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Diego Maradona haciendo su famoso caño en su debut con Argentinos Juniors contra Talleres de Córdoba. Humberto Speranza / Wikimedia Commons

Diego Maradona lo fue todo

Diego Maradona fue un genio y un tramposo, extrovertido y vulnerable, un mentiroso y un libro abierto. Los argentinos lo amábamos como nos amamos a nosotros mismos: muchísimo y nada. Y lo odiábamos como solo se puede odiar a alguien que de verdad amas, alguien que te ha dado tanta alegría, tantas veces, para luego arrebatártela.

Mi primer recuerdo de Maradona fue su ausencia. Era el Mundial de 1998 y no estaba en el equipo.

En aquella época, como ahora, la empresa italiana de coleccionables Panini y la FIFA publicaban la alineación de cada país en las páginas de un álbum de figuritas. Los niños como yo reuníamos monedas y billetes pequeños para comprar paquetes de figuritas con las caras de los jugadores y completar el juego. Por supuesto, esperabas completar primero la de tu propio país. En mi álbum, miraba las caras de los jugadores argentinos —Verón, Simeone, Crespo, Zanetti, Batistuta— y sabía, simplmenente sabía, que este equipo, y por lo tanto mi álbum, solo no sería tan bueno como podría haber sido, una vez. Había un brillo que faltaba.

Crecer en la Argentina de los años noventa significaba estar siempre al borde de un precipicio que no podías ver, pero del que estabas absolutamente seguro. Era la época de la gloria del uno a uno, el puñado de años en que la Caja de Convertibilidad vinculó el peso argentino al dólar estadounidense en un intento de estabilizar la inflación y facilitar la participación en el mercado de divisas. Esto supuso una extraña y específica fuente de orgullo para algunos argentinos de clase media y trabajadora, que buscaban constantemente un fuerte sentimiento de identidad a través de la comparación: si nuestro dinero valía tanto como el suyo, entonces éramos tan buenos como ellos.

Esa política monetaria trajo consigo el influjo de la cultura estadounidense, sobre todo para los argentinos en ascenso social: McDonald’s, viajes a Disneylandia, ropa de GAP, pelo teñido de rubio, VISA, tarjetas, líneas de crédito personal. Todo estaba tan solo al alcance de la mano, listo para ser tomado. Y entonces, en 2001, el crack económico, la caída en picada de la noche a la mañana, el grito de que se vayan todos en las calles mientras la gente perdía todo lo que había ahorrado, mientras Argentina pasaba por cinco presidentes en once días, mientras los bancos ardían.

Si ese fue uno de los telones de fondo de mi infancia en Argentina, el otro fue Maradona. Él, y las cosas que se decían de él —que era el mejor futbolista del mundo, indiscutido; que había perdido el control; que estaba rodeado de buitres; que era arrogante; que era un pobre tipo del que se aprovechaban; que tenía suerte de tener a su mujer Claudia a su lado—, ocuparon algún rincón del lienzo de mi vida y de la vida de todo un país.

No necesitábamos exactamente que nos recordara que la altura que alcanzas es la distancia a la que puedes caer, pero lo hizo. Resucitó el alma de un país tras años de una brutal dictadura militar, derrotó a los ingleses en el campo de juego cuatro años después de que Gran Bretaña derrotara a Argentina en Las Malvinas, una guerra criminal en la que se envió a morir a jóvenes de dieciocho años para salvarle la cara al régimen militar de Leopoldo Galtieri. También nos avergonzó ocho años después, al dar positivo por efedrina en un control antidoping durante el Mundial de 1994. Sin él sobre el campo, perdimos contra Rumanía y volvimos a casa tras la primera ronda eliminatoria.

Diego Maradona sostiene el trofeo de la Copa Mundial de la FIFA tras ganar la final a Alemania Occidental en 1986. Wikimedia Commons

Maradona era todo lo que éramos, para bien y para mal, y todo lo que esperábamos ser. Exuberante, lleno de sentimientos, astuto, despiadado, excesivo, exitoso, alegre, naufragado. Era nuestro héroe, el Diez, el D10S, y era también el Diego, como un primo o un vecino. Nací demasiado tarde para ver jugar sus días de gloria, demasiado tarde para verlo jugar y recordarlo. Pero conocí y sentí aquella gloria.

