El gobierno de la extrema derecha argentina no solo ha traído recesión, caída del salario real, mayor pobreza y desigualdad. Advertimos también en un texto anterior para esta misma revista un momento de cristalización cultural de discursos de inversión simbólica, que no son expresados solamente por sus epígonos, sino esparcidos desde hace años por periodistas, figuras mediáticas, comentaristas profesionales y analistas sociales.
Por dicha inversión se ha concebido al gobierno macrista como «republicano» o «democrático», pese a sus posiciones y políticas abiertamente negacionistas. Se ha insistido en caracterizar a Donald Trump como «proteccionista» o «nacionalista», no obstante las cuantiosas exenciones impositivas y subsidios corporativos que favorecieron a empresas que practican el offshoring de trabajos industriales a gran escala. Se ha denominado la actuación de las fuerzas de seguridad de la Provincia de Buenos Aires durante la pandemia como «policía del cuidado», mientras aterrorizaban a los asentamientos del conurbano bonaerense con impunidad.
Hoy leemos y escuchamos que la presidencia de Milei debe ser considerada «transgresora» o «audaz», si bien implementa una redistribución regresiva del ingreso y se sostiene en la docilidad de la oposición derechista y en el apoyo de los sectores económicos dominantes a nivel nacional e internacional. Se asegura que el Estado «no funciona» o «está siendo vaciado», cuando la principal decisión gubernamental es la reorientación de las prioridades estatales hacia su «mano derecha» —como llamaba Pierre Bourdieu al sector securitario del Estado— para contener los efectos del ajuste a los más necesitados y la obscena concentración de la riqueza.
Esta nueva forma de confusión general, que nada tiene de vanguardista, es un problema para la comprensión del contexto cultural y político que dio surgimiento —y ahora sustento— a la extrema derecha. En el comentario público sobre el apoyo político al gobierno se percibe más que nunca una moda intelectual: defender la «inteligencia» y la «racionalidad» de los actores «populares», como si eso significara la inmediata aceptación o validez del imaginario o los modelos de interpretación de la realidad social que el analista «describe».
La postura recupera una discusión epistemológica clásica de las ciencias sociales emprendida por diversas escuelas teóricas contra el estructural-funcionalismo durante los años cincuenta y sesenta del siglo pasado. Allí se sugería validar analíticamente las acciones e interpretaciones de los actores sociales para superar su caracterización como «idiotas culturales», es decir, sujetos abstractos e idealizados que repiten automáticamente las pautas y normativas más generales y abstractas del sistema social. Esa propuesta originaria, sin embargo, no se traducía en una defensa prescriptiva de lo que esos actores hacían con las pautas culturales ni en una necesaria autonomía radical de esos sectores para la producción de pautas propias, inequívocas o políticamente visionarias.
El surgimiento, en el último tiempo, de una serie significativa de estudios que describen posiciones y orientaciones políticas de los sectores populares no es presentado mediáticamente como una fotografía estadística que requiere su propio explanans sino como elementos de diagnóstico —cuando no como formas oraculares del pensamiento social— que exhiben los problemas de «la política» y las reivindicaciones a las que esta no ha logrado prestar la atención debida. En general, se proponen como señal de una debacle de la representación política, que las disputas por la hegemonía —noción reducida comúnmente a las batallas electorales entre frentes políticos— no logran conmover.
En definitiva, se teje en el comentario analítico un problema de «la política» que, incluso con las herramientas del Estado en sus manos, desoye a «la gente» o no logra que la democracia cumpla sus «promesas». Así, concluyen, se produce el ascenso de la derecha. La existencia de una organización social basada en la dominación de clase y las decisiones de los factores de poder efectivos brillan por su ausencia. De esta manera, el observador desentendido prolonga las estrategias de legitimación simbólica indisociables del sometimiento, soslayando el tema —ya clásico— de la producción social de la opinión pública.
La producción de la voz popular
Max Weber estableció, como fenómeno sociológico universal, que «las capas privilegiadas positivamente en lo social y en lo económico» adscriben y promueven formas simbólicas (por ejemplo, una formación religiosa) que poseen la «función de legitimar su propio estilo de vida y su situación». Sin embargo, el análisis de la Argentina contemporánea parece quedar reducido a la simple existencia de «gente» por un lado y «políticos», políticos por otro, a eslóganes de campaña que rinden más o menos, a «votantes» a los que escuchar y cambios a realizar para reencontrarse con el electorado.
