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Foto: Ariel Feldman

Salir de la trampa sionista

Una vida judía liberada del destino mortal en que el proyecto sionista ha buscado encerrarla es posible. Pero tal opción seguirá clausurada en tanto quienes se identifican en el judaísmo no reconozcan que su propia libertad nunca estará completa sin la libertad del pueblo palestino.

Este texto es un capítulo del libro Palestina. Anatomía de un genocidio (2024), AAVV., editado por Tinta Limón Ediciones y LOM Ediciones.

Tras los acontecimientos del 7 de octubre y el inicio de la represalia israelí en Gaza, para nadie fue una sorpresa ver la habitual artillería propagandística desplegarse afirmando que: (1) todo ataque contra Israel es, en esencia, un ataque contra el pueblo judío; y (2) que no se puede ser judío y no apoyar al Estado de Israel.

Si bien el segundo postulado estaba específicamente destinado a combatir la creciente disidencia judía a la política colonial israelí (buscando acallar y hacer olvidar la oposición que históricamente el sionismo ha encontrado en el propio mundo judío), el primero, orientado, por así decirlo, a un «público general», no parecía menos destinado a producir un efecto en los judíos del mundo donde, más allá del amedrentamiento, esta interpelación se ha convertido de hecho en un poderoso medio de cooptación de la identidad judía por parte de Israel.

Atribuyendo una motivación específicamente antisemita al acontecimiento y convocando la memoria del judeocidio, estos elementos de propaganda (promovidos por Israel y retransmitidos por una parte de la prensa occidental, así como por gobiernos como el de Francia o Alemania) no solo buscaban ocultar una parte de la realidad del 7 de octubre[1] y justificar por adelantado una guerra de destrucción de carácter genocida, sino que venía a poner en evidencia la manera en que el discurso sionista ha buscado asentar una nueva definición de lo judío, imponiendo a Israel como su auténtico centro.

¿Qué significa ser judío hoy, a la sombra del Estado de Israel y en condiciones en que este, en nombre del judaísmo y movilizando sin reparos la memoria del Holocausto, lleva a cabo un genocidio en Gaza? En los últimos meses esta pregunta no ha dejado de inquietarme. En efecto, si ahí donde Israel justifica su acción en nombre de lo judío uno pudiera sentirse tentado de declinar, como quien declina una invitación, la identificación con tal acepción de la judeidad (renunciando con ella a toda responsabilidad sobre la forma en que éste ha fundamentado sus política de ocupación, apartheid, y hoy el genocidio hacia el pueblo palestino), la realidad pareciera ser que la asociación entre lo judío y el Estado de Israel ha permeado mucho más profundamente el sentido de lo que significa hoy ser judío, en lo que podría calificarse quizás como una de las mayores victorias culturales del sionismo.

En efecto, por más que uno trate de distinguir el sujeto «Estado israelí», «ejército israelí» o incluso el sujeto «israelí» a secas, del sujeto «pueblo judío», resulta innegable que los agentes del genocidio perpetrado por Israel en Palestina no sólo lo hacen en nombre del judaísmo, sino que representan además a la mayoría judía israelí, y son de hecho apoyados por casi toda la oficialidad de las «comunidades judías» alrededor del mundo, convertidas en verdaderos agentes del discurso oficial sionista.

Del mismo modo, aunque uno quisiera demostrar, ya sea con el propio ejemplo, que no son «los judíos» (como una totalidad compacta) los responsables del actual genocidio en Palestina, esta situación, justamente, porque es llevada a cabo en el nombre de lo judío, tiene el efecto ineludible de interpelarme en tanto judío; comprometiendo con ello, de facto, las formas éticas y políticas en que la subjetividad judía debe reconocerse hoy como tal. Por lo mismo, comprender cómo el proyecto político sionista ha podido afectar la definición misma de lo que significa ser judío, y su modo de alimentar la trama afectiva que, para muchos judíos, compromete eficazmente la identificación al judaísmo con la adhesión al Estado de Israel, me parece una tarea fundamental para enfrentar las maneras en que éste legitima su accionar y abrir la ventana para una existencia judía liberada de todo compromiso colonial.

En este texto, asumidamente exploratorio, busco comprender la manera en que el sionismo se forjó, simultáneamente al proyecto de colonización de Palestina, como una específica identidad política en el seno del propio mundo judío, y entender la fuerza de captura que esta identidad política sigue ejerciendo sobre este último hasta el día de hoy. Buscando abordar esta pregunta, no pretendo negar el trabajo de militantes y organizaciones judías que, desde la primera hora, han recordado la necesidad de distinguir entre sionismo y judaísmo y que hoy luchan contra la ocupación y el genocidio en Palestina bajo la consigna «no en mi nombre», sino que se trata de enfrentar la manera en que esta situación, justamente porque es llevada a cabo en «mi» nombre, tiene el efecto paradójico de hacerme sentir más judío que nunca y con una urgencia inusitada.

A esta urgencia, en tanto judío, solo se puede responder asumiendo la responsabilidad colectiva de oponerse a la prosecución de esta masacre y encarando la tarea de volver a pensar los caminos para una existencia judía que sepa superar la trampa mortal y asesina en la que el proyecto sionista parece querer encerrarlo[2]. Es esta responsabilidad, me parece, la que le da su pleno sentido a la consigna, hoy más necesaria que nunca: ¡No en mi nombre!

El malestar en el judaísmo

¿Qué significa hoy ser judío? En la historia moderna distintas respuestas fueron esbozadas a esta pregunta, antes que la victoria política que supuso para el movimiento sionista la fundación del Estado de Israel el año 1948 buscase dar por cerrado el debate, creando por primera vez en la historia moderna un estatuto nacional para la identidad judía.

