La periodista Dawn Foster, fallecida recientemente a los 34 años, escribió de manera conmovedora sobre un momento decisivo de su vida. Mientras informaba sobre el incendio de Grenfell de 2017, una mujer agarró un colgante religioso que llevaba y le preguntó si rezaría por su amiga desaparecida. Dawn escribió: «Estaba muy fuera de forma, pero ni remotamente en posición de decir que no». Y fue a la sombra de Grenfell, esa columna ennegrecida que simboliza el daño causado por el capitalismo salvaje de hoy en día, donde conoció a personas arraigadas en la religión, un encuentro que la llevó a renovar su fe católica, al apoyo de una comunidad religiosa y a «un marco en el que centrarse y una regularidad en una vida que, de otro modo, sería caótica».
Malinterpretando la descripción de Karl Marx de la religión como «el opio de los pueblos», «el suspiro de la criatura oprimida» y «el corazón de un mundo sin corazón», algunos en la izquierda siguen imaginando que las prácticas, instituciones y creencias religiosas distraen a la clase obrera de su destino revolucionario y apuntalan a la burguesía: la religión es reaccionaria y la fe, insensata. Pero esto ignora la forma en que los líderes religiosos muchas veces desencadenaron el cambio.
Los cuáqueros desempeñaron un papel clave en la abolición de la esclavitud. Sacerdotes impregnados de teología de la liberación ayudaron a derrocar el régimen proamericano de Nicaragua en 1979 (los cuatro sacerdotes del gobierno sandinista fueron despojados de su sacerdocio por el Vaticano). Y fue William Temple, un sacerdote anglicano, quien acuñó por primera vez el término «Estado del bienestar» en su libro de 1928 Christianity and the State [El cristianismo y el Estado]), llamándolo «el órgano de la comunidad» que actúa en solidaridad con los intereses del pueblo, en contraposición al «Estado-poder» alemán que entonces ejercía el poder sobre sus comunidades.
El cambio radical puede venir, y muchas veces vino, de grupos religiosos y de personas religiosas. Pero da la sensación de que la izquierda se definió por el secularismo y la derecha por la religiosidad, una polarización especialmente marcada en el contexto estadounidense, donde, como describe Bill Press en How the Republicans stole Christmas [Cómo los republicanos se robaron la Navidad], los conservadores religiosos secuestraron al partido republicano, «declararon el monopolio de la religión» y trasladaron la política al terreno de la moralidad y la cultura que habitamos hoy en día.
El «experimento» de los curas obreros es, por tanto, una ocasión en la que la fe y la política de izquierda se unieron en un frente único contra los males del capitalismo. Y ahora que entramos en una era poscapitalista, quizá deberíamos reflexionar sobre hasta qué punto la izquierda está abierta a personas con convicciones religiosas y sobre el punto en el que podrían conectarse la fe y la política para forjar las coaliciones necesarias para construir el cambio ahora.
Las raíces del experimento
¿Qué es un sacerdote obrero? ¿En qué consistió el «experimento» del sacerdote obrero? ¿Y cuál es el legado actual de los curas obreros? Los curas obreros pueden definirse como aquellos que «eligieron ser trabajadores asalariados en la industria como expresión de su fe», según John Rowe, un cura obrero británico. Un aspecto de su historia surge de las reivindicaciones de los trabajadores y del impacto de éstas en las instituciones eclesiásticas.
A finales del siglo XIX, los trabajadores abandonaron los bancos de las iglesias por los de los sindicatos, buscando recompensas en esta vida en lugar de promesas de recompensa en la otra. La afiliación a los sindicatos se disparó: el número de miembros con carné en Gran Bretaña pasó de 674.000 en 1887 a casi dos millones en 1905; en Francia, Alemania y otros países se produjeron aumentos similares y espectaculares. Esto vino acompañado de un aumento de la militancia sindical: la huelga de las fosforeras de 1888 y la huelga portuaria de Londres del año siguiente marcaron el nuevo sindicalismo que incorporó a los trabajadores no cualificados al movimiento.
En respuesta a estos acontecimientos, así como al creciente antagonismo entre patronos y trabajadores en todo el mundo industrializado, el Papa León XIII publicó la Rerum Novarum en 1891, una carta abierta que aceptaba el derecho a un trabajo digno, a unas condiciones laborales seguras, a un salario digno y el derecho de los trabajadores a sindicarse, pero reafirmaba la inviolabilidad de la propiedad privada y seguía siendo crítico con el colectivismo socialista o, de hecho, con cualquier cambio transformador.
