Este artículo forma parte de la serie «La izquierda ante el fin de una época», una colaboración entre Revista Jacobin y la Fundación Rosa Luxemburgo.
En el Coloquio Internacional en memoria de Nicos Poulantzas: «Le politique aujourd’hui», realizado en Atenas, el 29 de septiembre de 1999, el que fuera uno de los pilares centrales de la empresa de reconstrucción del marxismo en términos «estructurales», y quien fuera redactor, junto con Louis Althusser de Lire le capital, publicado en 1967, me refiero a Ettiene Balibar, crítico agudo por esos días del euroomunismo y defensor de un «neoleninismo» a la europea recuerda, en ese Coloquio de 1999, pasado ya el fragor de los debates, que la huella del desacuerdo fundamental con Poulantzas fue su último libro Estado, poder y socialismo. La proposición de Poulantzas, que definía el Estado capitalista como «condensación material de relaciones de fuerza» entre las clases cristalizaba esas divergencias. Balibar sostiene, a modo de balance lo siguiente:
En lo que respecta a la «condensación de la relación de fuerzas», o el «concepto relacional del Estado», que hace largo tiempo que le di la razón a Poulantzas sobre este punto, y ante todo por una razón que él mismo menciona, convirtiéndola implícitamente en el criterio de su divergencia con Althusser: a saber, que solo semejante concepción permite poner fin al mito de la «exterioridad» de las fuerzas revolucionarias (partidos o movimientos) respecto del funcionamiento del Estado en el capitalismo avanzado.
El punto fundamental de la teoría relacional del poder de Poulantzas, residía en que no solo no hay nada como una «sustancia» u objetividad determinada del poder estatal, fuera de «la historia de su constitución y de su reproducción» sino que no puede existir fuera de las configuraciones de relaciones sociales. Lo que llevó al teórico greco francés a sostener que el Estado no es un sujeto, pero tampoco u instrumento. Y esta perspectiva es tributaria, en gran parte, de las lecturas de Foucault, a quien Poulantzas siguió de cerca y que ha tenido quizá más influencia de la que estaba dispuesto a reconocer. Quién si lo reconoció y asumió un aspecto sustancial de los aportes foucaultianos sobre los regímenes de verdad, fue uno de sus discípulos poulantzianos, el británico Bob Jessop.
Para Poulantzas, el enfoque sustancialista parte de entidades autosostenibles que vienen «preformadas» y sólo después se consideran los flujos dinámicos que las involucran. Los intereses e identidades de individuos, clases o grupos, están ya preestablecidos y permanecen inalterados más allá de las interacciones en los que se ven involucrados. En la perspectiva relacional, los mismos términos o unidades involucradas derivan su significado e identidad de los papeles cambiantes que juegan dentro de esa transacción. Desde Marx, que había establecido que el capital no es una cosa sino una relación social, hasta Bourdieau, Foucault, Elias o Simmel, las ciencias sociales han ido familiarizándose con la perspectiva de que no hay esencias predefinidas que interaccionan con otras, sino que las mismas «esencias» son constituidas y adquieren forma gracias a la relación que establecen con otras «esencias», en un proceso dinámico. Por lo tanto, el poder no es un atributo o propiedad de los actores y no puede pensarse por fuera de matrices de las relaciones de fuerza. Además, el relacionismo de Poulantzas difería con el de Foucault. Aunque ambos enfatizan en las tácticas, estrategias y cálculos estratégicos, la concepción inmanente del poder de Foucault le impedía remitir esas tácticas a ciertos sujetos o a ciertas determinaciones, mientras que Poulantzas, en la tradición marxista, era capaz de referirlas a la dominación de clase. Foucault, por lo tanto, no podía arribar a una lógica de la acción hegemónica, mientras que Poulantzas tenía la posibilidad abierta.
El problema de Poulantzas estaba en cómo integrar teóricamente los movimientos micropolíticos de agentes, clases y su impacto en el aparato institucional, creando la imagen de un Estado atravesado por luchas, y por lo tanto incoherente y hasta contradictorio, con el nivel macro, donde debía ajustarse todo a la lógica estructural de dominación de clase, por lo cual esa multiplicidad de micropolíticas terminan por medio de alguna astucia del sistema, cooperando a la dinámica predestinada de la estabilización capitalista. En su perspectiva estructural, que matizó pero nunca abandonó, la dominación no es el fruto de una acción hegemónica sino de una macronecesidad inscrita en el ADN de la formación social. Entre la micropolítica, donde las prácticas hegemónicas de poder se despliegan, y la macropolítica, donde cumplen una necesidad funcional, el relacionismo de Poulantzas oscila y no logran tender puentes teóricos que le permitan elaborar una teoría de la hegemonía comparable a la que Gramsci había desplegado al considerar de manera plena la lógica de la acción de clases, pero que a Poulantzas le resultaban subjetivistas e historicistas. Como lo detectó Laclau en su artículo de 1981 «Teorías marxistas del estado: debates y perspectivas»: «Como, por otro lado, el campo de lo determinado estructuralmente ha tendido a estrecharse progresivamente entre el primero y el último libro de Poulantzas, esto ha conducido a la expansión creciente del área de indeterminación teórica». Pero sus oscilaciones teóricas, su dualismo entre las prácticas y las estructuras, o mejor dicho, su deslizamiento desde las estructuras hacia las prácticas, abriendo el campo de indeterminación, facilitó que germinara su teoría relacional que tendrá consecuencias importantes en su estrategia política.
