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Édouard Manet, Olympia, 1863. (Musée d'Orsay / Wikimedia Commons)

Usos y abusos de Olympia de Manet

Cuando Édouard Manet estrenó su cuadro Olympia en 1865, la crítica se escandalizó ante un desnudo que parecía «la reina de corazones después de un baño». Hoy están más interesados en imponer estereotipos esencialistas sobre la criada negra que está a su lado.

Cuando Édouard Manet expuso por primera vez Olympia en 1865, se desató una tormenta. Los espectadores se escandalizaron por el tema —la desnudez de la modelo— y por su tratamiento formal: los críticos lamentaron la falta de acabado, el fuerte contraste entre la luz y la oscuridad y, sobre todo, la crudeza de la mirada de la modelo hacia el espectador. Para la crítica de la época, el impactante tratamiento de las formas de Manet iba acompañado de un sentimiento de indignación moral en torno al género y la clase social. Olympia rompió sutil pero poderosamente todas las reglas tácitas sobre el desnudo en la pintura y sentó las bases de una nueva y revolucionaria forma de arte moderno.

Olympia ha sido objeto de innumerables interpretaciones durante más de un siglo, pero hay un tema que parece haber eludido los comentarios críticos: la raza. Si la modelo blanca Victorine Meurent ha sido el centro de muchas interpretaciones, qué decir del otro personaje, igualmente central: la criada negra de la modelo, Laure, cuyo apellido nunca se supo. No fue el hecho de que una mujer negra sirviera a una blanca lo que produjo el escándalo, sino el modo en que Manet pintó esa relación (con las flores apareciendo como un desplazamiento de los genitales de la modelo blanca). Las cosas son diferentes ahora; hoy, más que el desnudo, nos interesa más la relación de los artistas con la raza. Sin embargo, Laure estuvo totalmente ausente de la historia del arte… Hasta hace poco.

En 1999, el historiador del arte T. J. Clark, autor del relato más influyente sobre Olimpia, se horrorizó por lo que había pasado por alto en el cuadro: «¡Por el amor de Dios! Has escrito sobre la mujer blanca en la cama durante cincuenta páginas y más, ¡y apenas has mencionado a la mujer negra a su lado!». A partir de entonces, la suerte de Laure en la crítica ha cambiado radicalmente. «La criada de Olympia» se ha convertido en uno de los lugares privilegiados para el debate sobre la raza en la historia del arte.

Laure fue el eje de la exposición de la Wallach Art Gallery en 2018 titulada Posing Modernity: The Black Model From Manet and Matisse to Today , una de las exposiciones más influyentes de los últimos años, que fue objeto de numerosos comentarios. Basada en la disertación de Denise Murrell —también autora del fastuoso catálogo—, su muestra pasó a constituir la base de una exposición y un catálogo aún más vastos en 2019, Le Modèle noir de Géricault à Matisse en el Museo de Orsay de París, que también fue objeto de amplia repercusión.

Historia del arte en clave moralista

Un crítico le dijo una vez a Henri Matisse que si se encontraba con una de sus modelos en la calle «huiría despavorido». A lo que Matisse respondió: «Yo no creo una mujer, hago un cuadro». Los cuadros, en otras palabras, no son fotografías documentales. Ahora estamos acostumbrados a mirar a través de los cuadros hacia la vida de la modelo, a hacernos preguntas aparentemente candentes sobre la actitud moral del artista hacia sus modelos. Parte del interés que despierta Laure no se centra tanto en su vida (de la que sabemos muy poco) como en discernir la actitud moral de Manet hacia ella.

Nos hemos sensibilizado mucho ante estas cuestiones morales, como si sondeáramos el alma del artista a través de sus cuadros y emitiéramos juicios. Dentro de la pequeña industria casera de estudios raciales en torno a Laure, la última arruga en el debate es que no es simplemente negra, sino «mestiza», una criolla. Laure ocupa ahora su lugar en un linaje que se remonta a figuras como el artista de origen caribeño Guillaume Lethière, objeto de una importante retrospectiva actualmente expuesta en el Clark Art Institute, desde donde pronto viajará al Louvre.

Laure ocupa un lugar central en el nuevo libro de Darcy Grigsby, Creole: Portraits of France’s Foreign Relations During the Long Nineteenth Century (2022). Para Grigsby, ver a Laure como negra es distorsionar nuestra comprensión de la raza tanto en el pasado como en el presente. Grigsby es consciente de la variedad de formas de interpretar la raza en el siglo XIX. Su objetivo es desarraigar las «pretensiones de ceguera» pasadas y presentes ante la variedad y complejidad del pensamiento racial en torno a la noción de creole (criollo), algo que va mucho más allá del binarismo blanco/negro.

