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Fotograma de La habitación de al lado, de Pedro Almodóvar.

De cercanías y distancias: acompañar desde al lado

Almodóvar estrenó La habitación de al lado, film en el que reflexiona sobre el derecho a disponer de la propia vida y propone una valoración de los roles femeninos de cuidado. Los logros y déficits de esta apuesta se realzan en el diálogo con Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, película de 2019 del chileno José Luis Torres Leiva.

Hace pocos días se estrenó la película número 23 de Pedro Almodóvar. El gran cineasta manchego es valorado por un público entusiasta que asalta los cines cada vez que toma la cámara. Por eso nos metimos de lleno y miramos dos veces su película para entender cuál era esta vez la problemática, qué traía de nuevo su propuesta, qué elementos eran diferentes y cuáles permanecían. Y nos dejamos sorprender.

Una de las primeras sensaciones y evocaciones que nos atravesaron fue la relación con la propuesta fílmica del chileno José Luis Torres Leiva en Vendrá la muerte y tendrá tus ojos (2019). Entonces, como punto de partida, podemos esbozar la equidistancia existente entre ambos films en tanto abordan desde ángulos levemente diferentes (casi como si de un doppelgänger se tratase) un mismo tópico: la decisión sobre el propio cuerpo en torno a la certeza próxima del deceso (el dejar de atenderse en una institución de la salud, en un caso, y la aplicación de una inyección letal, en el otro). Resulta sorprendente observar ciertas coincidencias entre estas dos producciones alejadas en tiempo y espacio. Vendrá la muerte fue filmada en Chile y exhibida en el circuito de festivales internacionales, mientras que The room next door (2024) fue financiada por una major americana como Warner Bros., con una distribución a escala global a razón del peso específico que fueron adquiriendo las películas del español, hace tiempo consagrado como uno de los realizadores de mayor prestigio internacional. La habitación de al lado, como fue traducida en nuestros países de habla hispana, se filmó en Estados Unidos y este año obtuvo el León de Oro en el certamen del Festival de cine de Venecia. Y se trata del primer largo de Almodóvar filmado fuera de su tierra natal, redefiniendo las convenciones de una obra anterior fuertemente arraigada, en términos estéticos y narrativos, a los códigos culturales y lingüísticos ibéricos.

En ambos casos se pueden detectar elementos convergentes tanto a nivel temático como en el aspecto de la estructura del relato y la elaboración de la puesta en escena. Veamos. El eje vertebrador en términos dramáticos es, para las dos películas, la inminencia de la muerte, como un hecho intempestivo que prefigura un estado de crisis radical en el ordenamiento interior de los personajes, a la vez que habilita una disposición afectiva inédita y un abismo reflexivo urgente alrededor del propio ciclo vital. ¿Qué decisiones fueron tomadas en el curso de la vida?, ¿qué lazos filiales y amorosos fueron afectados por las mismas?, ¿qué devendrá en torno a estos luego de la propia desaparición física? Si bien pareciera que estos interrogantes se encuentran más denotados en el film de Almodóvar, no dejan de estar tácitamente presentes en las formas del acercamiento vincular de las protagonistas del film de Torres Leiva.

Asimismo, que el sistema de personajes sea principalmente femenino deriva en una indagación acerca de cómo se tejen estos vínculos a lo largo del tiempo, cómo se sostienen en los buenos y malos momentos y de qué manera se enfrenta la irrupción del sentimiento trágico de la vida (remitiendo al célebre libro de Unamuno) devenido en acontecimiento inapelable. Es decir, hay un modo de encarar el problema desde una sensibilidad singular que arroja luz sobre las tramas éticas de respeto mutuo y acompañamiento que mantienen unidas a estas mujeres a la vez que evidencia las fortalezas que las caracterizan (más allá de momentos de flaqueza inevitable, tanto para quienes están enfermas como para quienes las acompañan).