Otra de las consecuencias del análisis relacional es el debilitamiento del concepto de Estado como soberano y unitario. En la tradición weberiana y los teóricos alemanes, el estudio del Estado comenzaba en el reconocimiento de su unidad soberana y coherencia sistémica. Pero Poulantzas pone en cuestión esa unidad, no porque no exista, sino porque queda en entredicho en el despliegue de dispositivos e instituciones heterogéneas que lo atraviesan. ¿Dónde radica su unidad entonces? En que es el lugar donde se condensan materialmente las relaciones de fuerza. Y por condensación entendemos la materialidad institucional del Estado. Frente a las diversas corrientes teóricas weberianas o «elitistas», Poulantzas no entendía que la autonomía del Estado radicaba en el personal político, en los gerentes del Estado o las burocracias administrativas (el Estado en sí no tiene poder, éste radica en las clases, decía), sino en el espacio estratégico donde confluían las relaciones de poder. Es una lástima que Poulantzas haya desechado sin más trámite el poder de la elite del Estado que concentra y ejecuta las normas y gestiona las instituciones que son el fruto de la condensación material de fuerzas. Aunque abandonar rápido a Weber pudo otorgarle el beneficio de entender que la autonomía del Estado brota y rinde tributo al lugar en que se intersectan las relaciones sociales de poder. El Estado no es un actor, dijo, sino el lugar donde se organizan las clases. Con ello eliminó de un plumazo el mito del Estado soberano, con una voluntad y voz de mando únicas, con intereses unívocos, claros y racionales. Los actores del Estado son también civiles y poseen una identidad social y ellos también pueden estar cruzados por contradicciones y conflictos. Hubiera sido más provechoso entender al Estado como un lugar y un actor a la vez.
La perspectiva relacional del Estado le permitió a Poulantzas dejar sentadas ciertas intuiciones que constituirán globalmente las llaves maestras del pasaje al neomarxismo y al posmarxismo. En primer lugar, aunque se delimitó de Foucault con respecto a las jerarquías del poder, donde colocó siempre al Estado como institución fundamental y a las relaciones sociales capitalistas de explotación como fundamento del poder del Estado, aceptó e incorporó a su propia perspectiva el hecho de que el poder no es una totalidad cerrada y unificada, sino fragmentada, un campo estratégico de lucha.
Además, la materialidad resultante de los conflictos sociales, cristalizadas en instituciones, leyes y aparatos revelan que «las clases populares han estado siempre presentes en el Estado». Como lo reconoció Jessop, al adoptar este abordaje relacional del poder, Poulantzas reconoció que la constitución histórica y formal del Estado no está dada, sino que resulta de luchas pasadas y también se reproduce (o se transforma) en y por medio de la lucha.
A su vez, la influencia foucaultiana le permitió asumir que el Estado es desbordado por las luchas y que el poder no reside sólo en este. Aunque el fundamento del Estado moderno son las relaciones de producción capitalistas, confirma la existencia de diferentes poderes en la capilaridad de la sociedad y su asignación a otros fundamentos que no son los de clase. Las relaciones de poder no coinciden siempre con las fronteras de clase y la «desbordan con mucho», por ejemplo, en «las relaciones sexuales hombre-mujer». La división de clases no es el terreno exhaustivo de constitución de todo poder, aunque en las sociedades de clase, «todo poder reviste una significación de clase, y los aparatos de Estado no se mantienen al margen de ellas».
Poulantzas utilizó a Foucault principalmente como catalizador intelectual para repensar problemas nuevos que sus inquietudes intelectuales ya estaban procesando, por ejemplo, en torno a la autonomía de los movimientos sociales, la relación entre democracia directa y democracia representativa, etc. Foucault fue el síntoma de su propia crisis intelectual. Tocado por una corriente que abrasaría al campo intelectual no sólo en Francia, Poulantzas asimiló todo lo que podía asimilar en sus circunstancias y desde el campo teórico político en que lo hacía. Como lo sostuvo Stuart Hall, Poulantzas se comprometió con toda una serie de nuevas posiciones y argumentos, de los cuales la relación contradictoria con Foucault es solo el ejemplo más significativo, que debe haber implicado una experiencia profundamente inquietante, personal e intelectualmente, de una transición inacabada. Aunque rechazó las tesis fundamentales de Foucault y Deleuze, Poulantzas toma nota de ellas en la búsqueda de nuevas respuestas en su formulación de una teoría marxista del Estado.
