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Marxismo fronterizo y periferia revolucionaria de Rusia: lecciones estratégicas

Traducción: Florencia Oroz

Durante más de un siglo, la marginación de las historias de los marxistas de las zonas fronterizas del Imperio ruso ha distorsionado nuestra comprensión de la Revolución y de las lecciones estratégicas que esta puede ofrecer.

Serie: La izquierda ante el fin de una época

Este artículo forma parte de la serie «La izquierda ante el fin de una época», una colaboración entre Revista Jacobin y la Fundación Rosa Luxemburgo.

Durante más de un siglo, los activistas han debatido qué aspectos de la experiencia revolucionaria rusa deberían emular los socialistas en el extranjero. Sin embargo, la gran mayoría de estas contribuciones comparten un defecto común: solo se han fijado en la Rusia central en lugar de tomar en consideración el conjunto del imperio.

Y es que la Revolución Rusa fue mucho menos «rusa» de lo que a menudo se ha supuesto. La mayoría de los habitantes de la Rusia imperial pertenecían a grupos nacionales subordinados: ucranianos, polacos, finlandeses, letones, judíos, musulmanes y georgianos, entre otros. Lo mismo ocurría con la mayoría de los marxistas del imperio. En tanto estos partidos socialistas no-rusos en general fueron ignorados o marginados, los relatos hegemónicos de la Rusia revolucionaria siguen siendo, en el mejor de los casos, parciales (y, en el peor, profundamente engañosos).

Habiendo transcurrido más de un siglo de 1917, va siendo hora de que examinemos el desarrollo de la política obrera en Rusia desde una perspectiva que abarque el conjunto del imperio. En mi libro Revolutionary Social Democracy: Working-Class Politics Across the Russian Empire (1882-1917) (Brill, 2019) procuro examinar el desarrollo de la política revolucionaria en Rusia desde esta perspectiva más amplia. Al extender nuestro alcance geográfico a las tierras fronterizas del imperio —incluida Finlandia, con su excepcional libertad política y su parlamento autónomo—, el estudio desafía suposiciones largamente sostenidas sobre la Revolución Rusa y la dinámica de la lucha política en condiciones autocráticas y parlamentarias.

En la medida en que la política socialista contemporánea sigue estando moldeada por las lecciones extraídas de la Revolución Rusa, llegar a una evaluación más precisa y matizada de esta experiencia no es simplemente un asunto académico. El compromiso crítico con el pasado es siempre un instrumento indispensable para afrontar el presente nutridos de herramientas. En vistas de la crisis del capitalismo contemporáneo y de la mano de un renovado interés por el socialismo democrático en todo el mundo, hoy es un momento oportuno para volver sobre viejas cuestiones con nuevos ojos. Porque, como dijo el historiador Orlando Figes, los fantasmas de 1917 continúan entre nosotros.

Historiografía de la Rusia revolucionaria

Aunque la historiografía general de las revoluciones rusas sigue siendo profundamente rusocéntrica, existe una corriente de obras sobre los revolucionarios y las revoluciones en las zonas fronterizas del imperio zarista que en gran medida ha permanecido ignorada.

En 1974, el académico letón Andrew Ezergailis hizo un llamamiento para romper con el prevaleciente «rechazo a reconocer que la revolución se originó, desarrolló y maduró en el Imperio en general y no solo en Petrogrado o Moscú». Por desgracia, el estudio de la política marxista en Rusia se ha visto empañado por un enfoque bastante miope que solo centró su mirada en el centro del imperio. Este punto ciego, hegemónico tanto entre académicos como entre activistas, es reflejo de la presencia de tendencias rusocéntricas de larga data.

Durante gran parte del siglo XX, los historiadores analizaron Rusia como si fuera un Estado-nación étnicamente uniforme. Del mismo modo, las investigaciones sobre las revoluciones de 1905 y 1917 pasaron por alto en gran medida a los pueblos dominados de la periferia imperial. Numerosos e influyentes estudios sobre el desarrollo del marxismo en Rusia ignoraron por completo a los socialistas no rusos y a sus partidos. Si bien las zonas fronterizas recibían una breve mención, el relato y el análisis general seguían centrándose de forma abrumadora en la Rusia central.