En nuestra vida cotidiana, las mujeres cuidan a otras mujeres y a otras personas de diferentes géneros en tanto las une una relación familiar, sexo-afectiva y/o de amistad. Esa complicidad, el acompañamiento cuando alguien transita una enfermedad (grave, terminal o incurable, términos que usa el propio Almodóvar en su guion) camino hacia la muerte, pareciera que (casi) solo las mujeres pueden hacerlo o los personajes feminizados. Son ellas, en efecto, quienes asumen estos papeles. Pensemos en películas diversas, de diferentes nacionalidades y épocas: Mar adentro (Amenábar, 2005); La memoria infinita (Alberdi, 2023); The father (Zeller, 2021); Réquiem for a dream (Aronofsky, 2001); The hours (Daldry, 2002); Vortex (Gaspar Noé, 2021); entre tantas otras. No hay un gran número de películas en donde los varones se cuiden entre ellos. Quizás las únicas que recordamos y que nos impactaron fueron Amour (Haneke, 2012), 120 battements par minute (Campillo, 2017) y Philadelphia (Demme, 1993). Sin embargo, de estas tres películas, las dos últimas refieren a procesos de enfermedad que atraviesan varones gay con SIDA y son sus parejas los que cuidan, pero también la misma comunidad de amigos varones construida en esos años ‘90 en donde el estigma social y el abandono por parte de familiares y amigos heterosexuales era vivido por esta comunidad de manera brutal.

Si recordamos más películas en donde las mujeres llevan adelante las tareas de cuidado es porque muestran una realidad histórica del mundo patriarcal: son ellas quienes fueron educadas para sostener, dar la mano, abrazar, abrigar. Se internalizaron mandatos de «cuidado» pero al mismo tiempo en ese ejercicio se puso en práctica una fuerza arrolladora. Esto puede verificarse en los personajes que encarnan en ambas películas Julianne Moore (Ingrid) y Amparo Noguera (Ana), quienes atraviesan situaciones de muchísima soledad, de tomas de decisiones rápidas, de enfrentarse con la agonía de la muerte y a los temperamentos cambiantes de las personas a las que acompañan. En el caso de las dos películas analizadas, ambas mujeres que cuidan están solas pero cuentan con sostenes importantes, un tercer personaje que es el/la que cuida a la que cuida: la hermana de Ana y el amante que compartieron Ingrid y Martha (el personaje de Tilda Swinton). Sin embargo, estar constantemente acompañando a una persona que agoniza, cuyo cuerpo se deteriora y su mente también, incorporar esa cotidianeidad conlleva mucha angustia, preocupación y estados de alerta que en ambos films se destacan. Ingrid todos los días va a comprobar que la puerta esté abierta (señal de que Martha está aún viva), y Ana está atenta a los dolores corporales y psíquicos que atraviesa María (el personaje de Julieta Figueroa).

En nuestras vidas privadas, la mayoría de nuestras madres, abuelas o tías cuidaron a otras mujeres o familiares varones. Ese lugar parte de una convicción porque acompañar a morir a alguien es el mayor acto de amor que puede existir, pero también el más duro. A diferencia de lo que sucede en Vendrá la muerte, Martha «libera» a su amiga de la carga de estar en la habitación de al lado cuando ella decide dejar de vivir. Entendemos que este gesto es también un gran acto de amor y un mérito de la película. La posibilidad de no tener que estar obligadas a cuidar, a estar atadas o esperando que suceda el final, es aliviante.