Teoría y estrategia
El marco teórico relacional cumplió un evidente papel en clarificar y dar base teórica a su perspectiva política que, desde mediados de los años setenta, ya se orientaba hacia la convergencia con el ala izquierda del eurocomunismo. Por primera vez un teórico marxista concebía al Estado no como instrumento de la clase capitalista ni sólo como función genérica de dominación, sino también como un campo estratégico de lucha. Esto implica el estudio de las contradicciones al interior del Estado, las formas mediadas en que impactan las luchas y las presiones sociales en las instituciones, las capacidades estatales para hacer frente a las demandas sociales y, en definitiva, la relación entre el personal político y las clases.
Para Poulantzas la corriente autonomista de Castoriadis y otros teóricos de moda luego del mayo francés, fetichizaba al Estado que quería combatir, entendiéndolo como una institución al margen y en oposición a la propia sociedad, como si esta pudiera alguna vez ubicarse de manera exterior. Hacer del Estado un enemigo unitario, despojado de cualquier contradicción, sería considerarlo como un objeto aislado de las masas populares, una torre de marfil inexpugnable y no podría constituir más que una reacción alérgica al estatismo de los grandes partidos o una respuesta extraordinariamente defensiva ante la imposibilidad de avanzar en transformaciones radicales del Estado. Para Poulantzas, si las luchas son políticas, es porque atraviesan a los aparatos de Estado, es decir que están ya inscritas en ese marco estatal. En todo caso, evitar el estatismo tecnoburocrático situándose fuera del Estado no sería, en lo esencial, más que abandonar su transformación y simplemente limitarlo mediante contrapoderes. En una palabra, sería poner al Estado «en cuarentena» y apostar desde una exterioridad imposible por un poder diseminado, difuso y disperso en una pluralidad de micropoderes.
Pero su polémica más encendida se dirigió a los partidos oficiales de la clase trabajadora. Lo que estaba claro para Poulantzas al comenzar la redacción de Estado, poder y socialismo, es que la estrategia defendida por el movimiento comunista internacional desde la época de los soviets en Rusia, no se correspondía con la morfología del Estado en las democracias capitalistas avanzadas, no sólo europeas sino incluso más allá el atlántico, por el hecho de que partían de la exterioridad de las clases respecto al Estado. Pero si el Estado estaba atravesado de par en par por contradicciones de clase, la estrategia sovietista, pero también la anarquista que pretendían ver al Estado como un ámbito homogéneo en defensa de la opresión y la dominación, ya no se correspondía con la realidad. Con la incorporación de los sindicatos a la vida política nacional, el crecimiento de la prensa contestataria, los medios de comunicación, el fortalecimiento de las organizaciones populares, la educación pública gratuita, los servicios sociales que ofrecía el Estado, la ampliación de derechos, todo ello implicaba la existencia de una lucha de clases no sólo contra el Estado sino también al interior del mismo.
Todo el esquema de su concepción está cruzado por este análisis. Recordemos el curso de su evolución política y teórica, un primer período de giro hacia un maoísmo europeo radicalizado bajo la influencia teórica de Althusser, con su ataque al economicismo y su énfasis en la especificidad y autonomía de lo político, su fascinación por una revolución cultural como la que había surgido en mayo del 68, donde, exportando y adaptando la experiencia china, se denunciaba al conjunto de los instrumentos de dominación ideológica y cultural. Este «maoísmo cultural» daría paso, años más tarde, al eurocomunismo, reformulando su teoría del Estado. Este paso estaba en consonancia con la concepción de Gramsci sobre la distinción analítico-programática entre oriente y occidente. No es casualidad el papel distinguido que las ideas del comunista italiano tuvieron en el debate eurocomunista. Su concepto de la hegemonía partía de esta caracterización distintiva del Estado ampliado en occidente, para el que esa ampliación hacia las clases subalternas reclamaba un cambio de orientación hacia la sociedad civil. Por primera vez, Gramsci defendió la posibilidad de conquistar hegemonía antes de cualquier toma del poder.
Sus dos últimos trabajos principales, La crisis de las dictaduras (1975-76), y Estado, poder, socialismo, se enmarcan en el surgimiento del debate eurocomunista y su participación en el Partido Comunista Griego del Interior. En su último libro, Poulantzas enfrentó los ataques contemporáneos al marxismo al mismo tiempo que reconocía los aportes de nuevas tendencias filosóficas y entró de lleno en el debate sobre los temas candentes para el socialismo europeo: la relación entre socialismo y democracia, la del Partido Comunista y los nuevos movimientos sociales, los sujetos de una transformación radical y las vías de la transición.
