Entre todos los acontecimientos importantes de 1968, curiosamente hay uno que a menudo se pasa por alto: la reunión en Medellín, Colombia, de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano, un acontecimiento fundamental en el desarrollo de la teología de la liberación en toda América Latina. Las declaraciones de la conferencia abrieron nuevos caminos al ampliar la noción de liberación teológica para implicar un proceso humanizador positivo y al atacar las estructuras políticas, sociales y económicas que mantenían a millones de personas pobres y oprimidas.
La teología de la liberación se caracterizó por el rechazo del papel tradicional de la Iglesia como baluarte de la reacción y la insistencia, en cambio, sobre una «opción preferencial por los pobres». Esta tradición fue encarnada por héroes como el joven sacerdote Frei Betto, que fue detenido, torturado y encarcelado a principios de la década de 1970 por la dictadura brasileña por su labor de ayuda a militantes de izquierda, entre ellos el escritor marxista y guerrillero Carlos Marighella.
Betto fue fustigado por su interrogador policial: «¿Cómo puede un cristiano colaborar con un comunista?». Respondió: «Para mí, los hombres no se dividen entre creyentes y ateos, sino entre opresores y oprimidos, entre quienes quieren mantener esta sociedad injusta y quienes quieren luchar por la justicia». Presionando a su prisionero, el policía replicó: «¿Ha olvidado que Marx consideraba la religión como el opio de los pueblos?»; Betto insistió: «Es la burguesía la que ha convertido la religión en opio del pueblo al predicar un Dios que es señor solo de los cielos, mientras se adueña de la tierra para sí».
El activismo de Betto formaba parte de una tendencia más amplia dentro de la Iglesia brasileña, que se unía a los pobres, oprimidos y despreciados del país en paralelo a los movimientos sociales de toda América Latina catalizados por la Conferencia de Medellín. Su trayectoria también ejemplifica el punto crucial de que la teología de la liberación estaba lejos de ser una reconsideración enrarecida y desvinculada de la doctrina.
Más bien, su inextricable interconexión con los movimientos de base por la justicia política y social hace que sea más apropiado hablar de «cristianismo de liberación», tomando prestado un término de Michael Löwy. A pesar de la complejidad y variación del cristianismo de liberación, el intercambio de Betto con el policía fue indicativo de tres hilos comunes en esta influyente minoría de la Iglesia latinoamericana.
En primer lugar, que ya no era sostenible una concepción de la fe o la creencia que hiciera hincapié en la observación contemplativa de los ritos y la adhesión a un cuerpo de doctrina y prácticas rituales. Por el contrario, se propuso una concepción alternativa, que reconcebía las exigencias de la fe ante todo como compromiso con los oprimidos y los que sufren. Desde este punto de vista, quienes adherían al cristianismo de liberación no se entendían a sí mismos como poseedores de un conocimiento superior que impartir al mundo, considerando condescendientemente a sus camaradas ateos de izquierda como «cristianos sin saberlo». Del mismo modo, el objetivo de los teólogos de la liberación no era explícitamente el ateísmo sino la idolatría. Sus críticas iban dirigidas contra los ídolos de la muerte adorados por los nuevos faraones, césares y herodes: la riqueza, el mercado, la seguridad nacional, el Estado, la fuerza militar y la «civilización cristiana occidental».
En segundo lugar, la caridad fue reconcebida para librar al concepto de asociaciones persistentes con la jerarquía paternalista y la autojustificación de un sistema que era responsable de que la caridad sea necesaria en primer lugar. Como dijo el cardenal brasileño Dom Hélder Câmara: «Mientras pedí a la gente que ayudara a los pobres, me llamaron santo. Pero cuando planteé la pregunta de por qué hay tanta pobreza, me llamaron comunista». El cristianismo de liberación encontró una conceptualización adecuada de la caridad en el dictado marxista de solidaridad con los oprimidos en su autoemancipación. El compromiso con el concepto marxista del proletariado no significó, sin embargo, una reducción al mismo (contrariamente a lo que afirmaron los críticos del liberacionismo dentro de la Iglesia).