Por otro lado, la decisión de desplazarse de un medio urbano cosmopolita hacia un territorio natural también forma parte de un criterio que busca reconectar/religar a las fuerzas elementales que confieren sentido al ser humano como parte de un todo misterioso, insondable y por ende más abarcativo. Es decir, restituye una dimensión ontológica esencial, la del ser, obliterada en la agitación citadina, en un locus largamente transitado en el cine, el entorno bello y profundo de la naturaleza. Otra de las figuras imbricadas a estas dos realizaciones es la del paseo por estos paisajes como forma meditativa en la medida que los personajes se funden en ese medio y logran sortear el devenir temporal. Hay momentos en el film de Torres Leiva y en el de Almodóvar en los que la aproximación amorosa de los cuerpos (que también incluye a los inserts ficcionales y las secuencias de flashback) y la gesticulación risueña que registran los primeros planos en ese contexto armonioso, permiten pensar la idea de una subversión del orden temporal lineal para emparentar tal vez más a la forma de la experiencia poética donde, como señala Gadamer en La actualidad de lo bello (1977), se vive un tiempo diferente, «lleno», alejado del ajetreo o del aburrimiento que constituye al tiempo vacío de la mundanidad cotidiana. Aspecto que se subraya con otros elementos de puesta, como una estilización de la imagen (la nieve que cae) en el segundo caso o el trabajo de la banda sonora (sonido de aves, de cauces de agua o del viento) en el primero. Vendrá la muerte va incluso un poco más allá, porque cuando la cámara recorre con un travelling el cuerpo de María que reposa sin vida desde la cabeza hasta los pies cruzando la ventana y llegando hasta los árboles da la impresión que se disuelve, se funde y vuelve a ser parte de esa naturaleza.

Finalmente, el arco dramático, que avanza hacia su resolución definitiva (ese momento cúlmine en que el cuerpo pierde su alma), permite dar cuenta de una focalización narrativa sustentada en la perspectiva de quien se queda en el mundo. Luego de los fallecimientos respectivos de María y Martha, son Ana e Ingrid quienes intentan sobrellevar de la mejor manera posible el peso de esas ausencias. Ana, que trabaja de enfermera y conoce de cerca la vulnerabilidad inherente de la condición humana, puesto que lidia con ella diariamente, atraviesa, no obstante, la falta de su persona amada en completa desorientación hasta que sobre el final un grupo de jóvenes danzantes la devuelve a su aquí y ahora, así como también el agua que viene y va permite que la tristeza se vaya y que alegría vuelva. Se cierra un ciclo de vida pero se abre otro, como con cualquier fenómeno natural. Por eso es posible que terminen cantando y bailando «En el amor todo es especial», canción que interpreta Rafaella Carra, que acentúa en el estribillo «explota mi amor, explota mi corazón». Ana explotó de amor y de ternura en el cuidado de su amada, pero ahora viene el momento de continuar. Ingrid, por su parte, sale del estado de perplejidad inicial a partir de intentar regenerar el vínculo desgarrado que mantenía a la hija de su amiga en la distancia. ¿Cómo? A través del discurso, del uso de la palabra como dispositivo reparador de antiguos recelos, algo en lo que evidentemente tiene destreza dada su profesión literaria.

En síntesis, se trata de películas que bordean los espinosos temas de la muerte y la vida, desde una perspectiva donde lo que interesa no es tanto la comprensión racional (aunque el film de Almodóvar trabaje sobre una línea que expone, por medio del procedimiento de «cabezas parlantes», un debate de ideas que exceden el marco dramático estricto para extenderse a una serie de cuestionamientos contemporáneos: el cambio climático, la barbarie capitalista, la eutanasia, entre otros) sino la observación sensible de procesos dolorosos y eventualmente la empatía que esta puede llegar a suscitar en la recepción. Con tratamientos diferentes y muy notorios.

Más allá de las coincidencias enumeradas, las películas también dispararon reflexiones divergentes.

Fotograma de La habitación de al lado, de Pedro Almodóvar.

Distanciamiento y estetización (comentario particular de Natacha Scherbovsky)

Almodóvar propone un tratamiento distante, abordado desde el otro lado de la ventana o, justamente, desde la habitación de al lado. Seguimos los diálogos que mantienen las protagonistas, las vemos caminar, charlar, reírse, discutir o generar cierto ambiente íntimo, pero la cámara casi siempre está frente o detrás de ellas. Las tomas de planos generales o medios, nos ubican como observadores. Excepto cuando el personaje de Ingrid se acuesta en la cama con Martha y la abraza. Este es el único momento de cercanía más profunda, en el que miramos esa vida cotidiana que empiezan a construir. Esta decisión estética propone abordar este tema tan doloroso desde visión fría (no quiere decir que no sea sensible o que no nos sensibilice). La elección de la posición de la cámara y los planos definen la forma de contar. En Vendrá la muerte, Torres Leiva elige desde el comienzo, con un primerísimo primer plano, estar muy cerca de sus protagonistas. Esto, junto a los planos detalles del cuerpo de la mujer amada, nos genera una cercanía y una tristeza muy intensa. Vemos los rostros, los gestos de dolor, de bronca, de tedio, de hartazgo y amor.

