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De Chile a Nicaragua, explorar los caminos de la revolución para el siglo XXI

Traducción: Josu Egireun y Natalia Lopez

El análisis de las experiencias del Chile de la Unidad Popular y la Nicaragua sandinista ofrece claves para reconsiderar los grandes desafíos estratégicos que enfrenta cualquier revolución socialista en el siglo XXI.

Serie: La izquierda ante el fin de una época

Este artículo forma parte de la serie «La izquierda ante el fin de una época», una colaboración entre Revista Jacobin y la Fundación Rosa Luxemburgo.

 

Ofrecemos a nuestros lectores la transcripción de una entrevista realizada a Daniel Bensaïd entre 2007 y 2008, seguida de un texto del mismo autor, centrado en la experiencia chilena de la Unidad Popular (1970-1973) y el golpe de Estado que puso fin a este intento de alcanzar el socialismo por una vía institucional y gradual. Por el camino, Daniel Bensaïd retoma algunas de las grandes cuestiones estratégicas a las que se enfrenta cualquier revolución socialista en el siglo XXI. Estos dos textos van precedidos de una introducción de Stathis Kouvélakis.

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Entre 2007 y 2008, Daniel Bensaïd concedió una docena de entrevistas en la radio Fréquence Paris Plurielle. Se organizaron en torno a 12 fechas, asociadas a figuras del movimiento obrero o a acontecimientos clave del «corto siglo XX»: la Revolución de Octubre, la Guerra Civil española, la Segunda Guerra Mundial, las luchas anticoloniales, Cuba 1959, el asesinato de Lumumba, mayo de 1968, Chile 1973, mayo de 1981, la caída del Muro de Berlín, etc .Todas estas entrevistas están disponibles en línea en formato audio. Una versión transcrita fue publicada en 2020, por Editions du Croquant, bajo el título Fragments radiophoniques. 12 entrevistas para interrogar al siglo XX [Hay traducción al castellano: Una mirada crítica al siglo XX, Sylone Editorial, 2020]

Esta es la transcripción de la entrevista dedicada a las experiencias revolucionarias chilena y nicaragüense, que marcaron el final del ciclo revolucionario en América Latina en la segunda mitad del siglo XX . Le sigue un artículo anterior, escrito con ocasión del trigésimo aniversario del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, en el que Daniel Bensaïd polemiza con quienes, desde la izquierda, ofrecen una interpretación «realista» de la derrota de Chile, argumentando que habría sido mejor ir aún más lejos por la vía del compromiso. Los mismos no dudan, por otra parte, en culpar del trágico desenlace, al menos en parte, a los sectores más radicales de la izquierda chilena, en particular al MIR. Lejos de ser una simple discusión histórica, estas evaluaciones pretenden en última instancia, como señala Bensaïd, justificar el apoyo de sus autores a las políticas social-liberales aplicadas en los años 2000 por los gobiernos de centroizquierda de América Latina y Europa.

Aparte de su propio interés, la lectura comparada de estos dos textos de Daniel Bensaïd es tanto más estimulante en la medida en que sugiere una evolución del pensamiento de su autor sobre las cuestiones de estrategia revolucionaria que estaban en el centro de sus preocupaciones. Esta evolución está estrechamente ligada a la de la coyuntura en América Latina y en Europa, y a las recomposiciones que tienen lugar en las organizaciones de la izquierda radical y en su propia corriente política.

Empecemos por las estrategias de «doble poder», inspiradas en el modelo clásico de la Revolución Rusa, que vio cómo la estructura de los sóviets sustituía a una autoridad estatal que se desmoronaba, y el tipo de respuesta a las aventuras contrarrevolucionarias por parte de las fuerzas armadas. En el primer texto, tras subrayar el fracaso estrepitoso de la lógica de las concesiones al adversario, Bensaïd cita con aprobación la posición del dirigente del MIR Andrés Pascal que, retrospectivamente, considera que «el error estratégico fue no intentar responder al tankazo (el golpe abortado de junio de 1973) con una contraofensiva insurreccional, social y armada».

Esta posición también se hace eco de una situación similar a la de octubre de 1917, como indica la referencia a Kornilov, el general zarista que intentó derrocar al gobierno provisional de Kerensky. De hecho, fue la victoriosa respuesta popular a este intento de golpe lo que relanzó el proceso revolucionario y allanó el camino para la ofensiva de octubre. Desde esta perspectiva, Daniel Bensaïd también deja abierta la cuestión de un «doble poder» que, en el Chile de la Unidad Popular, podría haber surgido de una «centralización de los cordones industriales y comandos comunales, combinada con amplios experimentos democráticos como la Asamblea Popular de Concepción» y que, adoptada la estrategia adecuada, habría servido para lanzar la «contraofensiva insurreccional y armada» mencionada anteriormente.

