógicamente. Del mismo modo, exponer los trucos psicológicos del arsenal de los agitadores puede ayudar a inmunizar a sus víctimas potenciales.[24]
Horkheimer sitúa la descripción de la personalidad autoritaria dentro de un proyecto reeducativo y profiláctico. Sería posible, mediante la educación y la ilustración, prevenir la prevalencia de ciertos rasgos de la personalidad, inmunizar a las víctimas contra el efecto de los agitadores. Ello presupone un tipo de acción que no deja de remitirnos a ciertas reivindicaciones actuales; a saber, la convicción de que la movilización de principios compartidos de la vida democrática actual podría sentar las bases de una profilaxis contra el autoritarismo. Como si la sociedad actual estuviera en condiciones de eliminar las «desviaciones autoritarias» que parecen venir de algún lugar del exterior. Reich sabía, al menos, que no era posible actuar sobre las estructuras de carácter autoritario sin una transformación global de los modos hegemónicos de socialización. Ello equivaldría a una verdadera revolución, en este caso, a una «revolución sexual» que pondría en tela de juicio todo nuestro modelo sociohistórico de socialización represiva de las pulsiones.
Esa ilusión, digamos pedagógica, basada en el potencial emancipador de la ilustración se las tendrá que ver, dentro de la obra de los propios frankfurtianos, con una tesis más estructural y compleja; a saber, que existe un autoritarismo en la concepción misma de la personalidad[25]. Ello significa que la personalidad, como forma de organización históricamente constituida en Occidente, es en sí misma una estructura rígida y estática, para la que no hay unidad y coherencia de conducta sin segregación, no hay identidad sin la negación violenta de su relación con la diferencia. Esa tesis aparece sobre todo en su capítulo sobre el antisemitismo de Dialéctica de la Ilustración, en que los autores movilizan una comprensión genética sobre el Yo moderno para exponer su carácter naturalmente autoritario, su necesaria negación de las afinidades miméticas con el no-Yo, explorando para ello la comprensión freudiana de la proximidad entre la dinámica de la constitución del Yo y las estructuras de la paranoia. Interpretación que se verá considerablemente ampliada por Jacques Lacan cuando insista en que, en cuanto tal, la personalidad posee una estructura paranoica. Su estructura cognitiva es proyectiva, su identidad y su organización unitaria son narcisistas y defensivas, su dependencia del otro es constantemente negada y desconocida.
Tomemos La personalidad autoritaria y encontraremos una definición operativa de la personalidad como «predisposición a responder», como «disposición a comportarse», «susceptibilidad» ligada a una «estructura» que, aunque siempre modificable, suele ser muy resistente a cambios fundamentales. De ahí afirmaciones como:
La personalidad permanece detrás del comportamiento y dentro del individuo. Las fuerzas de la personalidad no son respuestas, sino una predisposición a la respuesta; que una disposición produzca o no una expresión explícita depende no sólo de la situación del momento, sino de cuáles sean otras predisposiciones se le opongan.[26]
La idea era determinar quiénes serían proclives a la propaganda y al discurso fascistas. ¿Por qué ciertos individuos son más propensos a responder de forma fascista a las condiciones sociales de crisis? Sin embargo, tal vez semejante objetivo sea sencillamente inalcanzable por tener que movilizar tal cantidad de variables para describir el tránsito al autoritarismo, muchas de ellas no exactamente vinculadas con una estructura de personalidad, llegando a convertirse en una quimera. Por otra parte, la noción de «predisposición», de «susceptibilidad», es epistemológicamente frágil, pues no podemos definir con precisión las condiciones externas que, de darse, actualizarán necesariamente una determinada posibilidad. Ello equivaldría a caer en una perspectiva necesitarista, sólo que ahora bajo la especie de «necesitarismo psicológico».
Por si fuera poco, no está claro que el autoritarismo de los agentes dependa de un patrón que se repita ininterrumpidamente. Sabemos de cambios en la estructura y de cambios en el comportamiento en función de los cambios en la situación social. Sabemos de «autoritarismos regionales», es decir, de comportamientos autoritarios sólo en situaciones específicas. Por otra parte, no hay ninguna garantía de que las «personalidades no autoritarias» no lleguen a desarrollar un comportamiento autoritario en determinados contextos y ante determinados grupos. Observemos, por ejemplo, en el caso que cita Adorno, cómo un «liberal auténtico» es alguien que no ve ningún problema en decir: «Hasta podría casarme con un negro si tuviera la piel suficientemente blanca»[27].