Según Grigsby, un «criollo» es alguien nacido en una colonia francesa «de ascendencia europea, africana o mixta de europea y africana»; es una cuestión «de lugar de nacimiento, no de raza». Y luego, unas frases más adelante, escribe de «personas con ascendencia blanca y negra». El deslizamiento entre ascendencia geográfica —que todos tenemos— y ascendencia «blanca y negra» —que nadie tiene— muestra el tipo de confusión que marca el discurso racial en general.

Para Grigsby, el problema es «la supuesta pureza de las razas blanca y negra», no su existencia. Pero, ¿es correcto afirmar que el criollo cuestiona la pureza racial, que saca a la luz la complejidad de la raza? Como ha demostrado Werner Sollors en Neither Black nor White yet Both, lo que Creole muestra en realidad es que la raza es una categoría vacía, una construcción mítica diseñada con fines de explotación.

Así, mientras que la frase «mestizo» aparece no menos de ochenta veces en Creole, ni una sola vez se nos pide que cuestionemos la idea, sino solo la «base» de «antinegritud» y pureza blanca que la rodea. Es sobre esta base antinegra que «la cultura y la historia» funcionan exactamente como la biología racial de antaño; «determinan la identidad» de un modo que «sustituye» a «la lengua, la nación y el estatus socioeconómico». De esto se trata todo el discurso sobre la raza, ya sea negra, blanca o mixta: de mostrar cómo la raza «suplanta» a la clase.

Como dicen Barbara y Karen Fields en Racecraft: The Soul of Inequality in American Life, «el primer principio del racismo es la creencia en la raza». El primer principio del racismo no es el supremacismo blanco, la inferioridad negra, la jerarquía racial o la diferencia racial: es la raza misma. Según las autoras, no necesitamos «un conjunto más variado de palabras y categorías para representar el racismo, sino una política para desarraigarlo».

Uno de los principales objetivos de Racecraft es el resurgimiento contemporáneo de las ficciones raciales decimonónicas que dominan relatos como los de Grigsby y Murrell. «Las personas que marchan bajo la bandera del birracialismo y el multirracialismo (…) pueden no ser conscientes de la historia maligna que están firmando», escriben las autoras. Hablar de personas «birraciales» o «multirraciales» rehabilita a mulatos, cuarterones, octorones y demás términos del pasado para referirse a la ascendencia mixta».

La ascendencia mixta es una cosa (algo que todos compartimos); la raza mixta es otra (que nadie comparte). Aunque las nociones de mestizaje «resurjan bajo el disfraz del (…) progresismo (…), sus orígenes son racistas». En palabras de un crítico, Racecraft

nos recuerda que no existen denominaciones raciales exactas ni identidades bi o multirraciales. Desde el punto de vista genético, no tiene más sentido describir a alguien de madre china y padre noruego como una persona de raza mixta que describir a alguien de madre alta y padre bajo como una persona de estatura mixta.

Bajo la «amplia inclusividad» del criollo, desaparecen las clases —«pueblos con y sin poder (amos, esclavos, gente libre de color)»—: ricos y pobres, colonizadores y colonizados sufren por igual el estigma de la criollización.

Pero resulta que a menudo son los amos los que sufren aquí. En ese mundo lo que importa es que los «blancos aristócratas esclavistas de las colonias» fueran ridiculizados por los parisinos. En ese mundo, «los negros vestidos de corte [se refiere al emperador haitiano Faustin Soulouque] eran vulnerables a las burlas» tanto como las criadas trabajadoras vestidas de trabajadoras. En ese mundo, los aristócratas (Fortunée Hamelin y Alexandre Dumas), los emperadores, los líderes militares conservadores (el general indígena Tomás Mejía, que está siendo fusilado en la Ejecución de Maximiliano de Manet), los confederados entregados (la familia de Degas) y una criada (Laure en Olympia de Manet) son igualmente víctimas de la denigración racial. En ese mundo, lo que importa es que los blancos ricos propietarios de esclavos criollos en Luisiana, cualesquiera que fueran sus prejuicios, seguían «creyendo que los morenos que compartían su cultura, su lengua y su nacimiento americano eran criollos como ellos».

El libro de Grigsby se centra en gran medida en torno a 1848, momento en que se abolió la esclavitud en las colonias francesas. Pero, para Grigsby, la esclavitud se abolió en el terreno de las ideas, no en el de la realidad. En su narrativa, la esclavitud nunca fue una «condición de trabajo, sino si la persona era dueña de sí misma o pertenecía a otro». El carácter de clase del criollo puede resumirse en la sensación de Grigsby de que lo que importa en el pasado y en el presente es diferenciar a los trabajadores de los esclavos (y no ver a ambos como trabajadores). La «cuestión clave planteada por la esclavitud no era la condición del trabajo, sino la propiedad de uno mismo», escribe. Lo que quieren los trabajadores no son derechos, ni igualdad económica, ni explotación, sino la propiedad de sí mismos (como si el CEO de Uber, Dara Khosrowshahi, estuviera escribiendo la historia del trabajo). En el mundo de Grigsby, lo que importa es que los trabajadores blancos podían elegir cómo venderse (o podían elegir morirse de hambre), mientras que los trabajadores racializados eran denigrados, aunque fueran ricos.