El término «pobretariado», acuñado por activistas sindicales marxistas cristianos en El Salvador, capta perfectamente los intentos del cristianismo de liberación por abarcar la experiencia específica latinoamericana del capitalismo periférico dependiente. Este pobre crucificado, por tanto, incluía no solo a las clases explotadas, sino también a los excluidos del sistema productivo formal, a las razas despreciadas, las culturas marginadas y a las mujeres.
Una tercera innovación fue el rechazo de la tradicional separación entre religión y política. Como dijo en 1971 Gustavo Gutiérrez, uno de los teólogos de la liberación más influyentes y asesor clave en la conferencia de Medellín: «Negar la realidad de la lucha de clases significa, en la práctica, tomar posición a favor de los sectores sociales dominantes».
Inicios
«De manera simbólica», sugiere Löwy, «se podría decir que la corriente cristiana radical nació en enero de 1959 en el momento en que Fidel Castro, el Che Guevara y sus camaradas marcharon hacia La Habana, mientras en Roma Juan XXIII hacía su primer llamamiento a la convocatoria del Concilio [Vaticano II]». La Revolución Cubana desencadenó un nuevo ciclo de intensificación de las luchas sociales, la aparición de movimientos guerrilleros, una sucesión de golpes militares y una crisis de legitimidad del sistema político en todo el hemisferio.
Dado que la Iglesia latinoamericana era tradicionalmente un bastión de apoyo a ese sistema, no era de esperar que se pusiera del lado de las luchas sociales emergentes. El hecho de que una minoría influyente lo hiciera puede atribuirse a la aparición de la teología crítica a principios del siglo XX y a la apertura a las ciencias sociales en el intento de modernización de la Iglesia emprendido por parte del Concilio Vaticano II.
Fueron especialmente importantes teólogos alemanes como Karl Rahner y franceses como Emmanuel Mounier, que se inspiraron en el pensamiento anticapitalista francés. Las tendencias heterodoxas del marxismo, como la filosofía de la esperanza de Ernst Bloch y la Escuela de Fráncfort, también inspiraron a los teólogos de la liberación, al igual que la sociología y la economía marxistas en general, que inspiraron las declaraciones de la Conferencia de Medellín.
Sin embargo, la teología de la liberación no fue simplemente una extensión de las innovaciones teológicas europeas a las Américas o el recalentamiento de la antigua antipatía católica conservadora hacia el capitalismo. Supuso la creación de una nueva cultura religiosa que expresaba las condiciones específicas de América Latina: capitalismo dependiente, pobreza masiva, violencia institucionalizada y religiosidad popular. Rechazó las concepciones eurocéntricas de la historia, viendo arrogancia en las visiones optimistas del pasado como un camino ascendente de progreso y avance tecnológico. En su lugar, concibió la historia desde el punto de vista de los derrotados y los excluidos, con los pobres como portadores de la universalidad y la redención.
Un momento icónico en el desarrollo del cristianismo de liberación fue la muerte de Camilo Torres, un sacerdote que organizó un movimiento popular militante y en 1965 se unió al Ejército de Liberación Nacional, una guerrilla castrista de Colombia. Para Torres, «la Revolución [era] no solo permisible sino obligatoria para los cristianos». Murió en 1966 en un enfrentamiento con el ejército, pero su martirio causó un profundo impacto emocional y político en los cristianos latinoamericanos.
Sacerdotes radicalizados se organizaron por todo el continente —el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo en Argentina en 1966, la Organización Nacional de Integración Social en Perú en 1968, el grupo Golconda en Colombia también en 1968, y Cristianos por el Socialismo en el Chile de Salvador Allende en 1971—, mientras que un número creciente de cristianos se implicó activamente en las luchas populares. Reinterpretaron el Evangelio a esta luz y a menudo vieron en el marxismo una clave para comprender la realidad social y una guía para cambiarla.
Brasil
La Iglesia brasileña, sin embargo, es la única iglesia del continente donde la teología de la liberación y sus seguidores pastorales ganaron una influencia decisiva. Muchos de los movimientos populares brasileños que han logrado avances impresionantes en favor de la justicia social en las últimas décadas son, en gran medida, producto de la actividad de base de cristianos comprometidos, agentes pastorales laicos y comunidades cristianas de base: la confederación sindical radical (CUT), los movimientos de campesinos sin tierra (MST), las asociaciones de barrios pobres… y su expresión política, el Partido de los Trabajadores.