La realidad de la Unión Soviética y el desarrollo del socialismo en la posguerra en los países del Este, el peso creciente de la burocracia soviética y la falta de democracia en todos ellos o peor, el aplastamiento de los movimientos democráticos en Hungría y Checoslovaquia, abrían serios interrogantes sobre las vías de la transición y sobre el tipo de socialismo que se estaba construyendo. El carácter autoritario de dichos regímenes alimentaba la efectividad de la propaganda occidental, y desprestigiaba al movimiento comunista internacional. Aunque muchos teóricos negaban que lo que ocurría en el Este fuera algo parecido al socialismo, la realidad manifiesta de los países que así se reclamaban abría serios interrogantes sobre la teoría de la desaparición del Estado y el reemplazo de la democracia representativa por alguna variante más democrática y genuina de los intereses populares. Por de pronto, el reflujo de la revolución en la Unión Soviética había consolidado a una burocracia profesional no sometida al escrutinio electoral del pueblo y a una tecnoburocracia permanente antes que a un autogobierno del pueblo.
Es en ese contexto que en los años setenta, con la crisis y el desprestigio manifiesto de los regímenes burocráticos, se abre el debate sobre las cuestiones candentes del Estado y el socialismo en la transición. Lucio Colletti, reconocido teórico marxista italiano que promovía el comunismo consejista, en un texto de 1975, Ideología y sociedad, adoptó una posición de crítica de izquierda a la posición del Partido Comunista de Italia, defendiendo y reinterpretando los textos de Lenin. Para él, la democracia representativa estaba unida orgánicamente al Estado capitalista y tenía como función la de separar a las masas del poder político. La solución no era revisar las vías de la transición sino en extender la revolución mundial pues sólo en el plano internacional podía la transición avanzar por la vía de nuevos organismos de autogobierno. Esta crítica izquierdista no evitó que poco tiempo después abandonara por completo el marxismo y los ideales socialistas para abrazar opciones políticas de derecha. En un sentido opuesto, el politólogo Norberto Bobbio sostuvo, en un texto de 1978 de amplia circulación «¿Existe una teoría marxista del Estado?», que la democracia en las sociedades capitalistas no es una función de la dominación, sino antes bien, una conquista que le ha costado sangre a las clases trabajadoras. Bobbio considera inadecuada la teoría de Marx sobre el Estado como instrumento en manos de un grupo social dominante, y el origen de una teoría de la transición que desprecia al Estado y la democracia. Para Bobbio, aunque la democracia puede ser restringida, no deja de ser una arena de participación política, libertad de expresión e información, y aunque acepta que está moldeada por la hegemonía burguesa, también es conquista popular. La democracia debe ser incluida en la agenda de cualquier política socialista. Mientras el capitalismo contemporáneo restringe las libertades y fortalece a la burocracia, la democracia puede ser colocada contra la economía capitalista y en favor de los objetivos socialistas. En una sociedad cada vez más tecnocrática pedir más democracia se vuelve liberador. El socialismo debía ser más democracia y no menos. El parlamento era el corazón de la democracia, pues nadie ha podido eliminarlo y sostener las libertades públicas y de prensa. La democracia directa, por el contrario, es más un fetiche de la izquierda que una realidad practicable. En conclusión, la democracia representativa debe ser el punto de inicio de cualquier proyecto socialista y de ampliación democráticas.
Polemizando con ambos en un texto de 1977, Masse e potere, Pietro Ingrao, líder comunista italiano, presidente de la Cámara de Diputados entre 1976 y 1979, sostuvo un planteo que tendría gran influencia en la elaboración del último Poulantzas. El Estado es resultado y a la vez produce las formas de la lucha de clases. El Estado benefactor creó una idea de progreso y de derechos sociales de la clase trabajadora que, si bien fueron funcionales al modelo de acumulación de posguerra, también ampliaron la participación popular y expusieron al Estado a una influencia más directa de los sindicatos y los partidos de izquierda. A su vez, estas instituciones amortiguaron y limitaron la participación popular. El Estado es un Estado de clase con una democracia representativa que permite a las masas ejercer el poder político sólo dentro de los límites establecidos por las relaciones de clase en la sociedad. Contra la opinión de Bobbio, considera los límites democráticos como estructuralmente constitutivos del Estado de clase, por lo que permite que grandes decisiones económicas sean tomadas por el capital privado y sustraídas al debate político parlamentario. La democracia así concebida conforma un límite interno a su propia ampliación. A su vez, polemiza con Colletti cuando afirma que el Estado burgués es simplemente el instrumento de la clase capitalista. Para Ingrao es un lugar de lucha y la democracia representativa es también una victoria de la clase trabajadora. Es decir, la democracia cumple el lugar de una paradoja, forma de gobierno inextricablemente unida a la estructura de dominación capitalista es, al mismo tiempo, una conquista popular a la que la clase capitalista se ha resistido por décadas. La burocracia, tanto para Ingrao como para Poulantzas, no es sólo una institución opresora sino también el fruto de los derechos sociales conquistados en la posguerra, la «condensación material» de relaciones de fuerza.