En efecto, desde la proclamación de la Ley del Retorno el 5 de julio de 1950, que establece el derecho de todo judío a emigrar a Israel y recibir la nacionalidad israelí, ser judío es, entre otras cosas, ser un ciudadano israelí en potencia o, en todo caso, pertenecer a una forma de identidad doblada por una condición nacional. Si bien en el momento de su proclamación este derecho parecía responder a uno de los motivos fundamentales que habían precedido, el año 1947, a la adopción de la resolución 181 por parte de la asamblea general de las Naciones Unidas –la necesidad de asegurar un refugio seguro para los judíos del mundo luego de la tragedia del Holocausto–; la definición de lo que significaba ser «judío» para el Estado de Israel constituyó, sin embargo, desde un inicio, el objeto de una construcción problemática, cuyos objetivos estaban mucho más allá de este supuesto principio de protección.

Sintomático de ello es el hecho de que, hasta el año 1970, la ley no especificaba quién podía ser reconocido como judío, el derecho a la ciudadanía acomodándose de facto a la definición rabínica tradicional según la cual sólo eran considerados como tales aquellos que hubiesen nacido de vientre judío o se hubiesen convertido al judaísmo. De este modo, por más que los hijos y nietos de aquellos también hubiesen sido susceptibles de ser perseguidos en tanto judíos en virtud de las leyes raciales de Nuremberg, estos quedaron excluidos en un primer momento del derecho a la nacionalidad israelí; y cuando, el año 1970, la ley fue modificada para incluir estos casos en el derecho al «retorno», su inclusión fue justamente en calidad de «hijos» y «nietos», y no de judíos propiamente tales.

Destaco este aspecto no solo porque me parece revelador de la actitud ambigua que el Estado de Israel adoptó en sus primeras horas respecto de las víctimas del Holocausto, sino también porque me parece testimoniar de la manera problemática en que, buscando conciliar los distintos desafíos que imponía el proyecto de asentar un Estado judío en Palestina, el movimiento sionista tuvo que vérselas con el problema de qué significaba ser judío.

Como tal, y a pesar de la oposición que enfrentó en sus inicios el sionismo –en tanto movimiento político laico surgido a la sombra de los nacionalismos europeos– con los judíos religiosos, este nunca dejó de apoyarse en la matriz religiosa para llevar a cabo su programa, produciendo una síntesis etnorreligiosa inédita que estaría en la base del mito nacional sionista: la de un «Pueblo Judío» biológicamente homogéneo que, habiéndose mantenido intacto por casi dos mil años de exilio, acometía, con la fundación de un Estado judío, su regreso triunfal a la historia de las naciones por medio de un retorno a la tierra de sus orígenes.

Dicha matriz, en efecto, no solo fue esencial para legitimar el reclamo territorial del movimiento sionista de establecer su soberanía en Palestina (el territorio que correspondía al Eretz Israel bíblico, y con el que el judaísmo guardaba hasta entonces una relación esencialmente teológica), sino que fue el fundamento sobre el cual se buscó forjar un sujeto nacional unificado a partir de una diáspora judía tan diversa en el plano lingüístico como cultural[3].

La disidencia al interior del mismo judaísmo a tal concepción etnonacional de la identidad y de la historia judía tiene una larga tradición, tan larga al menos como la historia de la oposición judía al sionismo. Dicha oposición, en efecto, no solo se arraigó en el mundo religioso que, fiel a un concepto exclusivamente teológico y, por así decirlo, «contractual» del Pueblo Judío, permaneció ajeno al principio de nacionalidad; sino también en el mundo laico, donde, desde muy temprano, asociaciones e intelectuales del mundo judío tanto liberal como socialista se opusieron activamente al proyecto nacional promovido por los sionistas.

Una organización como la Unión por el judaísmo liberal, en Alemania, manifestaba así ya en 1912 su preocupación ante el hecho de que «el concepto de Pueblo del movimiento sionista estaba completamente y exclusivamente impregnado de la idea de raza», y advertía, en el «dogmatismo arrogante» de un tal determinismo de sangre (y el fantasma de pureza que le estaba necesariamente asociado), «una similitud muy peligrosa de la doctrina sionista con aquella de los antisemitas»[4]. Ahora bien, como destaca el historiador Daniel Boyarin, si la crítica judía del sionismo parece haber identificado desde temprano la naturaleza ideológica y agresiva del nacionalismo sionista, ésta parece haber encontrado mucha más dificultad a la hora de tratar de definir lo judío de otra manera que como una realidad biológica o como una «religión».

Tomo nota de esta crítica de Boyarin porque nos permite relanzar la pregunta de qué significa ser judío en el mundo contemporáneo, más allá de la solución religiosa, que negaría la posibilidad de una identidad judía secular, o de la solución etnonacional promovida por el relato sionista. La crítica de Boyarin, en efecto, se inscribe en un intento de polemizar con el historiador israelí Shlomo Sand, quien, en su célebre ensayo La invención del pueblo judío, afirma que «aparte de la dolorosa memoria del Holocausto –que desafortunadamente otorga al antisemitismo una permanente, aunque indirecta, participación a la hora de definir lo judío–», la principal base unificadora de la identidad judía nunca habría sido otra que «la vieja y consumida cultura religiosa», y que, como tal, por fuera de la religión, «nunca ha habido una cultura secular judía común a todos los judíos del mundo»[5].

En efecto, nota Boyarin, presumiendo que la religión implica una esfera de la «fe» completamente separada de las esferas del parentesco, la política o la economía[6], Sand ignora las discusiones más recientes respecto del concepto mismo de religión y su construcción en tanto categoría; de modo que, a pesar de su crítica vigilante a los conceptos de pueblo y de nación, su desarrollo «acepta simplemente las versiones más corrientes […] de la noción de religión y supone que siempre y en todos lados éstas han estado ahí»[7]. De allí que, sin renegar del imaginario del pueblo-nación, pero afirmando un concepto no-estatal de la «nación judía» arraigado en la memoria de la yiddishkeit, Boyarin ensaye esta bella definición: «Benedict Anderson definió las naciones como comunidades imaginarias, imaginando sus comunidades imaginarias en el espacio. […] La nación judía es del mismo modo una comunidad imaginada, pero imaginada en el tiempo y no en el espacio. Extrapolaría a partir del vínculo con mi abuela, con su madre y con la suya hasta que haya conseguido incluir a todas las generaciones reunidas en mi comunidad imaginada en el tiempo»[8].