Tras la caída del Muro de Berlín en 1989, la creciente atención académica a la «diferencia» y a las formas de opresión no clasistas condujo a un importante aumento de la investigación académica sobre la periferia del imperio ruso. Sin embargo, dado que este «giro imperial» en la academia tuvo lugar simultáneamente con la huida en estampida de la investigación sobre los movimientos obreros y los partidos socialistas, la inmensa mayoría de estos trabajos más recientes ha seguido ignorando a los marxistas de las zonas fronterizas.

Cierto es que en el último siglo se han producido varios trabajos académicos importantes sobre los socialistas no rusos. Sin embargo, es de destacar que los estudios sobre los marxistas de las zonas fronterizas con frecuencia se han limitado al examen de la cuestión nacional, centrándose prácticamente todos en un grupo nacional concreto en lugar de en el movimiento de todo el imperio. Sus conclusiones, además, no se han incorporado todavía a análisis más amplios del desarrollo del marxismo en Rusia y en la II Internacional.

La historiografía socialista del siglo pasado también se ha visto limitada por una estrecha perspectiva geográfica e interpretativa. Aunque los académicos de izquierdas del Bloque del Este produjeron una literatura considerable sobre los marxistas de las zonas fronterizas, el bolchevismo en la Rusia central siguió siendo el enfoque empírico y el modelo analítico hegemónico.

Los escritores socialistas de fuera de la Unión Soviética y sus estados satélites han prestado aún menos atención a los marxistas no rusos. Si se menciona a los socialistas de las zonas fronterizas, es solo de forma fugaz, en discusiones acríticas sobre el apoyo de V.I. Lenin a la autodeterminación nacional. Se presume que las experiencias de los partidos revolucionarios no rusos añaden poco a nuestra comprensión de los debates y los conflictos políticos generales que condujeron al derrocamiento tanto del zarismo como del capitalismo en 1917.

Dadas estas tendencias interpretativas dominantes y el hecho de que los estudios más serios sobre los marxistas fronterizos producidos en las últimas décadas se escribieron en lenguas de Europa del Este no muy leídas, esta historia sigue siendo en gran medida desconocida más allá de pequeños círculos de especialistas.

Pero la marginación de los movimientos socialistas de las tierras fronterizas rusas no refleja con exactitud su peso real en la Rusia imperial ni su importancia analítica para nuestra comprensión de la evolución de la política marxista. Reducir la historia de la política socialista bajo el zarismo a un conflicto bilateral menchevique-bolchevique ha oscurecido un panorama mucho más dinámico y complicado: más de una docena de partidos marxistas debatieron, colaboraron, se dividieron y se unieron en todo el imperio.

Todos, con la significativa excepción del partido socialista legal finlandés, estaban comprometidos en el experimento histórico sin precedentes de construir un movimiento marxista en condiciones políticas clandestinas. La primera organización marxista de la Rusia imperial surgió en Polonia en 1882, más de veinte años antes de la aparición de los bolcheviques y los mencheviques.

De hecho, antes de 1917, los no rusos estaban desproporcionadamente representados en los movimientos de izquierda de Rusia. En un imperio en el que los no-rusos representaban el 58% de la población, los partidos de las regiones fronterizas representaban un porcentaje considerablemente mayor de socialistas organizados. Y, hasta 1917, la masiva socialdemocracia finlandesa siguió siendo el mayor partido socialista del mundo per cápita.

Contrariamente a la impresión que da la mayor parte de la literatura, los movimientos revolucionarios siguieron siendo más fuertes en las zonas fronterizas que en el centro durante gran parte del gobierno zarista. Como señaló un escritor ruso de la época: «el centro está en las periferias». La primera revolución en Rusia avanzó indiscutiblemente más en las regiones no rusas, donde las huelgas generales, las insurrecciones obreras, los motines de soldados y las rebeliones rurales condujeron en muchos lugares a la toma parcial o total del poder por los trabajadores.