Sin embargo, La personalidad autoritaria puede acabar desempeñando otra función. En un momento dado, en el texto se reconoce que es posible que los patrones de personalidad que se han descartado como «patológicos» no sean «nada más que exageraciones de lo que era casi universal bajo la superficie de aquella sociedad»[28]. Esa afirmación, que se acerca más a lo que podemos deducir de la Dialéctica de la Ilustración, si se toma de forma categórica, nos pone delante de lo que puede ser la verdadera contribución de un debate de esa naturaleza. La idea de una formación patológica como exageración de rasgos generales es la forma exacta en que Freud describe la relación entre lo normal y lo patológico. Freud llega incluso a utilizar la metáfora de lo patológico como un cristal roto que revela los surcos siempre presentes en el cristal. Sólo que ser fieles a semejante comprensión podría llevarnos a cuestionar el sentido que pueda tener singularizar un «tipo» de personalidad que definiera patrones generales de comportamiento autoritario. Lo que podríamos llamar «personalidad autoritaria» es, en realidad, una explicación del equilibrio normal de los procesos de socialización e individuación en nuestra sociedad. Lo cual es una tesis incluso de mayor peso.
Tomemos uno de las varias posiciones posibles en este debate. Si admitimos que uno de los principales sistemas de socialización en las sociedades capitalistas contemporáneas es la industria cultural, no debería entonces sorprendernos ver cómo las narrativas paranoicas y complotistas, las estructuras de estereotipación y funcionalización, son el elemento natural de sus productos, son las narrativas normales de los discursos que la componen[29]. Del mismo modo, la lógica de la personalidad como «tipología» es un hecho objetivo dentro de tales sistemas de socialización.
Si es ese el caso, debemos extraer las consecuencias del hecho de vivir en una era en que se han derrumbado las gramáticas políticas alternativas, es decir, una era en que la comunicación política se organiza sobre la base de los dictados generales y los modos de determinación de los sectores más fetichizados de la industria cultural. En una era así, incluso la izquierda transmite sin cuestionarlos los modos de visibilización y de organización de los discursos propios de la industria cultural. Estamos en la era de la «izquierda Instagram» y ello tiene consecuencias. Una de ellas es la generalización de estructuras de personalidad que se organizan sobre la base de las características discursivas de la industria cultural. Personalidades estereotipadas y funcionales que actúan según lógicas paranoicas. No es por azar que algunos de los principales líderes de la extrema derecha hayan surgido de la industria del entretenimiento (Trump, Berlusconi). Bolsonaro, por ejemplo, se convirtió en alguien conocido a nivel nacional gracias a su participación en programas de televisión… humorísticos. El humor es aquí un elemento central, porque se trata de operar la identificación con tales líderes de forma «cínica», en el sentido de identificaciones que son «meras apariencias» y que, de esa forma, permiten que los discursos más violentos circulen, produzcan efectos, sin que los agentes se describan a sí mismos como realmente implicados. Ello es esencial para sostener las estructuras violentas de la personalidad sin exigir el precio de una ética de la convicción[30]. Todo ello nos muestra cómo la industria cultural es el lenguaje natural de la extrema derecha y quizás no sea una coincidencia que esté creciendo de nuevo en el mismo momento en que la crítica cultural ya no parece tener sentido para los sectores hegemónicos de la izquierda.
A ese respecto, el hecho verdaderamente digno de investigación no sería la existencia de una «personalidad autoritaria», sino de subjetividades con un fuerte potencial crítico en relación con su propio autoritarismo. En otras palabras, en cierto modo, el punto de partida de La personalidad autoritaria está «cabeza abajo» si aceptamos diversas elaboraciones de los propios frankfurtianos. En lugar de especificar un determinado tipo de personalidad, se trataría de generalizar los rasgos autoritarios a todas y cada una de las personalidades. Y se trataría también de describir las coordenadas sociohistóricas que producen las condiciones de expresión del autoritarismo inherente a la personalidad en el fascismo, para llegar al caso efectivamente específico; a saber, el de un sujeto sensible al autoritarismo de su propia personalidad.
