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Mapa de los resultados electorales 2024 en Estados Unidos. (Vía Wikimedia Commons)

Estados Unidos: del declive a la esperanza vacía

¿No se había dicho una y mil veces, analizando las elecciones europeas, que los partidos del sistema, al favorecer el consenso empobrecedor del neoliberalismo «liberal», dejaban el campo abierto a los neofascistas? Sí, claro. Ellos saben lo que hacen, pero lo hacen igual.

En su obra Ideología y utopía (1929), Karl Mannheim, sociólogo de origen húngaro, sostuvo que el pensamiento de los individuos está en gran medida determinado por su posición de clase y otros factores estructurales, y que esto crea lo que podríamos llamar «bloqueos cognitivos» en tanto las ideas dominantes de un grupo no solo limitan lo que puede percibirse como real o posible, sino que también definen aquello que es impensable o inaceptable para ellos. Este bloqueo ocurre cuando las personas no pueden concebir ideas o perspectivas que desafíen su situación o statu quo debido a su rol y posición en la sociedad, incluso si eso implica actuar en contra de sus propios intereses.

Por otro lado, el filósofo esloveno Slavoj Žižek, en libros como El sublime objeto de la ideología, sostiene que la ideología moderna no solo oculta la verdad, sino que convierte a los sujetos en cínicos. Afirma: «Ellos saben muy bien lo que hacen, pero lo hacen igual». Aquí el individuo es consciente de las contradicciones o problemas inherentes a sus acciones pero sigue adelante a pesar de todo.

Ahora consideremos el fenómeno político más relevante de los últimos tiempos: el triunfo de Donald Trump o, desde otro ángulo, la derrota de Kamala Harris. En su anterior estancia en la Casa Blanca, Trump llevó al país a la peor crisis sanitaria por la gestión del COVID, cuando alcanzaba las 10 mil muertes por semana. Además, fue encontrado penalmente responsable y enfrenta múltiples cargos criminales derivados de cuatro investigaciones distintas. Y no sigo más. Ganó en los siete estados swing, incluidos aquellos del «cinturón de óxido» como Michigan, Ohio o Pensilvania.

Kamala Harris perdió 13 millones de votos respecto a la elección de Biden de 2020. Con Biden la inflación se estaba reduciendo (aunque no los efectos que produjo en el bolsillo de la gente), y los indicadores económicos no eran del todo malos… el desempleo es del 4.1% frente al 6,7% durante la era Trump, y tuvo algunos logros modestos como el alivio de la deuda estudiantil, inversiones orientadas a energías renovables y alguna reforma de la legislación sobre seguridad de las armas. ¿Y entonces?

Los jóvenes, los trabajadores y los latinos no creyeron en su campaña. Sí, la campaña fue deficiente. «No permitamos que Trump gobierne de nuevo» no fue un mensaje suficientemente sólido. Tampoco la defensa del derecho a la interrupción del embarazo o el llamado a «defender la democracia». Para colmo, en el último tramo de la campaña, sus asesores le recomendaron centrarse en atraer a republicanos moderados y conservadores, figuras como Liz Cheney, solo por su postura anti-Trump.

Pero, ¿cuánto mejor podía ser la propuesta electoral demócrata? ¿Alguien esperaba realmente que Harris llamara a la clase trabajadora a levantarse, que reivindicara a la juventud y sus derechos a una vida mejor que la de sus padres, recuperando la idea de la movilidad social ascendente del Estado de bienestar de la posguerra? ¿O que anunciara un programa de reconstrucción del empleo, la seguridad social universal o que dijera quiénes son los responsables de la pérdida sistemática de los empleos de calidad en lugar de culpabilizar a los inmigrantes?

El problema de los límites intrínsecos de la campaña es simple: Kamala Harris es parte del establishment demócrata. No iba a romper la regla de oro de no cuestionar o tocar verdaderamente —no «para la tribuna»— los intereses de Wall Street. Ese «bloqueo cognitivo» le impidió ver a ella, a su equipo asesor, a los popes del partido, la inexorable derrota que anunciaban las encuestas. Su único reflejo, de última hora, fue acercarse a los conservadores, siguiendo el fatal apotegma de Chuck Schumer, senador demócrata y líder del partido, que durante una entrevista en 2016 dijo: «Por cada demócrata de cuello azul que perdamos en el oeste de Pensilvania, recogeremos a dos republicanos moderados en los suburbios de Filadelfia, y puedes trasladar esto a Ohio, Illinois y Wisconsin».

