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Granja en la carretera estatal 104 de Minnesota, municipio de Chippewa Falls, Minnesota, EE. UU. (Vía Wikimedia Commons)

Los que aramos las praderas

Traducción: Natalia López

Las visiones pastoriles del trabajo agrícola no cuadran con la realidad de lo que significa vivir en las zonas rurales hoy en día.

Fardos dorados de heno se elevaban seis metros o más por encima de las cabezas de la multitud mientras los campesinos que se manifestaban subían por los Campos Elíseos en sus tractores. La Torre Eiffel quedó parcialmente a la sombra, aunque su celosía de hierro asomaba por el lateral de los heniles, como echando una mirada furtiva a los campesinos que merodeaban por el centro turístico. La imagen de un París decadente, asediado por los honrados hijos de la tierra, pronto se hizo viral.

El pasado febrero, cuando los agricultores se manifestaron contra los recortes de las subvenciones al gasoil, los límites a las emisiones propuestos por la Unión Europea y los bajos precios de sus productos, parecía como si sus caravanas hubieran tomado literalmente las principales ciudades europeas. Aquellos cuyo propio trabajo significaba ropa manchada de barro y uñas sucias invadían ahora los espacios reservados normalmente a los ricachones.

En muchos sentidos, se trataba de una ilusión. La imagen icónica que más atención suscitó en Internet fue generada por IA. Aun así, muchos cuya contribución a la humanidad es decididamente inmaterial vieron en las protestas de los agricultores la imagen misma de la autenticidad. Elon Musk respondió con seriedad a las noticias de los agricultores holandeses que protestaban contra las cuotas ecológicas, aventurando que «la agricultura no tiene ningún efecto material sobre el cambio climático». ¡Qué locura que las élites estén imponiendo sus dogmas ecologistas a la gente que realmente vive en el campo! El gobierno de Emmanuel Macron —normalmente proclive a reprimir a los manifestantes— abogó por el «diálogo» con los agricultores que vertían estiércol en las escaleras de sus propias oficinas.

Aunque deferentes en el tono, tales respuestas tendían a presentar a las poblaciones rurales como una fuerza de alguna manera ajena que corre el riesgo de abrumarnos desde el exterior. Es una tendencia que también vemos en los intentos periodísticos de averiguar lo que realmente piensa el corazón de Estados Unidos antes de las elecciones presidenciales de este otoño.

Los guiños condescendientes a los marginados crónicos se combinan con una especie de admiración por las comunidades rurales cuyas vidas se consideran más terrenales, más pintorescas, más reales. No importa si los «agricultores familiares» que dicen representar a la población rural en general son pequeños propietarios o tienen miles de empleados, o si solo una minoría de los residentes rurales trabaja en la agricultura. Los mitos políticos de las zonas rurales fusionan la elegía respecto de un duro día de trabajo, un sentido de pertenencia y una identidad arraigada en nuestras tradiciones.

A menudo oímos que el corazón del país es de Trump y que el Estados Unidos rural representa el 20% de los votantes. Hay otros datos que sugieren que, incluso teniendo en cuenta los ingresos, los niveles de educación y la edad, las zonas más rurales (con menor densidad de población) votan de forma diferente a las grandes ciudades. En Francia, los economistas Julia Cagé y Thomas Piketty elaboraron el año pasado un amplio estudio que muestra cómo han cambiado los patrones de voto de los distintos territorios en el último siglo y medio. Identifican una división a tres bandas en la Francia actual, con las zonas ricas votando al liberal corporativo Macron y las de menores ingresos divididas entre distritos urbanos (que se inclinan a la izquierda) y las pequeñas ciudades y pueblos donde la ultraderechista Marine Le Pen acumula enormes mayorías.

Se podría responder simplemente que los votos los emiten las personas, no la tierra. Todos hemos visto mapas electorales que muestran vastas franjas del interior de Estados Unidos pintadas de rojo republicano, aun sabiendo que, en comparación con los condados azules de las costas y las grandes ciudades, casi nadie vive allí.

Pero la idea de que las localidades tienen un color político, y que las poblaciones rurales tienen una disposición conservadora inherente, está bien extendida. Los periodistas suelen explicarlo en términos culturales, ligados a la sabiduría recibida sobre las comunidades rurales de las que se dice que son reacias a seguir las tendencias urbanas. Como escribe la historiadora Elizabeth Catte, es fácil imaginar los Apalaches como un vasto reino de comunidades de montaña cerradas y totalmente blancas que dan victorias aplastantes a Donald Trump. Sin embargo, cuesta bastante más enfrentarse a las realidades que chocan con esta imagen, incluida la gran masa de no votantes.

La lección clave de los estudios recientes sobre este fenómeno es que la división política entre las zonas urbanas y rurales no es antigua, sino nueva y creciente. Analizando el caso francés, Cagé y Piketty muestran que esta división era típica en el siglo XIX, pero se desvaneció con el auge de los grandes bloques de votantes de clase en el periodo de entreguerras, y luego se reafirmó en la década de 1980, cuando el Partido Socialista se inclinó por la austeridad.