En la entrevista de 2007, la cuestión se planteó en términos parcialmente nuevos. Es entonces evocado «otro escenario para replicar el golpe de Estado, ya fuese en junio o en septiembre, mediante una huelga general, el desarme del ejército; algo insurreccional, efectivamente». Esta vez, sin embargo, la crítica a Allende fue esencialmente por no haber llamado, nada más lanzarse el golpe, a formas de resistencia más activas, como una huelga general, pero que se apartaran del esquema de la confrontación armada. Bensaïd admite también que incluso tal forma de resistencia civil «quizás no era posible» y que «incluso una organización como el MIR, que se suponía que estaba militarmente preparada, fue tomada por sorpresa por el golpe».

En realidad, este giro está ligado a otro, que tiene que ver con la cuestión de la formación de gobiernos de izquierda que surjan de las urnas pero que, como la Unidad Popular, se propongan implementar un programa de cambio que abra el camino a la transformación social. En el texto de 2007, se observará la reticencia de Daniel Bensaïd a calificar a Allende de «reformista», a pesar de las concesiones a las clases dominantes que marcaron de inmediato su mandato. Se discuten también las condiciones en las que se habría podido prever la participación del MIR en el gobierno de la Unidad Popular, durante el período decisivo entre el golpe de Estado frustrado de junio de 1973 (el tankazo) y el golpe exitoso del 11 de septiembre, período de la última oportunidad para defender y relanzar el proceso revolucionario.

En un texto contemporáneo de esta entrevista, retomando el hilo de los debates sobre el «frente único» y el «gobierno obrero», Bensaïd vuelve más sistemáticamente sobre la cuestión de las estrategias de acceso al poder y las formas de democracia que les corresponden. Escribe que «es evidente en efecto, con más razón en países de tradición parlamentaria más que centenaria, donde el principio del sufragio universal está sólidamente establecido, que no podríamos imaginar un proceso revolucionario más que como una transferencia de legitimidad que confiera la preponderancia al “socialismo por abajo”, pero en intersección con las formas representativas». También admite que «en la práctica, hemos evolucionado sobre este punto, en la ocasión por ejemplo de la revolución nicaragüense».

Es a partir de esta posición que examina la cuestión de la participación de las organizaciones revolucionarias «en una coalición gubernamental en una perspectiva de transición», releída a la luz de las experiencias recientes (Francia, América Latina) y en particular del caso brasileño. En Brasil, tras la victoria de Lula en 2002, la corriente Democracia Socialista (DS), afiliada a la IV Internacional, que ocupaba cargos importantes en el Partido de los Trabajadores, decidió participar en el gobierno, y en particular obtuvo el puesto de Ministro de Agricultura. Esta decisión, unida al apego de Lula al marco neoliberal, provocó una escisión en el DS y la marcha de algunos de sus dirigentes y militantes al PSOL (fundado en 2004 con otras corrientes de la izquierda radical brasileña).

Retomando los debates que han marcado los caminos hacia el poder «en Occidente», para utilizar la categoría de Gramsci, es decir, un contexto cualitativamente diferente de la Rusia de 1917, Daniel Bensaïd expuso «tres criterios combinados de modo variable para la participación en una coalición gubernamental en una perspectiva transicional»:

«a)  que la cuestión de una tal participación se plantee en una situación de crisis o al menos de ascenso significativo de la movilización social, y no en frío;

b) qué el gobierno en cuestión se halle empeñado en iniciar una dinámica de ruptura con el orden establecido (por ejemplo – más modestamente que el armamento exigido por Zinoviev –, reforma agraria radical, “incursiones despóticas” en el ámbito de la propiedad privada, abolición de los privilegios fiscales, ruptura con las instituciones – de la V República en Francia, de los tratados europeos, de los pactos militares, etc.);

c) finalmente, que la relación de fuerza permita a los revolucionarios, si no garantizar el acatamiento de los compromisos, al menos hacer pagar un fuerte precio frente a eventuales incumplimientos».

Basándose en estos criterios, concluyó que «la participación [de la mayoría de DS] en el gobierno de Lula parece equivocada». Sin embargo, añadió inmediatamente que «teniendo en cuenta la historia del país, su estructura social y la formación del PT, aunque expresamos oralmente nuestras reservas sobre esta participación y alertamos a los camaradas sobre sus peligros, no lo convertimos en una cuestión de principios, prefiriendo acompañar la experiencia para elaborar una evaluación con los camaradas, en lugar de dar lecciones “desde lejos”».