Ello nos muestra cómo la personalidad no puede servir de horizonte normativo para definir las estructuras normales de maduración. La maduración efectiva está vinculada a formas de integración de lo expulsado de la personalidad para que ésta pueda constituirse como unidad y estructura de síntesis. Existe una dialéctica dentro de ese proceso en el que la individuación prometida por la constitución de la personalidad comienza realmente sólo donde termina. Porque la capacidad de integrar lo que ha sido expulsado de la dinámica de unificación con vistas a la constitución de la personalidad es la marca fundamental de una realización no defensiva de la identidad, de la posibilidad de una síntesis psíquica no violenta que es el comienzo de otras formas de subjetividad. A ese respecto, podríamos decir que tendría sentido hablar de «personalidad autoritaria» sólo para describir aquellas situaciones en las que el conflicto del sujeto en relación con su propia personalidad ya no es posible.
De convenir en ello, cabría decir que, lejos de haber sido alguna forma de explosión de irracionalidad y regresión social, el fascismo fue la realización de una estructura psicológica que había nacido como si fuera la condición subjetiva para la implementación de exigencias normativas de libertad y maduración social, pero que necesariamente se había convertido en su contrario. Un capítulo en la historia de las inversiones de la razón en principio de dominación social[31].
Una crisis psíquica
Quisiera terminar subrayando cómo el fascismo opera bajo el signo de una doble crisis. He hablado antes de la crisis socioeconómica de la que el neoliberalismo autoritario es una posible respuesta. Tiene lugar, digamos, a un nivel macroestructural. Sin embargo, para que tengamos fascismo, es necesario que a esa crisis se sume otra; a saber, una crisis que se desarrolle a nivel microestructural. El fascismo depende de una doble crisis concomitante. En el caso de esa segunda crisis, podemos hablar de «descomposiciones microestructurales», es decir, las que se producen a nivel de las normas sociales que pretendían gestionar la sexualidad, los cuerpos, las relaciones reproductivas en el seno de la familia, entre otras.
Esas descomposiciones a nivel microestructural, es decir, esas imposibilidades de la reproducción material de las formas de vida hegemónicas a nivel microestructural, fueron tematizadas por los frankfurtianos a principios de los años treinta a través del tópico del «debilitamiento del Yo», el «declive de la autoridad paterna» y la consolidación de la «familia autoritaria» como reacción desesperada al derrumbe del patriarcado. Constituyen algo que podríamos llamar una «crisis psíquica». Esa crisis proviene del colapso ligado a la imposibilidad histórica de sostener la ilusión de que la identidad, la unidad sintética y la integridad del Yo moderno no eran resultado de la interiorización de un «sistema de cicatrices» y segregaciones. De ahí la imposibilidad de sostener la producción de tal identidad mediante las estrategias tradicionales de normalización de las identificaciones paternas.
Las causas históricas del agotamiento de la creencia en la organicidad de la unidad del Ser y de su identidad, que provocaría lo que aquí llamamos una «crisis psíquica», son diversas. La presión en favor de una igualdad real procedente de los movimientos comunistas desde la Revolución Soviética ha contribuido a poner en tela de juicio los fundamentos segregacionistas y coloniales de la individualidad moderna. El «bolchevismo sexual» (término de guerra acuñado por los nazis) advertía a la familia alemana de los efectos supuestamente destructivos de la igualdad entre los sexos y del desencantamiento de la familia por el comunismo. También debe recordarse la descomposición de los órdenes tradicionales, en una clave que nos remite al «sufrimiento de la indeterminación» descrito por Durkheim[32]. Tampoco debe pasarse por alto el auge de la expresión descentrada en el campo de la estética, especialmente para un régimen que se tomaba tan en serio el «Entartete Kunst». En otras palabras, se trata de un fenómeno multifactorial.
Una estrategia transformadora consistiría en asumir esa descomposición y tomarla como motor de la emergencia de formas de subjetividad por venir. Pero otra estrategia posible consiste en interiorizar un mecanismo de defensa contra ese debilitamiento. Ello supondría desarrollar identificaciones narcisistas, defender las posiciones sociales de autoridad perturbadas, defender la irreductibilidad de «los individuos y las familias» sobre la base de una lógica narcisista. La fragilidad del Yo se verá compensada por la identificación especular con una imagen narcisista y rígida de sí mismo, elevada a la posición de autoridad. Una autoridad a la vez viril y caricaturesca, fálica y cínica, mezcla de brutalidad y autoengaño, ya que sería imposible anular la conciencia histórica de su desaparición. De ese modo, tendremos lo que Adorno denominó «la ampliación de la propia personalidad del sujeto, una proyección colectiva de sí mismo, en lugar de la imagen de un padre cuyo papel durante la última fase de la infancia del sujeto bien puede haber decaído en la sociedad actual»[33].