No es producto de una identidad inamovible o de la religión o de algo en el suelo, sino de la ruptura de una coalición obrera que unió en su día a las poblaciones rurales y urbanas. Sin duda, incluso en el apogeo de esta época, muchos políticos y grupos de interés pretendieron defender a la población rural frente a las ideologías altisonantes; pero durante décadas, una y otra vez fueron derrotados por la fuerza de la organización.

La idea de una comunidad rural unida contra las élites urbanas, es en sí misma producto de la organización política (principalmente de derechas), así como de factores materiales. Como muestran Nicholas Jacobs y Daniel Shea en su libro The Rural Voter, en Estados Unidos el dominio republicano ha crecido masivamente en las últimas cuatro décadas, aunque se envuelva en el lenguaje de verdades caseras atemporales e identidades arraigadas localmente.

Muchas de las encuestas que citan estos dos académicos contradicen la idea de unas costumbres conservadoras profundamente arraigadas: los republicanos rurales, por ejemplo, son menos propensos a oponerse a todo tipo de aborto que sus homólogos urbanos. Jacobs y Shea destacan, en cambio, las preocupaciones económicas que unen a los habitantes de los pueblos pequeños y las vulnerabilidades particulares a las que se enfrentan.

Deberíamos tener claro cuáles son esas realidades económicas. En primer lugar, hay que relativizar la importancia de la agricultura. Si Elon Musk imagina la agricultura como una actividad gentil y climáticamente neutra, entonces podríamos preguntarnos por qué produce alrededor de una sexta parte de los gases de efecto invernadero del mundo. La agricultura moderna en Estados Unidos no se reduce a la imagen de pequeños campesinos arando la tierra desnuda, ni a la de hombres de frontera que se ganan la vida a duras penas, ni a la de nuestros antepasados arrancando manzanas de exuberantes huertos edénicos. 

Tanto desde el punto de vista tecnológico (producción de amoníaco) como desde el punto de vista masivo (vacas que eructan metano), la agricultura es un sector industrializado desde hace mucho tiempo. Pero a ello se añade el hecho de que la mayoría de los estadounidenses del medio rural ni siquiera trabajan en ella.

Así pues, hay que enfocar el Estados Unidos rural desde el punto de vista de su dinámica real de clases, y no de los estereotipos que cohesionan su política identitaria. Esto exige centrarse en cuestiones que hoy en día tienen tanto que ver con los centros de Amazon y los controles de Medicare como con las subvenciones al gasoil para los agricultores o, de hecho, con los ruidosos lobbies de las armas y la religión.

Sin duda hay una larga historia de radicalismo obrero en el Estados Unidos rural, desde la batalla de los mineros del carbón en Blair Mountain hasta la huelga de la uva de Delano, que va en contra de la idea de una identidad conservadora monolítica y pueblerina. Pero está claro que el resurgimiento del socialismo como preocupación del mundo rural requiere algo más que evocar los fantasmas de Oklahoma en los días de Eugene Debs. También significa movilizarse en torno a los problemas, las preocupaciones y las esperanzas que estructuran estos espacios en el presente.

Los proyectos de infraestructura y la nivelación de los servicios públicos son sin duda un paso importante para mejorar la vida allí donde no llegan los trenes (o los autobuses), donde se han cerrado hospitales y clínicas y donde los desplazamientos en coche a las escuelas son cada vez más largos y caros. Pero el libro de Jacobs y Shea sugiere que hace falta algo más que grandes promesas de gasto para ganarse el favor de el Estados Unidos rural. Ellos, al igual que otros académicos, señalan la ausencia de algo más: la presencia y la confianza que hacen que estos planes parezcan esfuerzos realistas en los que los trabajadores tienen algo que decir. Las supuestas soluciones de un programa de empleos verdes son difíciles de vender sin esa base de confianza, sobre todo si se prometen como una alternativa a los ingresos fiables en los que las poblaciones rurales han confiado durante mucho tiempo.

El Estados Unidos rural no es un idilio bucólico que resiste las mareas de la modernidad. Pero a falta de proyectos realistas de mejora social arraigados en la organización local, resulta fácil para los republicanos vender su política identitaria como representativa de estas zonas. Es sencillo para ellos vender su propio programa de recortes fiscales y legislación medioambiental reducida como la mejor forma de aliviar la presión sobre los ingresos. Un espantoso meme dice que los estados rojos son «reinas del bienestar» malagradecidas y adictas a la caridad del gobierno (en referencia explícita a la línea reaganiana de ataque contra las poblaciones urbanas de bajos ingresos).

Pero quizá no necesitemos competir por saber quién se lleva qué parte de la escasa cosecha disponible. «Solidarity forever» [Solidaridad por siempre], la canción de Pete Seeger y Si Kahn, incluía también a «we who plowed the prairies» [nosotros quienes aramos las praderas]. Y ese principio debería alcanzar incluso a quienes no trabajan la tierra en sentido literal.

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Publicado en Ambiente, Artículos, Estados Unidos, homeCentro, homeIzq, Sociedad and Trabajo

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