Daniel Bensaïd no tuvo tiempo de proseguir sus reflexiones sobre estas cuestiones estratégicas cruciales. Sin embargo, estos textos tardíos son un precioso testimonio de la apertura de su pensamiento y de su capacidad para interrogarse de manera nueva sobre las experiencias de los movimientos revolucionarios que han marcado nuestra época.

Stathis Kouvélakis

 

Entrevista de Fréquence Paris Plurielle (2007)

El 11 de septiembre de 1973, los militares chilenos pusieron un fin sangriento a los tres breves años de experiencia reformista de los gobiernos de Salvador Allende. Augusto Pinochet dio continuidad al nuevo ciclo de represión sangrienta y de liberalismo económico brutal iniciado en Bolivia, y pronto fue imitado por otras dictaduras en América del Sur. En otro contexto, en 1979, los sandinistas, al tomar el poder en la pequeña Nicaragua, aportaron un poco de esperanza. Diez años más tarde, asfixiados por el bloqueo americano, perdieron el poder en las elecciones. Estados Unidos, activo en el conjunto de América del Sur, no tenía la menor intención de permitir que levantaran cabeza los pueblos de su patio trasero. Las dos experiencias que Chile y Nicaragua plantearon, en contextos muy diferentes (por una parte, Salvador Allende elegido por elecciones y, por otra, la toma armada del poder por parte de los sandinistas), la cuestión del poder y, sobre todo, de cómo conservarlo, con quién y para qué.

Como una cuestión subsidiaria, quiero preguntar sobre el lugar –mejor dicho, el no-lugar– que se les concede en estos procesos a los pueblos indígenas o asimilados.

Empecemos por recordar que el 11 de septiembre, el de 1973 y no el de 2001, fue ante todo un choque emocional. Estuvimos colgados de las noticias sobre el asedio a La Moneda, el Palacio presidencial, que nos llegaban por radio, y después, poco a poco, de los anuncios del éxito del golpe de Estado. Al principio, se esperaba que el golpe no triunfaría, pues ya había fracasado otro golpe en junio, tres meses antes, pero después vino la muerte de Allende, etc.

¿Cómo explicar ese choque emocional cuando no había habido nada igual desde el baño de sangre (de otra amplitud) de 1965, cuando se aplastó al Partido Comunista indonesio o más tarde del Partido Comunista sudanés? Creo que en Europa y en América Latina hubo una gran identificación con lo que estaba pasando en Chile. El sentimiento de que allí se estaba dando un escenario inédito y una posibilidad, prácticamente una experiencia de laboratorio, que valía tanto para Europa como para América Latina, aunque de manera diferente.

¿Pero por qué para Europa? Pues porque se tenía la impresión, hoy diría que en parte falsa, de que existía al fin un país que era nuestro propio reflejo. A diferencia de en otros países de América Latina, allí había un partido comunista fuerte, un partido socialista representado o dirigido por Salvador Allende, y una extrema izquierda de la misma generación que la nuestra, pequeños grupos como el MAPU y el MIR, el Movimiento de la Izquierda Revolucionaria, nacidos en los años 1964-65 bajo el impulso de la onda de choque de la Revolución cubana. Se producía un efecto identificatorio con esta última organización, con sus militantes, con sus dirigentes, que eran prácticamente de nuestra generación y que tenían un recorrido bastante comparable. El MIR contaba con un doble origen: por un lado tenía una inspiración guevarista, una referencia en la Revolución cubana; por otro, una influencia trotskista, cabe señalarlo, a través de un gran historiador de América Latina, Luis Vitale. Fue uno de los padres fundadores del MIR, aunque fue distanciado o después se distanció él. Todo ello en un país donde el estalinismo nunca había sido dominante en la izquierda, ni tuvo el papel que pudo haber tenido, por ejemplo, el Partido Comunista en Argentina. Existía una singularidad chilena, y esa fue una de las dificultades para comprender la situación. El Partido Socialista chileno, aunque se denominaba socialista, tenía poco que ver con la socialdemocracia europea. Se trataba de un partido construido en los años 30, en reacción, en oposición a la estalinización de la Internacional Comunista. Era por tanto un partido que estaba más a la izquierda que a la derecha del PC.

