Este artículo forma parte de la serie «La izquierda ante el fin de una época», una colaboración entre Revista Jacobin y la Fundación Rosa Luxemburgo.
Bolivia enfrenta una crisis económica y política marcada por un estancamiento en el crecimiento y un alto déficit fiscal, agravados por la caída en los precios del gas, principal producto de exportación. La inflación y el desempleo han aumentado, afectando la calidad de vida, mientras la deuda externa sigue creciendo. A nivel político, las tensiones se han intensificado, sobre todo al interior del MAS, con intentos de eliminar política y físicamente a Evo Morales, todo esto en medio de un bloqueo de caminos de sectores campesinos que ya lleva casi un mes de duración.
Las fisuras internas del MAS se fueron abriendo paso a través del bullicio intrascendente. Las acusaciones cruzadas de actos de corrupción e involucramiento con el narcotráfico eran reflejo de una lucha sórdida entre aparatos políticos. La escenificación empezó con la burocracia gubernamental, liderada por el presidente Luis Arce, afanándose por arrebatar el control del instrumento político de las manos de Evo Morales y las dirigencias del movimiento campesino.
Por la calidad de los intereses expresados, se trata de una trifulca de muy baja calidad ajustada a las pasiones mezquinas que acarrea el control de los cargos en el Estado. Independientemente de la voluntad de los contendientes, la pugna fue adquiriendo dimensiones sociales cada vez más amplias; primero, la crisis partidaria devino en crisis de gobernabilidad. Viendo amenazada su candidatura de 2025, Evo usó su bancada para sabotear al gobierno en la Asamblea Legislativa y Arce usó a las camarillas judiciales para paralizar al legislativo y tratar de proscribir electoralmente al exjefe.
Después, con el malestar económico, el desmadre llegó a escalas mayores. Todos los ingredientes de la implosión estaban a la espera de un detonante. La cosa estalló cuando Arce sufrió un intento de golpe militar el pasado 26 de junio. Si bien la asonada naufragó el mismo día, empujó a delinear un nuevo rumbo político en el gobierno. Convencidos de su debilidad, de su carencia de una base social de apoyo, Lucho y su cuadrilla fueron los últimos en enterarse de que el eslogan de «estabilidad económica» que venían vendiendo estaba hecho girones.
Apelando a su cerebro reptiliano —esa parte de encéfalo que emana conductas ante situaciones desesperadas—, decidieron apostar por canalizar el antievismo de la sociedad boliviana y llevar la confrontación contra su exlíder a ámbitos judiciales y violentos.
Límites del proyecto histórico del MAS
El 2004, un año antes de asumir la presidencia Evo, la economía boliviana registraba un PIB de 4 mil millones de dólares. En los diez primeros años del gobierno evista, se ensanchó hasta llegar a 33 mil millones, resultando en un inédito crecimiento de 723%. Semejante expansión permitió, entre otras cosas, sacar a franjas significativas de la población de la pobreza extrema y moderada, aunque encontró límites para cumplir nuevas tareas; entre ellas, la de mejorar las tasas de empleo de calidad, aspecto que es imposible lograr sin una sólida base industrial.
El subempleo crónico en Bolivia nunca fue menos del 80% de la fuerza laboral disponible. Pese a que el MAS insistió con la retórica del «cambio de la matriz productiva» (pasar de ser un país exportador de materia prima a industrializador de la misma), esta transformación no tuvo visos de hacerse realidad. Y esto, fundamentalmente, debido a un impedimento estructural: las desigualdades en el intercambio que padece la modestísima economía boliviana respecto al mercado global capitalista. Este obstáculo para el desarrollo del país no pudo ser afrontado por el proceso político boliviano vivido el último cuarto de siglo, pues este cerró su etapa de reformas después de estatizar parcialmente una sola fuente de ingresos sustanciales: el gas.
Obligada a vender hidrocarburos sin mayor elaboración, Bolivia utiliza sus ingresos para comprar bienes de capital y tecnología proveniente de los países centrales. Además, gran parte del excedente económico se usa para fomentar procesos de acumulación privada no reinvertidos completamente en el mercado interno. La burguesía boliviana —minera, financiera pero principalmente agroindustrial—, ha sido parasitaria de la renta hidrocarburífera; ni siquiera en los mejores años del boom internacional fue capaz de tener una balanza comercial positiva, siendo gran parte de sus importaciones costeadas por el Estado.
En el ámbito social y político, las escrupulosas reformas implementadas por el MAS enfrentaron, desde un inicio, una oposición extremista y muchas veces violenta de parte del bloque dominante conformado por la gran empresa privada, sus medios de comunicación, las organizaciones políticas de derecha y las clases medias acomodadas. Para enfrentar los embates más agresivos de esta oposición, al MAS no le bastó el poder coercitivo del Estado, y fue la acción del movimiento de masas la que jugó un rol indispensable.
