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Ilustración: Francois Thevenet.

Luces y sombras de la «vía democrática» al socialismo

El debate sobre la estrategia ha resurgido en los últimos años, y la llamada «vía democrática al socialismo» cobra centralidad como enfoque alternativo tanto a la socialdemocracia como al leninismo. Pero no debemos dejar que sus virtudes nos hagan pasar por alto algunas de sus importantes debilidades.

La estrategia socialista en Occidente sufre un déficit histórico cuyo origen último es la ausencia de triunfos revolucionarios en los países capitalistas avanzados. Esta ausencia produjo una brecha entre las referencias estratégicas predominantes en la izquierda marxista, provenientes de las revoluciones exitosas en países periféricos, y las formas de la dominación política realmente existente en el capitalismo occidental. Como observó Perry Anderson: «El Estado representativo que había surgido gradualmente en Europa occidental, Norteamérica y Japón, después de la compleja cadena de revoluciones burguesas cuyos episodios finales databan solamente de finales del siglo XIX, era todavía un objeto político bastante desconocido para los marxistas cuando tuvo lugar la revolución bolchevique».

El siglo XX vino acompañado de una progresiva «occidentalización» del mundo. En consecuencia, el problema de la estrategia socialista en Occidente, que a inicios del siglo XX se reducía a un puñado de países industrialmente avanzados, se extiende hoy a gran parte de la periferia capitalista. Es necesario, entonces, formular un enfoque estratégico que se corresponda con un mundo donde mayoritariamente se consolidó un Estado complejo y ramificado en la sociedad civil, en el que la burguesía tiene una fuerza social muy superior a la de los países que vivieron triunfos revolucionarios (Rusia, China, Vietnam, Cuba), en el que prevalece un contexto de legalidad para la lucha política e impera la democracia liberal como mecanismo de metabolización estatal de demandas sociales. 

En los últimos años, una ola de amplias movilizaciones sociales y la irrupción de fuerzas de izquierda que disputan electoralmente el gobierno (Grecia, España, América Latina) han conducido a un relanzamiento parcial del debate estratégico. La discusión en curso se desarrolla en lo fundamental por medio de una polarización entre una «vía democrática al socialismo» y el tradicional enfoque «insurreccional» que remite a Lenin y Trotski. Dos «modelos» alternativos que parecen oponerse término a término: la vía de acceso al poder (electoral o insurreccional), el tipo de partido necesario (partido de masas o partido de vanguardia), el tipo de polarización política que se prevé (un conflicto que desgarra por dentro al Estado o un combate entre el Estado y un contra-Estado exterior) y el tipo de régimen político posrevolucionario (radicalización de la democracia parlamentaria o democracia soviética).

Pese a cualquier mérito de las reflexiones actuales, la discusión reproduce bastante puntualmente los términos del debate de los años 1970, probablemente la última gran polémica sobre el Estado y la revolución en Occidente. En aquellos años, fueron centrales las discusiones en torno al giro eurocomunista, el descubrimiento del pensamiento de Gramsci más allá de su país natal y el impacto de las experiencias de la Unidad Popular chilena y la revolución portuguesa, ambas alejadas de los cánones clásicos. En ese contexto surgieron obras significativas, como las de Nicos Poulantzas y Ralph Miliband sobre la teoría marxista del Estado, el eurocomunismo de izquierda representado por figuras como Christine Buci-Glucksmann o Pietro Ingrao, así como los ensayos críticos de Perry Anderson y Ernest Mandel contra el eurocomunismo, el debate alemán de la derivación del Estado o los enfoques neofrankfurtianos de Habermas u Offe. 