También sabía otras cosas. Tenía la misma edad que mi madre. Sus dos hijas eran más o menos de mi edad. Claudia, su mujer, me recordaba a mi tía Gabi. Unos años después de 2001, mi familia, como muchas familias argentinas, se fue de Argentina. La empresa para la que mi padre había trabajado toda su vida había abandonado el país, y no tuvimos más remedio que seguirle. Fuimos a parar a Estados Unidos. En el pequeño pueblo rural de Tennessee donde fuimos a parar, las miradas de reojo que me dirigía la gente y su falta de voluntad para aprender mi nombre me hicieron saber que no tenía nada en común con mis nuevos vecinos.

Nadie que conocí sabía nada sobre mi lugar de origen, salvo que, a veces, alguien conocía a Maradona. Y sabían que era bueno, quizá incluso el mejor. Si él y yo veníamos del mismo sitio, pensé, quizá yo no fuera tan mala, después de todo.

Yo pensaba en él y en su familia de forma paralela a mí y a los míos, porque él se entregaba a su público de una forma grandiosamente íntima. Siempre había estado ahí, a la vista de todos, cada error y cada consecuencia tan claros como cada victoria. No se puede ser tan querido, por tanta gente, y no desnudar el alma. ¿Se desnudó primero, para provocar el amor? ¿O fue el amor el que desnudó a Maradona?

Sea como fuere, cometió todos los errores y se recuperó en público, y siguió adelante, porque lanzarse a la vida era lo único que sabía hacer. Renació dentro y fuera del campo. Nunca se dejó llevar del todo, ni por las glorias ni por los errores. En las entrevistas posteriores a los partidos, se le puede ver celebrándose a sí mismo tantas veces como criticándose.

En 1996, jugando de nuevo en Boca Juniors, falló un penal y marcó un increíble gol cruzado a un toque con un balón bombeado en el mismo partido. En la entrevista que siguió al partido, su evaluación de sí mismo fue despiadada: «Entiendo que cualquiera puede cometer un error, pero dos penales fallados seguidos, eso no me lo perdono. No me lo perdono. Aunque también marcara un buen gol, no me lo perdono». Pero nunca se trata de autoflagelarse. Es mirar a la verdad a los ojos y decir: «Aprenderé de ti».

Por supuesto, Diego también dijo mentiras. No reconoció a su primer hijo, Diego Armando Junior, hasta 2016. Ocultó —al principio bien, luego mal y después nada— una peligrosa adicción a la cocaína hasta que todo se le vino encima. Fue juzgado en Nápoles por posesión de cocaína con intención de distribuirla (frecuentemente daba cocaína a las trabajadoras sexuales que contrataba), se declaró culpable y esquivó lo que podría haber sido una condena de veinte años de cárcel. Casi dos décadas después, por fin contó la verdad sobre su adicción a la cocaína, aunque nunca había sido un secreto.

En directo, lloraba y perdía las palabras al describir cómo su familia intentó ayudarle a combatir su adicción, porque solo querían verle bien. No era una emoción fingida, era simplemente él. ¿Cómo no quererlo? ¿Cómo no sentir compasión por ese hombre que a los quince años empezó a llevar sobre sus hombros el peso de la identidad de todo un país —el legislador porteño del Partido Obrero Gabriel Solano dijo en un homenaje que Maradona hacía a menudo por los argentinos lo que su propio gobierno se negaba a hacer— y nunca dejó de hacerlo?

Y al mismo tiempo, ¿cómo no odiarlo? Odiarle por aquel Mundial de 1994. Odiarle por estropear su propio legado marcando con la mano. Odiarle por ser el estereotipo del macho que usa y abusa de las mujeres. Odiarle por no darnos un ídolo limpio y sencillo al que adorar, sino una versión de dios griego de un héroe, lleno de defectos humanos y talentos sobrenaturales a partes iguales.

Lo era todo. Genio y tramposo, sociable y vulnerable, mentiroso y libro abierto. Los argentinos lo queríamos como nos queremos a nosotros mismos (mucho, nada), y lo odiábamos como solo se puede odiar a alguien a quien amas de verdad, alguien que te ha dado tantas alegrías, tantas veces, y luego te las ha arrancado.

Y ahora, finalmente, nos la ha quitado de verdad. Su ausencia está aquí para quedarse. Su legado es el de la implacabilidad; el de caerse y levantarse, literal y figuradamente (en el campo, su técnica de caída era impecable); el de una rebeldía violentamente enérgica que trajo tantas derrotas como victorias. Fue un icono no solo para los argentinos, sino para cualquiera que pueda reconocerse en aquel chico de clase trabajadora, y para todos los que buscamos el valor para enfrentarnos a la verdad: que la belleza de la victoria implica toda una vida de lucha.

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