Poulantzas intervino en la polémica combatiendo la subordinación de la socialdemocracia, así como rechazando la orientación estalinista del comunismo oficial, expresando las posiciones de lo que se llamó el eurocomunismo de izquierda, junto con algunos otros exponentes de renombre como Fernando Claudín, y Christine Buci-Glucksmann. En 1976, Poulantzas adopta para Grecia una táctica de frente anti-dictatorial, rechazando la táctica del ortodoxo PC griego. Para las elecciones de 1977, ve con buenos ojos una alianza entre PASOK (Movimiento Socialista Panhelénico, socialdemócrata) y la «izquierda renovadora». En 1977 interviene en el debate apoyando la unidad de la izquierda con el PASOK en torno a un programa común y reclamó la participación de nuevos movimientos sociales. Sus puntos de vista sobre la estrategia democrática se inspiran en sus reflexiones sobre los ejemplos griego y portugués, aunque su orientación más general sobre la estrategia socialista democrática está en deuda con el austromarxismo y con la «izquierda Ingrao» del PC italiano.
En su opinión, la crisis de los años setenta catalizó la aparición de un nuevo ciclo capitalista como había sido el Estado de bienestar keynesiano, pero de sentido inverso, al que denominó estatismo autoritario. Ahora el Estado interventor estaba llamado a colocarse en el centro de la economía capitalista para superar la crisis sobre la base de la restricción de derechos, el fortalecimiento de las tendencias autoritarias, cumpliendo un papel cada vez más activo en la vigilancia y el control, depositando el centro del poder político en el poder ejecutivo en detrimento del parlamento, todo lo cual lo colocaría, al revés de lo que se suponía, en el centro de las demandas populares y de la crisis política de legitimidad. Se trataba aun del sistema democrático basado en las elecciones periódicas, pero cada vez más degradada, más recortada, más vacía y vaciada de participación ciudadana. Esta degradación de la democracia bajo el estatismo autoritario, confirmaría a Poulantzas, las tensiones inherentes entre capital y ampliación democrática en la sociedad contemporánea. Si alguna vez la ideología del liberalismo democrático podía asegurar la unión covalente entre ambos términos, ahora estaba llamada a desagregarse y liberar el polo democrático a las fuerzas emergentes de la oposición. Por lo tanto, se trataba de una lucha por conquistar la democracia para sí, dotarla de un sentido emancipador y arrebatarla del lenguaje engañoso de la clase capitalista, para quién el concepto se limitaba al procedimiento shumpeteriano de seleccionar el próximo gobernante.
Poulantzas nunca se había confundido sobre los alcances y límites de una democracia nacida de la cuna de los «padres fundadores» más preocupados por la presencia creciente de las masas en la arena política que de su representación. Por eso insistió una y otra vez en que el Estado moderno había sido diseñado para atomizar a los individuos disolviendo cualquier organización intermedia de representación colectiva. En su origen, las elites impidieron el voto popular y el de las mujeres, creando contrapesos institucionales exclusivamente pensados para impedir el «despotismo» de las mayorías. El sistema bicameral, el veto presidencial, la votación abierta, las elecciones indirectas entre otros mecanismos de restricción y contrapeso apuntaron inexorablemente contra ese «despotismo», ya sea de una persona como, en particular, de las «clases peligrosas». Todo el sistema jurídico fue pensado para la defensa de la propiedad privada y la influencia desproporcionada de los notables. Y si algunas de esas barreras han sido ya derribadas, ampliando el sufragio universal, el voto secreto, tirando abajo el voto censitario o imponiendo el voto directo en algunos países, fue por el enorme empuje de las luchas populares. Pero en la tradición de la revolución francesa, podía argumentarse que el capitalismo contemporáneo, con su exigencia de recortar los poderes y derechos conquistados, diluiría cada vez más el alma democrática de la soberanía popular que, si no podía borrarla directamente, haría lo imposible por disminuir su poder. Así, bajo el estatismo autoritario, el parlamento sería cada vez más restringido en su capacidad y alcance y el Estado estrecharía sus lazos con el capital monopolista, la base fundamental de sustentación y legitimidad.
