El artículo que sigue es un fragmento adaptado del libro de Javier Maestro La trayectoria del marxismo revolucionario: el plano internacional 1880-1920 (Viento Sur y Sylone Editorial, 2024).
El estallido de la Gran Guerra el 2 de agosto de 1914 puso fin de forma abrupta y trágica a la extendida idea de un desarrollo continuo y pacífico del capitalismo. Con la excepción de una minoría revolucionaria dentro del movimiento obrero organizado, el conjunto de la clase obrera había ido creciendo bajo la órbita del reformismo y del parlamentarismo durante casi medio siglo de paz. Si bien se trataba de una paz armada, lo cierto fue que los conflictos bélicos de este período sólo afectaron a las colonias y a la periferia europea. Trotsky, en un artículo dedicado a Jean Jaurès, decía al respecto:
La guerra no solamente ha colocado en un segundo plano a figuras individuales, sino a una época entera (…). A la guerra francoalemana y a la Comuna de París siguió un período de paz armada y de reacción política durante el que Europa, con excepción de Rusia, no conoció la guerra ni la revolución. Mientras que el capital se desarrollaba potentemente, desbordando los marcos de los Estados nacionales, y afluía de forma atropellada a todos los países y sometía las colonias, la clase obrera, por su parte, construía sus sindicatos y sus partidos socialistas. No obstante, toda la lucha del proletariado durante esa época estaba impregnada del espíritu del reformismo, de adaptación al régimen de la industria nacional o al Estado nacional. Tras la experiencia de la Comuna de París, el proletariado europeo no se plantea una sola vez prácticamente, esto es revolucionariamente, la cuestión de la conquista del poder político. (…) del mismo modo que los gobiernos nacionales fueron un freno para el desarrollo de las fuerzas productivas, los viejos partidos socialistas nacionales han sido el principal obstáculo para el avance revolucionario de las clases trabajadoras. (1)
Qué duda cabe que durante el período de paz armada el fantasma de la guerra asediaba repetidamente las mentes de los socialistas; pero, a pesar de ello, seguía prevaleciendo la creencia optimista de que el género humano había progresado de tal forma que el recurso a la fuerza —y sobre todo a la guerra— pertenecía a un pasado bárbaro al que ya no era posible retroceder.
Conviene recordar que en el Congreso de Stuttgart de 1907 ya había quedado patente la imposibilidad de impulsar una acción socialista homogénea y coordinada a escala internacional ante la eventualidad de una guerra. Aun cuando la mayoría de los delegados y delegadas había condenado unánimemente toda guerra de agresión, pocos pensaban que su propio país pudiera algún día llegar a ser el artífice o inductor de semejante acción. Por ese motivo, los debates giraron esencialmente en torno a la posibilidad menos remota de una guerra defensiva y sobre la actitud que en tal caso debían adoptar los partidos socialistas.
Tal lógica constituía en sí misma todo un síntoma; llevados a este punto, la línea de acción que se trató de perfilar quedó establecida en términos tan borrosos que, frente a las declamaciones retóricas de guerra a la guerra, fue abriéndose paso la idea pacifista de la resistencia pasiva y, con mayor fuerza aún, la eventualidad de la defensa de las conquistas democráticas y sociales, así como de las instituciones que las garantizaban, lo que naturalmente equivalía correr la suerte de la patria amenazada.
Los partidos socialistas, en lugar de impulsar una política internacionalista, trataron de reconciliar el patriotismo jacobino condensado en el lema la patria en peligro con la defensa de las conquistas sociales. Y fue así, porque en la mayoría de los países industrializados el progreso económico-social —del «crecimiento económico constante» se había pasado a la fase de «desarrollo industrial pleno», según la definición de Walt W. Rostow— había reportado importantes mejoras en las condiciones de vida y trabajo de la clase obrera (2), fenómeno que a juicio de los dirigentes socialistas estaba asociado a la validez de su política reformista. Por consiguiente, en caso de guerra, lo normal era que los intereses de la burocracia política y sindical del movimiento socia- lista coincidieran con el destino del Estado benefactor.