Se sugiere por todas partes que, para no negar inteligencia, agencia o racionalidad a los sectores a los que el analista se acerca —es decir, a su propio recorte y selección—, debe entregárseles la verdad histórica. Si, por ejemplo, una porción de los sectores populares —elegida por el analista— se orienta hacia los valores del individualismo, la cultura financiera o la sociedad de consumo, el analista propone que es necesario reorientar la política hacia las preocupaciones que expresan esos sectores. Se trata de un subterfugio que otorga la «verdad» a un sector analíticamente producido de la clase social y encubre el decir académico, precisamente, en un supuesto origen «popular» de esa voz.
Ahora bien, más allá de la creatividad y la productividad en el terreno normativo, nada indica que las pautas valorativas de los llamados «sectores populares» no puedan ni deban ser criticadas. El respeto metodológico por los actores sociales y la validación heurística de la palabra de los sectores populares, por ejemplo, no exige bajo ningún aspecto un seguidismo de prácticas, sensaciones u opiniones de los agentes sociales a los que el analista se acerca.
En verdad, lo que ocurre contemporáneamente es que el analista produce un «sector popular» (por ejemplo, el muy de moda «votante libertario del conurbano») detrás del cual enmascara una multiplicidad de adscripciones políticas existentes dentro de una clase social en un objeto conceptual creado, no para analizar un fenómeno específico —de la representación, el imaginario o la opinión coyuntural de un sector de esa clase— sino para decir unas cuantas «verdades» sobre «la política» que, en lugar de asumir como propias en el terreno prescriptivo, ocupan el terreno difuso de la voz popular.
El analista asume así una tendencia paternalista explícita como traductor y portavoz de esos sectores, traficando su propio recorte, su terreno analítico y su producción discursiva como un decir ajeno. A su vez, tiende a producir una identidad monolítica, tanto en su generalidad como en su invariabilidad y rigidez, algo que desemboca en las típicas apreciaciones: «ahora los sectores populares votan a la derecha», «los trabajadores en situación de informalidad se perciben emprendedores», «los sectores populares no quieren más que les regalen las cosas», «los pobres están cansados de un Estado en el que no creen», etcétera.
Pero la particularidad y la agencia efectiva de los actores puede ser analizada sin dejar de observar que las identidades colectivas tienen una historia y que no pueden subsumirse a la opinión individual ni a un conjunto de electores. Como decía Raymond Williams, cuando hablamos
de una idea de la clase obrera no queremos decir que todos los trabajadores la posean, ni siquiera que la aprueben. Queremos decir, más bien, que es la idea encarnada en las organizaciones e instituciones que crea esa clase: el movimiento obrero como tendencia y no todos los obreros como individuos. […] Descartar a un individuo por su clase o juzgar una relación con él únicamente en términos de clase es reducir la humanidad a una abstracción. Pero, también, pretender que no existen modos colectivos es negar los hechos.
Esa simplificación de factura mediática genera otro problema: esa «voz actual», producida por el analista, se concibe como producción de sentido hacia el futuro, pero no como resultado de una producción de sentido proveniente del pasado. No solo hay invariabilidad de posiciones dentro de un amplio y complejo sector social que es aplastado hacia la singularidad más conveniente —la que puede ser mercadeada como «novedad», por otra parte—, sino también una rigidez temporal: lo «dicho» es presentado como enunciación directa de los problemas sociopolíticos, un habla sin filtro sobre los verdaderos dilemas estructurales que esos sectores deben enfrentar y desean cambiar, sin tomar en consideración la existencia de un vocabulario político precedente con el que los actores sociales analizan, representan e interpretan sus vivencias particulares y la vida compartida.
De esta manera se pierde, ante todo, la construcción histórica del sentido que, como ocurre en todos los ámbitos de la sociedad, es precisamente una lucha, una batalla, una contienda del terreno simbólico. Se desdibujan los efectos más profundos de la tendencia de los actores sociales a expresarle a los analistas aquello que les resulta conveniente según sus motivaciones o lo que consideran que los analistas buscan y prefieren escuchar, especialmente si los actores están asociados o involucrados afectiva e intelectualmente con una posición política.
Si los partidarios de un frente político expresan frustración ante el «fracaso de la gestión», eso no implica que haya sido un verdadero fracaso para los intereses de clase expresados en esa gestión: la narrativa del fracaso y los mea culpas son, más bien, recursos valiosos ante las derrotas electorales. Las «voces» que se caracterizan, precisamente, por su orientación política —sea un legislador, un asesor o un votante— no deberían concebirse como decires desinteresados orientados a describir o caracterizar los problemas sociales.