Adorno explora ese rasgo para hablar de la estructura de la identificación con los líderes fascistas. El líder fascista no se constituye a partir de la imagen del padre, sino de la imagen narcisista del sujeto. Por ello, moviliza el concepto de «pequeño gran hombre»: «una persona que sugiere, al mismo tiempo, la omnipotencia y la idea de que es uno más del pueblo, un americano sencillo, rudo y vigoroso, no influido por la riqueza material o espiritual»[34]. Alguien que no se constituye a partir de la imagen de un ideal normativo, sino que aparece en la escena de la omnipotencia con los mismos ropajes que nosotros, con las mismas incapacidades, que supuestamente habla «como nosotros», con las mismas rabias y «arrebatos». De ahí la conocida imagen, que debemos a Adorno, de Hitler como una mezcla de King Kong y barbero de suburbio.
Si aceptamos ese planteamiento, debemos preguntarnos si es posible sostener la existencia de una crisis psíquica característica de nuestro tiempo. Se trata de describir un conjunto de procesos que sitúan la estructura psíquica en un punto de necesaria transformación o de violenta defensa. En ese sentido, observemos cómo el mismo movimiento que busca reconstruir las formas de circulación de los cuerpos y las visibilidades de los deseos para ser colonizado por el llamado neoliberalismo progresista no se reduce exclusivamente a semejante condición, pues potencialmente plantea nuevas disposiciones libidinales y nuevas formas de relación que se experimentan de manera angustiosa y angustiante, ya que pone en tela de juicio la noción misma de identidad psicológica. Por otra parte, el neoliberalismo es una forma de gestionar el sufrimiento psíquico, de desplazar las contradicciones sociales a los foros individuales, como si los individuos y su supuesta impotencia fueran los únicos responsables de sus inhibiciones, síntomas y angustias. Esa situación puede reforzar una crisis que, una vez más, puede llevar a los sujetos a una salida defensiva y reactiva. Que Brasil sea actualmente el país con el mayor número de casos de trastornos de ansiedad en el mundo y una de las tasas más altas de diagnósticos de depresión (13,5 % de la población) es algo que, en ese contexto, no debe pasarse por alto. Muestra cómo estamos en un lugar privilegiado de intensificación de las crisis psíquicas que proporcionan un elemento importante para la consolidación de la adhesión a la unión entre el fascismo y el neoliberalismo.
Por último, me gustaría aclarar el uso repetido del término «contrarrevolución». Quienquiera que hable de contrarrevolución está hablando de otra fuerza ofensiva y revolucionaria en marcha. De hecho, me gustaría insistir en que vivimos en una época insurreccional, sólo que «insurrección» es algo que puede ocurrir en dos direcciones opuestas.
A propósito del carácter insurreccional de nuestro tiempo, con su secuencia de revueltas iniciada en 2011 con la Primavera Árabe y que continúa hoy, recordemos un caso latinoamericano. En 2021, Colombia se enfrentó a manifestaciones sin precedentes que tomaron las calles, provocando que el gobierno abandonara un proyecto de reforma fiscal que, una vez más, transfería los costos de la pandemia a los más pobres. Ante esa situación, el expresidente derechista Álvaro Uribe llamó a su pueblo a luchar contra una «revolución molecular disipada» que se apoderaba del país.
El término no dejaba de tener su raison d’être. Desde hace años, América Latina vive una serie de levantamientos populares cuya fuerza proviene de articulaciones inéditas entre un rechazo radical del orden económico neoliberal, levantamientos que al mismo tiempo ponen en tensión todos los niveles de violencia que conforman nuestros modelos sociales. Las imágenes de las luchas contra la reforma fiscal, protagonizadas por personas trans que reivindican su dignidad social o por desempleados que se atrincheran junto con feministas, explican bien lo que, en ese contexto, significa «revolución molecular»: que no somos testigos de levantamientos que no están centralizados en una línea de mando y que crean situaciones que pueden hacer reverberar, en un solo movimiento, tanto la lucha contra las disciplinas naturalizadas en la colonización de los cuerpos y la definición de sus supuestos lugares, como contra las macroestructuras de desposesión laboral. Son levantamientos que operan de forma transversal y que cuestionan, de forma no jerárquica, todos los niveles de las estructuras de reproducción de la vida social. Contra ello, Brasil movilizó la fuerza insurreccional de un fascismo popular. En Brasil, la insurrección ha cambiado de bando y se produce, entre otras cosas, contra la posibilidad del surgimiento de una secuencia popular como la que vimos en Colombia. Contra el problema de esa insurrección fascista, no tenemos aún una respuesta política.