Tercera vía
La estrategia del socialismo democrático parte de una crítica teórica a la concepción del Estado tanto en el discurso socialdemócrata como estalinista. Ambos, a pesar de sus diferencias, consideran al Estado de forma instrumental, como un objeto a ser ocupado y utilizado en sus respetivos objetivos. El «estatismo estalinista» y el «estatismo socialdemócrata» desconfían de la democracia directa llevada a cabo por las masas. La presencia de las clases populares en el Estado, no significa que se hagan con el poder político real. En ese sentido tener el poder y el gobierno no es lo mismo. Por lo tanto, un programa de transformaciones radicales en la sociedad y el Estado siguen siendo claves de un programa socialista e impugnan la vía socialdemócrata que endiosa el parlamentarismo y crean la ilusión de reformas en progresión continua. Si un cambio en el equilibrio de fuerzas favorece a las clases populares, el Estado tiende, nuevamente, a restablecer el equilibrio de fuerzas a favor de la burguesía. Por lo tanto, la vía democrática al socialismo no significa una simple vía parlamentaria o electoral. La mayoría electoral no es más que un momento del proceso de transición, con múltiples hechos de ruptura, pero de ninguna manera el único. En una entrevista de 1977 realizada por Henri Weber en el número 16 de la revista trotskista Critique Communiste, Poulantzas afirmaba:
No hay que perder de vista que se trata de un largo proceso. Cuando hablamos de un largo proceso, hay que ver lo que esto implica. Se ha hablado de la ruptura. Pero, efectivamente, no es evidente que habrá una gran ruptura. Por otro lado, es también evidente que, cuando se habla de una serie de rupturas, se corre el riesgo de caer en el gradualismo. Pero al mismo tiempo, si se habla de un largo proceso, hay que tenerlo en cuenta: largo proceso no puede significar más que una serie de rupturas, llámeselas o no sucesivas. Lo que me importa es la idea de «largo proceso».
Aunque Poulantzas no plantea un programa acabado ni se propone establecer una estrategia partidaria definida, intenta trazar líneas de reflexión sobre un nuevo camino que la izquierda, en su opinión, debía transitar. En sus proyecciones, la izquierda podía ganar las elecciones y acceder al gobierno, desde donde debería comenzar una lucha despiadada contra el boicot, los intentos golpistas y la desestabilización de las clases poderosas. Una ocupación del gobierno, por la izquierda y, simultáneamente, una movilización masiva de las masas populares, incluidos organismos de base popular. Pero si la tarea desde el gobierno es desmantelar el aparato reaccionario y transformar radicalmente el Estado, los organismos de doble poder desde afuera que se propongan rivalizar y vaciarlo de contenido implicarían un boicot al gobierno de izquierda. Su análisis, en este caso era bastante práctico. No pensaba solo en Europa, también en algunas experiencias latinoamericanas, como la Chile de Salvador Allende. No creía que el golpe se hubiera dado por carecer la Unidad Popular del 70 por ciento de consenso nacional como aseguraba Enrico Berliguer, el líder más conocido del Partido Comunista Italiano. Pero tampoco creía en el desarrollo de organismos de base que rivalicen por izquierda con el Estado y el gobierno encabezado por Allende. Una estrategia que consideraba un callejón sin salida para el proceso revolucionario de conjunto.
Poulantzas abordaba, tentativamente, un fenómeno que se generalizaría. La extensión del sistema electoral como una arena privilegiada de la lucha por la hegemonía del Estado, incluso si el alcance de ese sistema tendió a volverse cada vez más formal. Si echamos una mirada al proceso latinoamericano de las últimas décadas, vemos que las crisis estatales, ya sea por el agotamiento de la legitimidad de gobiernos neoliberales que colapsaron y por movimientos populares de base que cobraron legitimidad social y confrontaron con el Estado, como en Argentina del 2001; o movimientos de tipo insurreccional que movilizaron nuevas narrativas democrático culturales basadas en la reivindicación étnico popular y la recuperación de los recursos públicos; o el movimiento plebeyo militar encabezado por Chávez en Venezuela como consecuencia del caracazo, ejemplos que constituyen variedades más o menos institucionales, más o menos insurreccionales, en todos los casos desembocaron el procesos electorales, asambleas constituyentes y renovación de la elite dirigente, incluso donde emergieron con más fuerza organismos de doble poder como el caso boliviano. En estos procesos la crisis hegemónica no fue conducida por fuerzas exteriores al sistema electoral, sino desde su interior. Por ejemplo, en Bolivia, mediante la construcción de un instrumento político como el MAS. Es decir, aunque organismos de poder popular tienden a surgir en procesos de crisis y ascenso popular, salvo bajo dictaduras militares donde está obturada la participación pública (como la Nicaragua de Somoza), la emergencia de nuevas formas estatales, de nuevos liderazgos, de procesos de ruptura social, más o menos profundos, han alcanzado el gobierno mediante procesos electorales.Y han surgido los mismos problemas que Poulantzas señaló respecto a los límites y posibilidades de avanzar —siempre bajo la amenaza de las fuerzas mediáticas, corporativas, judiciales y políticas de la reacción— hacia procesos más o menos extendidos de rupturas más o menos anticapitalistas.
