Siguiendo el estudio de iconografía política de Wolfgang Kemp, la monumental pintura inacabada de Jacques-Louis David El juramento del juego de pelota (1790-1794), consagrada a inmortalizar uno de los momentos claves de la Revolución Francesa, marca el punto de irrupción del pueblo como sujeto político (y no como mero espectador, decorado o partícipe de una liturgia pública) en la historia de la pintura occidental, asunto que no cesó de expandirse durante los siglos XIX y XX. Más cerca de nuestro presente, en El pueblo en disputa. Debates estético-políticos desde Glauber Rocha, Raúl Ruiz y Luis Ospina (Prometeo, 2024), Iván Pinto Veas realiza un esfuerzo teórico y analítico de problematización del reiterado vínculo entre cine y política, situándose en las polémicas de la escena de los años sesenta y setenta del así llamado Nuevo Cine Latinoamericano —y algunas zonas artísticas aledañas—, pero desde un ángulo formal e ideológico a contramano de las coordenadas figurativas y narrativas más convencionales del cine de denuncia, el cine militante o el cine de propaganda inserto en una lógica de poder institucional. La cuestión fundamental que conduce la investigación es la pregunta por el estatuto de la noción de «pueblo» y su realidad histórica como problema estético-político, a la luz del panorama actual del pensamiento. Si la segunda mitad del siglo XX pone en crisis las categorías del «lenguaje» político moderno, otro tanto sucede en el cine con las formas de presencia o aparición del pueblo. La apuesta de Pinto consiste, precisamente, en abordar dicha mutación tanto en el plano de la historia política e intelectual como en el de las formas del arte, en un intento por desestabilizar los hábitos sedimentados de la mirada y cuestionar la gramática audiovisual dominante del «pueblo» como objeto de figuración cinematográfica. Esta tarea se despliega, en buena medida, a partir del examen minucioso de tres estéticas excéntricas y la revisión crítica de las derivas políticas extendidas del cine durante esas décadas turbulentas, pero se prolonga también, más allá del cine, hacia las imágenes en general a nivel multimedial, en tiempos de eclosión y extensión de tecnologías digitales y ubicuidad de las pantallas como prótesis humanas.
Podemos encontrar lugares comunes recurrentes de este tratamiento condescendiente del pueblo y de lo popular tanto en el cine industrial como en los circuitos de cine «independiente» y en la tradición del cine militante, así como en series, noticieros, programas de televisión y diversos «contenidos» de plataformas, tanto a izquierda como a derecha del espectro ideológico: el pueblo sin voz y sin agencia, como mero figurante, como unidad orgánica sin fisuras ni conflictos, concebido desde un punto de vista primitivista como un «otro» objeto de exotismo paternalista o de exclusión violenta, aplanado por el abuso de los estereotipos y las estrategias de puesta en escena sobrecodificadas del «buen» salvaje (desde un progresismo humanista abstracto) y del «malo» (desde operaciones de estigmatización en las que asoma su carácter monstruoso como proyección imaginaria a partir de la distancia y el temor de clase). Como contrapartida positiva de esta labor crítica negativa, el autor estudia en detalle tres casos anómalos, destacados y sugerentes que permiten pensar otro tipo de posibilidades para el cine, sin renunciar a su dimensión política ni dejar de plantear la cuestión del pueblo como problema, pero tensionando la transparencia, el unanimismo y la instrumentalización de sus figuraciones: Tierra en trance de Glauber Rocha (1967), El realismo socialista de Raúl Ruiz y Valeria Sarmiento (1973-2023) y Agarrando pueblo de Luis Ospina y Carlos Mayolo (1977). Con sus irreductibles particularidades, las tres películas cuestionan las concepciones sustancialistas y míticas de la noción de «pueblo», así como su dramaturgia épica, sacrificial y mesiánica. En su lugar, exploran nuevas formas de figuración e imaginación política, por fuera de una modulación ingenua de la mirada: un pueblo abierto al conflicto, la contingencia, la agencia, lo provisorio, la división, la contradicción, lo performativo.