Aunque San Petersburgo se convirtió en la vanguardia del movimiento después de 1905, las regiones fronterizas volvieron a desempeñar un papel fundamental en 1917 y en la posterior Guerra Civil. El derrocamiento del zarismo en febrero desencadenó una oleada revolucionaria que se extendió inmediatamente por todas las regiones y entre todas las nacionalidades del país. En pocos meses, la mayoría de los partidos radicales no rusos se aliaron (o se unieron) a los bolcheviques en la lucha por el poder soviético y el derrocamiento del socialismo mundial.

Así, la revolución obrera estuvo lejos de ser un fenómeno exclusivo de la Rusia central. Incluso en la pacífica y parlamentaria Finlandia, los trabajadores y los socialistas estaban cada vez más convencidos de que solo un gobierno obrero podía ofrecer una salida a la crisis social y a la opresión nacional.

Tanto los bolcheviques como las potencias capitalistas occidentales comprendieron que la periferia de Rusia era un campo de batalla clave para la expansión o la contención del régimen socialista. Estas zonas fronterizas, al fin y al cabo, eran lo que separaban a la Rusia central del resto del mundo: si la revolución triunfaba en la periferia del imperio, bien podría avanzar por Europa Occidental y Asia.

Examinar la experiencia de las zonas fronterizas, además, es fundamental para comprender la política de los bolcheviques y los mencheviques, cada uno de los cuales tenía una base considerable fuera de la Rusia central. Los relatos acerca de la socialdemocracia rusa han tendido a asumir que los acontecimientos de San Petersburgo se repitieron en todo el imperio, suposición que contradice los registros históricos.

El examen de las experiencias —a menudo distintas— de las organizaciones socialistas de la periferia permite una apreciación más precisa de las posturas de estas corrientes en su conjunto. Ampliar nuestra atención analítica más allá de Petrogrado nos proporciona una mejor idea, por ejemplo, de lo que podríamos llamar el «bolchevismo genérico», es decir, las posturas políticas fundamentales generalmente compartidas por todos los niveles de los cuadros del partido y proyectadas a los trabajadores de todo el imperio.

Pero quizás lo más importante de ampliar nuestra lente interpretativa para incluir a todos los principales partidos marxistas bajo el zarismo sea que tal operación permite y a la vez obliga a replantear considerablemente las opiniones mantenidas durante mucho tiempo sobre el desarrollo de la política revolucionaria hasta 1917.

La Rusia imperial, con sus diversas regiones y organizaciones, es un laboratorio históricamente único para un análisis comparativo de la política socialista. Su amplio alcance geográfico ayuda a poner de relieve las tendencias políticas fundamentales, las similitudes y las limitaciones que marcaron a los socialistas moderados y radicales en todos los rincones del país. Y el caso excepcional de Finlandia —la única región de Rusia en la que el zar permitió la libertad política, un parlamento elegido democráticamente y un movimiento obrero legal— proporciona un rico contrapunto para las distintas dinámicas de los partidos socialistas en las políticas autocráticas y parlamentarias.

Ni fórmula milagrosa ni pecado original

Al igual que en la literatura académica predominante, la existencia de partidos marxistas fronterizos es generalmente ignorada en la literatura socialista, dando la impresión de que los bolcheviques fueron los únicos que siguieron un camino diferente al de sus homólogos en Europa Occidental. Pero incluso un examen superficial de los partidos socialistas clandestinos del imperio ruso ilustra los defectos de este argumento del excepcionalismo bolchevique.

Las posiciones y prácticas que durante mucho tiempo se asumieron como particularidades de la facción de Lenin eran, de hecho, bastante comunes. El hecho de que no hubiera ninguna postura bolchevique importante que no compartieran también varios partidos no-rusos ayuda a ilustrar que ninguna postura por sí sola podía conducir directamente a Octubre de 1917 (o, como querrían los historiadores anticomunistas, al estalinismo). No hubo una fórmula milagrosa socialista ni un pecado original.

Unos pocos ejemplos, explicados en detalle más adelante, deberían bastar aquí para demostrar la tendencia. Las famosas críticas de Rosa Luxemburg en 1904 a la concepción del centralismo de Lenin se citan casi siempre sin reconocer que su propio partido en la Polonia zarista era mucho más verticalista y antidemocrático. Del mismo modo, con frecuencia se afirma erróneamente que los bolcheviques fueron el único partido socialista importante que se opuso a la Primera Guerra Mundial, ignorando así el antimilitarismo radical de otros destacados partidos marxistas fronterizos. Por último, el hecho de que los bolcheviques no fueran el único partido del antiguo imperio zarista que llevó a los trabajadores al poder entre 1917 y 1918 ha permanecido notablemente ignorado.