El fenómeno de la extensión del régimen electoral es característico también respecto al agotamiento político de la hegemonía institucional del sistema de partidos que sostuvo las políticas neoliberales en Europa y Estados Unidos. La crisis de las gramáticas globalizadoras, cosmopolitas y en muchos casos culturalmente progresistas, que fueron el vehículo de la desindustrialización, el estancamiento de los ingresos y la precarización laboral, viene siendo contestada y capitalizada por la extrema derecha que emerge de la crisis del Estado y del sistema de partidos. En algunos casos se da como renovación del liderazgo partidario al interior de los partidos existentes, como el de Trump en el partido Republicano, otras veces por fuera y contra ese sistema, como el italiano con Fratelli d’Italia liderado por Giorgia Meloni, o los Países Bajos, con el Partido por la Libertad (PVV) de Geert Wilders, para dar solo algunos ejemplos. Argentina y Brasil han visto nacer y tomar el poder nuevas formaciones de extrema derecha que desafiaron con éxito al sistema de partidos establecido. En todos los casos, en particular en los casos latinoamericanos, los golpes militares de antaño han sido sustituidos por triunfos electorales con apoyo popular. Esto no oculta las formas abiertamente anti institucionales de desestabilización, como el golpe parlamentario contra Dilma, los mecanismos de destitución irregulares como el juicio político de 24 hs contra el presidente de Paraguay Fernando Lugo, o el golpe de Estado contra el presidente de Honduras Manuel Zelaya «respaldado» por el parlamento y la Corte Suprema de Justica. Casos que pretendieron ser encubiertos mediante la legalidad institucional. Es decir, por derecha, la contrarrevolución tiende a darse también mediante triunfos electorales con apoyo popular o mediante golpes «blandos» recubiertos de legalidad.
En resumen, la tentativa poulantziana busca entender los procesos de cambio y sus estrategias conectándolos con las transformaciones en el sistema de Estados y en los regímenes políticos. En particular, destaca su teoría relacional del Estado, que evidencia su carácter contradictorio y en disputa, mostrando cómo las luchas de clases y de grupos generan un impacto y tienen consecuencias profundas en el interior de las instituciones. Y cómo, a su vez, las instituciones importan y tienden a dar forma y contenido, a establecer el continente y la arena sobre el que se dan y versan las luchas sociales.
Sin obviar ninguna de las acciones y organismos populares de autodeterminación que pueda brindar el repertorio de acción colectiva, parecería establecerse que las luchas de poder, incluso las más radicales, no puede obviar una estrategia al interior de los aparatos institucionales existentes. De modo que incluso los «momentos insurreccionales» de tipo «leninista», como lo vimos en el Alto de La Paz y otras ciudades de Bolivia de principios del año 2000, tienden a desembocar en la lucha y la toma primero del gobierno y luego del poder, donde el triunfo electoral, la formación de mayorías parlamentarias, la capacidad de establecer reformas constitucionales, es decir, el involucramiento con las tecnologías de poder institucionales, parecen inevitables.
El estatuto de lo político
Poulantzas tendió a combinar o superponer el argumento de un necesario cambio de estrategia en occidente como subproducto de una transformación en la morfología del Estado, con un argumento normativo sobre las ventajas del sufragio universal y los peligros totalitarios que encerraba el sovietismo en su etapa de reflujo. El hilo conductor entre ambos fue que no había ninguna posibilidad de intervenir con éxito en el sistema político europeo sin adoptar una estrategia de poder que incorpore el sufragio electoral y el parlamentarismo como un soporte fundamental en la arquitectura de la transición socialista. Si el sufragio universal y las libertades políticas eran instituciones logradas por la conquista popular y al mismo tiempo atacadas por el estatismo autoritario, la transición socialista no podía prescindir de ellas, lo que impugnaba la línea sovietista de abolición del parlamento, no solo por ser una vía inconducente en la mayor parte de las experiencias, por lo menos en Francia o en Italia, sino también por ser equivocada programáticamente. En las polémicas del período, así como en las entrevistas de los últimos tres años de su vida, que hemos traducido y recopilado en el libro Escritos de Teoría y Política con textos inéditos en español de Poulantzas, su norte no es el rechazo a organismos de poder popular o de democracia directa, sino a la abolición del sistema electoral por parte de esos organismos tal como se dio en la revolución rusa y en otras experiencias. Hay una experiencia de lo político, de la representación en cuanto tal que Poulantzas desea preservar a toda costa. No lo teoriza, pero lo deja planteado.