Encrucijadas estético-políticas de ayer y hoy
El libro articula una serie de preguntas —¿es posible una imagen del pueblo?, ¿dónde están sus imágenes?, ¿se trata acaso de un mero «registro documental»?, ¿cómo distinguir su «presencia genuina» de su manipulación deliberada?— que va respondiendo a medida que despliega sus análisis y propuestas, nutriéndose tanto de las discusiones post-fundacionalistas de la escena teórica contemporánea sobre el sujeto político (la subjetivación política como acontecimiento irreductible a las relaciones de clases entendidas en términos de distribución de posiciones en las estructuras de producción, o a cualquier tipo de determinismo histórico economicista, tecnológico o teleológico), así como de estudios y perspectivas recientes sobre imágenes y visualidades que procuran delimitar un terreno común para los problemas estéticos y políticos desde abordajes diversos (Horst Bredekamp, Gottfried Boehm, J.W. Mitchell, Jacques Rancière, Nicole Brenez, entre otros). En muchas de estas líneas de trabajo, la dimensión performativa y/o afectiva de las imágenes resulta más relevante que la representativa como hilo conductor.

En en el segundo capítulo, la confrontación teórica con los desarrollos de George Didi-Huberman en Pueblos expuestos, pueblos figurantes (2014) y con el segundo tomo de estudios de cine de Gilles Deleuze, La imagen-tiempo (1987), se torna crucial. El primero asume la imposibilidad de una representación acabada del pueblo como totalidad, habla en cambio de pueblos en plural y reivindica el poder específico del cine para transponer en imágenes el cuerpo de las masas anónimas en un tipo de registro realista que oscila entre lo lírico y lo documental. El segundo sostiene —según la conocida referencia a Paul Klee— que en el cine político moderno el pueblo ya no está dado, deja de ser algo presupuesto, y ante la constatación de su ausencia, surge la necesidad de inventarlo a través de la propia película como acto de fabulación que instituye el régimen de enunciación colectivo de un pueblo por venir. El abordaje llevado a cabo supone una apropiación crítica de ambos (sobre todo del segundo), que no obstante señala también algunas de sus limitaciones y debilidades, que van incluso más allá del obvio eurocentrismo de la mirada. Tres niveles de reparos a sus posiciones y aportes se condensan: la exclusión del cine militante, experimental y modernista de su campo de análisis (de hecho en Deleuze, de derecho en Didi-Huberman, con su llamado a una exposición del pueblo en clave realista); la oposición binaria entre totalidad y fragmento (punto sobre el que volveremos enseguida); la distancia y el desconocimiento de la singularidad de los debates, concepciones y prácticas cinematográficas latinoamericanas, con mayo del 68 como momento bisagra de radicalización estética y política.
En la perspectiva de Pinto, el desplazamiento del pueblo como totalidad plena y positiva no redunda en su abandono ni en el de una política de la forma. Así, la pregunta por el modo de aparición y enunciación del pueblo persiste y se reactiva en el cine contemporáneo como grilla de análisis fructífera para el pensamiento estético y político. Un rasgo particularmente interesante del enfoque es la decisión de ir más allá del binomio esencia/multiplicidad, algo que le permite eludir inteligentemente la encerrona en la falsa disyuntiva entre macropolítica y micropolítica, como si la primera estuviera necesariamente ligada al espectáculo y la manipulación y debiera entonces ser descartada, y la segunda —una vez pulverizada la mítica representación total— diluyese todo horizonte político en la inmediatez y la pequeña escala. En lugar de eso, se trata de atender a las operaciones estéticas puestas en juego en las tres películas escogidas, el tipo de reparto de lo sensible que posibilitan, las imágenes del pueblo que suscitan. Todas ellas plantean una crítica a sus cristalizaciones esquemáticas —según distintas declinaciones, tales como la populista, la conservadora y la épica— y sientan las bases para desarrollar contraestrategias alternativas de la mirada.
Siguiendo este .recorrido, en el capítulo tercero, la investigación repasa los debates entre los distintos cineastas, grupos y vertientes del cine político latinoamericano de esas décadas, las heterogéneas formas de comprensión del rol político del cine y las tareas históricas del momento, las reyertas intelectuales y líneas cinematográficas enfrentadas, así como la tensa relación entre cineastas y espacios orgánicos. El marco de referencia reiterado a lo largo de la mayoría de las disputas —sea para encuadrarse en una de sus alternativas o para impugnar ese tipo de reparto— es la distinción acuñada por el Grupo Cine Liberación de Fernando «Pino» Solanas y Octavio Getino entre el «Primer Cine» (la industria de Hollywood, bajo el mando del imperialismo yanqui), el «Segundo Cine» (la estética burguesa del cine de autor y el cánon europeo) y el «Tercer Cine» (el cine revolucionario del Tercer Mundo que se une a la lucha insurgente por la liberación nacional). El trabajo incorpora tanto un rastreo exhaustivo de escritos, entrevistas y manifiestos de los propios directores, como todo un conjunto de discursividades, estudios críticos y literatura académica sobre el período (Isaac León Frías, Carlos Ossa, Gonzalo Aguilar, Mariano Mestman, entre otros). A lo largo de sus páginas, se perfila un balance de la experiencia latinoamericana que reivindica el costado reflexivo, el experimentalismo político y la interrogación sobre lo nacional a distancia de las estructuras partidarias de izquierda de los respectivos países y sus exigencias de adopción de un «realismo socialista”, parodiado ya desde el título de la película de Ruiz.