Así pues había una gran identificación, y la idea de que Chile ofrecía como ejemplo un escenario en el que la izquierda llegaba al poder por medio de las elecciones, y que las elecciones podían ser el comienzo de un proceso social de radicalización que desembocara o, digamos incluso, transitara hacia una revolución social radical en una época en que, debemos recordarlo, el prestigio de la Revolución cubana en América Latina era muy importante, aún cuando no estuviera intacto. Creo que de las cosas que pasaron en Chile queda una lección. Hoy día yo sería más prudente sobre ese mecanismo de reflejo. Creo que, visto desde lejos, había una tendencia a subestimar las relaciones sociales y las reservas de reacción y de conservadurismo existentes en la sociedad chilena. Pudo verse en el ejército porque, como se dijo y se repitió entonces, estaba formado por instructores alemanes según el modelo del ejército prusiano, lo que ya en sí era poco alentador. Pero, además, como pude constatar después, Chile era un país donde la tradición católica, el aspecto católico conservador, era importante. Y ese es un dato de partida. Allende fue elegido en las elecciones presidenciales de septiembre-octubre de 1970 con una mayoría relativa, aproximadamente de un 37%. Para que su investidura fuese ratificada por la Asamblea se le plantearon unas condiciones que afectaban a dos cuestiones fundamentales: no tocar el ejército y respetar la propiedad. Eran unos límites impuestos, de entrada, por las clases dominantes, por las instituciones en vigor, para aceptar la investidura de Allende. Pero es cierto que aquella victoria electoral motivó una mayor esperanza y un incremento en el movimiento social que culminó en el plano electoral con la importante victoria en las municipales de enero de 1971. Creo que fue la única vez en que la Unidad Popular, la coalición de izquierda en que se apoyaba Allende, logró una mayoría absoluta en una consulta electoral.

Eso daba, obviamente, una mayor legitimidad para desarrollar el proceso. La victoria electoral, la radicalización, y también una polarización, en principio interna en Chile, se tradujeron poco a poco en una movilización de la derecha, que llegó a usar métodos callejeros activos. La fecha significativa, octubre de 1972, fue la huelga de camioneros. No hay que creer que era un movimiento de asalariados: era la corporación del transporte por carretera que era estratégico, dada la configuración geográfica de Chile, un país de forma alargada. Así pues, una huelga de camioneros, apoyada también por los llamados cacerolazos; es decir, por los movimientos de protesta de, en su mayoría, los consumidores de la clase media de Santiago –la ciudad concentra más de la mitad de la población del país–, y que constituyó un primer intento de desestabilización en otoño de 1972. Otoño para nosotros, pero allí era primavera, hay que invertir las estaciones.

Tras ello se planteó un debate sobre el futuro del proceso chileno en el que se abrían dos posibilidades para responder a la desestabilización de la derecha, muy apoyada por Estados Unidos. Con las divulgaciones sobre el plan Cóndor, hoy día se sabe hasta qué punto Estados Unidos estaba desde hacía mucho tiempo implicado en la preparación del golpe de Estado con la ayuda de las multinacionales y también de los consejeros militares norteamericanos. Así pues, tras la señal de alerta de la huelga de camioneros, a comienzos de 1973 había varias opciones: o bien radicalizar el proceso, con mayores incursiones en el sector de la propiedad privada, medidas radicales de redistribución, medidas salariales, etc.; o bien por el contrario –y esa fue la tesis que ganó, defendida por Vukovik, Ministro de Economía y de Finanzas, miembro del Partido Socialista–, tranquilizar a la burguesía y las clases dominantes delimitando de manera definitiva el área de propiedad pública o de propiedad social y dando garantías suplementarias a los militares.

No vamos a rehacer aquí toda la historia, pero ¿cuáles fueron los momentos cruciales? El segundo episodio de desestabilización fue mucho más dramático; ya no fue una huelga corporativa como la de los camioneros, sino que fue, en junio de 1973, un primer intento, un ensayo de golpe de Estado, lo que se llamó el tanquetazo, y en el cual un ejército, un regimiento de tanques, salió a manifestarse y fue neutralizado.

Creo que ese fue el momento crucial en que se originó el debate. Fue el momento, por ejemplo, en el que el MIR, que era una pequeña organización muy dinámica con algunos miles de militantes –debemos tener en cuenta las proporciones, para un país como Chile era importante–, se planteó el problema de entrar en el gobierno, y en qué condiciones. Tras el primer fracaso de golpe de Estado, se planteó la cuestión de formar un gobierno con un centro de gravedad desplazado a la izquierda que tomase medidas de castigo o desarmara a los militares conspiradores. Pero lo que se hizo fue justo lo contrario. Entre junio de 1973 y el golpe de Estado efectivo del 11 de septiembre de 1973, tuvo lugar una represión contra el movimiento de soldados que existía en los cuarteles, se hicieron registros para desarmar a los militantes que habían acumulado armas en previsión de una resistencia al golpe de Estado y, sobre todo, se dieron garantías suplementarias al ejército con los nombramientos de puestos ministeriales que incluían el de Augusto Pinochet, el futuro dictador.