Esta idea de una comunidad imaginada en el tiempo me parece una pista sugerente para pensar lo judío. Si bien no comparto el empeño de Boyarin en mantenerse aferrado a la idea de nación, creo que una comunidad tal permite en efecto «abrir al menos la ventana» hacia una existencia judía «continua y vital», permitiéndole ir más allá del destino fascistizante al que pareciera querer arrastrarlo la empresa colonial sionista, y reanudar así con la riqueza histórica y cultural de los judaísmos de la diáspora; «una ventana que, como señala Boyarin, si pareciera encontrarse tan sólidamente cerrada no es más que por el Estado-Nación»[9].

Ahora bien, creo que tal definición de la identidad judía estaría incompleta sin referencia a lo que no sabría definir de otro modo, sino como una relación a la situación de interpelación. En efecto, cuando alguien habla de «los judíos», ya sea para referir una particularidad religiosa o cultural asociada al judaísmo, ya sea para repetir prejuicios asociados a su estereotipo racial, o ya sea para designar, por extrapolación, al Estado de Israel, no puedo no sentirme interpelado; no puedo no sentir, detrás de tal interpelación, el llamado que me designa: «tú, judío», y que reclama de mí que me reconozca o me haga responsable por aquellos atributos, hechos o acciones que el discurso de mi interlocutor atribuye al sujeto «judío».

Tomo esta situación de interpelación como referencia, porque si bien la comunidad en la que me reconozco junto a mis antepasados, como la imaginada por Boyarin, puede revestir una forma plástica e incluso personal, de la que testimonian mil maneras de vivir la identidad judía, creo que el fenómeno mismo de la interpelación ofrece una clave importante para entender una de las formas predominantes en que la subjetividad judía se fue configurando en la época moderna, como efecto de la presión exterior ejercida por el antisemitismo.

Como tal, la situación de interpelación no solo me permite entender lo que calificaría como la unidad mínima de mi propia identificación como judío (el hecho de reconocerme o tener que posicionarme ante el discurso que me interpela como tal: tenga éste o no una carga antisemita), sino que me conecta con uno de los mecanismos fundamentales que comenzaron a dar forma a una conciencia judía secular, luego de la desintegración de los vínculos religiosos y comunitarios tradicionales que caracterizaron el proceso de modernización. Sin duda, Sand tiene razón al señalar que la importancia del antisemitismo en la definición de la identidad judía quizás no podría bastar por sí misma para fundar una cultura judía secular común.

Reduciendo este aspecto a una pura necesidad subjetiva de individuos aislados que se identifican con el judaísmo, Sand parece ignorar, sin embargo, el hecho de que esta situación no sólo ejerce una influencia indeterminada en la conciencia judía contemporánea, atravesada por los fantasmas del antisemitismo y la memoria del Holocausto, sino que, históricamente, fue de hecho uno de los factores determinantes en la emergencia de un movimiento como el sionismo.

Hoy, si bien las condiciones en las que lo judío se ve interpelado distan de un modo evidente de aquellas que, en Europa a fines del siglo XIX, dieron nacimiento al movimiento sionista, el fenómeno mismo de la interpelación me parece seguir jugando un papel decisivo en las formas éticas y políticas en que la subjetividad judía se reconoce como tal. De manera sintomática, la disputa por el sentido de la situación de interpelación parece haberse convertido en uno de los ejes centrales de la batalla cultural de Israel por instalar la identidad política sionista en el centro de la definición de lo judío, y no cabe duda que, mediando cierta interpretación de la memoria del antisemitismo y del Holocausto, este fenómeno ha venido a jugar un papel decisivo en la trama afectiva que compromete para muchos judíos la identificación al judaísmo con la adhesión a Israel.

Como tal, entender de qué modo lo que podríamos llamar la situación de interpelación antisemita, en Europa a fines del siglo XIX forjó la identidad política del sionismo y caracterizar la respuesta singular que, en medio de otras, éste encarnó ante aquella, me parece una clave esencial para entender la manera en que lo judío se sitúa históricamente hoy respecto de la identidad política específica encarnada por el sionismo.

Sionismo y antisemitismo: sobre la «situación de interpelación»

Para aclarar lo que entendemos por la «situación de interpelación antisemita», una pequeña digresión se impone: en efecto, el fenómeno de la interpelación ha tomado cierto lugar en la teoría política contemporánea desde que Louis Althusser se ocupó de él para caracterizar el proceso de subjetivación. De manera muy esquemática, según Althusser, todo individuo se «transforma» en sujeto en la medida en que es capaz de reconocerse en una interpelación que le es dirigida (como quien dijera, desde arriba o por detrás, sin necesariamente apuntarlo de frente) y en que «se vuelve» para responder a su llamado[10].

Si bien, de este modo, Althusser buscaba dar cuenta de una suerte de operación universal, aquella por la que todos los individuos, sin excepción, estarían llamados a convertirse en sujetos en el seno de un sistema de normas cualquiera, las investigaciones de Frantz Fanon sobre la cuestión de la raza se toman también de una escena de interpelación para poner en evidencia el hecho de que los individuos no devienen nunca sujetos simplemente en el vacío, sino siempre sujetos de cierto tipo, calificados en función de una situación y en medio de otros sujetos, ya sea por criterios de género, clase, raza, etc.[11]

De este modo, Fanon (que con esto hace referencia a una situación personal, la de verse él mismo interpelado en tanto «negro» por un niño en la calle) descubre que, si bien todo individuo en relación con un prójimo se encuentra de alguna manera interpelado, es decir, en la situación de tener que reconocerse en un personaje fantasmal proyectado sobre él por el otro, y que no es otro que sí mismo; un sujeto como el «negro» o el «judío» no sólo debe reconocer en esta situación aquello que le corresponde por su «carácter», sino que además debe reconocerse, justamente, en tanto «negro» o «judío». Esto es, no simplemente como un sujeto, sino como un sujeto con «algo más» (o menos); un sujeto «sobredeterminado», calificado según las normas de la situación[12].