Los tres casos estudiados anudan estrategias de agresión y distanciamiento con estéticas «materialistas» de deconstrucción del dispositivo cinematográfico, donde la dimensión política no reside en el efecto de realidad de la representación cinematográfica ni en los «contenidos» o temas abordados, sino en la querella estética sobre su tratamiento. La parte más rica del libro sin lugar a dudas son los tres capítulos centrales consagrados al análisis detallado de cada una de las películas, integrando diversos elementos cinematográficos, políticos e históricos en una lectura de conjunto con varias capas de sentido y ejes de reflexión crítica. Lo fundamental de este estudio de archivos latinoamericanos —con una pata audiovisual y una discursiva— reside en la atención dedicada a las particularidades de las propuestas estético-políticas, más allá de cualquier apriorismo generalista, la reconstrucción tanto del contexto polémico de su surgimiento, como sus torsiones y disputas, la dispersión de sus trayectorias y su legado póstumo. Este panorama general permite a su vez relanzar el interrogante por las tensiones históricas entre cine de vanguardia y cine popular: ¿cómo evitar una contradicción insoslayable en esa conjunción?
Paradójicamente, las películas objeto de indagación no tienen claros herederos, los caminos que abrieron quedaron en buena medida aún sin explorar, sus estrategias figurativas y sus operaciones polémicas de reparto no fueron retomadas por otros cineastas en décadas posteriores. Si bien Tierra en trance conquistó premios en los festivales de Locarno y Cannes y prestigio internacional en Europa en un momento de ascenso del Cinema Novo brasileño —la película de Rocha es la más canónica de las tres—, a partir de allí su intransigencia estética lo condujo por un derrotero cada vez más marginal en la fase tricontinental de su exilio forzado, acosado por severas dificultades de producción para llevar a término algunos proyectos, varias películas tibiamente recibidas en el momento de su estreno —como Cabezas cortadas (1970), El león de siete cabezas (1970), Claro (1975) y Las edades de la tierra (1980)— y una muerte temprana a los cuarenta y dos años. En el caso de Ruiz, el período temprano en Chile previo al golpe a Allende no es tan conocido fuera de su país natal como su derrotero francés, europeo e internacional ulterior a partir de los años ochenta y noventa, aunque no son pocos los esfuerzos recientes que buscan suplir esa falla y reivindicar la dimensión política de su cine (entre los que este libro constituye un aporte indispensable). El realismo socialista fue interrumpida por el golpe militar. La primera versión que circuló desde inicios de los ochenta está incompleta y tuvo escasa distribución (una copia digital de mala calidad se puede encontrar en sitios clandestinos y piratas de la web). La segunda es póstuma y vio la luz recién en 2023, con Valeria Sarmiento —cineasta con una impronta propia, además de colaboradora artística y pareja de Ruiz durante más de cuarenta años— como su codirectora, encargada de la repatriación de archivos fílmicos dispersos en distintas latitudes y de la restauración tentativa del proyecto mediante una labor investigativa de largo aliento. En este sentido, se trata de una obra todavía relativamente poco vista dentro de su cuasi-inabarcable filmografía. En el caso de la película de Ospina y Mayolo, la recepción europea y latinoamericana no fue muy favorable en su momento, aunque con el correr del tiempo se terminó volviendo un clásico ineludible e incluso contribuyó a incorporar en el lenguaje de la crítica una nueva categoría, la de «pornomiseria», hoy en día a veces banalizada por un uso rutinario y aporofóbico.