Así, hubo un giro. Miguel Enríquez, secretario general del MIR, quien fue asesinado un año después, en octubre de 1974, escribió durante este período intermedio entre el intento y el golpe de Estado un artículo titulado «¿Cuándo estaremos más fuertes?». En él, reflejaba una lucidez extrema: hasta agosto de 1973, hubo manifestaciones de 700 000 personas en Santiago apoyando a Allende y rechazando el golpe de Estado. Ese fue el momento en que era posible una contraofensiva del movimiento popular, pero la respuesta fue, por el contrario, una extensión de las alianzas gubernamentales hacia la derecha y la oferta de garantías suplementarias que en realidad significaron un aliento al golpe de Estado.

Así es como nos sorprendieron. Hablabas del reformismo de Salvador Allende, pero comparándolo con nuestros reformistas, era un gigante de la lucha de clases. Si leemos hoy los documentos de los archivos, Allende sigue siendo una figura respetable. En el movimiento de solidaridad con Chile, muy importante en los años 1973, 1974 y 1975, quizás fuimos un poco sectarios con Allende, a quien hicimos uno de los responsables, a pesar de que murió heroicamente. Sin embargo, esto no cambia el problema político; implica respeto hacia la persona.

Aunque seguía existiendo un enigma: durante las primeras horas del golpe de Estado, aún se disponía de la radio nacional y era posible convocar una huelga general, pero finalmente solo se llamó a la resistencia estática en los centros de trabajo. Tal vez aquello no era posible. Incluso para una organización como el MIR, que supuestamente estaba militarmente preparada, el golpe de Estado fue una sorpresa. Esto se puede verificar en el libro de Carmen Castillo, Un día de octubre en Santiago, o en su película. Fueron superados por los acontecimientos, quizás porque no imaginaron un golpe de Estado tan brutal y desmesurado. Pensaban en un golpe de Estado semi-exitoso que abriría un nuevo período de guerra civil, con focos de resistencia armada en el campo. Por ello, dieron importancia al trabajo con los campesinos de la minoría mapuche, especialmente en el sur del país.

El golpe de Estado fue un auténtico mazazo. Realmente, no estaban preparados, ni siquiera habían contemplado la posibilidad de un escenario de centralización de los órganos de poder popular que, a pesar de todo, existían: los llamados cordones industriales, que coordinaban formas de autoorganización en las barriadas de Santiago, junto a los comandos comunales en el campo, el trabajo en el ejército e incluso en Valparaíso, donde había un embrión de asamblea popular, una especie de sóviet local. Todo eso existía y sugiere que habría sido posible contemplar—aunque para ello hacía falta voluntad y estrategia—otro escenario para replicar el golpe de Estado, ya fuese en junio o en septiembre, mediante una huelga general, el desarme del ejército; algo insurreccional, efectivamente. Esto siempre es arriesgado, pero cuando se considera el precio de un golpe de Estado en términos de vidas humanas, desaparecidos, torturados, y el costo social evidente en lo que es el Chile de hoy, tras treinta años de dictadura de Pinochet y de experimentos con políticas liberales, puede hablarse de una derrota histórica.

Si se comparan los dos países vecinos, Chile y Argentina, y el movimiento social en Argentina, a pesar de los 30 000 desaparecidos, se puede pensar que finalmente la combatividad se recuperó bastante rápido tras los años de dictadura. En cambio, en Chile la derrota tuvo otro alcance y duración, que está a la vista. Nicaragua, efectivamente, marca otra secuencia.

Considero que el golpe de Estado en Chile fue el epílogo de la fermentación revolucionaria que siguió durante diez o quince años en América Latina tras la Revolución Cubana. Como has recordado en la introducción, la simultaneidad de los eventos es impresionante: tres meses antes del golpe de Estado en Chile, en junio de 1973, tuvo lugar un golpe de Estado en Uruguay. En 1971, hubo un golpe de Estado en Bolivia. No todo está tan sincronizado, pues en ese mismo período cayó la dictadura en Argentina, aunque volvería en 1976. Pero digamos que, en cuanto al personal político, el ciclo se cierra simbólicamente con la desaparición de Allende, de Enríquez y prácticamente toda la dirección del MIR. Esto cierra el ciclo iniciado por la Revolución Cubana, las conferencias de la OLAS y la expedición del Che a Bolivia en 1966.