Harris podría haber llamado la atención de los jóvenes y de la clase trabajadora, la histórica base social demócrata, marcando una diferencia sustancial con el pasado. Pero en una entrevista declaró que no sabía decir qué diferencias tenía con Biden. Seamos justos: no es Biden ni tampoco Kamala; no tiene que ver con el ayer o el hoy, sino con un sistema de cuarenta años de neoliberalismo que gobernó década tras década para los ricos. Y ese sistema incluye políticas sociales, como los bonos para alimentos o las transferencias en efectivo, pero nunca toca el sistema impositivo, nunca redistribuye las riquezas y, en general, presiona a la inflación.

Y esto, como mencioné antes, no es más (ni menos) que un bloqueo cognitivo: la incapacidad del establishment político tradicional —tanto demócrata como republicano— de romper con el statu quo que ellos mismos contribuyeron a consolidar. A pesar de los indicios de una derrota inminente, se aferran a un sistema que no son capaces de cuestionar. Ellos forman parte de lo que una vez Chantal Moufe definió como un «pacto postpolítico» que ha ido erosionando los fundamentos mismos de la democracia y ofreciéndolos en el altar de un neoliberalismo que durante un tiempo tuvo la oportunidad de aparecer como la única alternativa posible, multicultural y abierto a la diversidad. Hoy, el sistema político que lo habilitó está desprestigiado, carente de vitalidad, y sus partidos abren las puertas a la agenda de la extrema derecha, frente a la que pierden posiciones a cada paso.

¿Qué podía esperarse de un partido que, como dijo Bernie Sanders, abandonó a la clase trabajadora? Harris tenía que marcar la diferencia con medidas concretas para revertir la lenta y persistente caída de los ingresos para la inmensa mayoría de la población, el lento y persistente abismo entre los ricos y los pobres en un país que tiene los peores indicadores de desigualdad entre los países desarrollados, un fenómeno que no puede más que socavar la cohesión social y alimentar el resentimiento. Un GINI que era de 0,34 en 1980 alcanzó en 2022 el 0,42, un aumento sideral de la desigualdad con la inauguración del neoliberalismo y el paraíso del libre mercado. Lo único que queda es una clase media-alta, el 10% de la población, aferrada a la oligarquía del 0,1% superior y tratando de no caer. Es esta clase media-alta la que se opone al resurgimiento de los impuestos progresivos. Es también su política exterior. Un guerrerismo desenfrenado, mitad amparado en la necesidad geopolítica de no mostrarse débiles, la otra mitad, alentando la industria de guerra y el control del agronegocio en Europa del Este… como se lo llamaba en el pasado, imperialismo. Kamala se alzó como una barrera moral frente a la mentira, la provocación, el narcisismo, el egocentrismo y el racismo. Pero cuando los jóvenes reclamaron por Gaza, un movimiento de rejuvenecimiento moral que se expandió dentro y fuera de los campus universitarios, recibieron cinismo o silencio.

Pero puede que no se deba solo a un «bloqueo cognitivo» que impida a los actores del drama salir de su propia trampa. Quizá sea todo más cínico y engañoso. Porque Kamala Harris es parte de esa élite política decadente que debilitó a los sindicatos y llevó al país del norte por la pendiente de la desindustrialización y la guerra. Eso sí, con las banderas del progresismo cultural y el liberalismo cosmopolita. Kamala no hizo una campaña engañosa, no necesitó mentir ni prometer cosas que no iba a hacer. Calculó que los votos a su izquierda los tenía en el bolsillo y se dedicó, como dijimos, a seducir a los conservadores, como si no supiera, desde el vamos, sus resultados. Es la ideología cínica de los demócratas. Es decir, saben muy bien lo que hacen… pero lo hacen igual.

Ahora los sectores demócratas liberales tradicionales están sacando la conclusión de que el gobierno «más pro sindical de la historia», con sus políticas sociales expansivas, sobrecalentó la economía y provocó la inflación, y que para la próxima habrá que volver al redil de Clinton: ajuste, mercados y reforma impositiva. De hecho, como menciona Dustin Guastella en un artículo en Jacobin, después de criticar la Ley de reducción de impuestos y empleos de Trump de 2017 como el «mayor recorte de impuestos de la historia» y prometer derogarla, los demócratas dejaron la medida completamente intacta. 