Por todos estos motivos, los casos tratados se podrían pensar como «vías no realizadas del cine político», modernidades truncadas por el furor de la sangre derramada y la bifurcación de los senderos estéticos, pero que sin embargo no dejan de tener actualidad, en tanto sirven para pensar los problemas y desafíos del presente: por ejemplo, el estallido chileno y su proliferación en imágenes, en una encrucijada ahora signada por el transformismo del gobierno progresista de Boric, el retroceso del proceso de reforma de la Constitución, el auge de nuevas derechas con rasgos neofascistas y autoritarios y un creciente clima de polarización social y política.
Hambre, violencia colonial y exceso visionario
La película de Rocha inaugura de alguna manera la etapa «tropicalista» del Cinema Novo, anticipando proféticamente el horror de la dictadura, mediante una fábula corrosiva sobre la desigualdad social, las élites oligárquicas y la violencia política, con raptos de denuncia, euforia y reflexividad enmarcados en una estética del hambre y del rapto místico que abreva de lo épico y de lo didáctico, de la parodia social y de una dramaturgia antropofágica en ruptura con el exotismo complaciente. Rocha fue crítico del arte instrumental de izquierda y de la línea estético/política del Partido Comunista Brasileño (PCB). El filme fue rechazado por izquierda y por derecha a nivel nacional, pero triunfó internacionalmente. La historia transcurre en el mundo imaginario de Eldorado, pero es una alegoría histórica crítica de la fase de transición del Estado Oligárquico al Estado Desarrollista. Su protagonista es Paulo Martins, un poeta y escritor que se compromete políticamente guiado por Sara, una periodista y militante comunista. Ella lo convence de apoyar a Vieira, un político populista representante de los empresarios locales y opositor de Díaz, un aristócrata conservador obsesionado con el poder que sella la santa alianza entre las empresas transnacionales, la Iglesia y el Estado. A través de una voz en off subjetiva, Paulo interrumpe el relato, atravesando sucesivas crisis de conciencia: en un momento, espantado por la política, decide dar un paso al costado y se entrega a la embriaguez poética bajo la protección de Díaz; más adelante, exhorta a las masas a tomar el poder (el miedo de los dos sectores burgueses ante ese escenario conduce al golpe de Estado y la capitulación de Vieira); finalmente, cede a un impulso nihilista, a expensas de su propia muerte.

Tanto el argumento como la puesta en escena, con la exaltación de los cuerpos hasta su extenuación, están al servicio de una crítica al progresismo de izquierda y un cuestionamiento del rol del intelectual en los procesos de transformación social. El pueblo es a la vez objeto de compasión y rechazo, según si se encuadra orgánicamente en forma obediente o si se sale fuera de control, pero casi siempre como títere de la retórica populista. En una secuencia, Paulo interrumpe a un obrero sindicalizado tapándole la boca y dice ante cámara, amonestando sus recientes declaraciones: «¿Ven lo que es el pueblo? ¡Un imbécil! ¡Un despolitizado!». Su personaje es una criatura torturada y volátil que busca en vano un pueblo al que verdaderamente desconoce y desprecia. Pero nada hay de popular tampoco en los personajes de Díaz o Vieira. Por un lado, el pueblo aparece dividido en sectores sociales diferenciados: los sindicalizados, los campesinos, los sin tierra, los militares, los insertos en partidos políticos, los reporteros de televisión. Por otro, hay un mosaico de varias formas de aparición y registro de las masas populares, enhebradas a través de un montaje disyuntivo y procesual: la relación del líder con las masas es filmada de forma carnavalesca según la gramática establecida del contrapicado para el primero y el plano general desde arriba para las segundas, pero lo popular también se presenta a través de fotografías de rostros y de seres marginales y excluidos —la parte de los sin parte— que articulan brechtianamente frente a cámara demandas sociales y políticas, como el caso del «hombre de harapos» que termina asesinado. En definitiva, la figuración del pueblo está atravesada por la confusión, la polarización, la ambigüedad y la multiplicidad. Lo político no es ya el pasaje-al-acto sino el rechazo a la idea de un pueblo pleno sin fisuras y la emergencia de un enunciado colectivo-performativo que se abre al pueblo por venir a través del trance extático, el sueño y la fabulación. Pinto precisa lo siguiente sobre el vacío dejado por Rocha: «El hecho de que su obra haya sido una feliz anomalía en nuestro continente, sigue hablando de que su recepción y discusión no está completa ni acabada; que su figura y su cine reactiva la discusión estética y política de nuestro tiempo».
