No se trata de encontrar hechos repetidos en la historia. Tampoco de definir ciclos históricos de manera forzada. Se trata de jugar un poco con las fechas y ver si los conceptos que nos brinda la teoría nos sirven para explicar mejor los procesos. Como un médico, que primero pregunta y estudia en profundidad los síntomas para luego decir cuál es la enfermedad, el historiador debe primero estudiar en profundidad los hechos para ver luego qué nociones aplican mejor.
El médico intenta hacer un diagnóstico de su paciente para saber qué necesita en el momento de su atención. El historiador intenta hacer un balance político del pasado para dar cuenta de las necesidades del presente (o, también, como afirma Javier Cercas en su libro El impostor, el historiador, así como el juez, busca la verdad para luego emitir un veredicto, que puede ser refutado… pero es un veredicto).
No se trata, entonces, de encontrar patrones que expliquen la historia de manera lineal, teleológica, ni de manera repetitiva o cíclica, sino de advertir las consecuencias comunes que se desprenden de procesos anteriores con características similares. Es lo que este ensayo intenta plantear: tan solo una advertencia respecto de la proximidad real de un nuevo período de conflagraciones que podrían tener consecuencias devastadoras.
Es un veredicto refutable. Esperemos.
1814
El 18 de septiembre de ese año comenzó el Congreso de Viena. Una sucesión de conferencias bilaterales entre diplomáticos que buscaron cerrar el ciclo abierto por todo un período anterior marcado por «la guerra y la revolución». Fue un intento por reordenar a una Europa convulsionada luego de veinticinco años de una gigantesca guerra civil y la desarticulación del orden dieciochesco europeo que concluyó con un estimado de 4 millones de muertes.
Una enorme conmoción que no se vivía en Europa, tal como analiza Enzo Traverso, desde, al menos, la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Aquel conflicto concluyó con una importante pérdida de poder eclesiástico, el fraccionamiento del Sacro Imperio (retrasando hasta el siglo XIX la unificación alemana), la decadencia del Imperio Español y el emergente de Inglaterra como una nación moderna. Fue la señal de largada para un nuevo orden que se sostendría en Europa por más de cien años, hasta el estallido de una nueva guerra y la apertura de un nuevo ciclo revolucionario.
La nueva conformación política europea se vería trastocada por la Revolución Francesa (1789-1799), aunque es claro que aquella no fue un rayo en cielo sereno, sino resultado de toda una serie de acontecimientos previos. La Revolución no puede ser entendida fuera del contexto bélico acaecido en Europa y América desde mediados del siglo XVIII, ni de la acelerada transformación de las fuerzas productivas (centralmente del agro y las manufacturas inglesas). La derrota francesa en la Guerra de los Siete Años (1756-1763), reconocida por Winston Churchill como la «verdadera» Primera Guerra Mundial, determinó, en cierto sentido, el proceso posterior.
La Francia de Luis XV vio disminuido su incipiente control colonial frente a su rival. Los costes del conflicto provocaron un trastocamiento en las finanzas del Estado y retrotrajeron parcialmente la nueva dinámica productiva impulsada por los sectores urbanos. Para la Gran Bretaña de Jorge III, por el contrario, la victoria permitió alcanzar un control cada vez más estricto de sus colonias. La situación se tornó insoportable para los agricultores norteamericanos, así como para un sector que ya impulsaba el desarrollo libre del comercio y la producción sobre la base de una participación relativamente democrática de la economía.
En pocos años, la crisis abierta por la guerra dio paso a la revolución. Comenzó en los territorios coloniales de Norteamérica con una rebelión «desde abajo», ya que fueron los sectores populares los primeros en oponerse al despotismo británico con la movilización de Boston, la posterior revuelta del té y la conformación de milicias armadas que buscaron poner límites a los abusos del ejército británico. Los sectores acomodados de las Trece Colonias buscaron, en un primer momento, pactar con la corona; pero la intransigencia del rey les hizo entender que, de seguir por esa vía, ellos mismos serían superados y arrasados por las masas sublevadas.