Hacer tal cosa significa enmascarar que ese sector social recortado analíticamente puede, como cualquier otro, asumir una discursividad existente y culturalmente disponible —que fue ya una producción— para explicar o dar sentido, incluso creativamente, a su experiencia y vivencia personal. Esto también es inteligencia y racionalidad en el uso del discurso. Por ejemplo, que sectores económicamente despojados critiquen la tendencia «comunista» o «comunitarista» de la «política argentina» no implica que dicha tendencia sea algo realmente existente, sino que es una forma simbólica que les resulta propicia, conveniente u otorga rédito simbólico en diversas interacciones —difícil saberlo si no es analizado— para describir o referir a problemas o vivencias de diversa índole.
Menos escalera y más comunidad
Lo más interesante de un análisis de este orden sería precisamente comprender qué tipo de interpretación, uso o aplicación se le da contemporáneamente a esos términos: qué significan para los actores, cómo los trasladan a su propia vida, cómo los entienden en relación a sus valores, sus interacciones cotidianas y sus reflexiones sobre la sociedad.
Incluso presuponiendo una expresión verbal completamente sincera, la «verdad» de la experiencia no se traduce necesariamente en verdad sociopolítica: no implica la posición general de un sector de clase ni, mucho menos, la guía de ruta para «ganar» políticamente a esos sectores. El pragmatismo y el seguidismo retórico da lugar a un análisis sociológico errado. Y, ante todo, a lógicas prescriptivas políticamente derrotadas, que no permiten proponer ni realizar nada por fuera del «signo de los tiempos».
Lo que estos enfoques pasan por alto es la particular maleabilidad subjetiva a la que nos enfrentamos en la coyuntura actual, donde la autonomía simbólica de un sector de clase en la producción cultural es prácticamente imposible y el entrecruzamiento mediático, virtual y comercial se ha vuelto omnipresente en la vida de las personas, afectando su concepción del mundo, del trabajo, de la producción y de la interacción, y sus valoraciones, gestualidades, sexualidades e identidades. Oponerse al paternalismo o la condescendencia no demanda negar ese influjo, sino percibirlo en todos los actores sociales, incluyendo al propio analista.
Es precisamente el cariño, la estima, la validación heurística e incluso el amor por los trabajadores, su producción material y simbólica, la vida cotidiana de los sectores populares y sus tradiciones, lo que debería llevar a una crítica aguda de todas las formas en que la cultura del capital financiero, los valores de la sociedad de consumo y las premisas normativas de la tecnocomunicación han logrado introducirse en sus modos de vida, su corporeidad y su sentido del mundo a través de la cultura masiva.
El surgimiento de los estudios culturales en la Escuela de Birmingham, que partía de la admiración e identificación con los sectores subalternos, destacaba el análisis de la pérdida de tradiciones, gestos, preocupaciones, formas de interacción, organización y creación propias. En sus investigaciones, especialmente preocupadas por la agencia, la creatividad, los ámbitos de ocio, las dinámicas de interacción y la producción simbólica de la clase obrera —como en el clásico La cultura obrera en la sociedad de masas, de Richard Hoggart—, uno de los temas principales era la amenaza que sufrieron distintas expresiones de la cultura popular al ampliarse los modos de producción y distribución de la cultura masiva durante el siglo XX. Es decir, las maneras en que el discurso y la producción simbólica tienen la capacidad de gestar una «cultura media» que, en primer término, diluye las particularidades de los sectores populares y, así, mediante la interiorización de pautas valorativas ajenas, tiende a sellar la dominación social.
El analista social que se limita a «seguir a los actores» termina presentando, justamente, lo que Raymond Williams llama «burgués» como una inclinación valorativa espontánea de los sectores populares. Se trata de un tipo de vínculo social propuesto a los trabajadores como «alternativa a la solidaridad» que se simboliza en la imagen de una escalera: una forma de ascenso social individual por medio del esfuerzo. Según Williams, la imagen «es un símbolo perfecto de la idea burguesa de la sociedad, porque, aunque ofrece la oportunidad de subir, es un dispositivo que solo puede utilizarse individualmente: uno sube solo por la escalera.
Este tipo de ascenso individual es, por supuesto, el del modelo burgués: un hombre debe poder superarse a sí mismo». Williams no niega que esta idea haya causado un «conflicto de valores dentro de la clase obrera» ni encubre su posición en voces ajenas:
Mi propia opinión es que la versión de la sociedad basada en trepar la escalera es objetable en dos aspectos relacionados: primero, porque debilita el principio de la mejora común, que debería ser un valor absoluto; segundo, porque endulza el veneno de la jerarquía, en particular ofreciendo la idea del mérito como algo diferente a la jerarquía del dinero o del nacimiento.