La Unidad Popular a través de un espejo deformante
El capítulo correspondiente a Ruiz aborda en sumo detalle sus películas durante el gobierno de la Unidad Popular (1971-1973) y delinea una suerte de corpus «político» de su cine: Tres tristes tigres (1969), ¡Qué hacer! (co-dirigida junto a Saul Landau y Nina Serrano, 1970), La colonia penal (1971), La expropiación (1973), Palomita Blanca (1973-1992), Diálogos de exiliados (1976) y De grandes acontecimientos y gente corriente (1978). Lo que se perfila en ellas es un acercamiento a la coyuntura de un modo reflexivo —cercano en parte a Glauber Rocha o Tomás Gutiérrez Alea—, donde lo político reside en una serie de preguntas, contradicciones y paradojas articuladas desde una perspectiva experimental y no doctrinaria. Ruiz fue parte del Partido Socialista y firmó el manifiesto de los cineastas por la Unidad Popular, pero se opuso a ciertos usos de la ilustración y la propaganda y sostuvo diferencias con el «Tercer Cine». En El realismo socialista hay un amalgama entre la facticidad de la experiencia política en curso y la fantasía e inventiva de índole satírica del juego con los actores y la puesta en escena, a través de una narrativa que aborda el proyecto programático de izquierda más desde el ángulo de la autocrítica que del de la pancarta, orquestando un cuestionamiento de los puntos ciegos del presente con el objetivo de contribuir a vislumbrar algo no evidente. Según la expresión acuñada entonces por el propio Ruiz, se trata de un «cine de indagación» que propone excavar y reapropiarse lúdicamente del inconsciente óptico y lingüístico de la cultura popular, tomando elementos del cine militante del período pero para desviarlos hacia una ficción heterotópica, donde la coyuntura histórica —la recta final del ciclo de Allende, en medio de un clima de divisionismo interno— irrumpe a través de situaciones de habla heterogéneas. De hecho, la cinematografía estuvo a cargo de Jorge Müller, detenido desaparecido.
El relato está dividido en bloques simultáneos y separados que siguen a dos personajes antitéticos, hasta que se cruzan y se hacen amigos: un intelectual pequeñoburgués ligado a la burocracia de la UP que pretende organizar un frente poético de masas y un lumpenproletario llamado Lucho que no termina de encuadrar orgánicamente en el sindicato. Al final, ambos terminan traicionando su «origen»: Lucho se vuelve funcional a un grupo de ultraderecha y el otro protagonista decide armar una empresa publicitaria. La estructura es fragmentaria, coral, centrípeta, atonal y polifónica, con viñetas cuasi-autónomas que combinan actores y no-actores mediante un tratamiento «directo» que produce un efecto documental en escenas semi-construidas de tomas de fábrica, reuniones de partido, oficinas, bares nocturnos y la zona del barrio alto. Un distanciamiento brechtiano irrumpe a través de entrevistas ante cámara a los personajes de la película que interpelan al espectador directamente, rasgando la ficción. Hay diferencias considerables entre ambas versiones. En la primera, el tono paródico es dominante. En la segunda, se impone como contrapunto cierto lirismo a modo de homenaje al movimiento obrero de la época a través de la incorporación de una serie de registros documentales de fábricas tomadas que acompaña todo el metraje y de la música original de Jorge Arriagada, asiduo colaborador de ambos cineastas. Una corriente soterrada de violencia estalla en ambas hacia el final. En el esbozo elaborado para el British Film Institute (BFI) en los ochenta, Lucho comete una matanza serial en una escena surrealista. En el montaje reciente, el fracaso del frente poético lleva a una especie de implosión y suicidio colectivo y en la última escena aparece un empresario oligárquico presagiando el golpe. No se trata de una película desencantada, sino de una que abre preguntas y cuestionamientos sobre el proceso en curso al poner en escena disyuntivas reales acerca de los usos de la violencia, la rutinización de la orgánica de partido y las contradicciones entre diversos sectores sociales. Los militantes de clase media son filmados como una fuerza dispersiva, no aglutinante. Los obreros, por el contrario, tienen una conciencia política clara, como si el impulso autodestructivo de una capa intelectual rezagada debiera dar paso al poder obrero organizado. El filme fue concebido para proyectarse en frentes de masas (sindicatos, partidos, grupos intelectuales y militantes), a modo de aporte a los debates de la época. El complot paranoide, la autodestrucción y la amenaza latente traman una fantasía que extraña al presente político mediante actos de habla performativos y fabuladores que revelan un pueblo opaco y dividido.
