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Los líderes de Die Linke anuncian los principales candidatos de su partido para las próximas elecciones al Bundestag el 10 de noviembre de 2024, en Berlín, Alemania. (Fabian Sommer / alianza de imágenes a través de Getty Images)

¿Puede renacer Die Linke en Alemania?

Traducción: Pedro Perucca

El pasado octubre Die Linke eligió una nueva dirección que promete volver a conectar con los votantes de la clase trabajadora. Con las elecciones alemanas programadas para principios de 2025, el partido enfrenta una carrera contrarreloj para cambiar su cultura militante.

El partido alemán Die Linke fue en su día el faro de la izquierda europea. Creado en 2007 como una fusión entre el poscomunista Partido del Socialismo Democrático (PDS) y una escisión pro obrera del Partido Socialdemócrata (SPD), durante su primera década Die Linke se convirtió en una fuerza importante en la política nacional. En el Este, representaba a los jóvenes rezagados y a los jubilados, y llamaba la atención sobre las desigualdades heredadas de la reunificación. En las ciudades, era el hogar político obvio para estudiantes de izquierda, sindicalistas radicales y activistas de todo tipo. En su apogeo, llegó a obtener alrededor del 10% de los votos a nivel nacional y casi el 30% en muchos antiguos estados del Este, llegando incluso a entrar en el gobierno.

Sin embargo, hoy el panorama dista mucho de ser halagüeño. Con los socialdemócratas de centro-izquierda y los Verdes en el gobierno nacional desde 2021, gestionando la caída del nivel de vida, el estancamiento económico y un apoyo aparentemente ilimitado a la guerra en el extranjero, podría parecer que el partido de la oposición Die Linke está bien situado para sacar ventaja. Sin embargo, hoy se encuentra en sus horas más bajas, después de pasar años sumido en una crisis de identidad. En las elecciones a la Unión Europea (UE) de este año obtuvo menos del 3% de los votos, abandonó el parlamento de un estado federado del este y ahora corre el riesgo de perder su banca en el Bundestag federal. ¿Qué falló?

El problema Wagenknecht

Para muchos, tanto dentro como fuera de Die Linke, todo se reduce a un nombre: Sahra Wagenknecht. Sin duda, el declive de Die Linke se hizo evidente desde que Wagenknecht, su representante más prominente desde la década de 2010, comenzó a desobedecer públicamente la línea partidaria. Esto comenzó con unas polémicas discusiones antiinmigración alrededor de 2018 y con su intento frustrado de lanzar un movimiento al estilo de los «Chalecos amarillos» bajo sus auspicios (y no los de Die Linke) en 2019. Durante los últimos cinco años, el destino de Die Linke pareció estar estrechamente ligado a las decisiones, muy pocas veces responsables, de su figura pública más famosa. Para los activistas más jóvenes, educados y urbanos, la cuestión pasaba por la forma de domarla o de conseguir que renunciara. La indefinición de Wagenknecht respecto a la creación de un partido rival («¿lo hará o no lo hará?») mantuvo su nombre en los titulares.

Die Linke se había apoyado durante mucho tiempo en una estructura de gobierno amorfa, basada en una táctica colaboración entre diversas agrupaciones internas. Había más «reformistas» orientados al gobierno en el antiguo Este, postrotskistas, antiimperialistas, pacifistas, no pocos partidarios de Israel y autonomistas «movimientistas». Cuando la cuestión pasaba por los derechos laborales o los alquileres, normalmente podían llevarse bien; incluso algunos activistas más «revolucionarios» apoyaron campañas limitadas a un tema o aceptaron trabajos para diputados de Die Linke. Sin embargo, este pacto de no agresión no estaba en condiciones de hacerle frente a un líder de alto perfil que se volviera rebelde en temas divisivos de la guerra cultural. Incluso la considerable facción que criticaba abiertamente a Wagenknecht se mostró como esencialmente incapaz de forzar su salida. Mientras la acusaban de «rojiparda», ella los ridiculizaba como «la izquierda del estilo de vida», supuestamente desconectados de los votantes comunes y obsesionados con temas como los pronombres.