El apoyo que brindó el Estado francés a los sublevados en la guerra de independencia norteamericana (se estima que, junto a España, entregaron préstamos equivalentes a entre 30 y 40 mil millones de dólares actuales, así como el 90% de las armas utilizadas) acarreó costos que profundizaron aún más la condición de miseria de los sectores sociales subordinados en su propio reino. La situación fiscal empeoró. La presión recayó centralmente sobre las masas campesinas, que sufrieron un proceso de constante expoliación, mientras las clases altas del reino —alejadas de los problemas reales y embarcadas en enfrentamientos de camarilla— gozaban de beneficios tradicionales que ya no se correspondía con la realidad del Estado. La crisis amenazaba con extender la carga tributaria hasta sectores de la baja aristocracia. Desde el fin de la Guerra de los Siete Años hasta el comienzo de la Guerra de Independencia Norteamericana pasaron doce años. Parece mucho, pero en términos históricos es casi nada.
1789 inaugura, según afirma Alejandro Horowicz, la novedosa inclusión del concepto «revolución». Ciento cincuenta años después de ocurrida la Guerra Civil en Inglaterra, la revolución en Francia parecía llegar tarde. Ocurrió, en cambio, en el momento oportuno para superar definitivamente al antiguo orden. Con el ejemplo norteamericano y la revolución industrial en marcha, Francia marcaría el comienzo del fin del absolutismo monárquico europeo. Un ciclo revolucionario que se extendería por más de un siglo y que acabaría en el otro extremo del continente, recién en 1917.
La Revolución Francesa provocó la inmediata reacción de los sectores conservadores europeos, que entendieron el peligro de la sublevación y desde un primer momento intentaron aplastarla. Los «republicanos» emergieron en todo el mundo formando partidos y milicias contra el antiguo orden tanto en Europa como en América. No obstante, el cierre del ciclo revolucionario en Francia no fue producto de la victoria de la coalición contrarrevolucionaria internacional, sino resultado de un golpe de su propio ejército, que procuró recomponer el orden interno impulsando una política de «control exterior» sobre el resto de Europa.
Las guerras napoleónicas, entre otras cosas, buscaron expandir el dominio de la burguesía francesa por el mercado europeo. Esto la condujo a un enfrentamiento directo con el parlamento inglés, ya convertido en la dirección de un poder estatal que representaba los intereses de la burguesía y los terratenientes locales. La Sexta Coalición puso fin a los intentos de un control cerrado del mercado por parte de Francia cuando intentó forzar a Rusia a mantenerse dentro del bloqueo continental impuesto a los británicos. La derrota llegó entre marzo y abril de 1814, cuando tropas de la coalición encabezadas por el ejército ruso ingresaron a París.
La salida del conflicto, con el Congreso de Viena, estableció un nuevo orden mundial conocido como la Pax Britannica. Las guerras, las revoluciones y las crisis se sucedieron, pero dentro del marco de la hegemonía británica. No volvieron a existir enfrentamientos directos entre Inglaterra y Francia, y el desarrollo del capitalismo alcanzó un impulso definitivo. Fue un orden mundial que, con altibajos, perduró por cien años.
1914
La Gran Guerra marcó el comienzo de una nueva reorganización de la hegemonía a escala global. Como es de esperar, también fue precedida de una monumental crisis económica (iniciada en 1873), de un desarrollo acelerado de las fuerzas productivas —llamada por muchos historiadores la «segunda revolución industrial»— y de los límites territoriales alcanzados por el colonialismo europeo. El orden alcanzado con el Congreso de Viena se vio amenazado por el propio desarrollo del capitalismo.