Dados los estrechos lazos culturales de Brasil con Francia, la teología progresista francesa se introdujo en el país más rápidamente que en otros lugares del hemisferio, por lo que fue una herramienta fácilmente disponible para dar sentido a las corrientes desatadas por la Revolución Cubana. Ya en 1960, el movimiento estudiantil católico, la JUC, se radicalizó y se orientó rápidamente hacia ideas izquierdistas y socialistas.
A principios de la década de 1960 florecieron las ideas sobre las especificidades de la situación brasileña a la luz de la evolución política y teológica en otros países. Un aspecto importante fue la educación popular. Comprometido con la pedagogía revolucionaria de Paulo Freire, el Movimiento de Educación de Base (MEB) fue el primer intento católico de una práctica pastoral radical entre las clases populares. El MEB pretendía no solo alfabetizar a los pobres, sino concienciarlos y ayudarles a tomar las riendas de su propia historia.
En abril de 1964, los militares tomaron el poder para salvar a la «civilización cristiana occidental» del «comunismo ateo»; en otras palabras, para defender a la oligarquía gobernante amenazada por el auge de los movimientos sociales bajo el presidente electo, João Goulart. Fiel a su estilo, la nueva dictadura fue rápidamente respaldada por la Conferencia Episcopal de Brasil en junio de 1964: «Al mismo tiempo que damos gracias a Dios, que atendió las plegarias de millones de brasileños y nos liberó del peligro comunista, agradecemos a los militares que, con grave riesgo de sus vidas, se alzaron en nombre de los intereses supremos de la nación». Sin embargo, este sentimiento no fue compartido por muchos activistas y sacerdotes cristianos, muchos de los cuales estuvieron entre las primeras víctimas del terror rojo de las autoridades.
Si al principio la izquierda cristiana se vio quebrantada por la represión y la marginación, en los años siguientes, a medida que aumentaba la oposición a la dictadura en la sociedad civil, un número creciente de cristianos, incluso algunos obispos, empezaron a ponerse del lado de la oposición. En 1967-68 un numeroso grupo de dominicos, entre los que se encontraba Frei Betto, decidió apoyar la resistencia armada y ayudar a movimientos clandestinos como la Acción de Liberación Nacional —un grupo guerrillero fundado por Marighella, antiguo dirigente del Partido Comunista Brasileño—, ocultando a sus miembros y ayudando a algunos de ellos a escapar del país.
Pronto varios integrantes de este grupo serían encarcelados y torturados por los militares, y el movimiento guerrillero sería destruido. La opresión se recrudeció contra los activistas cristianos, y su subversión fue brutalmente reprimida con encarcelamientos, violaciones, torturas y asesinatos, sobre todo después de que en diciembre de 1968 se recortaran las libertades civiles y las garantías jurídicas que quedaban.
Inicialmente cautelosa a la hora de desafiar esta represión, la Iglesia como institución cambió de rumbo en 1970 con el acceso del nuevo obispo, Dom Paulo Evaristo Arns, bien conocido por su compromiso con la defensa de los derechos humanos y su solidaridad con los activistas religiosos encarcelados. El giro fue tal que, durante la década de 1970, tras la aniquilación de la izquierda clandestina, la Iglesia apareció ante amigos y enemigos como la principal oposición al régimen. Ofreció protección a los activistas de derechos humanos, movimientos obreros y sindicatos campesinos, y criticó al régimen por su violencia, anarquía y supresión de la democracia.
Su crítica se extendió a la denuncia del modelo de desarrollo y la supuesta modernización impuesta por los militares como inhumana, injusta y basada en la marginación social y económica y la opresión de los pobres. En 1973, por ejemplo, los obispos y líderes provinciales de las diversas órdenes religiosas de las zonas nordeste y centro-oeste de Brasil emitieron dos declaraciones en las que denunciaban no solo a la dictadura, sino al propio sistema capitalista como «raíz del mal».
Nicaragua
El cristianismo de liberación también arraigó en suelo fértil en Centroamérica, aunque mucho más tarde que en Brasil. Fue un componente vital de la lucha sandinista y de la revolución de 1979 en Nicaragua. El derrocamiento de la dictadura de Somoza, apoyada por Estados Unidos, fue la primera revolución de los tiempos modernos en la que los cristianos —laicos y clérigos— desempeñaron un papel esencial, tanto en las bases como en la dirección del movimiento.