Nicaragua fue quizás la que inauguró otro ciclo, un punto de partida que sorprendió. Anteriormente, hablaba de Luis Vitale. En una reunión en 1976, en la que se hacía un balance de esta regresión en América Latina, Vitale nos sorprendió al decir: «sí, pero el epicentro—ese era el término empleado—se ha desplazado, el próximo golpe será en Nicaragua». Francamente, en 1976, muchos de nosotros no sabíamos dónde estaba Nicaragua. No quiero decir que Vitale fuera un profeta, pero supo prever una historia en América Central, con sus dictaduras, eslabones débiles, condiciones particulares y sociedades poco organizadas. La dictadura chilena se apoyaba en una base social. Las dictaduras como la de Somoza eran fantochadas, con poca base. Esto explica que una organización que apenas era nada en 1967, tras la represión y el fracaso de la llamada guerrilla de Pancasan, cuando el Frente Sandinista quedó reducido a menos de cien militantes, llegara al poder. En aquella época, trabajábamos con ellos; para entrenarse, pedían ayuda a los palestinos. Allí se dio un proceso inverso: primero, la victoria de un movimiento social, insurreccional o militar. No entraré en las tres líneas estratégicas que coexistían en el Frente Sandinista, pero al final, lograron combinarse en ese contexto específico, y así llegó la victoria política y militar de 1979, que inauguró un proceso electoral.

Lo inédito en el caso nicaragüense es que una revolución, o la primera etapa victoriosa de una revolución, aceptara someterse a una prueba de legitimación electoral. Podría decirse que fue una apuesta imposible en un país pequeño, con menos de tres millones de habitantes. Al hablar de clase obrera, en Nicaragua hay que tener presente las cifras: 27 000 asalariados en empresas de más de 100 trabajadores, sobre todo madereras y embotelladoras de agua con gas. Hay que saber de qué se está hablando. La cuestión agraria era fundamental, y tal vez también la cuestión indígena; volveré a ello.

El problema, por ir a lo esencial, es que Nicaragua fue vencida por agotamiento antes de ser vencida electoralmente. Es decir que la llamada guerra de baja intensidad –la expresión resulta casi irónica– financiada de forma muy abierta por Estados Unidos, obligaba a un país ya muy empobrecido a dedicar a defensa el 50% de su presupuesto, y a imponer el servicio militar en un país donde no era tradición. En el campo era muy impopular, la gente no tenía la costumbre de que sus hijos se fueran al ejército. La guerra había agotado social y moralmente al país. Pero mientras quedara la posibilidad de una extensión a América central de la Revolución nicaragüense, y esa posibilidad era real, se podía soportar. La posibilidad existió, sobre todo en El Salvador, donde hubo varios intentos de insurrección que habrían podido tener éxito.

Pero el punto decisivo, creo yo, fue Guatemala. De este país podemos leer el testimonio de alguien que ya falleció, se llamaba Mario Payeras y fue uno de los fundadores del Ejército Guerrillero de los Pobres. Explicó, también oralmente, cómo paradójicamente la Revolución nicaragüense había operado en contra de la Revolución guatemalteca. ¿En qué sentido? Pues sencillamente, pensaban vérselas con dictaduras tipo Somoza, pero se encontraron frente a consejeros militares. En 1984 hubo una marcha sobre la Ciudad de Guatemala: chocaron con consejeros militares taiwaneses e israelíes, especialistas en contrainsurrecciones. No era un ejército de Tontons Macoutes (paramilitares de François Duvalier en Haití) o unos chapuceros por el estilo, podría decirse que eran unos verdaderos profesionales de la guerra civil internacional. Por eso, Guatemala y El Salvador perdieron, y a partir de ese momento la derrota electoral de los sandinistas era, yo no diría ineluctable en 1989-90, pero era bastante probable.

Lo que es discutible desde mi punto de vista sobre la política de los sandinistas no es tanto el haber hecho elecciones, pues mantenerse contra viento y marea podría haber sido peor, sino el no haber mantenido una doble fuente de legitimidad. Durante un tiempo existió el llamado Consejo de Estado. No debemos imaginarlo como el Consejo de Estado en Francia. Se trataba de una asamblea en la que estaban presentes las organizaciones patronales, entre ellas Violeta Chamorro, y también casi todos los movimientos sociales. Era un tipo de cámara social cuya legitimidad para defender los logros de la reforma agraria y toda una serie de cosas habría podido oponerse a la asamblea parlamentaria electa. Así que durante algún tiempo les fue posible mantener una doble legitimidad. Tampoco hay que ignorar lo que se descubrió más tarde, la extrema rapidez –algo que debería ser una lección en los países pobres o muy pobres como ese– con que explotó la corrupción, incluso en las filas sandinistas. Fue la llamada Piñata, que tuvo lugar en el nivel más alto de la dirección sandinista, pues las más fuertes convicciones ideológicas no son insensibles a la lógica material del mundo. En todo caso aquello formó parte de la pérdida del crédito moral del gobierno sandinista.