Para terminar con el extractivismo en el cine
El último caso es el de una película que resulta inseparable de la historia más amplia del Grupo de Cali y su revalorización póstuma como espacio de intervención crítica —a través de la revista Ojo al Cine—, de cine-clubismo y de realización cinematográfica, donde a los nombres de Ospina y Mayolo debemos sumar la figura del escritor Andrés Caicedo, suicidado por la sociedad en forma prematura. En general, ambos cineastas rechazaron su adscripción al «Tercer Cine» o al Nuevo Cine Latinoamericano. En sus escritos y primeros cortometrajes trabaron un diálogo fecundo con el Cine Político Marginal, articularon una crítica al documental exotista que reproduce estereotipos y clichés y defendieron un modo de producción y circulación alternativo desde una posición de activismo político, interrogándose por las condiciones de posibilidad de una cultura nacional en un país subdesarrollado. Agarrando pueblo es, en este sentido, una crítica de cine sobre la ética entre sujeto filmante y sujeto filmado hecha en forma de película. El filme está dividido en cuatro secciones. En la primera, un grupo de cineastas filma la miseria en las calles. Hay dos cámaras: en una vemos a los documentalistas en blanco y negro haciendo su labor, en la otra vemos las imágenes filmadas por ellos en color. En un momento, les pagan a unos niños para que se desnuden y naden en la pileta de una plaza, logrando que algunas personas presentes salten a increparlos. En la segunda, asistimos a las bambalinas de la planificación del guión para el rodaje del documental en un hotel, en un único plano fijo de carácter más explícitamente ficcional. En la tercera, volvemos al tratamiento inicial, con la puesta en escena y el registro de una entrevista en una casa pobre, tras la cual el periodista se dirige a cámara y repite el texto sociológico-miserabilista previamente ensayado. En ese momento irrumpe Luis Alfonso Londoño —el inventor de la frase «agarrando pueblo», a quien habían conocido previamente en el rodaje de Oiga vea! (1971)—, desafiando airadamente al equipo de rodaje y poniendo en entredicho la holgura con la que filman esas imágenes hechas para un público extranjero que los sectores populares jamás llegarán a ver. El grupo de cineastas se ve obligado a cortar la escena, intenta ofrecerle plata a Londoño para comprar su voluntad —pero éste se la pasa por el culo, en un gesto grotesco heredero de la figuración popular de los cuerpos de Buñuel y Pasolini— y termina por llamar a la policía. Londoño acaba echándolos con un machete y se come el rollo de celuloide mientras ejecuta una suerte de danza macabra, hasta que sobreviene un corte y el simulacro documental se interrumpe (aún no existían las categorías «falso documental» o «mockumentary»). La cuarta sección consiste en una secuencia documental con Londoño, Ospina y Moyolo conversando sobre la película que están haciendo.

El cortometraje sufrió un rechazo bastante sintomático en el momento de su estreno. En él no hay solo parodia sino también una operación de distanciamiento crítico sobre el medio cinematográfico que se pregunta por el estatuto documental de las imágenes y sus relaciones de poder subyacentes, así como un intento de salir del «victimismo» mediante una alegoría antropófaga sobre el cazador cazado, donde el colonizado devora al colonizador. El pueblo aparece en fuga, de modo contradictorio, en varios registros y miradas: como pueblo miserable o carnavalesco (mero show ante cámara); como pueblo sociológico sin agencia (patente en el texto ensayado previamente como comentario sobre los pobres, enunciado desde una infranqueable distancia jerárquica); como masas anónimas expuestas en la dimensión documental de las escenas callejeras (mediante la vampirización del «directo» en tomas espontáneas y poco controladas que permiten la captura de gestos y situaciones poco vistos, siguiendo un pulso caótico); y, finalmente, la presencia de Londoño, en un doble rol: como monstruo antropófago que devuelve y agrede la mirada del dominador en la dimensión ficcional, y como un otro legítimo, asumido como un igual, que reflexiona junto a los cineastas sobre su propia imagen en la película, en la dimensión documental de la inflexión final. Así resume Pinto este tratamiento abismado y visceral: «Agarrando pueblo se toma de este impulso destructivo e iconoclasta y transforma la representación del otro desde el lugar de una imagen domesticada a una eventualmente desestabilizadora, que posee una agencia propia contra la mirada dominadora».