Ahora bien, prosigue Fanon, en la medida en que la situación de interpelación particular que corresponde al «negro» o al «judío», en tanto sujetos sobredeterminados, se encuentra históricamente condicionada por relaciones de dominación, las respuestas que los sujetos ejercen ante esta interpelación no pueden pretender abstraerse de esta dimensión, a riesgo de convertirse en una verdadera trampa. En el caso del sujeto «negro», esta trampa Fanon la advierte, por ejemplo, en la afirmación provocativa de una «negritud» que, tratando de revertir la situación de interpelación y reivindicar aquellos mismos aspectos que el agresor le encara como los fundamentos de su propia autoafirmación, termina por eludir el verdadero problema: el régimen de dominación colonial que condiciona la situación en que tal individuo se ve interpelado en tanto «negro», quedando finalmente atrapado en la postura reactiva en la que lo ha instalado la interpelación.

En efecto, nota Fanon, a pesar del aspecto provocativo y orgulloso de la identidad que el sujeto ha conseguido así asumir, programando tal «retorno imaginario al origen», el «negro» de la «negritud» no ha acabado menos, de hecho, «respondiendo literalmente a la exigencia formulada por el mundo blanco»[13]. De ahí que, para Fanon, la única vía posible para la emancipación esté en reconocer la manera concreta en que esta situación de interpelación está condicionada por relaciones de dominación y, reconociéndola, enfrentarla en su conjunto.

Más allá del carácter específico de la crítica de Fanon a los discursos de la «negritud» en el contexto colonial francés de principios de los cincuenta, su análisis me parece ofrecer una clave esencial para situar el sionismo en su contexto de nacimiento –la situación de interpelación antisemita– y entender la manera en que esta experiencia determinó la identidad política del movimiento. Para nadie es un misterio, en efecto, el rol que jugó el auge del antisemitismo europeo moderno en el nacimiento del sionismo. El mismo Theodor Herzl, de hecho, se encargará de destacar la fuerza propulsora[14] que representó el antisemitismo para los sionistas, afirmando en su discurso inaugural al Primer Congreso Sionista: «Aquel sentido de cohesión interna, del que con tanta frecuencia y virulencia se nos ha acusado, se hallaba en estado de completa disolución cuando el antisemitismo se abatió sobre nosotros. Hemos vuelto, por así decir, a casa»[15].

De manera icónica, el carácter decisivo de esta experiencia histórica ha quedado plasmado en el relato fundacional del movimiento sionista (una escena de interpelación, justamente), según el cual Herzl, un judío asimilado de origen húngaro, se habría «convertido al sionismo» el 5 de enero de 1895, luego de presenciar en París la ceremonia de degradación del capitán Alfred Dreyfus y escuchar a las masas reunidas gritar: «¡Muerte al traidor!», «¡Muerte a los judíos!»[16]. Como anotará algunos meses después en su diario: «En París, […] reconocí la vacuidad e inutilidad de intentar ‘combatir’ el antisemitismo»[17]. Es la misma convicción central la que lo llevará a publicar, un año después, El Estado judío, poniendo las bases de la solución política que el sionismo pretendía ofrecer al problema del antisemitismo: «renacimiento» nacional del pueblo judío, fundación de un Estado nacional judío, y «retorno» de los judíos dispersos por el mundo como fundamento de su emancipación.

Si, factualmente, el surgimiento de un movimiento como el sionismo tiende hoy a aparecer como una evidencia de la situación en que se encontraron los judíos ante el resurgimiento del antisemitismo en Europa, la solución nacional con la que el movimiento sionista pretendía remediar esta situación estuvo lejos de imponerse con la misma evidencia.

Independientemente del carácter necesariamente colonial que, desde su formulación por Herzl en 1896, parecía revestir el proyecto de un Estado judío, el principio mismo que animaba a los sionistas (la idea de que el antisemitismo no merecía la pena ser combatido y que, como tal, la única solución a la «cuestión judía» era abandonar todo intento de integrarse o emanciparse en los lugares donde vivían) no dejó de aparecer como problemático para aquellos que luchaban en cada uno de sus países, con mayor o menos éxito, por el reconocimiento de sus derechos.

Un movimiento judío como el Bund, por ejemplo, se opuso desde un inicio a la solución separatista y estatal propuesta por los sionistas, y logró impulsar un verdadero movimiento popular de masas por el reconocimiento de los derechos de la población judía-yiddish allí donde esta vivía, entendiendo que su emancipación sólo era concebible en el horizonte del internacionalismo y contando con la solidaridad de los demás pueblos oprimidos por el imperialismo.

Lejos de pertenecer a una remota «prehistoria» del judaísmo (como si, aparte del Holocausto, no existiera realmente historia judía entre los acontecimientos de la Biblia y el Estado de Israel), estos debates ofrecen un acceso privilegiado a la manera en que el sionismo se fue consolidando como una específica identidad política en el seno del mundo judío, y nos permiten quizás entender cómo esta identidad ha conseguido prolongar su influencia luego de haber alcanzado el movimiento sionista su principal objetivo político con la fundación de Israel el año 1948.