Notas
[1] Me gustaría dar las gracias a The New Institute/Hamburg por su acogida durante mi estancia en 2022, que me permitió elaborar las ideas que presento en este artículo.
[2] ARENDT, 2020, p. 187. (La traducción es mía. Todas las citas se han traducido directamente del texto en inglés publicado en Crisis and Critique, vol. 11, núm. 1, 16 de julio de 2024, en que, además, se reprodujo sin cambios la bibliografía del original en portugués del texto de Safatle, la cual incluye obras en francés, inglés y portugués, lo mismo originales que en traducción [N. del T.])
[3] Recordemos a Reich, quien dijo: «El fascismo no es, como la gente tiende a creer, un movimiento puramente reaccionario, sino que se presenta como una amalgama de emociones revolucionarias y conceptos sociales reaccionarios.» (REICH, 2005, p. 17).
[4] Véase, por ejemplo, DARDOT y LAVAL, 2019; PAXTON, 2016; RILEY, 2018 o el concepto de «posfascismo» en TRAVERSO, 2019.
[5] Sin embargo, es importante recordar que se conocieron regímenes fascistas incluso después del final de la Segunda Guerra Mundial. La dictadura de Franco (1936-1975) en España, así como el régimen del apartheid en Sudáfrica (1948-1994), por poner sólo dos ejemplos, difícilmente quedarían fuera de una definición analítica del fascismo histórico, aunque no fueran regímenes animados por la guerra de movimientos. En cambio, sí son una prueba de la posibilidad de la «normalización administrativa» del fascismo.
[6] FURTADO, 2020.
[7] Sobre la distinción ontológica entre «personas» y «cosas» en las relaciones esclavistas, véase ESPOSITO, 2016.
[8] Sobre el tema de la guerra civil como situación social «normal», véase sobre todo PELBART, 2018.
[9] Sobre la figura del «Estado depredador», véase, por ejemplo, CHAMAYOU, 2010.
[10] Como nos recuerda Elsa Dorlin, «[a] lo largo del período esclavista, el desarme de los esclavizados vino acompañado de una verdadera disciplinarización de sus cuerpos para mantenerlos indefensos, lo que imponía la corrección de actos mínimos de marcialidad. Ese proceso tiene como principio filosófico lo que es más característico de la condición servil: las personas esclavizadas son las que no tienen ni el derecho ni el deber de preservarse a sí mismas. En consecuencia, el desarme debe entenderse como una medida de seguridad para las poblaciones libres. Sin embargo, de manera más fundamental, establece una línea divisoria entre los sujetos que son dueños de sí mismos, únicos responsables de su propia preservación, y los esclavizados, que no se pertenecen a sí mismos y cuya preservación depende enteramente de la buena voluntad de su amo.» (DORLIN, 2019, p. 45).
[11] Para un análisis del carácter continuo de la acumulación primitiva y su lógica de guerra civil prolongada, véase ALLIEZ y LAZZARATTO, 2021.
[12] Véase SAFATLE, 2022. Véase también FELDMANN y SANTOS, 2021.
[13] Diagnóstico realizado, entre otros, por ARANTES, 2008.
[14] Para un extenso análisis de esta cuestión, basado en una comprensión precisa del bolsonarismo, véase principalmente NUNES, 2022.
[15] STREECK, 2015.
[16] Véase FRASER, 2017.
[17] Idem, p. 104.
[18] Un examen más extenso y preciso de la personalidad autoritaria se puede encontrar en FERREIRA, 2018.
[19] FROMM, 1980. p. 110. Para un análisis de las primeras colaboraciones de Erich Fromm con el Instituto de Investigación Social, véase: JAY, 1996.
[20] ADORNO, 1996, p. 30.
[21] MASLOW, 1943.
[22] REICH; 2001, p. 53.
[23] Idem, 2006, p. 56.
[24] HORKHEIMER y FLOWERMAN, 1949, p. 13
[25] Se trata de una tesis compartida en cierta medida por Peter Gordon, para quien «[e]l estudio de [La personalidad autoritaria], me atreveré a sugerir, desarrolló elaboró os líneas argumentales distintas. La primera de ellas, el descubrimiento «oficial» del programa de investigación, comprende el mensaje básico que MacWilliams reitera en los pasajes citados anteriormente; a saber, la afirmación de haber identificado un nuevo «tipo psicológico». El segundo argumento es bastante más aleccionador y radical en sus implicaciones: sugiere que la personalidad autoritaria no significa simplemente un tipo, sino una característica emergente y generalizada de la sociedad moderna en cuanto tal.» (GORDON, 2017, p. 47.)