Parece que la gente no dio la espalda a las medidas concretas en beneficio de los trabajadores sino al discurso sobre esos beneficios. Es una historia repetida. Lo que la gente recuerda de la administración Clinton es la liquidación de la asistencia social, la desindustrialización, la pérdida masiva de empleos. Lo que la gente recuerda de la administración Obama es el Gran Acuerdo con el Partido Republicano, aunque tenía mayoría en ambas cámaras, buscando trascender la polarización y alcanzar un consenso bipartidista en medio de la crisis financiera de 2008-2009.

¿Eso del consenso les suena? Lo impulsó comprometiendo su agenda progresista en pos de una imagen de «responsabilidad fiscal» y «unidad nacional». El consenso tuvo su éxito, sobre todo en el rescate a las instituciones financieras en problemas, un paquete de aproximadamente 700 mil millones de dólares que fue a parar a los bolsillos de los banqueros. Primero con Bush, luego Obama. El rescate en parte se recuperó, pero la imagen en favor de Wall Street nunca lo hizo.

¿Qué propuesta nueva, que horizonte de expectativas se le presentó a los trabajadores y los jóvenes? ¿Un futuro por el que entusiasmarse e involucrarse? En vez de mística, administración burocrática de lo existente. En lugar de esperanza y cambio, defensa del statu quo. En lugar de movilización, desafíos, sacrificios y futuro, defensa del presente. ¿Suena familiar? Lo único que alimentó esa estrategia fue la ira y la bronca agitada por la demagogia de la extrema derecha, la furia antinmigrante, la misoginia. Condimentos nuevos a la sopa conocida del federalismo localista, la desconfianza de Washington y el mito y la glorificación del trabajador rural como el «auténtico estadounidense». 

Recordemos, a raíz de nuestro asombro por el voto latino a Trump, que Biden prometió que regularizaría a los 11 millones de inmigrantes que ahora Trump promete deportar. Biden no solo no cumplió con esa promesa, sino que tomó una serie de medidas contra la inmigración, como restringir el derecho al asilo en la frontera y cerrar parcialmente el parole humanitario para medio millón de inmigrantes venezolanos, haitianos, cubanos y nicaragüenses que llevaban en el país dos años de forma legal gracias al programa federal. 

En lugar de ofrecer una solución a las comunidades inmigrantes, Kamala Harris emuló la línea de la derecha, tratando de impedir la fuga de votos, prometiendo una «milicia letal», una mayor militarización de la frontera y más restricciones de acceso al asilo. Así que muchos latinos que habían rechazado el planteo antinmigrante de Trump no tenían muchos incentivos para votar a Harris. El apoyo a los demócratas entre los votantes negros de clase trabajadora ya había caído del 93% al 87%, y el porcentaje entre los latinos de clase trabajadora también disminuyó del 68% al 62% entre 2012 y 2022. Entre 2009 y 2917 Barak Obama había hecho méritos: lo llamaban «el gran deportador» (The Great Deporter), por los 3 millones de deportados más otros 2 millones de expulsiones rápidas y devoluciones en la frontera, continuando la línea de otro ilustre deportador, Bill Clinton, que sentó las bases legales de las deportaciones actuales. 

Claro que el presente gris, decepcionante, será visto con nostalgia en los próximos años, cuando los libertarios del norte transformen a la democracia estadounidense en una caricatura y los neofascistas se encuentren alojados cómodamente en los mullidos sillones de las oficinas en Washington. Trump no tiene solución a la desindustrialización y la crisis de hegemonía de un imperio desorientado. Pero supo catalizar el miedo y la ansiedad, mientras los políticos del establishment se reían del bufón, mentiroso e ignorante. ¿No vimos ya esta película?

La alt-right desenfrenada

Claro que no se trata solo de un voto negativo que Trump capitaliza. Es la expresión del auge de la extrema derecha, de la radicalización neofascista que abraza a regiones enteras de Occidente, de la resistencia de jóvenes varones que temen perder su poder con el empoderamiento de las mujeres, de trabajadores que creen falsamente que son los inmigrantes los que hacen perder los puestos laborales o quienes favorecen la inseguridad y la precariedad, y no la globalización de las grandes empresas que migraron o se volvieron importadoras. De los blancos anglosajones nostálgicos de aquella democracia protestante homogénea que tenía en el racismo y el segregacionismo la imagen de su superioridad.