A partir de esta mirada cercana se transmite una dulzura, una ética del cuidado que percibimos en las caricias, en el tocar el cuerpo de la persona amada, acariciar sus manos, sus dedos, su cabello (esa «nueva suavidad» que propone Suely Rolnik en Micropolítica: cartografía del deseo), vinculada a la creación de otras formas del deseo que no impliquen apropiación de la imagen o el sentir del otro, ni un ejercicio del poder sobre su cuerpo, sino la instauración de otros campos de intimidad distintos, con territorios transformados en refugios. Se puede devenir mujer, se pueden construir otras formas de amor y de amar.

La de Torres Leiva es una película está construida sobre silencios, a diferencia del film de Almodóvar, que tiene exceso de palabras. Desde la perspectiva del chileno, no es posible recargar con tanto parlamento esos momentos porque ya rumean pensamientos que son difíciles de callar, tanto en la persona que cuida como en la que está muriendo. Los silencios se vuelven necesarios, calman. Y suena pretencioso en ese contexto elaborar diálogos brillantes e inteligentísimos. Mejor sugerir que decir, ser metafórico, fantasioso, jugar con lo que se muestra y lo que no, con lo que queda opaco. Cuesta mirar de frente a la muerte, por eso, los primeros planos o primerísimos primeros planos muchas veces están cortados. No vemos el rostro completo de los personajes.

Tampoco hace falta la estridencia de los colores, ni los escenarios grandilocuentes porque desvían la mirada. Por más que sus fans piensen/sientan que esa es la «distinción» o el «sello» almodovariano, aquí está llevado a un extremo que no aporta sino que distrae. Hacer foco en los vestuarios lujosos, de marcas reconocidas, en la combinación de la paleta de colores, para que todo quede perfecto, simétrico y en sintonía, convierte al tema en algo estetizante. Lo mismo sucede con el espacio que habitan: la casa. Se trata de un lugar que maravilla y la mirada rápidamente se pierde en la construcción, en las escaleras, en las reposeras combinadas con los trajes se usan, etc.

En este sentido, pareciera haber una intención por resaltar marcas de autos, ropa, computadoras y celulares (Under Armour, Nike, Dolce & Gabanna, Volvo, Apple, que seguramente pusieron muchísimo dinero), que además son signos de clase. Las protagonistas son dos mujeres periodistas, intelectuales, ex trabajadoras en el New York Times, que recorren librerías, hablan de novelas y citan a poetas, escritores o pintores reconocidos. Esas citas son muy bellas y funcionan en el mundo diegético construido para el film, como el hecho de tomar vino en copas altas y comer bastones de zanahorias. Son elementos que distinguen a «esa» clase burguesa neoyorquina.

En cambio, la mirada latinoamericanista de Torres Leiva apuesta por la simpleza y la austeridad. Los personajes convierten la casa en un «refugio», también alejado de la ciudad pero construido con elementos del propio paisaje como la madera. El vestuario es muy sencillo, en tonos pasteles. En el espacio donde viven hay muy pocos objetos, porque la mudanza es lenta y no ordenan todo perfectamente el primer día. El personaje de Nona Fernandez, la hermana de Ana, es muy especial. Está presente en la misma escena, cuidando a quien cuida, como una compañía de ambas, algo que no sucede con el amante de las ahora «chicas Almodóvar». El personaje de Turturro acompaña solo a Ingrid y sus conversaciones giran alrededor de la destrucción del mundo por el cambio climático. Está junto a ella, pero le genera más angustia. Por eso no puede escucharlo y se resiste a esa mirada derrotista ante la vida y el porvenir.