Una buena síntesis de estos debates puede encontrarse en el artículo El sionismo. Una retrospectiva, donde, sólo cuatro años antes de la fundación de Israel y haciendo un repaso de cincuenta años de estrategia sionista, Hannah Arendt esboza un agudo análisis de la respuesta que el sionismo encarnó a la situación de interpelación antisemita, e intenta pensar las consecuencias éticas y políticas que esta respuesta ponía en juego al interior del mundo judío. Haciendo eco a las discusiones que habían opuesto a los sionistas con otras facciones políticas judías, Arendt se inclina sobre el carácter marcadamente deshistorizado de la interpretación que los primeros parecían haber extraído de la experiencia histórica del antisemitismo.

En efecto, nota Arendt, asumiendo la teoría de un «eterno antisemitismo» –que acompañando «fatalmente todas y cada una de las etapas de la historia judía en todos los países de la diáspora»[18], determinaría «constantemente las relaciones entre judíos y no judíos»[19]–, los sionistas no solo habían terminado por «eludir la ardua labor de combatir el antisemitismo con sus propias armas, es decir, con armas políticas, investigando sus verdaderas causas»[20]; sino que habían terminado por concluir que, sin el antisemitismo, «el pueblo judío no habría podido sobrevivir en los países en los que se había dispersado»[21].

Así, mientras que, en términos exclusivamente políticos, esta convicción los condujo a asumir una controvertida forma de «realismo político» –que con el fin de alcanzar sus propios objetivos nacionales en Palestina, no dudó en negociar con las fuerzas antisemitas en Europa (a espaldas de los judíos de la diáspora)[22]–, de manera más fundamental, la posición singular que los sionistas decidieron asumir ante la situación de interpelción antisemita no solo parecía eludir las condiciones que históricamente habían servido a estructurar esta situación, sino que les llevó a engendrar una interpretación particularmente problemática de la historia judía y de su destino nacional.

La crítica de Arendt, que no deja de resonar con aquella de Fanon respecto de los discursos de la negritud, nos permite en efecto dar cuenta del carácter eminentemente reactivo de la respuesta que el sionismo encarnó, en el seno del mundo judío, ante la cuestión del antisemitismo, asumiendo como suyas las premisas del mismo nacionalismo a la sombra del cual el propio sionismo había nacido (y del que, de hecho, los judíos habían sido una de las primeras y más constantes víctimas). Esto, nota Arendt, se podía ya evidenciar en la manera en que, promoviendo la migración masiva de los países de la diáspora y la fundación de un Estado nacional judío, los sionistas, que decían buscar con ello el «renacimiento» del pueblo judío, se presentaban en realidad, paradójicamente, como los únicos judíos «que quisieron seriamente la asimilación, esto es, “la normalización” del pueblo judío (ser un pueblo como cualquier otro)»[23].

Así, del mismo modo que estos parecían finalmente asumir, literalmente, la exigencia formulada en la imagen esencialmente antisemita del pueblo judío como una entidad eternamente extranjera que nunca había tenido arraigo en los paises donde había vivido, en términos positivos esto se traducía en una verdadera reinterpretación de la historia y de la política judía en clave nacionalista. En tanto tal, esta reinterpretación no sólo pretendía cortar las raíces históricas y culturales que habían unido a los judíos a los países de la diáspora –presentando al pueblo judío «como flotando en el aire»[24]–, sino que, cuanto más, había llevado a los sionistas a apartarse de manera definitiva de la suerte de los otros pueblos oprimidos por el imperialismo y, en última instancia, a buscar inclusive apoyarse de aquel mismo imperialismo para alcanzar sus propios objetivos nacionales.

Si esta tendencia reactiva y aislacionista podía encontrarse ya en la definición ofrecida por Herzl de la idea de Nación, en tanto «grupo humano […] cohesionado por un enemigo común»[25], esta parecía revelarse tanto más peligrosa en la perspectiva histórica de un Estado nacional judío donde, como señala Arendt en otro texto, la misma postura parecía condenar el proyecto sionista a repetir «las peligrosas tendencias de los pueblos anteriormente oprimidos a cortar los vínculos con el resto del mundo y desarrollar complejos nacionalistas de superioridad»[26].

Emblemático de esta deriva reactiva y aislacionista que fue tomando el nacionalismo judío al alero de la identidad política sionista es el recorrido de Zeev Jabotinsky, fundador del así llamado Sionismo revisionista, quien, luego de haber participado en la gestación de las organizaciones de autodefensa judíos en Odessa en la época de los pogromos, fue uno de los principales teóricos e impulsores de la Haganá («la defensa») –una de las primeras organizaciones paramilitares judías en Palestina–.

Inspirándose abiertamente en el fascismo italiano, Jabotinski promovía en efecto una idea agresiva y autoritaria de lo que debía ser el cuerpo nacional judío, operando una trasposición literal de la situación de las poblaciones judías perseguidas en Rusia a la situación de los colonos judíos en Palestina, donde la población indígena local, concebida como la nueva amenaza, venía a ocupar el lugar que históricamente había correspondido a las fuerzas antisemitas[27]. La «defensa» promovida por Jabotinski debía como tal materializarse en la creación de una fuerza judía «sin fisura», tanto en el plano demográfico como militar, cuyo objetivo era imponer una relación lo suficientemente asimétrica como para que éstos tuvieran que aceptar los términos de negociación de los nuevos colonos judíos.

Más allá de la forma concreta en que la corriente nacionalista agresiva representada por Jabotinski terminó por imponerse al interior del movimiento sionista[28], pareciera que esta extrapolación de la situación de los judíos perseguidos en Europa a la situación con la que se encontraron los sionistas en Palestina (enfrentados a una población indígena con la que no habían querido contar ni negociar), era una consecuencia predecible de la manera en que los sionistas habían interpretado la situación histórica del pueblo judío, a partir de una comprensión esencialista y deshistorizada del fenómeno del antisemitismo.