Pero el grito de guerra llegó con La France, pays de mission? [¿Francia, tierra de misión?] de Henri Godin e Yvan Daniel. En su histórico informe de 1943, encargado por el arzobispo de París, el cardenal Suhard, los autores comparan la situación francesa con el encuentro de San Pablo con los fieles de Corinto, con «las novedades —la radio, el cine, los periódicos—» que proliferan en las ciudades, «portadoras de un espíritu pagano que corroe lentamente el alma de Francia». Godin y Daniel citan el suburbio parisino de Clichy como un lugar donde la autoridad eclesiástica ha menguado: «Aquí no hay vida cristiana, ni cultura cristiana, ni cultura de ningún tipo».
Detrás de este pánico moral estaba la amenaza siempre presente del marxismo, ya que Clichy formaba parte del «Cinturón Rojo» alrededor de París, esos suburbios industriales que, desde la década de 1920, impusieron sistemáticamente gobiernos locales comunistas. Sede de la Escuela Lenin del Partido Comunista Francés (PCF) desde 1925, que formaba a militantes del partido, Clichy también cuenta con uno de los mejores ejemplos de arquitectura municipal socialista, la Maison du Peuple, construida entre 1935 y 1939, que contiene una sala para producciones musicales y teatrales (¡hasta ese punto llegaba la incultura!).
Para recristianizar Francia, Godin y Daniel reclaman sacerdotes misioneros que, mediante la creación de «auténticas comunidades de vida», conduzcan a las masas de vuelta a Cristo. La misión actuaría fuera del sistema parroquial —ya que los párrocos solían ser considerados burgueses— y trataría de superar el atractivo del comunismo. «Sólo una mística puede oponerse a una mística», escribieron. «Contra una visión dinámica sólo puede triunfar una más dinámica».
El cardenal Suhard apoyó las conclusiones del informe. Se creó un seminario, la Mission de France, para formar a una nueva generación de sacerdotes y, a finales de los años cuarenta, docenas de ellos trabajaban a tiempo completo en fábricas de Francia y Bélgica, formando equipos (équipes) para reconquistar a un «proletariado pagano», destinados a actuar como «levadura» en la «masa» proletaria.
El experimento llega a su fin
Sin embargo, con el tiempo, llegaron al Vaticano noticias de agitación entre sacerdotes y comunistas. Varios sacerdotes se unieron al sindicato comunista CGT (Confédération Générale du Travail) y participaron en las huelgas de 1947 y 1950. En mayo de 1952, dos curas obreros fueron detenidos en una protesta contra la visita del comandante de la OTAN, el general Ridgway, lo que les valió el títular de «Sacerdotes en la cárcel». Y en abril de 1953, el diario comunista L’Humanité publicó un ataque de un grupo de curas obreros contra el director del sindicato cristiano, la CFTC (Confédération Française des Travailleurs Chrétiens), al que acusaban de colaborar con la patronal.
A raíz de estos sucesos, el Vaticano convocó a Roma a los cardenales franceses y ordenó poner fin a los contactos entre los sacerdotes y la industria, y a finales del 53 el seminario de la Mission de France había cerrado. En enero de 1954, una declaración pública de los obispos franceses exigió que se limitara el trabajo manual y cesara el sindical y político. El caso de los curas obreros estalló entonces en una cause célèbre, con artículos en los principales periódicos internacionales denunciando la decisión del Vaticano de poner fin al experimento de los «sacerdotes obreros».
Este dramático final hizo que el «experimento» de los curas obreros se considere a la vez un mito y un momento, pero el verdadero núcleo de la historia es el compromiso de los curas con los trabajadores y la forma en que perdura el legado del movimiento. Respecto de este tema, hablé con Hugh Williamson, cuyo padre, el sacerdote anglicano Tony Williamson, entró a trabajar en la fábrica de coches de Cowley, en Oxford, en 1958, desempeñándose allí como conductor de carretillas elevadoras durante casi treinta años.
Le pregunto cómo reaccionaron los trabajadores cuando descubrieron que su padre era sacerdote. «Pensaron que era un fracasado», me dice. «La gente se preguntaba qué demonios hacía allí: ¿Qué hiciste mal para tener que aceptar un trabajo en una fábrica?»
No es de extrañar que se escandalizaran, ya que el padre de Hugh había disfrutado de una educación relativamente privilegiada, asistiendo a un colegio privado y graduándose en el Trinity College de Oxford. Sin embargo, se entregó de lleno a su vocación industrial. Además de trabajar en turnos de ocho horas en la fábrica de coches, Tony era activista sindical, concejal y padre, y acudía a misa todos los miércoles a las 6.30 de la mañana con su mameluco de trabajo debajo de la sotana.