Hoy no tenemos todavía obras equivalentes. Tal vez la falta de avance respecto a la discusión de los años 1970 sea un síntoma de un impasse que está en «las cosas mismas». Porque, por un lado, efectivamente la dinámica de los procesos actuales de radicalización social y política adquieren los contornos que prevé la hipótesis de la vía democrática: las luchas sociales de amplitud no conducen a la irrupción volcánica de soviets de obreros y soldados, sino que, por lo general, colocan en el horizonte la posibilidad de un gobierno de izquierda en el marco del Estado capitalista. Pero, por otro, estas experiencias se estrellan sucesivamente contra los mismos obstáculos: la capitulación socialdemócrata de las direcciones (Austria, Suecia, Portugal, Francia, Brasil, Grecia) o la incapacidad para responder a la reacción de las clases dominantes (Chile). La acumulación de experiencias fallidas es demasiado voluminosa como para que podamos simplemente ignorarla y esperar tener mejor suerte en la próxima ocasión. 

La discusión en curso se desarrolla en lo fundamental por medio de una polarización entre una «vía democrática al socialismo» y el tradicional enfoque «insurreccional» que remite a Lenin y Trotski.

Siendo esta la situación, la polarización que divide las corrientes de opinión convencionales es previsible. Los críticos insurreccionalistas de la «vía democrática» cuestionan la tendencia de las fuerzas electorales de izquierda a capitular ante las clases dominantes, y cuentan con numerosa evidencia a su favor. Los «socialistas democráticos», por su parte, suelen recordar la constatación de Carmen Siriani de que no solo no hay revoluciones exitosas en países democráticos sino que en una democracia capitalista la idea de una insurrección armada contra el Gobierno nunca logró más que un apoyo muy minoritario en la clase trabajadora, incluso en momentos de intensa agitación social. No hay vías democráticas exitosas, pero insurrecciones ni siquiera las hay fracasadas. 

Lamentablemente, observado el problema sin autoengaños o falsos optimismos es necesario reconocer la razón, hasta cierto punto, de ambas posiciones. La situación se parece entonces a la de un callejón sin salida estratégico. En las siguientes líneas, intentaré formular un punto de partida para un enfoque parcialmente alternativo a los grandes bloques de opinión. Defenderé las siguientes hipótesis interrelacionadas:

      1. La constatación de Sirianni es indudablemente correcta: en una democracia capitalista, la idea de una insurrección armada contra el Gobierno nunca ha tenido una adhesión significativa, ni siquiera de forma simbólica. Por lo tanto, no es razonable esperar que las revoluciones de nuestro siglo sean similares a las del período 1917 a 1921.
      2. En un plano teórico, la tradición insurreccionalista adolece de un déficit fundamental en su comprensión del Estado y la democracia capitalistas, lo que conduce al objetivo estratégico de «aplastar» todo el Estado y a la expectativa de su progresiva extinción.
      3. Existe una coincidencia con fuertes consecuencias políticas entre la tradición leninista tradicional y la crítica «socialista democrática» en la innecesaria identificación entre la dirección de un proceso de cambio radical y los órganos políticos de un eventual régimen de transición al socialismo (soviets, parlamento, etcétera).
      4. Los defensores de la «vía democrática» (paradigmáticamente Nicos Poulantzas) suelen ser partidarios de una concepción sociocéntrica, según la cual el Estado se reduce a una condensación de relaciones de fuerza sin poder propio. Al restarle agencia, el problema de la disputa estratégica por el control del Estado tiende a desplazarse hacia la mayor o menor fuerza del movimiento popular que presiona sobre él,  lo que conlleva el rechazo a toda forma de dualidad de poder.
      5. De las consideraciones anteriores, se sigue la necesidad de repensar un enfoque estratégico adaptado a una democracia capitalista consolidada, lo que implica asignar una importancia central a la lucha política dentro de las instituciones democráticas, pero también repensar un concepto de dualidad de poder despojado de algunas connotaciones innecesarias que se le asignaban en la tradición insurreccionalista.