La dominación británica y su control de la economía mundial, una vez alcanzados los acuerdos de libre comercio con Francia a través del Pacto Cobden-Chevalier (1860), impulsaron en todo el mundo la conformación de Estados Nacionales que se vincularon rápidamente al mercado mundial expandiendo su frontera agraria en el marco del desarrollo productivo de tipo capitalista. Así ocurriría con los Estados Unidos luego de una cruenta guerra civil (1861-1865), con el Imperio Alemán, que finalizaría su unificación luego de la guerra Franco-Prusiana (1870-1871), con el Risorgimento italiano, concluido no casualmente en paralelo a esta guerra, y con la conformación de un Estado moderno en Japón a partir de la Restauración Meiji (1866-1868).
El expansionismo colonial del Reino Unido y de Francia, así como el control férreo de dichos territorios, limitó la posibilidad de los nuevos Estados emergentes para encontrar mercados libres o acceso a materias primas con la facilidad con que podían hacerlo las dos potencias anteriores. Solo Estados Unidos contó con la ventaja de poder avanzar sobre amplias extensiones fronterizas a su propio territorio, tierras que se encontraban en manos de población originaria a la que dominaría con relativa facilidad.
Pero la realidad europea era muy diferente, y las contradicciones del proceso estallaron en 1914 con una conflagración bélica que no registraba precedentes. Una de las novedades más notables consistió en la espectacular maquinaria bélica desarrollada gracias, en gran parte, al avance de las fuerzas productivas ocurridas desde fines del siglo XIX.
La otra novedad de la época también fue resultado del desarrollo contradictorio del capitalismo: la conformación de una clase obrera masiva y con demandas propias. Dicha clase social se vio inmediatamente subordinada al proceso de guerra, inducida en muchos casos por su propia dirección política. Pero la matanza que significó el conflicto, sumada a la crisis posterior, a la hambruna y la proliferación de enfermedades, abrió la perspectiva de un nuevo proceso revolucionario.
El protagonismo de la clase obrera se hizo sentir en Rusia, pero pronto resonaría en toda Europa. Alemania, Italia, Hungría, Austria y España afrontaron procesos revolucionarios, que fueron acompañados por huelgas generales en Francia, Inglaterra y Estados Unidos.
Con 1914, el orden del Congreso de Viena colapsó, y comenzó un período de más de treinta años atravesado por guerras y revoluciones. La cifra de bajas estimada va de los 70 a los 130 millones de muertos, tomando en cuenta solo las guerras mundiales (incluyendo el Gran Crimen y el Holocausto), la revolución rusa, la guerra civil china, la guerra civil española y la invasión italiana a Etiopía. Si agregásemos los muertos en una innumerable cantidad de revoluciones frustradas a lo largo del mundo, las hambrunas, y otros hechos de menor relevancia histórica, la cifra podría superar los 200 millones de muertos.
De esta infernal carnicería humana emergió un nuevo orden mundial. Estados Unidos superó definitivamente a los británicos en la centralidad geopolítica mundial. La novedad consistió en la aparición de una «competencia» a dicha hegemonía representada por un gobierno de tipo comunista, que no solo amenazaba la «supremacía de Occidente» sino que también obligó a toda una serie de medidas que resolvieran la crisis de la posguerra en el marco de una intensa política de endeudamiento y agigantamiento del poder militar.
La Guerra Fría obligó a una nueva Pax, aunque no estuvo exenta de conflictos laterales y levantamientos independentistas de las regiones sometidas al colonialismo europeo. No obstante, a pesar de ciertos momentos de tensión límite, no existió un enfrentamiento directo entre Estados Unidos y la Unión Soviética: fue una guerra de desgaste entre una decadente hegemonía imperial y un Estado obrero burocratizado.