Existe una simetría en las fechas: el año 1989, como pudo verse a posteriori, cerró otro ciclo de una decena de años: el proceso a Ochoa en Cuba, el fracaso de la segunda candidatura de Lula en 1994 en Brasil, en una época en que Lula todavía no se había cambiado de imagen, no se había «bodygrafiado», afeitado, para ser un candidato presentable y elegible. Estuvo muy cerca de una victoria electoral que habría generado un contexto muy distinto. Fue también la caída del muro de Berlín. Muchas cosas se movieron en los años 1989-90, y entre ellas Nicaragua.

En cuanto a la política indígena… Creo que en Chile hubo un esfuerzo real y una voluntad firme por parte de las organizaciones de extrema izquierda. En Nicaragua fue más complicado debido al problema de los Miskitos y de Bluefields. Podría ser, efectivamente, que los sandinistas, al no tratar de manera específica y tampoco aportar respuestas propias a los indígenas de la costa de Bluefields, hubieran entreabierto una puerta a su instrumentalización, porque en todo caso, y sin caer en paranoias, en los servicios de la CIA había un aparato de etnólogos para instrumentalizar las cuestiones étnicas, y eso influyó.

Chile, los recuerdos de un amnésico (2003)

El golpe de Estado militar del 11 de septiembre de 1973 no fue resultado de la «precipitación» de la izquierda chilena, sino de una contrarrevolución preventiva y preparada.

En una breve entrevista publicada en Le Monde (12 de septiembre de 2003), Marco Aurelio García, antiguo militante del MIR chileno y actual asesor diplomático personal del presidente Lula, repasa las lecciones del golpe chileno.

1. La «principal lección a aprender» es que «un proyecto de transformación política necesita un sistema de alianzas fuerte». Que así sea. Marco Aurelio se pregunta por qué la amplia alianza entre la Unidad Popular y la Democracia Cristiana, esbozada en 1970 con ocasión del asesinato del general Schneider, comandante del ejército, no se concretó y consolidó posteriormente. Como si la cuestión de las alianzas pudiera separarse de la de las políticas aplicadas, y como si la lógica conflictiva de la lucha de clases pudiera dejarse en suspenso.

Frente a la radicalización del movimiento, a la extensión del área de la propiedad social en 1972, a las tentativas de autodefensa de masas (sobre todo a raíz de la intentona golpista abortada de junio de 1973 que anunció el golpe de Estado exitoso del 11 de septiembre), los partidos burgueses defendieron lógicamente el orden burgués contra la extensión de las conquistas sociales, la organización de los soldados en el ejército, la centralización de los cordones industriales y de los comandos comunales. ¿Olvidó Marco Aurelio que, tras la crisis de octubre de 1972, la respuesta fue precisamente «ampliar la alianza» integrando a los generales en el gobierno? El secretario general del Partido Comunista, Luis Corvalán, declaró entonces: «¡No hay duda de que el gabinete en el que están representadas las tres ramas de las fuerzas armadas constituye un dique contra la sedición!». El escenario se repitió durante la crisis de junio de 1973, cuando el propio Pinochet se incorporó al gobierno para preparar su siniestro plan.

2. La cuestión era entonces si había que sacrificar a esta improbable ampliación de las alianzas una política de reformas destinada a consolidar el apoyo popular al gobierno de Allende. Esto es lo que sugiere Marco Aurelio García, cuando incrimina «la huida hacia adelante» de una gran parte de la izquierda chilena, como si esta izquierda radical tuviera la menor responsabilidad en un golpe de Estado fomentado por la reacción y la CIA (esto ha quedado ahora ampliamente documentado y establecido) como parte del siniestro plan Cóndor, en cuanto Allende ganó las elecciones. El sabotaje ilustrado por la huelga patronal del otoño de 1972 ilustra la presión creciente del imperialismo y el estrangulamiento impuesto a una economía cuya tasa de crecimiento pasó del 14% en 1971 al 2,4% en 1972.

3. Esta forma de culpar a la izquierda radical del fracaso se hace eco, por supuesto, de las polémicas actuales en el seno de la izquierda. Para Marco Aurelio García, la culpa del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria, principal organización de extrema izquierda) habría sido «limitarse a una posición errónea, queriendo constituir una alternativa absoluta en lugar de ser el lado crítico de la Unidad Popular».

Marco Aurelio sabe muy bien que el MIR apoyó la victoria de la UP y, sin participar en él, al gobierno de Allende (llegando incluso a actuar como guardia personal del Presidente). En 1973, el MIR se planteó incluso formar parte del gobierno, pero desistió ante la derechización de la política económica y las alianzas del Partido Comunista.