La lectura de Revolutionary Social Democracy permite empezar a ver el impacto del contexto zarista autocrático a la hora de empujar a todos los socialistas (ilegalmente) organizados por un camino muy diferente al de sus homólogos de Europa Occidental. Y es que fueron las propias condiciones del absolutismo ruso las que obligaron a los marxistas de todas las nacionalidades a adoptar un enfoque diferente al de sus homólogos de Europa Occidental.

Así, incluir al análisis al conjunto del imperio pone de manifiesto que las evidentes diferencias entre los bolcheviques y los partidos socialdemócratas europeos no eran producto de rupturas teóricas o prácticas con la ortodoxia de la Segunda Internacional. Por el contrario, los partidos marxistas que operaban ilegalmente bajo el zarismo adhirieron a muchas de las perspectivas estratégicas y prácticas organizativas que normalmente han sido presentadas como distintas del bolchevismo tanto por sus detractores como por sus defensores. Hasta la revolución de 1905, todas estas corrientes (mencheviques incluidos) participaron en una violenta lucha revolucionaria armada. Todas rompieron con el modelo organizativo de los partidos socialistas occidentales. Todas rechazaron los bloques con los liberales y argumentaron que solo un movimiento obrero independiente podía llevar la revolución democrática a la victoria.

En el contexto autocrático de Rusia, tales posturas fueron explícitamente sancionadas por la socialdemocracia ortodoxa, que distinguía tajantemente entre la estrategia para países con o sin libertad política. Las condiciones bajo el zarismo excluían claramente cualquier intento de adoptar la estructura organizativa específica o el enfoque político del modelo socialdemócrata alemán. En otras palabras, el marxismo ortodoxo no solo era mucho más revolucionario de lo que se suele suponer respecto a las democracias capitalistas, sino que su postura para el contexto absolutista ruso era especialmente intransigente.

El peso del Estado zarista feudal, además, facilitó la capacidad de los partidos socialistas del imperio ruso para mantener su radicalismo político. Tanto en el centro como en la periferia, la ausencia de libertad política y de democracia parlamentaria mitigó el crecimiento de un reformismo parlamentario fuerte o la aparición de burocracias obreras conservadoras. La creciente brecha entre los programas militantes y las prácticas acomodaticias de los partidos socialdemócratas occidentales no pudo reproducirse del mismo modo bajo la autocracia rusa.

La única gran excepción en el imperio confirma la regla: el Partido Socialdemócrata finlandés, al igual que su homólogo alemán, fue capaz de construir una fuerte presencia parlamentaria y una enorme infraestructura organizativa de la mano de un aparato burocrático grande y creciente. Compartiendo muchas de las tendencias acomodaticias y excesivamente cautas de la socialdemocracia alemana, la historia del partido finlandés se convirtió en una de tensión y conflicto continuos entre los socialdemócratas revolucionarios y los moderados.

Tras la desmoralizadora derrota de la revolución de 1905, un amplio abanico de socialistas —incluidos los mencheviques, el Bund judío y muchos socialdemócratas ucranianos— rompieron el que hasta entonces era un pleno consenso y por primera vez empezaron a buscar una alianza con la burguesía liberal. El resto de las organizaciones radicales del imperio, en cambio, mantuvieron en gran medida sus posturas sobre las grandes cuestiones de estrategia revolucionaria y, sobre esta base común, convergieron organizativa y políticamente en 1917.

Un siglo de mitos y omisiones historiográficas han ocultado las convincentes complejidades de los movimientos anticapitalistas de la Rusia imperial. Las limitaciones interrelacionadas del rusocentrismo y el excepcionalismo bolchevique, en particular, han obstaculizado nuestra comprensión del desarrollo del socialismo revolucionario en Rusia y más allá.

La revolución finlandesa

La experiencia de Finlandia entre 1917 y 1918 demuestra que la revolución obrera no fue un fenómeno exclusivo de la Rusia central. Incluso en la pacífica y parlamentaria Finlandia, los trabajadores estaban cada vez más convencidos de que solo un gobierno socialista podía ofrecer una salida a la crisis social y a la opresión nacional.