2014
Cuando ocurrió el Euromaidán, las revueltas impulsadas por los nacionalistas ucranianos en favor de una alianza con la Unión Europea, pocos pudieron imaginar las consecuencias que este hecho acarrearía. El orden de posguerra, que estableció el enfrentamiento indirecto entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, había colapsado en la década de 1980. De ese modo, la hegemonía norteamericana continuó condicionando el desarrollo de la economía y la política mundial, con intervenciones militares a piacere e incrementando su alianza militar hasta las fronteras mismas de Rusia. Lo que había sido imposible de imaginar durante la existencia del bloque soviético se presentaba ahora como parte de una realidad necesaria para la supervivencia de la hegemonía americana iniciada en 1914.
La crisis financiera de 2007, la crisis inmobiliaria de 2008 y, en paralelo, el crecimiento de la economía China, actuaron como una amenaza para esa hegemonía. También las enormes movilizaciones sociales ocurridas en España, Grecia y Portugal como consecuencia de la quiebra del sistema bancario o, por qué no, la Primavera Árabe, que atravesó el norte de África y culminó en Siria con una descomunal guerra civil que recibió el apoyo de rusos y franceses en cada uno de los bandos enfrentados. Otro elemento más se sumó a la crisis. La puesta en funcionamiento, entre 2011 y 2012 del gasoducto Nord Stream 1, principal fuente de suministro energético de Rusia a Alemania, así como la férrea oposición de Polonia, Ucrania y los Estados Unidos al mismo. El perjuicio ucraniano radicaba en la disminución del tránsito de gas ruso por su territorio.
El Euromaidán fue el escenario donde se manifestó algo que se creía estabilizado luego de las crisis del petróleo (1973-1974 y 1979) y de las restauraciones capitalistas en la Unión Soviética, Europa Oriental y China. En 2012, frente a la merma de las tarifas de tránsito del gas, el gobierno de Ucrania estableció un estatuto de asociación con la Unión Europea. Pero a fines de 2013 el gobierno de Víktor Yanukóvich (presidente ucraniano aliado a Rusia) suspendió la firma del acta acuerdo. El argumento central esgrimido consistió en sostener acuerdos anteriores con los países de la Comunidad de Estados Independientes. Sin embargo, el primer ministro ucraniano, Mikola Azarov, admitió inmediatamente la existencia de presiones ejercidas desde el Kremlin para retrasar el acuerdo.
La presión ejercida por Rusia provocó su contraparte en la movilización impulsada por nacionalistas ucranianos y la extrema derecha del país. El proceso culminó con la huida del presidente ucraniano en febrero de 2014, su posterior destitución y la instauración de un gobierno pro occidental en Kiev. La crisis abierta, junto a la necesidad rusa de controlar los puertos cálidos del Mar Negro, provocaron la anexión rusa de la Península de Crimea y el inicio de la guerra ruso-ucraniana apenas unos días después.
De aquellos días a esta parte ocurrieron múltiples hechos, incluyendo la conmoción mundial generada por la pandemia. Pero nos interesa llamar la atención sobre dos de ellos, ocurridos ambos en el año 2021. En primer lugar, la conclusión del Nord Stream 2, un segundo gasoducto que, desde Rusia, iba a suministrar energía a Alemania. El segundo hecho consistió en la caída de los precios del petróleo, siempre en los marcos de la competencia del capitalismo monopólico, que buscaba incentivar la competencia internacional y ahogar la economía extractivista rusa.
Las crisis comerciales suelen continuarse con crisis diplomáticas, y la irresolución de estas con la guerra. Con la caída de los precios del petróleo entre 2020 y 2021, se libró una batalla comercial entre Rusia y Arabia Saudita (los dos principales exportadores mundiales de crudo). Los precios bajos, por momentos forzados, buscaron quebrar las arcas rusas. La necesidad, frente a la caída de precios, de acrecentar el volumen de ventas impulsó al Estado Ruso a la ocupación definitiva del corredor del Donetsk ucraniano en la búsqueda por unir el territorio ruso con la península de Crimea. La guerra definitiva entre ambos Estados comenzó con la invasión del 24 de febrero de 2022. Poco después, en septiembre de aquel año, los gasoductos Nord Stream 1 y Nord Stream 2 fueron saboteados, impidiendo el suministro de gas ruso al resto de Europa.