A diferencia del gobierno de Hugo Chávez en Venezuela, el MAS boliviano nunca vislumbró con seriedad la posibilidad de un futuro poscapitalista. El «gobierno de los movimientos sociales», como se autodenominó en sus mejores épocas, no abordó cuestiones como el del poder obrero y popular, el poder comunal indígena, ni siquiera las cooperativas sociales campesinas. Se aprobó una nueva Constitución, pactada con la derecha, concebida más como una proclama: una suerte de manifiesto retóricamente refundacional antes que una hoja de ruta o diseño legal para producir cambios sociales emancipadores y concretos.
El proyecto histórico del MAS, en términos estrictos, siempre se enmarcó en la promoción de un desarrollismo capitalista con contenido social. Por su parte, la derecha denunció continuamente el modesto proyecto como una amenaza comunista y organizó asonadas de diferente intensidad (2008, 2019, 2024) con el fin de cerrar abruptamente el proceso político.
La mayor parte del tiempo, sobre todo en el período 2006-2010, la correlación de fuerzas fue favorable al movimiento popular. Pero la dirección política del MAS se negó a pasar a la ofensiva y utilizó su apabullante respaldo social para obligar a la reacción a aceptar sus recatadas reformas. Así, se desaprovechó la situación —como en 2008— de llevar adelante una verdadera modificación del uso, tenencia y producción de tierras que ponga fin (o al menos límites reales) al poder latifundista, uno de los sectores más reaccionarios de la burguesía. El resultado práctico de esta orientación fue que la concentración y especulación con el uso de suelos ha crecido exponencialmente durante el proceso de cambio.
Las derrotas sucesivas del proyecto maximalista de la derecha —echar al gobierno y aplastar la movilización popular— fueron complementadas con la autolimitación estratégica del Movimiento Al Socialismo. Recatarse de impulsar reformas más profundas terminó consolidando un programa asentado en la administración del excedente proveniente de una sola fuente: los hidrocarburos.
Aunque suene extraño, se cayó en la ingenuidad de creer en la duración eterna de los pozos de gas y de los buenos precios internacionales. Esta ilusión generó otra fantasía análoga y ajustada al círculo de poder de Evo Morales: el mito del caudillo eterno e insustituible. Ambas cosas abrieron el camino a la actual crisis económica y política que atraviesan Bolivia y el MAS.
Mucho se dice que el error fundamental de Evo Morales y su partido fue insistir tercamente con la reelección indefinida desde el 2015 y que desconocer los resultados del referéndum donde una mayoría lo inhabilitó para el propósito fue el punto de inflexión hacia la caída y la decadencia actual. Pero muy poco se habla de que este error político reflejaba mucho más que cinismo, ambiciones personales y grupales: reflejaba el empequeñecimiento del conjunto del proceso de cambio.
El fracaso de Luis Arce
La recesión pandémica, el desastre legado por el gobierno de facto, el agotamiento del «ciclo del gas» y un proceso de cambio sin intención de hacer más cambios fueron las condiciones con las que Luis Arce asumió el gobierno en 2020. Arce calculó que su tarea consistía en enmendar administrativamente los «errores» heredados. Su método, al menos durante los tres primeros años, fue levantar empresas estatales medianas con el fin de dinamizar el mercado interno, pero el impacto macroeconómico de esta medida fue insignificante.
A partir de 2023, agobiado por la carencia de dólares en el mercado, las presiones inflacionarias, la falta de combustibles y las pugnas políticas en el MAS, el «cajero» de la otrora bonanza económica ha nadado en el infortunio. Luis Arce siempre fue dado a mostrarse como un tecnócrata, una suerte de gestor ejemplar que maneja el Estado con aires de eficiencia. En sus mejores años, como ministro de Economía, salía arropado de cifras y estadísticas, pavoneando la «bonanza» del 2008 al 2014. Ahora, cada vez que trata de hacer lo mismo, en lugar de brillo, las cifras lo vuelven más opaco.
El putsch militar del 26 de junio marcó un punto de inflexión para su gestión. En aquella jornada, un grupo de generales de las fuerzas armadas desplegaron en la Plaza Murillo un operativo con francotiradores, algunas centenas de soldados y tanquetas. Su intención era desplazar a Luis Arce y actuar severamente contra Evo Morales, es decir, dirimir la crisis política a punta de balazos. Aunque la operación fracasó en sus objetivos inmediatos, dio el cimbronazo para una reorientación política del gobierno.
A partir de ese momento, con la certeza de un escenario de inestabilidad donde no se podía descartar otra intentona militar o policial, al Poder Ejecutivo se le planteó un rotundo dilema: enfrentar nuevas asonadas apoyados en las bases sociales del MAS, cuyo liderazgo recae en su adversario Evo Morales, o aventurarse a buscar la representación de todas las corrientes que quieren aplastar al núcleo fundamental del MAS. Con la evolución de los acontecimientos, queda claro que Luis Arce y compañía optaron por la segunda opción.
Evidenciando el fracaso de su administración económica, el gobierno cifra sus esperanzas de contener la debacle procurando dólares a través del endeudamiento externo, mientras implora a los exportadores privados que no fuguen todo el dinero. Hasta ahora no ha logrado ni lo uno ni lo otro. Primero, porque su exigua representación parlamentaria, paralizada por el evismo y la oposición de derecha, le impide acceder al oxígeno del crédito externo.