[26] ADORNO et alli; 2021, p. 79.
[27] Idem, p. 592.
[28] Idem, p. 82.
[29] Recordemos, por ejemplo, la aproximación adorniana entre las columnas de astrología en los periódicos y los delirios paranoicos en ADORNO, 2006.
[30] Sobre la relación entre cinismo y fascismo, véase el tercer capítulo de SAFATLE, 2008.
[31] Un ejemplo importante del arraigo heterodoxo del nazismo en nuestros sistemas de valores puede encontrarse en CHAPOUTOT, 2014.
[32] DURKHEIM, 2003.
[33] ADORNO, 2015, p. 418.
[34] Idem, p. 421.
Bibliografía
ADORNO, Theodor. As estrelas descem a terra, São Paulo: Unesp, 2006.
____. Educação e emancipação, São Paulo: Paz e Terra, 1996.
____. Ensaios de psicologia social e psicanálise, São Paulo: Unesp, 2015.
ADORNO, Theodor et alli. Estudos sobre a personalidade autoritária, São Paulo: Unesp, 2021.
ALLIEZ, Eric y LAZZARATTO, Maurizio. Guerra e Capital, São Paulo: Ubu, 2021.
ARANTES, Paulo. Extinção, São Paulo: Boitempo, 2008.
ARENDT, Hannah. Origens do totalitarismo, São Paulo: Companhia das Letras, 2020.
CHAMAYOU, Grégoire. La chasse à l’homme, París: La fabrique, 2010
CHAPOUTOT, Johann. La loi du sang: penser et agir en nazi, París: Gallimard, 2014.
DARDOT, Pierre y LAVAL, Christian. «Anatomie du nouveau néoliberalisme»
(http://reflexions-echanges-insoumis.org/anatomie-du-nouveau-neoliberalisme/).
DORLIN, Elsa. Auto-defesa, São Paulo: Ubu, 2019.
DURKHEIM, Emile. Le suicide, París: PUF, 2003.
ESPOSITO, Roberto. As pessoas e as coisas, Rafael Copetti, 2016.
FELDMANN, Daniel y SANTOS, Fábio. O médico e o monstro: uma leitura do progressismo latino-americano, São Paulo: Elefante, 2021.
FERREIRA, Virgínia. «A personalidade autoritária: antropologia crítica e potencial fascista», Tesis doctoral (Departamento de Filosofía’Universidad de São Paulo), 2018.
FRASER, Nancy. «Progressive neoliberalism versus reactionary populism: a Hobson’s choice», in GEISELBERGEN, Heinrich (org). The great regression, Londres: Polity Press, 2017.
FROMM, Erich. Arbeiter und Angestelle am Vorabend des Dritten Reiches, Stuttgart: Deutsche Verlags-Anstalt, 1980. p. 110
FURTADO, Celso. Formação econômica do Brasil, São Paulo: Companhia das Letras, 2020.
GORDON, Peter. The Authoritarian Personality Revisited:: Reading Adorno in the Age of Trump, Boundary 2, volumen 44, 2017.
HORKHEIMER, Max y FLOWERMAN, Samuel. Studies in prejudice, Nueva York: 1949.
JAY, Martin. The Dialectical Imagination, Berkeley: California University Press, 1996.
MASLOW, Abraham. «The authoritarian character structure», The Journal of Social Psychology, Volumen 18, 1943.
NUNES, Rodrigo. Do transe à vertigem, São Paulo: Ubu, 2022
PAXTON, Robert; «Is fascism back?» (https://www.project-syndicate.org/onpoint/is
fascism-back-by-robert-o–paxton-2016-01?barrier=accesspaylog), 2016.
PELBART, Péter Pal. «Da guerra civil», Arquivos Brasileiros de Psicologia, vol. 70, 2018.
REICH; Wilheim. Analise de caráter, São Paulo: Martins Fontes, 2001.
____. La psicología de masas del fascismo, París: Payot, 2005.
RILEY, Dylan. «What’s Trump?», New Left Review, n. 114, noviembre de 2018.
SAFATLE, Vladimir. Cinismo e falência da crítica, São Paulo: Boitempo, 2008.
____. Só mais um esforço, Belo Horizonte: Autêntica, 2022.
STREECK, Wolfgang; How will capitalism end? Essays on a failling system, Londres: Verso, 2015.
TRAVERSO, Enzo. The new faces of fascism: populism and the far right, Londres: Verso, 2019.