La ironía es que esta situación refleja el papel de su marido en el SPD a finales de los noventa, que llevó a la creación de Die Linke. Antiguo ministro, Oskar Lafontaine insistió durante mucho tiempo en que no abandonaría el SPD, mientras consolidaba su presencia mediática como disidente público y acababa eligiendo el momento oportuno para fundar otra cosa. Finalmente ayudó a crear Die Linke. Ahora Wagenknecht fue aún más lejos en el ejercicio de marca personal, creando en enero de 2024 un nuevo partido llamado Alianza Sahra Wagenknecht (BSW).

Días pasados

Comparando Alemania con países con sistemas de votación diferentes, como Gran Bretaña, podría parecer obvio que su modelo de representación más proporcional ayudaría a la izquierda. Con un sistema en el que (casi) todos los votos cuentan, los críticos a la socialdemocracia neoliberal lo tendrían mucho más fácil para construir una base electoral que votara a favor de las políticas que desean. Durante los primeros años de existencia, Die Linke pareció demostrarlo, ya que eligió a docenas de diputados para el Bundestag. Sin embargo, la volatilidad del panorama partidista también planteó otros retos.

La década posterior a la formación de Die Linke fue su época dorada, ya que parecía representar todo lo que el SPD había abandonado. A mediados de la década de 2000 cobró impulso a partir de la movilización contra las llamadas reformas de bienestar Hartz IV del SPD, que recortaban drásticamente las prestaciones por desempleo. Desde entonces y hasta la crisis financiera de 2008, cuestiones como el bienestar y el mercado laboral ocuparon un lugar central en la agenda política nacional, incluso bajo la canciller democristiana Angela Merkel.

Die Linke no solo se «resistió» a las reformas antiobreras sino que en sus primeros años también gozó de cierta credibilidad gracias al protagonismo de Lafontaine, un antiguo ministro de Economía que se separó del SPD por estas cuestiones. Desde la oposición, Die Linke planteó constantemente la cuestión del salario mínimo federal, hasta que fue introducido a regañadientes por el Gobierno de «gran coalición» CDU-SPD en 2015. Die Linke fue el más firme crítico del papel de Alemania en la crisis de la eurozona y del régimen de austeridad impuesto a Grecia. En su primera década, muchas veces Die Linke fue capaz de marcar la agenda política en el Parlamento y de ganar la atención de los medios de comunicación.

Pero las cosas empezaron a cambiar con la introducción de Alternative für Deutschland (AfD) en el panorama electoral. Fundada en 2013, la AfD había logrado en 2017 entrar en todas las legislaturas estatales menos en dos, el mismo año en que entró en el Bundestag con un 12,6% de apoyo. Sin duda, la AfD se enfrenta a una gran oposición, y sus avances provocan habitualmente enormes protestas callejeras en todo el país. El entorno de Die Linke (especialmente en Berlín y ciudades del este como Leipzig y Dresde) siempre fue una fuerza activa en estas manifestaciones, ya que consideraba que la oposición antifascista a la AfD era fundamental para su identidad. Se enorgullecía de estar en contacto con los movimientos sociales y —en una frase ahora tópica— se veía a sí mismo como un partido con «un pie en el parlamento» y «un pie en las calles».

Sin embargo, mientras que en las grandes ciudades Die Linke construía un perfil socialmente liberal y antirracista, también contenía elementos que incurrían en una retórica «económica» antimigración que se obsesionaba con la competencia por los puestos de trabajo de los alemanes. Desde el principio, algunos de los portavoces más destacados del partido defendieron claramente posturas conservadoras al respecto, lo que resultó ser una bomba de relojería. Incluso mucho antes de 2018, cuando las opiniones de Wagenknecht la convirtieron en una paria en Die Linke, Lafontaine había sido objeto de polémica en 2005 por decir algo parecido. Se disculpó por el uso de un término de la época nazi para referirse a los trabajadores extranjeros (Fremdarbeiter), pero la controversia pública fue menor por los comentarios de sus libros del mismo año, en los que decía que sólo los «diez mil superiores» de la sociedad alemana apoyaban la inmigración, ya que estaban protegidos de sus «consecuencias», que tomaban la forma de competencia por la vivienda y el empleo, o de escuelas primarias sobrecargadas con niños extranjeros. Pero en los años siguientes, la cuestión fue perdiendo importancia en aras de la unidad del partido, en un contexto político nacional en el que esto no era un tema central.