La cuestión estaba en otra parte, en la hipótesis estratégica de una guerra popular prolongada que guiaba entonces las acciones del MIR. El MIR esperaba que el gobierno fuera derrocado, pero en la forma de una derrota limitada que daría inicio a esa guerra prolongada. A partir de entonces, se preparó más para las tareas imaginarias de uno o dos días después que para la tarea del momento: la confrontación cuya amenaza se hizo más clara a lo largo de 1973. Es sobre este punto que Andrés Pascal, uno de los pocos miembros sobrevivientes de la dirección del MIR, considera que el error estratégico fue no intentar responder al Tankazo (el golpe abortado de junio de 1973) con una contraofensiva insurreccional, social y armada.

4. Marco Aurelio García considera ilusorio este «problema del doble poder», según el cual los cordones industriales podrían constituir embriones de soviets. Esa es la cuestión. ¿Podría la centralización de los cordones y comandos comunales, combinada con amplios experimentos democráticos como la Asamblea Popular de Concepción, conducir a la formación de un poder popular constituyente? No es suficiente señalar las debilidades o fortalezas. Dependen en parte de las estrategias y voluntades implicadas. Y si, como afirma García, «prácticamente no hubo resistencia al golpe de Estado» (juicio que es, por decir lo menos, apresurado y unilateral), hay que preguntarse cómo se preparó esa resistencia y cuáles fueron las consignas que no se lanzaron el día que Pinochet hizo bombardear la Moneda.

Por supuesto, para plantear el problema en estos términos, hay que admitir que la radicalización de un proceso revolucionario no es más que una respuesta, en una escalada hacia los extremos, a una contrarrevolución en curso. La tranquila hipótesis de un consenso social con la burguesía y la bendición del imperialismo es tan irreal como la de la estabilización democrática del gobierno de Kerensky entre febrero y octubre. Los Kornílov y los Pinochet nunca lo entendieron así.

5. Por si fuera poco, en su número del 12 de septiembre, Le Monde publicaba un artículo de Jorge Castañeda (ex ministro mexicano de Asuntos Exteriores del gobierno de Vicente Fox) que decretaba imprudentemente que «la era de las revoluciones ha terminado» (¿y la de las contrarrevoluciones? ), así como un artículo de Paulo Antonio Paranagua que tiende a reducir experiencias estratégicamente diversas (de Cuba a Nicaragua y El Salvador, pasando por Bolivia, Perú y Argentina) a una «pulsión de muerte» (¡sic!) por parte de los militantes. Que existe un lado oscuro en la motivación individual es una perogrullada universal. Esto no nos autoriza en absoluto a psicologizar y despolitizar los compromisos y su sentido político en términos del cliché periodístico de la precipitación suicida, como se ha puesto de moda, en particular en relación con la muerte del Che en Bolivia.

6. Ampliando el alcance de las lecciones de Chile, Marco Aurelio García rinde homenaje a la lucidez del «líder comunista italiano Enrico Berlinguer» que «advirtió desde el principio que no se puede gobernar con una mayoría exigua».

La experiencia chilena sirvió inmediatamente de argumento (de coartada) a la respetuosa izquierda europea para predicar el «compromiso histórico» o «Pacto de la Moncloa». Un cuarto de siglo después, ¿qué han conseguido? El compromiso histórico contribuyó a desarmar al movimiento obrero italiano y condujo al hundimiento del Olivo [coalición de centroizquierda liderada por Romano Prodi, en el poder entre 1996 y 2001] y al ascenso de Berlusconi. Berlinguer y sus herederos (como Robert Hue) sacrificaron la alternativa a las alianzas. Así evitaron los golpes de Estado, pero a costa de renunciar a cualquier cambio social serio, hundirse más en la crisis y rendirse a pecho descubierto a la contrarreforma liberal.

7. Este extraño retorno a la experiencia chilena en forma de oración fúnebre permite a Marco Aurelio García establecer un paralelismo entre el «modelo chileno» y el «modelo brasileño», entre el gobierno de Allende y el gobierno de Lula, en beneficio abrumador de este último, por supuesto. Sería mejor «darle tiempo». En su momento, criticamos a Salvador Allende (a veces quizás con excesiva dureza). El hecho es que merece respeto y pasará a la historia con dignidad. Si continúa la política liberal aplicada por el gobierno de Lula desde principios de año (en nombre de las alianzas más amplias posibles), no es seguro, por desgracia, que dentro de unos años el «modelo brasileño» no aparezca como un ejemplo más de capitulación insignificante ante el orden dominante. Parece que Lula está obsesionado con la idea de no acabar como Walesa. Pero no hay ninguna garantía de que consiga evitarlo. (Septiembre de 2003)

 

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