No hubo, pues, una contradicción insuperable entre patriotismo y reformismo. Precisamente, Marc Ferro, en su brillante exposición de los móviles psicológico-sociales que más contribuyeron a forjar una mentalidad patriótica, destaca como leitmotiv la defensa de la prosperidad nacional. Esta actitud, derivada de la rivalidad que generaba un desarrollo desigual, conllevaba considerar a las demás naciones circundantes como enemigas al acecho y en disposición de arrebatarles el bienestar. Los socialistas se vieron arrastrados por esa marea patriótica, pero en su caso operaba un elemento desconcertante: teóricamente se había excluido la posibilidad de una guerra.
La teoría kautskiana del superimperialismo
En efecto, durante años los dirigentes del socialismo reformista habían desechado las tesis catastrofistas sostenidas por revolucionarias como Rosa Luxemburg aduciendo que el imperialismo, como lo habían demostrado las crisis marroquíes, albergaba tendencias suficientemente fuertes como para provocar guerras, pero esas mismas tendencias estaban sobredeterminadas por el interés de los trust y cárteles en mantener la paz. Era la teoría del superimperialismo de Kautsky que añadía que, una vez repartidas las colonias, una guerra sólo acarrearía una catástrofe y la revolución.
Kautsky, en su ensayo «El imperialismo», de 1914, desechó sus planteamientos anteriores al establecer en adelante una distinción entre la agresividad del capital financiero y la naturaleza no bélica del capital industrial. Este último, a su juicio, no se identificaba necesariamente con los intereses del capital financiero, ya que se desarrollaba mejor en condiciones de librecambio para la ampliación de sus mercados. Mediante esta distinción pudo sostener que los impulsos pacifistas en el campo burgués provenían del capitalismo industrial, pero también que el imperialismo, generador de conflictos, no encerraba en sí la única posibilidad de desarrollo del capitalismo como modo de producción.
Esta teorización le permitió polemizar con las ideas contrarias de Rosa Luxemburg, Lenin y otros representantes de la izquierda revolucionaria al postular que el imperialismo no era ni la última fase ni el sepulturero que cavaría la propia fosa del capitalismo al inaugurar un período de guerras y revoluciones. Por el contrario, según Kautsky, era pensable que los grandes monopolios, antes de culminar el curso de la recíproca destrucción, encarasen la viabilidad de un entendimiento internacional:
Desde un punto de vista económico no queda excluido que el capitalismo conozca aún una nueva fase, la del traspaso de la política de cártel de la esfera económica a la de la política exterior, una fase de ultraimperialismo que, naturalmente, deberemos combatir con la misma energía que el imperialismo, pero cuya peligrosidad estaría en otra dirección, distinta de la del rearme y la amenaza a la paz mundial. (3)
Lógicamente, la teoría kautskiana del imperialismo fue rechazada en términos duros por la izquierda revolucionaria. Así, por ejemplo, Lenin, en 1916, saldó cuentas con lo que denominaba revisionismo de Kautsky en su conocido folleto El imperialismo, fase superior del capitalismo; y en el prólogo a la edición de 1920 apostilló la teoría kautskiana como «la abjuración de todos los principios revolucionarios del marxismo que el mismo Kautsky había defendido por decenios y cuya fundamentación política está encarnada por un oportunismo orientado a ocultar la profundidad de las contradicciones del imperialismo y la inevitabilidad de la crisis revolucionaria».
Mediante su caracterización del imperialismo, Kautsky conseguía diferir la estrategia del asalto contra el capitalismo y, en su lugar, propiciar una táctica de alianzas con representantes del capitalismo industrial que a su juicio eran susceptibles de orientarse hacia un entendimiento internacional. Naturalmente, todo ello conllevaba una legitimación de la vieja táctica probada, una vez adaptada a la época imperialista. Para la izquierda revolucionaria, las contradicciones entre el capital financiero y el industrial —que para Kautsky podían incluso cobrar un carácter antagónico— representaba una ficción. En suma, un intento de reformar el curso indefectible del capitalismo.