Aunque los primeros escritos de Marx tocaban el tema de la democracia política, la cuestión no ocupó un lugar central en la discusión marxista del Estado hasta la década del setenta. En la literatura marxista se consideraba al Estado como (instrumento o función) de la dominación capitalista y, por lo tanto, como un aparato que iría extinguiéndose en la transición al comunismo. La democracia estaba ligada a la idea de esa desaparición, la consolidación del comunismo y la separación entre representados y representantes, en el sentido en el que Marx había sostenido en La cuestión judía que era necesario la absorción de la sociedad política por la sociedad civil. Estado y democracia estaban, por lo tanto, destinadas a desaparecer en la transición. Pueden quedar como resabio, pero en definitiva son antitéticas con la idea de socialismo. En El Estado y la revolución, Lenin defiende la desaparición del Estado, considera la democracia representativa como una democracia de ricos al servicio del engaño de la clase trabajadora y asume una transición basada en organismos de tipo soviéticos que desplacen la democracia representativa. Rosa Luxemburgo cuestionó la posición de Lenin sobre la dictadura del proletariado y, aunque defendió la actuación de los bolcheviques en la revolución de 1917, se opuso al cierre de la asamblea constituyente ad aeternum o que no fuera reemplazada por ninguna otra instancia electoral representativa. Para ella, existía una contradicción en querer construir el socialismo suprimiendo la libertad de expresión, de prensa y el parlamentarismo, no a modo de un estado de excepción circunstancial sino como ideal político. La crítica de Poulantzas a la estrategia de doble poder se funda en las consideraciones luxemburguianas sobre la cuestión de la democracia.
Para Poulantzas, las vagas referencias de Marx a la relación entre socialismo y democracia, fueron anuladas por la perspectiva de Lenin. En Estado, poder y socialismo afirma:
Se quiera o no, la línea principal de Lenin fue originariamente (…) la de una sustitución radical de la llamada democracia formal por la llamada democracia real, de la democracia representativa por la democracia directa llamada consejista. Lo que me lleva a plantear: ¿no fue más bien esta misma situación, esta misma línea (sustitución radical de la democracia representativa por la democracia directa de base) la que constituyó el factor principal de lo que sucedió en la Unión Soviética?.
En su opinión, esa concepción carece de la visión estratégica de la transición como un proceso y fundado en la ampliación y radicalización democráticas. Recuerda también los escritos de Rosa Luxemburgo, alertando que la eliminación de las libertades públicas lleva de la dictadura excepcional al autoritarismo permanente, al despotismo y a la dictadura de los expertos, toda vez que la retirada de las masas en el reflujo, y eliminada la batalla parlamentaria y el debate, deja a los jefes políticos de la revolución como únicos líderes del Estado. Sin un ámbito parlamentario representativo, dentro del cual los temas en debate puedan ser ventilados, discutidos y resueltos por mayoría, no había posibilidad de intervención popular en la toma de decisiones. Pero la concepción de Lenin sobre la transición y la extinción del Estado remite a la propia tradición marxiana sobre la superación de la política, en el sentido en que se repite el apotegma de Saint Simon sobre la necesidad de pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas.
Atañe especialmente al estatuto propio de la política y de la democracia. Roberto Esposito recordaba las palabras de Rousseau, para quien la «verdadera democracia» es el régimen en el que todos los ciudadanos, o al menos la mayoría de ellos, son magistrados, es decir, en que la soberanía coincide plenamente con la voluntad general, lo que disolvería cualquier diferencia entre lo público y lo privado, el legislativo y el ejecutivo, entre el poder y el saber. Una situación en el que cada uno ya es parte inmanente de la comunidad, por lo que queda abolida cualquier trascendencia, una total transparencia de la comunidad autoproducida. Esta verdadera democracia, un ideal que lleva al límite su propio concepto, es el límite imposible de alcanzar. El cruce de frontera abierto entre la democracia y el totalitarismo. En la medida en que la comunidad es el Uno, es imposible de representar, por lo que requiere una división, por ejemplo, entre soberanía y representación. Lo que reclamó Poulantzas, cuando alertó sobre la eliminación totalitaria de la democracia, es mantenerse en el campo de la representación y de la política, trazar un nuevo comienzo. La representación parlamentaria coloca al legislador fuera del poder de ejecución, en manos del ejecutivo, distingue el saber y la voluntad del poder y, por medio de ella confiesa la imposible inmanencia que pretendía Marx cuando invocaba, siguiendo a Feuerbach, la recuperación del cielo por la tierra. En la verdadera democracia del joven Marx, que en esto seguía a Rousseau, las funciones y estructuras del Estado estarían plenamente integradas en la vida social, en lugar de ser un poder externo que rige sobre ella.
En otras palabras, el ideal de Marx, que Lenin utilizó como arma de guerra en su lucha contra la socialdemocracia, apunta a una sociedad en la cual las diferencias entre el individuo y el colectivo, entre el ciudadano y el Estado, desaparecen, convirtiendo la vida política en una expresión directa de las necesidades y voluntades de la comunidad. Esposito llega a la conclusión de que esta es una pulsión inherente de la política en cuanto tal por abarcar toda la vida social, lo que hace que la democracia llevada a su máxima expresión se niegue a sí misma y, a la vez, revele su lado oscuro: el totalitarismo. Nicos Poulantzas, con todas sus vacilaciones y ambigüedades, señaló correctamente un problema crucial al advertir sobre los peligros, tanto potenciales como reales, de una sociedad autogobernada que aboliera la política y la democracia, así como de su contracara estalinista, que perpetuó una transición interminable hacia una emancipación que nunca llegó.