No cabe duda, en efecto, de que la forma en que este identitarismo reactivo y aislacionista se desarrolló, en el contexto de un colonialismo de poblamiento, determinó de manera decisiva el devenir histórico de la identidad política sionista a lo largo del siglo XX. En los hechos, esta disposición parece haber sido una de las claves que permitieron crear, tras la fundación de Israel, una nueva conciencia nacional en la que los colonos judíos se percibían a sí mismos como los representantes de una nación milenaria, por todas partes atacada, que lograba imponer su regreso a la historia de las naciones gracias a la fuerza inherente de su pueblo. Si la misma disposición, sin embargo, terminó por convertirse, también en la diáspora, en uno de los principales factores de cooptación de la identidad judía por parte de Israel, esto no fue posible más que en virtud de una flagrante denegación colonial, y a costa de un peligroso desplazamiento de la situación de interpelación antisemita que había visto el sionismo nacer.

Salir de la trampa sionista

Lejos de haber cumplido con la promesa sionista de ofrecer una solución definitiva a la cuestión del antisemitismo, setenta y cinco años después de la fundación del Estado de Israel, este fenómeno no parece haber perdido actualidad. Prueba de ello es el éxito del que todavía gozan las teorías complotistas antisemitas, el número creciente de ataques antijudíos en Europa, o el lugar prominente que filonazis y antisemitas notorios han tomado en el nuevo auge de la ultraderecha autoritaria a nivel global, llegando a ocupar cargos importantes en gobiernos como los de Trump, Orbán o Milei.

Si ciertamente una parte de la actualidad del antisemitismo se arraiga en un antisionismo mal comprendido, no cabe duda que la manera en que Israel ha buscado obstinadamente identificarse a lo judío ha contribuido de un modo decisivo a hacer esta confusión inevitable. Más preocupante aún: la amalgama promovida por el discurso sionista entre Israel y el judaísmo no solo pareciera entorpecer considerablemente los esfuerzos por luchar eficazmente contra las causas políticas del racismo antijudío, sino que ha favorecido una reinterpretación equívoca del antisemitismo histórico que, manipulando de manera deliberada la memoria del Holocausto, ha terminado por soslayar sus causas y banalizar sus consecuencias catastróficas en la historia judía.

En las últimas décadas, en efecto, la cuestión del antisemitismo parece haber comenzado a tomar un lugar de más en más central en los debates en torno a Israel y en las definiciones contemporáneas de lo judío. De forma significativa, la acusación de antisemitismo no sólo es hoy agitada por instituciones judías, sino que ha tomado un lugar importante en el debate público occidental[29], siendo movilizada tanto por Estados como por partidos de derecha tradicionalmente afines al antisemitismo (cuando no abiertamente antisemitas)[30]; llegando incluso a ser levantada contra judíos (calificados de «judíos antisemitas» o que «se odian a sí mismos»). Consagrando así la identificación entre lo israelí y lo judío y, de forma más insidiosa, entre el sionismo y el judaísmo, este discurso no solo se hizo posible por la manera en que Israel se empeñó desde un inicio en afirmar su identidad en tanto Estado nacional del pueblo judío (y no Estado de Palestina o, siquiera, Estado del pueblo israelí), sino que se ha visto fuertemente propulsada los últimos años por la teoría del «nuevo antisemitismo».

Surgida del trabajo de diversas organizaciones sionistas y los sucesivos gobiernos israelíes, como respuesta al cambio del clima político que supuso el inicio de la ocupación israelí el año ’67, y la adopción de la resolución 337 de las Naciones Unidas el año 75 (posteriormente revocada), que declaraba «el sionismo como una forma de racismo y de discriminación racial»; la teoría del «nuevo antisemitismo» promueve la idea de que el Estado de Israel se habría convertido en el «judío colectivo» en la familia de las naciones, y sugiere que toda crítica a la ocupación o al carácter etnocrático del mismo estaría subrepticiamente motivada por un odio racial hacia los judíos[31]. Utilizada como una poderosa herramienta de desprestigio de la causa palestina así como de los Estados, organismos internacionales y organizaciones civiles que se han atrevido a criticar a Israel (sistemáticamente acusados de buscar «destruir» a Israel, y agitando tras esta idea de «destrucción» el fantasma del judeocidio)[32], este discurso ha promovido una verdadera reinterpretación del antisemitismo histórico, centrada en el supuesto peligro que representarían hoy los árabes, y particularmente los palestinos, para los judíos del mundo.

De manera caricaturesca, la línea general de este desplazamiento quedó retratada en la afirmación de Benjamin Netanyahu, según la cual la idea de exterminar a los judíos no se le habría ocurrido a Hitler mismo, sino que le habría sido sugerida por el Mufti de Jerusalén[33]. Confirmando el carácter deliberadamente apolítico de la lectura favorecida por el sionismo del antisemitismo europeo histórico, esta burda tergiversación histórica, rayana en el negacionismo, venía a poner en evidencia la dirección en la que este ha buscado redefinir lo judío a partir del lugar que ocuparía Israel y la propia identidad política del sionismo en tanto su nuevo centro. Una redefinición que, alineándose con la retórica reaccionaria e islamófoba de una fantasmática «civilización judeo-cristiana» bajo amenaza, no sólo parece querer exculpar el nacionalismo europeo (fundamentalmente cristiano) de su responsabilidad en el Holocausto, sino que ha terminado por aliarse con aquel mismo racismo nacionalista a la sombra del cual el sionismo nació –en un giro espectacular que, pareciera de más decirlo, tendría todo de qué preocupar a los judíos.

Más allá de los argumentos mismos de la teoría del nuevo antisemitismo y su lugar particular en las estrategias contemporáneas de relegitimización del Estado de Israel, resulta innegable que, identificando Israel a lo judío y regenerando fantasmáticamente, de un modo continuo y deliberado, la situación de interpelación antisemita, estos elementos de propaganda han logrado imponerse eficazmente como un operador crucial de la captura de la identidad y la subjetividad judía por parte de Israel.