Capítulo tras capítulo se cuenta la historia de cómo los artistas y modelos blancos tenían la «libertad de abrazar y descartar la diferencia racial», algo que «no compartían sus modelos de color». En este mundo, la virtud sublime es la capacidad de interpretar un papel, de desempeñar el papel que uno elija. Lo que importa en este mundo es elegir tu identidad y moralizar sobre quién puede elegir y quién no. Este es el proyecto de clase que hay detrás de Creole: hacer desaparecer las diferencias de clase tras el «lecho de roca» de la desigualdad y el racismo. Ni una sola vez se imagina que el hecho de venderse es el problema que la noción de raza vino a naturalizar, dividiendo el mundo en ganadores y perdedores sobre la base de categorías adscriptivas vacías.

Según Grigsby, criollo es una idea más acertada que blanco y negro, ya que el «aislamiento de la negritud como raza (…) pasa por alto la complejidad histórica de la diferencia racial, su carácter elusivo y sus construcciones variables y cambiantes». El problema, de nuevo, es «superar las simplificaciones y los borrones» de la diferencia racial, no cuestionar ni por un momento su realidad. En este mundo, lo que importa es la «negación» de la raza, la «pretensión de ceguera ante la absoluta mezcla de razas en la sociedad criolla», no la falsa idea de que las razas se entremezclan.

Tanto Murrell como Grigsby ven a Manet como un liberal, un dedicado republicano (en el sentido francés del término), con opiniones progresistas sobre la raza. En Olympia, Laure, a diferencia de la modelo desnuda Victorine Meurent, está completamente vestida. No solo vestida, sino que su «vestimenta puede haber sido para Manet el signo de la transacción financiera que diferenciaba su posición en París de la esclavitud». «Estar vestida no era un signo de servidumbre natural, sino de lo contrario: su entrada en las relaciones de clase, su modernidad», escribe Grigsby. En otras palabras, Manet pone especial cuidado en distanciar a Laure de cualquier asociación con la esclavitud colonial del pasado (abolida quince años antes). Un movimiento audaz para la época.

Tanto Murrell como Grigsby ven a Manet progresivamente comprometido a dar autonomía a sus modelos negras, para reflejar cómo para Laure este es sólo un trabajo y no representa su identidad como sirvienta. Pero para Grigsby, aunque parezca que Laure «es dueña de sí misma», ella, a diferencia de su homóloga trabajadora blanca, está necesariamente codificada como esclava. Así que aunque a las mujeres negras «se les pagara un salario (…) sus cuerpos parecían esclavos». Las pruebas documentales y visuales —«el desarme de la ilusión [donde Victorine y Laure se tocan]; la apariencia flotante de la pintura y el color que no se adhiere a la forma»— son escasas, en el mejor de los casos (este tipo de pasajes pictóricos son omnipresentes en Manet).

Como declara Grigsby, la «“libertad” [de las mujeres negras] para ganar dinero como modelos connotaba inevitable e insidiosamente la esclavitud y su incapacidad para hacerlo; su modernidad se presentaba como una farsa». Según este relato de tipo New Jim Crow, la esclavitud estaba prohibida solo de nombre. Así llegamos a la extraordinaria tesis de Grigsby, según la cual el singular «valor del cuadro de Manet reside en su negativa a sentimentalizar las desigualdades de la modernidad, incluida la subordinación de la mujer negra de clase trabajadora a su homóloga blanca».

En otras palabras, Olympia es a la vez un ejemplo y un comentario sobre el privilegio blanco: «una modelo era más vulnerable y estaba más sujeta a la violencia; una tenía más probabilidades de ser tratada como un objeto más, como si la esclavitud perdurara. Uno de los personajes del cuadro sintetizaba tal deshumanización y desposesión: la mujer negra que muchos historiadores del arte no veían». En el mundo de Grigsby, la verdadera batalla no es entre capital y trabajo, sino entre trabajadores blancos y negros. Este es el escenario ideal para el capital: divide y vencerás, trabajador contra trabajador.

Para Murrell, Manet es un pintor abierto a la creciente «presencia negra» que se aglutinó en torno al norte de París a mediados de siglo. Al igual que Grigsby, para Murrell se trata de una creciente «autoposesión». «Se puede ver la evolución a medida que la figura negra se acerca a la subjetividad, o la agencia, retratada por mujeres artistas», dice Murrell, «o mostrando a las mujeres negras de un modo más cercano a sus propios modos de autorrepresentación». Ese ideal aclara el compromiso de Murrell de celebrar la creciente presencia de «miembros de la burguesía negra», aunque no está tan claro cómo ayuda esto a la «gente negra corriente».