En última instancia, los dirigentes socialistas siempre podían barajar la amenaza de una revolución social como recurso disuasorio. Jaurès resumía sus convicciones en tal sentido enumerando los tres imperativos que aseguraban una era de paz permanente: «El trabajo común de los capitales inglés, francés y alemán; la solidaridad fraternal del proletariado internacional y el miedo de los gobiernos a que la guerra traiga la revolución» (4). Pero, lúcidamente, añadiría también el siguiente presagio:
(…) de una guerra europea puede surgir una revolución y las clases dirigentes harían bien si lo consideraran. Pero también puede ocurrir que desemboque —y por un largo período— en crisis contrarrevolucionarias, reacciones furibundas, nacionalismo exasperado, dictaduras agobiantes, monstruosos militarismos, una larga cadena de violencia retrógrada. (5)
De hecho, el desconcierto y el temor a perder las conquistas sociales hicieron que los socialistas, a toque de clarín, partieran inopinadamente a la guerra. Esta disposición bélica contrastaba ciertamente con las gigantescas manifestaciones pacifistas de reciente memoria que tuvieron lugar al estallar la guerra turco-italiana de 1911, pero el signo de los años posteriores, el peso del nacionalismo militante, había logrado que los antagonismos nacionales apasionaran más a las masas obreras que las luchas sociales. ¿Acaso no tenía razón Jaurès cuando señaló en el Congreso extraordinario de la SFIO, en julio de 1914, que «el pueblo acostumbrado a ver cómo se agolpan las nubes de la tormenta (…) no sabe cómo reaccionar cuando se ve deslumbrado por el relámpago»?
Lejos quedaba el pronunciamiento del Congreso fundacional de la II Internacional contra la existencia de ejércitos permanentes. La resolución que Vaillant sometió a dicho congreso no solo repudiaba los ejércitos permanentes como instituciones «incompatibles con cualquier régimen democrático y republicano», al ser una expresión de «la forma monárquica u oligárquica que reviste el dominio capitalista» e «instrumento de golpes de Estado reaccionarios y de represión social», sino, sobre todo, como herramienta de la maquinaria de conquista y, por ello, una causa en sí independiente de la guerra. La resolución abogaba por la sustitución de estos ejércitos por milicias populares. Con ello, según la resolución, no se eliminaba la guerra. Sería una ilusión pensar que la guerra pudiera erradicarse sin que antes fuera eliminado el propio sistema capitalista que lo engendraba.
Jean Jaurès arremetió contra el fatalismo que encerraba este razonamiento de Vaillant, también compartido por Bebel. «Se nos dice —exclamaba— que es inútil luchar contra la guerra, dado que el capitalismo la convierte en algo inevitable. Pero también es una tendencia inherente al capitalismo incrementar de forma ilimitada la explotación y de prolongar indefinidamente la jornada laboral. Y todavía luchamos por la jornada de ocho horas con cierto grado de éxito». Según Jaurès, la Internacional no debía conformarse con declamaciones inconcretas sobre la forma de evitar la guerra. Las medidas para evitar la guerra deben exponerse con detalle y precisión con el fin de preparar a los trabajadores para un compromiso decisivo.
Por su parte, Karl Renner, en Marxismus, Krieg und Internationale (1917), alegaba que, en realidad, el voto favorable de los socialistas a los créditos de guerra no significaba una aprobación de la guerra, sino la simple constatación de que la guerra es un hecho y de que la única actitud realista ante la misma era la defensa del propio país. En otro artículo suyo, Zur Krise des Sozialismus6, nos aporta una legitimación más pensada:
ante todo ya quedó atrás la época en que el proletariado era, además de las clases de la sociedad civil-burguesa, una minoría no esencial dentro del Estado. (…) el proletariado se ha convertido en la clase más numerosa en toda comunidad y, en muchos aspectos, hasta en su portavoz (…). Cuanto más progresa el proletariado tanto más se identifica con la comunidad en que vive. Todo peligro que amenaza a la comunidad amenaza en mayor grado a las clases trabajadoras y, por lo general, precisamente a ellas (…). Con la progresiva industrialización debemos tomar cada vez más en cuenta que el destino del proletariado de un país coincide con la suerte del Estado. En la actualidad, los proletarios ya advierten: ¡nosotros somos el pueblo, nosotros somos el Estado! La teoría socialista tiene, por tanto, el deber apremiante de distinguir de una manera más precisa el Estado en cuanto conjunto del pueblo organizado (organisierte Volksgesamtheit) del Estado en cuanto institución de dominio (Herrschaftseinrichtung).