De manera más insidiosa aún, haciendo aparecer el Holocausto como la confirmación última de la tesis sionista de que el antisemitismo en Europa no merecía la pena ser combatido, e imponiendo la idea de que la fundación de un Estado judío en Palestina era, como tal, la única forma de asegurar la pervivencia del pueblo judío, el discurso sionista ha conseguido dejar parcialmente en el olvido la importante oposición que, históricamente, encontró al interior del propio mundo judío –precisamente a propósito de su política respecto del antisemitismo y su solución estatal-colonial–.

Este aspecto constituye quizás uno de los marcadores más claros de la victoria política y cultural que el sionismo logró imponer con la fundación del Estado de Israel el año 48. En efecto, como recordaba el rabino Elmer Berger: «en la medida en que los judíos fueron los primeros destinatarios de la propaganda sionista, fueron también –después de los palestinos mismos– sus primeras víctimas»[34]. Con todo, si recreando histéricamente la situación de interpelación antisemita, Israel ha conseguido hasta ahora agenciar eficazmente la potencia subjetivante de la interpelación a lo judío –inmunizándose contra toda crítica a su carácter colonial y etnocrático, e imponiéndose por la fuerza como la expresión última de la judeidad–, la evidencia de los horrores que en nombre del judaísmo Israel comete hoy en Gaza, abren quizás la ventana para salir de una vez de la trampa sionista y abrazar, junto a la descolonización del pueblo palestino, la también necesaria descolonización del judaísmo.

Comenzamos este texto preguntándonos qué significaba hoy ser judío. Planteando esta pregunta, no buscábamos tanto alcanzar una respuesta definitiva, como dar cuenta de la forma problemática en que la misma se ha visto trastornada tras la fundación del Estado de Israel. Esto nos llevó a considerar la manera en que, más allá de la adscripción religiosa o la filiación etnonacional, una de las dimensiones constitutivas de la judeidad –al menos en la época moderna– podía quizás hallarse en lo que identificamos como el fenómeno de la interpelación y, vinculando este fenómeno a la situación histórica en que se halló una parte importante de la población judía en el contexto del auge del antisemitismo moderno, buscamos mostrar el rol central que este jugó en el nacimiento del sionismo.

Más de setenta y cinco años después de la fundación del Estado judío, parece evidente que la disputa por el sentido del fenómeno de la interpelación sigue siendo una dimensión central de la batalla cultural del sionismo por instalar a Israel como el horizonte insuperable del judaísmo. Hoy, sin embargo, resulta urgente caer en cuenta de que, en la situación histórica actual, la interpelación a lo judío no se juega tanto en la persistencia efectiva del antisemitismo como en la instrumentalización que Israel hace de éste, comprometiendo con ello el sentido mismo de la judeidad.

Las consecuencias extremas a las que, estos últimos meses, Israel ha llegado en Gaza, exigen un examen radical de la manera en que esta fuga hacia adelante criminal se tornó posible bajo el nombre del judaísmo, indagando cómo estas tendencias se desarrollaron históricamente en el seno del propio mundo judío, al alero de la identidad política sionista y de su proyecto colonial. Este aspecto permitiría quizás iluminar la pregunta moral respecto a cómo, luego de haber sido víctimas del mayor genocidio del siglo XX, el «pueblo judío» terminó a su vez transformándose en una fuerza opresora, llegando hoy a convertirse en responsable de un genocidio.

Más allá de cualquier esencialismo de la vícitma o de una peligrosa lectura moralista de la historia, me parece que esta pregunta solo puede ser respondida evidenciando la manera en que este identitarismo agresivo emergió, de hecho, mucho antes del Holocausto, como efecto de una lectura deshistorizada y apolítica del antisemitismo por una parte del mundo judío (los sionistas), cuya vanguardia, precisamente porque había partido a colonizar Palestina, no vivió el Holocausto (más allá de que los sobrevivientes, como cualquier otra víctima, también hayan podido adherir: lo que ya pertenece al campo de la ética).

Más urgentemente aún, sin embargo, la situación histórica actual exige asumir la manera en que, ética y políticamente, lo judío se ve interpelado hoy como efecto de décadas de ocupación colonial y, con tanta más intensidad en estos últimos meses, del genocidio llevado a cabo por Israel en Gaza. A esta interpelación, o respondemos de manera reactiva, aceptando quedar fijados en la identidad política con la que el sionismo ha buscado apropiarse de lo judío, a costa de las vidas y la libertad del pueblo palestino; o respondemos de cara a la situación, asumiendo la responsabilidad de salir de la trampa sionista y comenzar a abrir los caminos para una existencia judía libre de todo compromiso colonial.

La teología, la ética y la política judía, así como la rica historia de los judaísmos de la diáspora, ofrecen elementos suficientes para imaginar lo que podría ser hoy una vida judía liberada del destino mortal en el que el proyecto sionista ha buscado encerrarla. Esta posibilidad, sin embargo, permanecerá para siempre cerrada si, contemplando en silencio el genocidio palestino y obliterando su fuerza de interpelación, aquellos que se reconocen en el judaísmo, tanto fuera como dentro de Israel, se obstinan en ignorar que su propia libertad nunca podrá estar completa sin la libertad del pueblo palestino.

 

Notas

[1]       En un artículo publicado el 2 de noviembre, el arquitecto británico-israelí Eyal Weizman ofrece elementos claves para pensar los hechos del 7 de octubre, sin desestimar su carácter mortífero, pero dando cuenta de la importancia de tener en cuenta su dimensión histórica y militar: lo que los relatos dominantes, centrados en la calificación «terrorista» y «antisemita» de los ataques, parecían querer negar. Cf. Eyal Weizman. 2023. Exchange Rate. London Review of Books, 45 (21). <https://www.lrb.co.uk/the-paper/v45/n21/eyal-weizman/exchange-rate>.