Los finlandeses no se parecían a ninguna otra nación bajo el dominio zarista. Finlandia, anexionada por Suecia en 1809, gozaba de autonomía gubernamental, libertad política y, con el tiempo, incluso de su propio parlamento elegido democráticamente. Al igual que la socialdemocracia alemana, a partir de 1899 los finlandeses crearon un gran partido obrero y una densa cultura socialista con sus propias asambleas, grupos de mujeres trabajadoras, coros y ligas deportivas. Políticamente, el movimiento obrero finlandés estaba profundamente influido por Karl Kautsky y comprometido con una estrategia parlamentaria de educar y organizar pacientemente a los trabajadores.

En muchos sentidos, la experiencia del SDP finlandés confirma la visión tradicional de la revolución defendida por Kautsky: mediante una paciente organización y educación con conciencia de clase, los socialistas obtuvieron la mayoría en el parlamento, lo que condujo a la derecha a disolver la institución, lo que a su vez desencadenó una revolución dirigida por los socialistas.

La preferencia del partido por una estrategia parlamentaria defensiva no impidió en última instancia derrocar el dominio capitalista y dar pasos hacia el socialismo (por el contrario, la socialdemocracia alemana burocratizada —que hacía tiempo que había abandonado la estrategia de Kautsky— mantuvo activamente el dominio capitalista en 1918-19 y aplastó violentamente los esfuerzos por derrocarlo). Desgraciadamente, la fuerza combinada del ejército blanco alemán y finlandés demostró ser demasiado para que el gobierno rojo de Finlandia sobreviviera más allá de abril de 1918.

La cuestión nacional

Uno de los errores provocados por el rusocentrismo es ignorar que los enfoques marxistas sobre la liberación nacional, que hoy asociamos con Lenin, fueron en realidad desarrollados primero por sus rivales marxistas no rusos dentro del imperio ruso. En la periferia del imperio —en particular en Polonia, Lituania, Letonia, el Cáucaso y Ucrania—, los partidos marxistas no rusos trataron de vincular la liberación nacional hacia una orientación de lucha de clases. La mayoría abogaba por un movimiento revolucionario unido sobre la base de la autonomía nacional o el federalismo.

Hasta 1905, tanto V. I. Lenin como la corriente Iskra a la que pertenecía simpatizaban menos con las aspiraciones nacionales de lo que se suele suponer. El impulso de Iskra a favor de la unidad de la clase obrera se vio socavado por las limitaciones de su postura respecto a la cuestión nacional. Muchas de las posiciones defendidas más tarde por Lenin y la Internacional Comunista fueron en esos años combatidas por Iskra y defendidas por los socialistas no rusos.

Con el tiempo, los bolcheviques superaron sus limitaciones y aplicaron una estrategia más eficaz para la liberación nacional. Aunque la evolución de Lenin comenzó en 1913, el giro fundamental en la práctica del partido bolchevique en su conjunto se produjo tras las derrotas de las revoluciones socialistas de 1917-1920 en Finlandia, Letonia, Estonia, Lituania, Ucrania, Polonia, Georgia y Azerbaiyán.

En respuesta a estos reveses, numerosos bolcheviques de todos los niveles y regiones llegaron a la conclusión de que abordar con mayor flexibilidad las aspiraciones nacionales no rusas era una necesidad urgente. Para arraigar mejor el régimen soviético entre los pueblos no rusos, a partir de 1921-1923 los bolcheviques desarrollaron activamente las culturas y lenguas nacionales, implantaron el federalismo estatal y promovieron a los marxistas de las zonas fronterizas a puestos de liderazgo.

Lecciones del pasado

Esta breve análisis historiográfico ha pretendido demostrar que una perspectiva de todo el imperio sobre la Rusia revolucionaria hace algo más que simplemente ampliar nuestros horizontes geográficos. Exceptuando la dinámica de la Finlandia parlamentaria, en el resto del Imperio ruso las condiciones absolutistas empujaron a los movimientos obreros por un camino más insurgente y menos organizado. En otras palabras, fue el régimen autoritario el que hizo posible la aparición de una clase obrera insurreccional. Por el contrario, la legalidad y el sufragio universal empujaron a trabajadores y socialistas a centrarse más en la organización sindical y la política electoral, es decir, la «lucha de clases democrática».