Durante un tiempo, este equilibrio pudo mantenerse. Sin embargo, el desplazamiento de la atención gubernamental y mediática hacia la inmigración, tras la llamada crisis de los refugiados de 2015, pronto significó que estas contradicciones ya no podían ignorarse. El problema no era solo la variedad de posiciones. Die Linke carecía básicamente de estructuras para resolver las diferencias y mantener una apariencia de unidad del partido cuando se enfrentaba a miembros de alto perfil que hacían movimientos inconsultos.

Declive

Este problema se agravó con el tiempo, a medida que otras crisis iban poniendo a prueba la tendencia de Die Linke a adoptar posturas poco comprometidas. No se vio que el partido tuviera una línea clara durante las cuarentenas por el COVID-19 o en las polémicas sobre la vacunación, ni tampoco en cuanto a la guerra de Ucrania. Anteriormente, la base moral de la oposición de Die Linke a la venta de armas no se cuestionaba entre sus filas, pero este escaso consenso enmascaraba una gran variedad de desacuerdos internos en el partido. Después del 24 de febrero de 2022, cuando la opinión pública alemana apoyó firmemente la ayuda a Ucrania, el neutralismo de Die Linke fue fácilmente tachado de «prorruso». Sin influencia real sobre la narrativa dominante —aún hoy, cuando el estado de ánimo está cambiando y los partidos más grandes están planteando conversaciones de paz—, incluso la relativa coherencia de Die Linke le ganó poco favor. Aún más confusa es la pésima posición de Die Linke sobre Palestina: mientras que algunos de sus principales miembros se hacen oír sobre la necesidad de poner fin a las exportaciones de armas a Israel, el partido alberga un número considerable de activistas firmemente proisraelíes, y su manifiesto para las elecciones de la UE de este mes de junio no hacía mención alguna al tema. Los votantes que querían expresar su apoyo a Gaza tuvieron que buscar en otra parte.

Pero quizá el problema más profundo era la idea de llenar un espacio político «vacante». Cuando un partido aspira a ocupar un hueco en el mercado electoral —en este caso, un partido amplio a la izquierda de la socialdemocracia—, sin duda existe la tentación de ocupar ese espacio, con todos sus matices, en lugar de ofrecer un liderazgo político claro basado en un programa de gobierno. Construido con activistas de muchas y variadas fuerzas de este espacio de izquierdas, desde antiguos militantes del SPD hasta los que se autodenominan «revolucionarios», Die Linke optó por estructuras que permitieran la máxima diversidad interna. Para lo que no estaba preparado era para establecer una agenda de poder. Allí donde estuvo en el poder, por ejemplo, durante los últimos ocho años al frente del gobierno del estado de Turingia, su lentitud práctica a menudo chocaba de forma extraña con el radicalismo exterior expresado por sus secciones en las principales ciudades.

Sin embargo, en este contexto, la lucha por la falta de responsabilidad de Wagenknecht —una estrella de la televisión que decía lo que pensaba— también se convirtió en una cobertura engañosa para otros males. Durante los últimos cinco años de luchas internas, muchos comentaristas del partido parecían contar con la idea de que la eventual marcha de Wagenknecht le daría al partido una nueva imagen, purificada a los ojos de los votantes. Desde este punto de vista, la creación del partido rival de Wagenknecht dejaría a Die Linke como una auténtica voz de izquierda para verdes y socialdemócratas descontentos. Este fue el tono de un congreso destinado a revitalizar el partido en noviembre de 2023, que también adoptó un tono «anticapitalista» más fuerte. Fue un consuelo para los activistas, pero no ayudó a Die Linke a reconstruir su base. Tampoco las diversas protestas callejeras, llamadas con optimismo «movimientos sociales», aportaron la solución mágica. Las más multitudinarias de este año en Alemania —las concentraciones de cientos de miles de personas contra la AfD, tras las revelaciones sobre sus planes para deportar a alemanes pertenecientes a minorías étnicas—ayudaron, en todo caso, a reconducir a los votantes progresistas de vuelta al bando gubernamental, por temor a un giro para peor.