Mientras la minoría socialista revolucionaria achacaba este comportamiento contra natura de la clase obrera a la «traición de los dirigentes de la II Internacional», las clases dirigentes lo valoraban de forma reconfortante como muestra palpable de que el proletariado revolucionario no era sino un mito.
En realidad, ambas conclusiones venían a ser sofismas. La primera, porque partía del equívoco de que, a pesar de los deslices reformistas, todavía existía en el seno de la II Internacional un nexo entre la teoría y la práctica, en cuyo caso podría hablarse propiamente de «traición»; pero esa fidelidad a los principios, como hemos tratado de demostrar, era ya una mera ficción.
La segunda presunción resultaba igualmente errada como la historia posterior se encargaría de recordar. Todavía el 31 de julio de 1914, el Buró Socialista Internacional lanzó un llamamiento de lucha contra la guerra. Era demasiado tarde (7). La II Internacional había naufragado fragmentándose en partidos estrictamente nacionales. Y estos, en medio del desconcierto y divisiones que no llegaron a hacerse públicas, iban prestando su apoyo a los objetivos de guerra de sus respectivos gobiernos. Los franceses e ingleses para combatir el militarismo y autoritarismo del Estado alemán, los alemanes para luchar contra la autocracia zarista, y así sucesivamente.
Las dos grandes excepciones fueron los partidos socialistas de Italia y Rusia. Ambos se opusieron resueltamente a la guerra, pero eran partidos pequeños que por diversos motivos no habían desarrollado una política expresamente parlamentaria. Ahora bien, con los partidos socialistas de los países neutrales irían articulando un movimiento de oposición a la guerra que, de ser insignificante, se transformaría en una fuerza creciente cuya magnitud era proporcional al desvanecimiento de las esperanzas depositadas en una guerra corta. Sería también un movimiento que a lo largo de los años bélicos constataría la inviabilidad de reconstruir la II Internacional y los partidos socialistas en torno a supuestos revolucionarios e internacionalistas. La idea de una Internacional Socialista revolucionaria ya estaba en germen a partir de 1914.
Notas
1 Trotsky, León (1967) Le mouvement communiste en France (1y1y-1y3y), Pa- ris: Éditions de Minuit, pp. 25-26.
2 Ferro, Marc (2014) La Gran Guerra 1y14-1y18, Madrid: Alianza Editorial, pp. 17-81. Véase también lo señalado por Drachovitch, Milorad M. (1953) Les socialismes français et allemand et le problème de la guerre, 1870-1y14, Ginebra: Librairie E. Droz, y Rosmer, Alfred (1936 ) Le mouvement ouvrier pendant la guerre, 2 vol., Paris: Librairie du travail.
3 Citado por Salvadori, Massimo (1977) Vía parlamentaria o vía consejista, Barcelona: Anagrama, p. 4 Citado por Broué, Pierre (1971) Révolution en Allemagne 1y17-1y23, Paris: Éditions de Minuit, p. 79.
5 Jaurès, Jean (2011) Oeuvres de Jean Jaurès, Paris: Fayard, vol. 2, p. 247.
6 Renner, Karl (1916) «Zur Krise des Sozialismus», artículo recogido en Der Kampf, tomo IX, pp. 92-93.
7 Balabanova, Angélica (1974) en Mi vida de rebelde, Barcelona: Martínez Roca, pp. 137-139, relata lo ocurrido en la citada reunión al tiempo que expresa su indignación al ver que Victor Adler y Jules Guesde la miraron «como si estuviera loca» cuando propuso la huelga general como medio de evitar la guerra y que los demás delegados no prestaron la menor atención a sus palabras.