Segundo, porque pese a haber dispuesto 2500 millones de pesos bolivianos para programas de financiamiento a la patronal y quitar cepos de varios productos de exportación, no ha logrado que los privados dejen de fugar divisas. El gobierno les ha concedido incluso la posibilidad de producir biodiesel (una prebenda gubernamental a las clases dominantes con hondas consecuencias, puesto que los grandes ganaderos y agroindustriales son responsables del 90% del bosque incendiado este 2024, donde alcanzaron a quemar a más de 10 millones de hectáreas, afectando de forma crónica la situación ambiental y salud pública, ennegreciendo durante dos meses prácticamente todo el cielo boliviano).
Este collar de capitulaciones no ha sido suficiente para conceder un respiro económico al país y ha llevado al gobierno a una orientación política suicida: convertir el antievismo (con todas las connotaciones racistas y reaccionarias que conlleva) en su principal bandera para llegar a las elecciones nacionales del 2025. Paulatinamente, Luis Arce ha ido bajando el perfil, y personajes como Eduardo del Castillo, ministro de Gobierno, han declarado abiertamente la guerra a Evo Morales, reactivando procesos por estupro, iniciando otros por causas similares y ensalzando la represión policial contra los bloqueos campesinos. Este es el contexto en el que se puede analizar el significado del atentado policial contra la vida de Evo Morales.
Evo y las bases sociales del MAS
El evismo retiene la fuerza social del MAS con la idea de que este movimiento político representa los intereses subalternos, intereses que habrían sido «traicionados» por Arce y sus ministros. Si alguien ayuda a confirmar la validez de esta idea es el propio gobierno que, convencido de la reducción social y electoral del «MAS histórico», está dispuesto a perder este segmento social persiguiendo a Evo Morales y reprimiendo con saña los bloqueos de caminos.
Pero si hay algo que sostiene el bloqueo de caminos es la convicción sobre la necesidad de evitar que la salida a la crisis económica signifique el retorno paulatino o violento a las políticas antipopulares de libre mercado (como la devaluación de la moneda, el levantamiento de la subvención estatal de hidrocarburos y otras). Evidentemente, sus actores, que hace pocas semanas realizaron también una marcha hacia la ciudad de La Paz, vinculan sus aspiraciones al liderazgo de Evo Morales, pero ambos son elementos que un sensato análisis debería saber distinguir.
Todo alineamiento ideológico de los sectores populares responde a una interpretación de la realidad material. Es evidente que el gobierno ha acoyuntado sus fracasos económicos con una mayor hostilidad no solo contra Evo Morales sino contra el «núcleo duro» del MAS. Es la construcción exacta para adquirir un perfil antipopular. Así las cosas, los sectores campesinos que bloquean las rutas tienen todo el derecho a declarar como enemigo al gobierno y como hostiles sus políticas, más aún si saben que los personajes que los tratan de «terroristas» y «grupos irregulares», les deben básicamente el cargo.
Si todavía hay razones —pese a un notable desgaste— que dan vigencia al caudillismo de Morales, se debe a que él encarna una construcción política inédita en la historia de Bolivia. En un país cuyos trazos históricos parecen repetirse hasta la desesperación, la novedad fulgurante de un movimiento como el MAS, de composición abrumadoramente plebeya, es haber construido una herramienta política que ocupó durante casi dos décadas el gobierno y sirvió para mediar, con mayor efectividad práctica que el sindicato, la relación entre las aspiraciones populares y su posibilidad de concreción real. El papel de Evo en esta construcción sigue siendo (aunque en menor medida que ayer) relevante.
Poco antes de que Arce y sus ministros concibieran la genial idea de salvar su gestión desatando una cacería contra el evismo, algunas encuestas daban el primer lugar en las intenciones de voto al caudillo indígena. La sorpresa se la dejamos a los necios. Si la derecha boliviana, cada vez más tirada al extremo, está excitada por el experimento de Milei en Argentina y habla de achicar el Estado, si el gobierno mostró disposición de levantar la subvención estatal de combustibles —es decir, disparar el proceso inflacionario—, a nadie debería extrañarle que Evo, simplemente con refugiarse en las añoranzas de lo que fue su pasada gestión de gobierno, sea todavía una alternativa legítima para evitar el infierno neoliberal. Aunque Evo no tiene un programa y estrategias para enfrentar el ajuste económico, su actual perfil, facilitado por la derechización de todo el espectro político, le posibilita presentarse como si los tuviera.
Lo seguro es que, al contrario de lo que creen algunos, cualquiera que analice la coyuntura boliviana en función de la lucha de clases sabe que el gobierno y la extrema derecha no les alcanzará con eliminar física o políticamente a Evo Morales para cerrar el ciclo político. Tendrán que pasar antes por la prueba de fuego: derrotar a los sujetos sociales que definieron la historia de este primer cuarto de siglo veintiuno en Bolivia.