No es exactamente la alta sociedad lo que está en el centro de las preocupaciones de Murrell; más bien es el deseo de celebrar el «grado de diversidad racial y económica entre la población general del entorno de Manet, así como la mezcla multiétnica de los círculos sociales y artísticos cercanos a Manet». Para Murrell, Manet es ejemplar porque no despreciaba a los pobres, ofreciendo en cambio un amplio panorama de la «nueva realidad racial». Manet, en otras palabras, es anticlasista; no «desdeña» a las modelos con «orígenes obreros». Su obra destaca por su profunda empatía hacia ricos y pobres, blancos y negros por igual: «desde los habitantes indigentes de los barrios de chabolas hasta los estadistas, socialités y demimondaines, a todos los cuales retrató con empatía y elegancia, independientemente de su estatus social».

El relato de Murrell hace difícil ver la obra de Manet como una imagen del progreso, sino más bien como lo contrario, una forma de solidificar y naturalizar la explotación de clase celebrando la «diversidad» de la estructura de clases (me pregunto qué ocurre cuando los pobres apelan a la empatía para pagar el alquiler.) Además, la única forma posible de que la historia de Murrell pueda interpretarse como la «evolución de la figura negra» hacia una mayor «agencia» y «autorrepresentación» es si se refiere al creciente poder y representación de la «burguesía negra» que figura de forma destacada en ambos libros. Después de todo, no parece que las mujeres «que se ganaban la vida como sirvientas, trabajadoras sexuales o vendedoras ambulantes» del Viejo Mundo estén hoy en día en la misma situación.

Al igual que Grigsby, Murrell considera que la raza es el motor principal de la sociedad. Independientemente del grado de «privilegios sociales que trascienden las líneas raciales», cada uno de los sujetos racializados aquí considerados «se enfrentó a la animosidad y los prejuicios raciales». Con demasiada frecuencia, los sujetos racializados de Grigsby y Murrell ostentaban altos grados de «privilegio social», aunque la criada Laure sea el sujeto destacado de sus relatos.

Laure, a pesar de todos los esfuerzos putativos por «centrarla» como eje de una nueva historia del arte, vuelve a ser explotada. Está al lado de todos los negros, morenos y blancos «normales» que ven cómo su posición económica se vuelve cada día más precaria mientras observan cómo una élite (cada vez más diversificada) se reparte los trozos de un pastel cada vez más pequeño. Este es, de hecho, el objetivo de toda «centralización» de los sujetos racializados, desplazar a la clase separando a la raza del único trabajo que ha realizado: naturalizar a los ganadores y perdedores del capitalismo.}

Édouard Manet, Le vieux musicien, 1862. (Galería Nacional de Arte, Washington, DC / Wikimedia Commons)

El relato de T. J. Clark sobre Manet consiguió convencer a la mayoría de los críticos de que las obras del pintor francés «tratan de la clase» en algún nivel, aunque lo que quieren decir con eso es solo lo que significa para Grigsby y Murrell: clasismo, sobre cómo la gente ve y siente a los demás, tanto si el artista desprecia su tema como si lo afirma. Pero, por supuesto, ninguna lectura de Manet que no tenga en cuenta lo que impresionó a todos los pintores —la frontalidad, el modo descarnado de dirigirse a los demás— puede empezar a explicar la política de un cuadro que no puede reducirse a moralizar sobre su contenido.

Hay pocos artistas en la historia del arte tan impenetrables como Manet. Todas sus obras desafían nuestras suposiciones más básicas sobre el significado. Cualquier descripción de Manet que no reconozca cómo frustra toda expectativa normativa de significado no ha llegado a un acuerdo con su arte. Su arte pone en jaque lo que creemos saber sobre el mundo: sobre lo que constituye un cuadro acabado y sobre lo que constituye una política de clase, género y raza.

Parte de la cuestión de, por ejemplo, Le vieux musicien, es la fascinación de la burguesía por la «clase baja», y cómo el cuadro se resiste a nuestra conexión empática con su sujeto. ¿Acaso la puesta en escena y el artificio de Olympia no bloquean de forma similar nuestro (falso) deseo de empatizar con el mundo de las trabajadoras sexuales? ¿No frustra la opacidad de Le Déjeuner dans l’atelier nuestro deseo habitual de «leer» en la vida de los demás? ¿Y no reside el valor moral de las obras de arte en su resistencia a nuestras suposiciones sobre el mundo, no en cómo reafirman lo que ya creemos saber?

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Publicado en Arte, Artículos, Cultura, homeCentro3, Raza and Sociedad

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