Antes de la Conferencia de Medellín, la Iglesia nicaragüense era una institución tradicionalista y socialmente conservadora que apoyaba abiertamente a la dinastía somocista en el poder. En 1950, por ejemplo, sus obispos emitieron una declaración en la que proclamaban que toda autoridad derivaba de Dios y que, por tanto, los cristianos debían obedecer al gobierno establecido.
Luego de la Conferencia de Medellín se produjo un desarrollo mucho más amplio de las comunidades de base, basado en la solidaridad y la autoorganización con conciencia de clase, que también se nutrió de los importantes esfuerzos organizativos del clero y las órdenes religiosas europeas y estadounidenses, incluidas figuras como Maura Clarke, que sería asesinada por los militares salvadoreños en 1980. Las comunidades de base se multiplicaron en los barrios marginales de Managua y en el campo, al tiempo que se radicalizaban cada vez más.
La organización de base y la radicalización de estas comunidades condujeron a muchos miembros a convertirse en activistas o simpatizantes del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). El movimiento guerrillero marxista, fundado a principios de la década de 1960 por Carlos Fonseca y Tomás Borge, combinaba las tradiciones del nacionalismo agrario radical, el marxismo guevarista y el cristianismo revolucionario. A su vez, acogió con entusiasmo a jóvenes radicales cristianos, sin tratar de imponerles ninguna condición ideológica. Las filas del FSLN también atrajeron a un número significativo del floreciente movimiento universitario católico, a menudo a través del Movimiento Revolucionario Cristiano.
Esto no quiere decir que la Iglesia en su conjunto abrazara la revolución. Esquemáticamente, se puede señalar la hostilidad de los obispos, el apoyo de las órdenes religiosas y el clero diocesano dividido entre estos dos bandos, con el mayor número apoyando a los obispos. Sin embargo, incluso la cúpula de la Iglesia nicaragüense se mostró cada vez más crítica con el régimen de Somoza, sumido en una crisis en la década de 1970. Aun así, cuando la insurrección sandinista puso fin a la dictadura en el transcurso de 1978-79 —con la huida de Anastasio Somoza Debayle y la victoria sandinista en julio de 1979—, las autoridades eclesiásticas se mantuvieron firmes en su apoyo al FSLN, emitiendo una condena general de la violencia.
Sin embargo, haciendo caso omiso de los consejos de los prelados, muchos cristianos, sobre todo jóvenes y pobres, participaron activamente en el levantamiento sandinista. Las zonas donde la lucha fue más intensa y la acción mejor organizada fueron precisamente aquellas donde las comunidades de base y los cristianos radicales habían sido activos en los años anteriores. Además, muchos sacerdotes y monjas prestaron ayuda directa a los sandinistas, proporcionándoles alimentos, refugio, medicinas y municiones.
La novedad histórica de la enorme contribución cristiana a la revolución no pasó desapercibida para el Frente Sandinista, que reconoció en su Declaración sobre Religión de octubre de 1980 que
Los cristianos han sido parte integrante de nuestra historia revolucionaria en un grado sin precedentes en ningún otro movimiento revolucionario de América Latina y posiblemente del mundo (…). Nuestra experiencia ha demostrado que es posible ser creyente y revolucionario comprometido al mismo tiempo, y que no existe contradicción irreconciliable entre ambos.
El Salvador
Al igual que en Nicaragua, la Iglesia salvadoreña no empezó a moverse hasta después de la Conferencia de Medellín. Bajo la influencia de los primeros escritos de la teología de la liberación y de la nueva orientación adoptada en 1968 por los obispos latinoamericanos, un grupo de sacerdotes inició en 1972-73 un trabajo misionero entre los campesinos pobres de la diócesis de Aguilares. La figura central de este grupo era el padre Rutilio Grande, un jesuita salvadoreño que enseñaba en el seminario de San Salvador pero que decidió abandonar la ciudad para compartir la vida de los pobres del campo.