La película de Almodóvar es un manifiesto. Busca, a través del cine, plantear que tenemos derecho a morir y que el mundo se está destruyendo día a día, entrando en ruinas. En cambio, el film de Torres Leiva, hace énfasis en el amor, en la ética del cuidado y la suavidad. La lucha de Almodóvar por la legalización de la eutanasia es lo que prima y resalta en esta propuesta fílmica. Su propuesta de siempre filmar desde el deseo, aquí se traduce en el deseo de dejar de sufrir, en la capacidad de elegir sobre nuestras propias vidas y muertes. Esta apuesta estético-política es muy valiosa, importante y valiente. Por eso, a pesar de las críticas posibles, el enorme esfuerzo y la insistencia de Almodóvar en generar, a través de sus films, mayor autonomía y mayor libertad para los sujetos queda nuevamente expresada. ¡Enhorabuena, Pedro!

Fotograma de Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, de José Luis Torres Leiva.

Impacto estético e interdiscursividad (comentario particular de Martín Corradi)

Hay que considerar estas dos películas poniendo el acento en sus puntos de contacto, aunque sin soslayar sus particularidades evidentes, concordando con Natacha en el criterio clasista que rige a La habitación y con la posición latinoamericanista de Vendrá la muerte.

Almodóvar alcanzó una madurez que se hace patente en sus últimas obras donde se refinan todos los componentes audiovisuales que configuran la puesta en escena, sin por ello perder fuerza poética o caer en un mero formalismo vacuo. El realizador es plenamente consciente de que ese universo de representación es personal e inverosímil, en el sentido de no interesarle la construcción de una ficción de índole naturalista. De allí su impronta estilística marcada y su capacidad de internarse en cada nueva película en otro territorio, desde el cual hacer valer su propia voz, las causas que considera importantes de defender y las tomas de posiciones frecuentemente diferenciadas entre lo masculino y lo femenino, donde a diferencia de gran parte de la producción del cine masivo apuesta por un enfoque LGBT+ y/o feminista.

En esta perspectiva, el personaje que encarna Turturro es pertinente, ya que supone una percepción del mundo contrastada con el personaje de Moore. Los debates entre ellos resultan interesantes porque en algún sentido permiten detectar esas posiciones encontradas que los distingue en tanto hombre y mujer pertenecientes al mundo occidental. Donde, en definitiva, él tiene una mirada crítica para con el estado de situación global pero androcéntrica y derrotista, a diferencia del contrapunto que presenta Ingrid, con el énfasis puesto en una predisposición de lucha, aún en un entorno tan fangoso como el contemporáneo, porque el mundo es bello y vale la pena vivir y combatir para mejorarlo, recuperando un sentido vitalista (por eso también la paleta cromática exuberante que exhibe el film).

En el film de Torres Leiva el elemento político no es tan evidente como en el caso anterior, lo que no quiere decir que no se exprese de diversas formas, incluso lateralmente a la línea argumental central, como en los cuentos narrados y representados en el que adviene la fuerza poderosa de la atracción sexual así como la compasión y el sostén frente al desamparo. Sucede que las tramas afectivas en este caso, que incluyen además de la pareja a la hermana de una de estas, tienen una aproximación sensorial, poniendo el foco en el valor del roce de los cuerpos, en la gestualidad compasiva que acompaña esos momentos durísimos en los que hay un ser querido pronto a dejar la vida y en el tratamiento sonoro donde predominan los sonidos de la naturaleza.

Resumiendo, donde uno apela más a dejar asentada una posición a través del impacto estético y la interdiscursividad (de los personajes y sus pasiones pero también de las múltiples conexiones intertextuales: Joyce/Huston; Bergman; Cukor; Powell), y el otro establece puentes prescindiendo en cierta manera de la palabra y abocándose a capturar la atención de la audiencia por medio del conjunto de recursos afectivos y también estéticos (en el sentido original de la palabra: aisthesis, lo netamente sensitivo). De modo que en su opinión ambas piezas confrontan al público con lo imperioso que supone estar vivos: los riesgos constitutivos y las posibilidades electivas, a pesar de los condicionamientos externos siempre existentes, sobre el rumbo que se está tomando en el camino.

 

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