La OTAN, impulsada por Estados Unidos, tomó posición inmediatamente en favor de Ucrania, como país agredido, otorgándole apoyo financiero y militar. El organismo, que atravesó momentos críticos luego que la administración Trump exigiera una mayor «responsabilidad financiera» duplicando el gasto del 2% al 4% del PBI de las naciones miembro, volvió a cobrar vitalidad en su intento por controlar al gigante ruso.
Por otro lado, Estados Unidos impulsó acuerdos entre sus socios en Medio Oriente. Arabia Saudita e Israel debían firmar una serie de alianzas en busca de una paz que asegurara la estabilidad política en Medio Oriente. De fondo se manifestaba la necesidad de garantizar los flujos petroleros árabes y la posibilidad de neutralizar a la República Islámica de Irán (principal rival regional de los Estados Unidos y socio de Rusia en Medio Oriente). La alianza entre Rusia e Irán se profundizó con la inclusión de este último al bloque de los BRICS en agosto de 2023 (del cual, contradictoriamente, también formaría parte Arabia Saudita). La administración Biden exigió, a continuación, las actas acuerdo árabe-israelíes que fueron firmadas pocos días después.
Benjamín Netanyahu afirmó que los acuerdos permitirían alcanzar la paz con los palestinos en la clave del entendimiento árabe-israelí. No fue lo que ocurrió. Con el ataque de Hamas en el 40º aniversario de la guerra de Yom Kippur y la posterior invasión del Estado de Israel sobre Gaza, quedó de manifiesto lo contrario.
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Quizás a algunos les resulte forzado. Pero, como dijimos, estas palabras intentan plantear poco más que un juego de fechas. Se trata de identificar puntos de contacto y similitudes con procesos históricos pasados que puedan ayudarnos a comprender la coyuntura en la que estamos inmersos. No podemos saber si para los historiadores del futuro el año 2014 pueda llegar a ser un punto de inflexión, o si lo será 2007, con el inicio de la crisis, 2010, con la Primavera Árabe, o algún evento próximo inmediato.
La serie de conflictos del mercado mundial que no logran resolverse por medio de la diplomacia y devienen en enfrentamientos bélicos marca una crisis del orden hegemónico imperante desde, al menos, el fin de la Segunda Guerra Mundial. Hoy se abre la perspectiva de una nueva guerra alentada por una «factible» nueva crisis mundial de la que al menos los estados miembros de la OTAN pretenden salir por vía de un desarrollo de su economía a través de la guerra.
Siempre a la espera de que la escalada bélica no se incremente, nos parece interesante caracterizar este tiempo histórico como una etapa de crisis abierta que muestra procesos en la disputa por la hegemonía global. Reforzar la organización popular, así como alentar a la participación de las masas contra las guerras existentes, se convierte en una opción progresiva y revolucionaria frente a la nueva etapa de convulsiones que se avecina.
Referencias
Cercas, Javier (2014) El impostor. Barcelona: Literatura Random House.
Colás, Xavier (2013) «Ucrania admite que Rusia le pidió congelar el acuerdo con la UE». El Mundo, 26/11/2013.
Euronews (2023) «Acuerdo de paz histórico entre Israel y Arabia Saudí». Euro News, 22/09/2023.
Hersh, Seymour (2023) «Estados Unidos destruyó Nord Stream», Revista Jacobin, 16/02/2023.
Horowicz, Alejandro (2018) El huracán rojo. De Francia a Rusia 1789/1917. Buenos Aires: Crítica.
Traverso, Enzo (2009) A sangre y fuego. De la guerra civil europea, 1914-1945. Buenos Aires: Prometeo libros.