[2]       Un valioso intento por pensar esta responsabilidad es hecho por Daphne Barly en: Daphne Barly, 2023. «Hacerse responsable del genocidio palestino». Revista Disenso, 02/02/24. <https://revistadisenso.com/hacerse-responsable-del-genocidio-palestino/>.

[3]       Cf. Shlomo Sand. La invención del pueblo judío. Madrid: Ediciones Akal, 2011.

[4]       Citado en: Béatrice Orès, Michèle Sibony y Sonia Fayman (coord.). Antisionisme. Une Histoire Juive. Paris : Éditions Syllepse, 2023, pp. 27-28. (La traducción del francés es nuestra).

[5]       Shlomo Sand. Ibid, p. 305.

[6]       Daniel Boyarin. « L’antisionisme pour la nation juive ». En: Béatrice Orès, Michèle Sibony y Sonia Fayman (coord.). Antisionisme. Une Histoire Juive. Paris : Éditions Syllepse, 2023, p. 158. (La traducción es nuestra).

[7]       Ibid., p. 154.

[8]       Ibid., pp. 161-162.

[9]       Ibid.

[10]      Cf. Louis Althusser. Ideología y aparatos ideológicos del Estado. Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión, 1974.

[11]      Cf. Frantz Fanon. Piel negra, máscaras blancas. Madrid: Ediciones Akal, 2009.

[12]      Para un análisis más detallado de las similitudes y las diferencias respecto a la situación de la interpelación en Althusser y Fanon, ver: Pierre Macherey. Deux figures de l’interpellation: « Hé, vous, là-bas!» (Althusser) – «Tiens, un nègre!» (Fanon). La philosophie au sens large, 15/02/2012,<https://doi.org/10.58079/su79https://philolarge.hypotheses.org/1201#identifier_46_1201>.

[13]      Pierre Macherey, Ibid.

[14]      Theodor Herzl, Citado por: Hannah Arendt, «El Estado Judío cien años después», en: Escritos Judíos. Barcelona: Ediciones Paidós, 2009, p. 688. (Epub).

[15]      Herzl, Theodor. Citado por: ARENDT, Hannah. «Herzl y Lazare», en: Escritos Judíos. Barcelona: Ediciones Paidós, 2009, p. 950 (nota 1). (Epub).

[16]      Cf. Liam Hoare. Did Dreyfus Affair Really Inspire Herzl?. Forward, 26/02/2014 <https://forward.com/schmooze/193316/did-dreyfus-affair-really-inspire-herzl/>.

[17]      Marvin Lowenthal. The diaries of Theodor Herzl. Londres: Gollanz, 1956, p. 6. (La traducción es nuestra)

[18]      Hannah Arendt. «El sionismo. Una retrospectiva», en: Escritos Judíos. Barcelona: Ediciones Paidós, 2009, pp. 657-658. (Epub).

[19]      Ibid., p. 649.

[20]      Ibid.

[21]      Ibid., p. 659. En los escritos y discursos de Herzl, esta idea vuelve con insistencia.

[22]      Esto no solo se podía reconocer en la convicción manifestada ya por Herzl, de que los antisemitas podrían ser «nuestros mejores amigos, y los países antisemitas, nuestros aliados», sino que se materializó en esfuerzos concretos de distintos partidos sionistas y de la propia Organización Sionista. Así el intento de negociar con el gobierno antisemita polaco de la preguerra la evacuación de los judíos, o el de mantener, en Palestina, relaciones comerciarles con el gobierno de Hitler, ignorando el llamado mayoritario del mundo judío a boicotear las mercancías alemanas: Cf. Hannah Arendt. Ibid., pp. 640 y 645.

[23]      Hannah Arendt. Ibid., p. 656.

[24]      Ibid., p.672.

[25]      Theodor Herzl. Citado por: Hannah Arendt. Ibid., p. 659.

[26]      Hannah Arendt. «Salvar la Patria Judía», en: Escritos Judíos. Barcelona: Ediciones Paidós, 2009, p. 720. (Epub).

[27]      Para un análisis de la trayectoria de Jabotinski, su teoría de la defensa ofensiva y su influencia en el pensamiento militar israelí: Cf. Elsa Dorlin. 2018. Defenderse. Una teoría de la violencia. Buenos Aires: Hekht, pp. 97-105.

[28]      Las ideas de Jabotinsky no sólo tomaron un rol central en el seno de la Organización Sionista Mundial que, a partir del año 1944, acogió el programa maximalista de los revisionistas de reivindicar para sí «de forma indivisa e íntegra la totalidad de Palestina», sino que fueron el fundamento sobre el cual se organizó más tarde la estrategia militar israelí: una influencia que todavía es reconocible en el nombre del Ejército de Defensa Israelí (IDF).

[29]      Esto quedó claro con la polémica sobre el antisemitismo desatada en el Partido Laborista británico cuando Jeremy Corbyn era su líder.

[30]      Así, en Francia, el Rassemblement National, partido fundado por antisemitas franceses y antiguos miembros de las Waffen-SS, se sumó el 13 de noviembre del 2023 a la «Gran Macha Cívica contra el antisemitismo», convocada luego de los ataques de Hamás y la Yihad Islámica Palestina un mes antes.

[31]      Cf. Ben Hilton. Inventing the New Antisemitism. +967 Magazine, 16/01/2023 <https://www.972mag.com/inventing-new-antisemitism-antony-lerman/>.

[32]      Para un análisis semántico de la manera en que la retórica sionista ha utilizado esta idea de «destrucción»: Cf. Judith Butler. Parting Ways. Jewishness and the critique of Zionism. New York: Columbia University Press, 2012 pp. 32-35.

[33]      La declaración fue hecha por Netanyahu el 21 de octubre del año 2015. Varios medios de prensa cubrieron en su momento la noticia.

[34]      Citado por: Béatrice Orès, Michèle Sibony y Sonia Fayman (coord.). Ibid., p. 75. (La traducción del francés es nuestra).

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