«Mi padre solía decir que si predicaba en la iglesia o si estaba en la fábrica o en la oficina del sindicato, servía para lo mismo», me cuenta Hugh. «Era la misma idea de servir a la gente, de ayudarla tanto como pudiera».
Lo interesante es que, a medida que su compromiso con los trabajadores se profundizaba con el tiempo, los curas obreros de todas las confesiones empezaron a entender su vocación a través de un espíritu de «presencia», de «estar con» (d’être avec) o de «testimonio», y no de conquista. La idea de una misión para convertir al proletariado pagano empezó a pasar a un segundo plano frente al hecho de compartir todos los aspectos de la existencia proletaria. El sacerdote obrero metodista Jack Burton, que trabajó como conductor de autobús en Norwich durante muchos años, dejó constancia de sus sentimientos en su libro de 1976 Transport of Delight [Transporte de delicias]: «Para mi inmensa decepción, no he persuadido a una sola persona para que asista regularmente al servicio divino. Pero he descubierto lo que sospechaba desde hace tiempo: que no importa mucho».
Sacerdotes obreros hoy
Ese mismo espíritu sigue existiendo hoy en diferentes formas. El libro de Pierre Bourdieu La miseria del mundo dio testimonio de los problemas a los que se enfrentan los trabajadores en la economía neoliberal actual. Las películas de los hermanos Dardenne, ambientadas en la Bélgica postindustrial, obligan al espectador a estar presente en la vida de trabajadores, jóvenes, inmigrantes y pequeños delincuentes que luchan por salir adelante. Sin embargo, un defecto del movimiento de curas obreros fue siempre la falta de mujeres en sus filas, algo en lo que definitivamente hubo cambios positivos.
Maria Jans-Wenstrup, de 57 años, es una ex monja que trabaja en un centro de distribución de Oberhausen (Alemania), armando paquetes en turnos de ocho horas de lunes a viernes y un sábado por medio. Le gusta el trabajo, pero empaquetar cajas pesadas «me lleva al límite de mi fuerza física», dice, ya que la tecnología a menudo no funciona y «la presión por hacer más y más se cierne constantemente sobre todo».
Aunque María tiene un contrato por tiempo indeterminado, el 75% de la plantilla es temporal, algo que la empresa utiliza para impulsar el rendimiento. La mayoría de sus compañeros son musulmanes de Oriente Medio o África, y su fe les une más que de lo que los separa. Un día, al oír a dos compañeros hablando un idioma que no reconocía, les preguntó qué era. Uno de ellos sonrió y dijo: «Es arameo, la lengua de Jesús».
María se describe a sí misma como una «trabajadora-hermana» más que como una trabajadora-sacerdotisa, y ayuda a sus compañeros explicándoles la información de la empresa, ayudándolos con los formularios y descifrando sus nóminas. Durante la charla que mantuve con ella, le pregunté qué mejoraría de las condiciones en el centro de distribución. Dice que si más trabajadores tuvieran contratos por tiempo indeterminado, la empresa no podría utilizarlos como «peones». En cuanto a la cuestión de «pasar» al trabajo manual, me dice que con el tiempo desarrolló un gran respeto por las personas que luchan por ganarse la vida y que siente que podría llevar lo que aprendió al mundo religioso del «otro lado».
Anne-Marieke Koot, de 58 años, estudió teología y trabajó como capellán durante más de 12 años: en la industria, en una cárcel y en una residencia de ancianos. Desde 2002, es trabajadora de limpieza en Utrecht (Países Bajos). El trabajo le resulta gratificante, pues muchas personas se sienten solas y se alegran de tener a alguien con quien hablar. Pero a veces tiene que limpiar tres casas al día, a menudo le duelen las rodillas y ya no puede trabajar como antes.
Le pregunto a Anne-Marieke por qué es importante para ella vincular de este modo la espiritualidad y el trabajo. Significa «estar con los más vulnerables», me dice. «Los que pasan desapercibidos, los de abajo. Y no estar allí para ofrecer ayuda, sino para estar realmente a su lado, para compartir la vida. Ahí, en el fondo, es donde empieza todo».
Del mismo modo que Dawn Foster pudo compartir la angustia de un residente de Grenfell, los curas obreros pudieron compartir las cargas del trabajo industrial de entonces y del trabajo precario de hoy. Porque la práctica de la fe no se basa en la ubicación, el conocimiento o el poder, sino en canalizar y compartir un propósito.