Por otra parte, los distintos resultados dentro de las tierras gobernadas por el zarismo subrayan la importancia de los partidos para configurar el curso de la vida política. Aunque operaron en circunstancias no elegidas por ellos mismos, los partidos obreros hicieron su propia historia, especialmente en momentos de agitación revolucionaria. Comprender cómo evolucionaron estratégicamente y compitieron políticamente las organizaciones socialistas es necesario —aunque no suficiente— para explicar por qué los resultados gubernamentales divergieron en el espacio y el tiempo a lo largo de la Rusia imperial. En otras palabras, por qué después de 1905 los moderados ganaron en hegemonía en Polonia, Ucrania, Georgia y los judíos, pero la perdieron en Finlandia.

La estructura social establece los parámetros de los conflictos políticos pero no determina directamente sus resultados. Sin las décadas de organización del partido socialista precedentes, no hay razón para creer que el proceso de formación de clases —lo que los marxistas ortodoxos llamaron la fusión del socialismo y el movimiento obrero— hubiera avanzado tanto como lo hizo. Este es un punto que merece la pena subrayar especialmente en un momento en el que tan poca gente cree que los trabajadores organizados puedan volver a convertirse en el agente central para conseguir un cambio progresista. En ausencia de los partidos que hoy presionan para cohesionar a los trabajadores en tanto trabajadores, no debería sorprendernos que tal fuerza política no haya surgido automáticamente.

Redescubrir una tradición perdida de política obrera no es la única razón por la que los activistas y organizaciones de izquierda harían bien en reevaluar esta historia. Durante más de un siglo, la marginación de las historias de los marxistas fronterizos y la desestimación de la política de la socialdemocracia revolucionaria han distorsionado las lecturas sobre la Revolución Rusa y, con ellas, sus lecciones estratégicas.

Por supuesto, no se pueden encontrar respuestas exactas a los interrogantes de hoy solo a través del estudio del pasado. La historia nunca se repite con exactitud. Sin embargo, los enfoques socialistas de las oportunidades y los obstáculos contemporáneos siempre están moldeados por un balance del pasado. Aunque el contexto de la Rusia zarista es diferente del de las democracias capitalistas de hoy, los radicales continúan enfrentándose a muchas de las mismas tareas centrales, especialmente en lo que refiere a cómo forjar la independencia de clase, construir la unidad de los trabajadores y arraigar las organizaciones socialistas en la clase obrera.

Demasiados marxistas han generalizado en exceso las lecciones de un movimiento obrero ruso cuya dinámica estaba determinada en gran parte por condiciones autocráticas. Las descripciones simplistas sobre la II Internacional desempeñaron un papel importante a la hora de empujar a generaciones de radicales a considerar las supuestas innovaciones de los bolcheviques como componentes necesarios de una estrategia socialista eficaz en todos los países o a asumir que el mayor riesgo al que se enfrentan los socialistas es siempre el oportunismo. Citando a Ralph Miliband, «las advertencias contra los peligros de la absorción en el sistema son (…) bien recibidas; pero se puede argumentar que estos peligros no son mayores que los de la impotencia y la marginación permanente».

Dado que el socialismo democrático se ha visto eclipsado durante la mayor parte de los últimos cien años por el leninismo y la socialdemocracia, recuperar la tradición perdida de la socialdemocracia revolucionaria es especialmente pertinente. Aunque no existen fórmulas intemporales para la política de masas, el ejemplo de la socialdemocracia finlandesa, pasado por alto durante mucho tiempo, señala la viabilidad potencial de una estrategia no insurreccional para construir el poder de la clase obrera y avanzar hacia la ruptura anticapitalista. La experiencia de los socialistas del conjunto del Imperio Ruso nos mueve a repensar el modo en que se desarrollaron en el pasado los movimientos obreros y los procesos revolucionarios. Y, en ese proceso, nos ayuda a plantear desafíos al capitalismo cada vez más eficaces en el futuro.

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