¿Quién dirige el barco?

Die Linke se basó a menudo en un conjunto de compromisos a partir del mínimo común denominador: la justicia social, la sensación de que el SPD era cada vez más neoliberal y la suposición de que un sólido electorado querría algún tipo de alternativa de izquierda. Seguramente, los alemanes siguen votando basándose en preocupaciones económicas, así como en cuestiones de guerra y paz. Pero no está tan claro que Die Linke esté proyectando un modelo económico alternativo convincente, o que alguna vez lo haya hecho. En su lugar, el BSW de Wagenknecht está prosperando con una especie de revisión del antiguo pacto social de Alemania Occidental —una agenda cuya plausibilidad se debe a su pretensión de volver a la «normalidad»— y descargando la culpa del empeoramiento de las condiciones de los alemanes en los molestos ecologistas, los inmigrantes y la actual guerra en Ucrania.

De hecho, mientras los activistas de Die Linke creían ser el núcleo del partido y que mejorarían sus votos una vez que la disidente Wagenknecht se hubiera ido, parece que gran parte de la base de sus votantes, especialmente en las regiones en las que era más fuerte, consideraba que ella era el núcleo y que los activistas eran la franja disidente. Así, en septiembre el BSW superó el 10% en las tres elecciones estatales del este de Alemania, derrotando fácilmente a Die Linke, incluso en regiones donde había estado gobernando.

Si Die Linke está hoy galvanizado por la idea de la unidad del partido, no está del todo claro qué mecanismo podría solidificarla. Incluso después de la escisión, la idea de la disciplina de partido apenas figura. En este sentido, Die Linke también se enfrenta a un problema cultural visible en el Partido Laborista de la era Corbyn, y no compartido por sus sucesores starmeritas: la falta de implacabilidad, por el miedo constante a ser etiquetado como autoritario. Die Linke, en parte sucesor del antiguo partido gobernante de Alemania del Este (cuyos antiguos cuadros dirigentes fueron fuertemente purgados tras la caída del Muro de Berlín), se enfrenta a la rutinaria acusación de utilizar métodos estalinistas, pero responde continuamente con una tibieza constitutiva.

Hay cierta esperanza en la nueva dirección de Die Linke, con los copresidentes Ines Schwerdtner (ex integrante de Jacobin) y Jan van Aken, elegidos en octubre en el congreso del partido. Schwerdtner le pidió a Die Linke que se ocupe más específicamente de los intereses de la clase trabajadora, escuchando las preocupaciones de los votantes a través de sondeos masivos. Sin duda, se trata de pasos positivos para superar la distancia cultural con muchos grupos de votantes y quizá dejar atrás el culto a los propios enfoques preferidos por los miembros del partido. Sin embargo, se trata de una ardua tarea y con las elecciones nacionales anticipadas previstas para el 23 de febrero —en las que Die Linke, tras la escisión, corre el riesgo de quedar fuera del Parlamento—, los resultados no pueden llegar lo bastante pronto.

Treinta y cuatro años después de que Alemania Occidental se tragara a la Oriental, franjas enteras de los «nuevos Estados» de la República Federal se tiñen del azul AfD. En septiembre, el partido de extrema derecha ganó sus primeras elecciones estatales en Turingia, un estado del este hasta entonces dirigido por Die Linke. Sin duda, los votantes de la AfD proceden más de la derecha dominante, o de antiguos abstencionistas, que directamente de la izquierda. Pero cuando se dice que la AfD es una respuesta a los fracasos de la reunificación, podríamos olvidar fácilmente que en la década de 2000 la izquierda acumuló continuamente votos en estas mismas zonas, incluidas las rurales. Die Linke podía reivindicarse como la voz anti establishment no solo de muchas corrientes de activismo sino de la juventud de clase trabajadora que había salido perdiendo con la transición al capitalismo. Hoy es vital para el partido la recuperación de ese espíritu insurgente, no sólo para detener la marea de la AfD sino para preservar la existencia de una izquierda digna de ese nombre.

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