El aislacionismo de Trump o su retórica proteccionista no podrán evitar la enorme dependencia que Estados Unidos tiene del resto del mundo; el callejón sin salida de las barreras arancelarias a China y otros países oculta que el proceso de desindustrialización no puede ser revertido de la noche a la mañana ni mediante tácticas arancelarias defensivas. Sin embargo, marca una diferencia: les dice a los estadounidenses que va a volver a transformar a Estados Unidos en algo grande, una narrativa de éxito que crea expectativas. Tiene una historia que contar, tóxica, pero que encaja con la desilusión y la ira. El populismo nacionalista interpela, como diría Ernesto Laclau, a un pueblo, mientras los demócratas se niegan a reconocerlo, a escucharlo, a darle identidad.

La primera lección es que el centro político no logró resistir, que el proceso político se llevó puesto a los consensuadores seriales. Que ceder parte del programa solo los envalentona, los hace ver más consecuentes. ¿Pero no se había dicho una y mil veces, analizando las elecciones europeas, que los partidos del sistema, al favorecer el consenso empobrecedor del neoliberalismo «liberal», dejaban el campo abierto a los neofascistas? Sí, claro. Ellos saben lo que hacen, pero lo hacen igual. O peor, para atemperar la furia extremista e impedir que crezcan, asumen su programa antinmigrante y racista o piden su apoyo para garantizar la gobernabilidad, como en Francia. El cordón sanitario se rompe sin prisa pero sin pausa.

Decadencia, crisis y contradicciones

Estados Unidos sufre una dinámica de desindustrialización inexorable. Las barreras proteccionistas contra China no resolverán el problema. A cambio, pueden ser testigos de un incremento de la inflación, la tasa de interés y del precio de los alimentos, lo que llevará a la caída del salario real. Estados Unidos carece de ingenieros y su sistema manufacturero retrocedió. Sus graduados eligen finanzas y servicios, porque en el país que es una máquina de hacer dólares allí es donde se procuran los mejores ingresos. Sus mejores marcas son la explotación de gas y petróleo, y el fuerte de su economía, las empresas de tecnología. Pero debe importar todo lo demás. En 1928, la producción industrial estadounidense representaba el 44,8% de la mundial; en 2019, había caído al 16,8%. China, en 2020, alcanzó el 28,7%. Como lo dijo Emmanuel Todd en su reciente libro La derrota de Occidente, el beneficio del dominio del dólar los está transformando en un país parasitario.

La sociedad estadounidense, que se autodenomina liberal, que defiende la democracia contra la «autocracia» rusa, tiene la tasa de encarcelamiento más alta del mundo: 629 personas encarceladas por cada 100 mil habitantes (incluyendo prisiones estatales, federales y cárceles locales). ¡El 25% de la población carcelaria mundial! Y, obviamente, afecta desproporcionadamente a personas de origen afroamericano y latino.

Estados Unidos es el país donde los tiroteos masivos se han multiplicado. Es la patria de la obesidad. Entre 1990-2000 y 2017-2020, el número de habitantes con sobrepeso aumentó del 30,5% al 41,9% de la población. El lobby farmacéutico produjo el milagro de más de medio millón de muertos por recetas de medicamentos en base a opioides que generan adicciones. La patria del fentanilo. Es una nación fracturada, sin destino común ni valores compartidos.

Estados Unidos ya no es creíble como defensor de las democracias en el mundo; su crédito se ha devaluado, su capital moral desacreditado, su apoyo a las dictaduras y guerras como las de Irak han debilitado su posición en todo el mundo. El apoyo suicida al genocidio israelí con su propio armamento es solo el último episodio de una larga historia negra, cuya particularidad es haber socavado de manera determinante todas las instituciones y normas internacionales sobre crímenes de guerra y derechos humanos. Al revés de la hegemonía «benévola» que a través del Plan Marshall proporcionó apoyo al desarrollo, la recuperación y la reconstrucción de los países devastados por la guerra, el intervencionismo estadounidense ahora es desestabilizante.

¡Por supuesto que los pueblos se equivocan! Han votado muy mal. Pero Estados Unidos, hace décadas, lejos de integrar a las clases subalternas, las expulsa a la periferia de la precariedad y la inseguridad. Y desde el olimpo de la razón se les acusa de no importarle la democracia, de haber perdido su estatura moral. Pero, ¿cómo se llegó hasta aquí? Recordemos: ellos saben muy bien lo que hacen, pero lo hacen igual.

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