Qué casualidad, entonces. Los sectores populares argentinos, se nos dice, llegaron por su propio camino, sin dominación ni guía alguna, a la concepción de sociedad que Williams denominaba «burguesa» hace ya sesenta y cinco años: «esa versión de la relación social que solemos llamar individualismo; es decir, una idea de la sociedad como un área neutral dentro de la cual cada individuo es libre de perseguir su propio desarrollo y su propio beneficio como un derecho natural».
Escapar al bucle
Realizar o promover una crítica radical de las formas de representación y de discursividad, de las ambiciones y deseos, de los esquemas representacionales de los sectores populares urbanos —cuyo drama es, precisamente, que los comparten de forma creciente con la pequeña burguesía— no implica «manipulación» ni carencia de inteligencia o racionalidad. Todos los sectores sociales tienen sus formas de racionalidad —y son diversas a nivel interno—, y las aplican y modifican creativamente en sus acciones e interacciones, en su conciencia analítica, su conciencia práctica y también en su inconsciencia.
Sin embargo, la creatividad y las formas autónomas de producción de sentido pueden ser funcionales a la dominación. En el estudio de Paul Willis, Aprendiendo a trabajar —en el que se ocupa específicamente de resaltar los aspectos creativos de la clase obrera—, adquiere una importancia crucial la noción de «penetraciones», es decir, la forma en que la cultura burguesa dominante logra introducirse como orientación valorativa de la acción dentro de los ámbitos populares. Incluso formas autónomas y superficialmente desafiantes de la acción social —por ejemplo, en el ámbito escolar— pueden funcionar, estructuralmente, como alivio para la dominación, siempre que la propia identidad de clase sirva para confirmar el destino social subalterno.
Algo similar ocurre hoy con análisis que, sin concebir la relevancia de esas «penetraciones» culturales, observan los «sentidos del voto» asumidos por «la gente» como una directriz relevante para reconquistar políticamente a esos sectores. En definitiva, lo que se propone es un bucle: continuar orientando el discurso público y la imaginación política hacia inclinaciones valorativas burguesas.
La perspectiva crítica de los estudios culturales se dirige, por oposición, a las formas de racionalidad que alejan a los sectores populares de tradiciones autónomas —es decir, no burguesas— de valoración, producción e interacción social. La distinción entre esas formas culturales es lo que permite entrever una hendija política donde el individualismo radical se opone a las tradiciones comunales. En palabras de Williams,
la idea individualista puede contrastarse agudamente con la idea que asociamos propiamente con la clase obrera: una idea que, llámese comunismo, socialismo o cooperación, no considera a la sociedad como neutral ni protectora, sino como el medio positivo para todo tipo de desarrollo, incluido el desarrollo individual. El desarrollo y la ventaja no se interpretan individualmente, sino en común. La provisión de los medios de vida será, tanto en la producción como en la distribución, colectiva y mutua. La mejora se busca, no en la oportunidad de escapar de la propia clase o de hacer carrera, sino en el avance general y controlado de todos.
El principal problema de este olvido de la dominación en el comentario y el análisis político reside en la subestimación de la progresiva colonización material y simbólica del mundo burgués sobre los ámbitos y las vivencias populares (actualmente, como hemos dicho, el impacto de la cultura del capital financiero y las corporaciones de tecnología digital, información y comunicación). Una colonización que no es ubicua ni se da por falta de inteligencia o mera manipulación mediática, sino por las transformaciones efectivas y concretas en los modos de vida, en las presiones normativas de una cotidianeidad en la que la subsistencia, el reconocimiento identitario y la inclusión social dependen de la interiorización de las pautas de la individualidad, la producción de profiles, la empresarialización y la demostración de consumo.
Aunque este proceso histórico de homologación cultural a normativas centrales no es restrictivo de los sectores populares sino de la sociedad en su conjunto, las perspectivas emancipatorias deberían priorizar el análisis del impacto que la cultura burguesa ha tenido —y tiene hoy más que nunca— sobre las tradiciones y los imaginarios populares. Hay una diferencia crucial entre pensar una época y reflejarla. Como decía Adorno, no se debe concebir la expresión del dato, su percepción, regularidad o clasificación, «sino como momentos mediatos del concepto, que se cumplen solo a través de la explicación de su significado histórico, social y humano […] en la negación de lo inmediato».
El viejo riesgo del empirismo: una constatación de la superficie de las cosas que elude los aspectos problemáticos, las cargas históricas, los dilemas éticos, la posibilidad de transformar algo y quebrar la barbarie. Lo que se agrega actualmente es un giro propio de la fascinación: el fenómeno como absoluta novedad o como reacción ante el «fracaso de la política» implica otorgarle una entidad reveladora. El avance cultural del neofascismo se vuelve, así, algo de lo cual aprender, en lugar de algo que combatir.