El equipo misionero de los sacerdotes (muchos de ellos jesuitas) vivió entre los campesinos e inició comunidades de base fundadas en una comprensión del plan de Dios como rechazo de las relaciones humanas opresivas. Un objetivo central de la instrucción bíblica era romper lo que consideraban la pasividad de la religión campesina tradicional. Se decía a los feligreses que, en lugar de limitarse a «adorar» a Jesús, era más importante seguir su ejemplo y luchar contra el mal en el mundo. Esto implicaba la autoorganización para resistir lo que identificaban como pecado social (esencialmente, la explotación capitalista). También promovieron la autoconfianza entre los campesinos, generando el surgimiento de un nuevo liderazgo elegido por la comunidad.
La oposición de los prelados a la teología de la liberación fue aún más aguda dentro de la iglesia salvadoreña que en Nicaragua. Una excepción importante fue Óscar Romero, que había sido nombrado arzobispo de San Salvador en 1977 como una opción conservadora segura. De hecho, como diría más tarde a sus amigos, se lo eligió como la persona con más posibilidades de neutralizar a los «curas marxistas» y a las comunidades de base y de mejorar las relaciones entre la iglesia y el gobierno militar, que se habían deteriorado bajo su predecesor. Gillo Pontecorvo, director de la emblemática película La batalla de Argel, comentó en una ocasión que esperaba hacer una película sobre Romero para explorar su atípica conversión de conservador a radical.
Ese giro fue provocado inicialmente por el asesinato de Rutilio Grande, que había sido un gran amigo de Romero a su llegada a pesar de sus diferentes orientaciones políticas. Después de 1978, Romero se vio profundamente influido por el teólogo de la liberación español Jon Sobrino. Entró en creciente conflicto con los obispos conservadores, el nuncio apostólico, los militares, la oligarquía y, finalmente, el propio Papa. Romero se reunía regularmente con sacerdotes radicales y comunidades de base, y más tarde con sindicalistas y militantes del Bloque Popular Revolucionario.
A sus sermones dominicales en la catedral asistían miles de personas, mientras que cientos de miles escuchaban su mensaje de autoemancipación de los pobres a través de la emisora eclesiástica. En febrero de 1980, Romero publicó una carta al presidente estadounidense Jimmy Carter en la que le imploraba que no prestara ayuda militar al régimen salvadoreño y que no interfiriera en el destino de su pueblo.
Un mes más tarde, dirigió un discurso especial a los soldados instándoles a no obedecer a sus superiores, recordándoles que los campesinos a los que mataban eran sus hermanos y hermanas, y que no tenían ninguna obligación de seguir tales órdenes. Al día siguiente, él mismo fue asesinado por los escuadrones de la muerte paramilitares. Su muerte lo convirtió en un símbolo carismático para los cristianos comprometidos de América Latina y de otras regiones.
Semillas sembradas
Muchos comentaristas han señalado un retroceso en la fortuna de la teología de la liberación en los últimos años. Una de las causas de este retroceso ha sido el auge del cristianismo evangélico en América Latina gracias a la ayuda masiva de Estados Unidos. Con importantes excepciones, el evangelismo latinoamericano suele promover la práctica religiosa apolítica, cuando no la reacción abierta y la celebración untuosa de la prosperidad.
La Iglesia rebelde tampoco fue ajena a la marea del liberalismo triunfante después de 1989, aunque la Iglesia no había sido asociada con las rigideces y crueldades del comunismo de estilo soviético. La derrota del gobierno sandinista en las elecciones del año siguiente fue, asimismo, un duro golpe para el cristianismo radical en toda América Latina.
Sin embargo, el interés se ha regenerado recientemente con el relativo éxito de la izquierda y el progresismo en la región. Uno de los obstáculos más constantes para el avance del cristianismo de liberación ha sido la sospecha o la hostilidad abierta del Vaticano. La llegada del Papa Francisco, con sus exhortaciones contra la injusticia del capitalismo y su canonización de Romero, naturalmente también ha reavivado el interés en el fenómeno.
En contra de los pronósticos de que se trata de una fuerza agotada, Löwy sostiene que «el cristianismo de liberación ha sembrado una semilla en el caldo de cultivo de la cultura política y religiosa latinoamericana, que seguirá creciendo y floreciendo en las próximas décadas, y que aún depara muchas sorpresas». En su rechazo de un statu quo inaceptable y en su militancia paciente y reflexiva al lado de los oprimidos, la teología de la liberación tiene aún una importante contribución que hacer.