Democracia y revolución

Existe una noción ampliamente compartida, aunque a menudo de forma tácita: la de identificar el órgano de dirección política de un proceso revolucionario con las instituciones de un régimen político posrevolucionario, sean soviets, parlamento o partido. Esta identificación aparece paradigmáticamente en la concepción de Lenin de los consejos: los soviets no son solamente los instrumentos de movilización de las masas en el marco de una crisis revolucionaria, sino también los embriones del nuevo Estado proletario. En los autores que se diferenciaron del sovietismo ruso (como Kautsky, los austromarxistas y los eurocomunistas) el razonamiento es similar: el parlamento o el Gobierno ejecutivo, dominado por los socialistas, debe dirigir el proceso político, en todo caso apoyado en la movilización social. 

Esta idea se suele aceptar transversalmente sin suficiente examen, y sin evaluar las consecuencias políticas que conlleva. En mi opinión, contra lo que los partidarios de la vía democrática e insurreccionalistas han considerado, no tiene porqué haber unidad entre la dirección en un proceso revolucionario y el poder político socialista posterior. La historia muestra que no ha habido tal continuidad en experiencias concretas.

En un proceso revolucionario, emergen organismos de autoorganización que movilizan y agrupan a las masas (consejos, asambleas, comités de fábrica). Aunque una revolución triunfante necesita un apoyo social masivo, los órganos que dirigen el proceso se basan siempre en un sector activo de vanguardia. Por lo tanto, la naturaleza progresiva de estos órganos y su carácter democrático son inseparables del desarrollo de una crisis revolucionaria. Una revolución puede ser «el más gigantesco acto democrático» (Trotsky) en la medida en que un sector amplio de las clases populares se vuelca a la acción política y destruye el viejo orden. Sin embargo, esta es la dinámica de una insurrección de masas, no la de un régimen político. Un poder político democrático y estable requiere legitimación social igualitaria; no puede depender del hiperactivismo de un sector de vanguardia, y mucho menos del hiperactivismo permanente de toda la sociedad.

Entonces, la imprescindible emergencia durante una crisis revolucionaria de organismos de autoorganización no hace de ellas necesariamente órganos de gobierno. De su vínculo indisociable al momento de auge revolucionario se sigue que estos órganos tienen una existencia transitoria. Su vitalidad depende de una atmósfera política efervescente y extraordinaria, obviamente provisoria. De hecho, si examinamos la experiencia histórica de manera honesta y rigurosa, se puede observar con claridad que nunca desempeñaron sistemáticamente un papel gubernamental. Ni siquiera en la Rusia del período 1917-1923, como se puede constatar fácilmente en el progresivo vaciamiento de los soviets y en la abrupta desafección política que siguió a la Revolución de Octubre.

Sin embargo, de esta constatación no se deduce, como argumentaron Poulantzas y otros autores de la «vía democrática», que la polarización política característica de un proceso de cambio pueda prescindir de órganos de doble poder durante un periodo de ruptura anticapitalista. Las instituciones de doble poder tienen un papel estratégico que cumplir, aunque no necesariamente deban ser entendidas como órganos protoestatales.

Estado y estrategia socialista en Poulantzas

En Estado, poder y socialismo, Poulantzas postula que el Estado debe analizarse en términos análogos a la conceptualización del capital de Marx. Al igual que el capital, el Estado no es una cosa o un instrumento sino una relación social. O, más precisamente, es «la condensación material de una relación de fuerza entre clases». El Estado cristaliza la hegemonía estructural de las clases dominantes pero también las luchas y la fuerza de las clases dominadas. El Estado capitalista no es una fortaleza a conquistar como si se tratara de un territorio extranjero. La relación entre el Estado y las clases populares no es de completa exterioridad: las clases populares y sus luchas están presentes en él de diferentes maneras, inscribiendo sus conquistas en las formas institucionales y en las políticas públicas (libertades democráticas, derechos sociales, etcétera). El Estado no es simplemente un «vigilante nocturno» o una «banda de hombres armados» sino una estructura capilarizada en la sociedad civil y sensible a las contradicciones sociales y a las relaciones de fuerza entre las clases.

Esta conceptualización del Estado da lugar a un nuevo marco estratégico que rompe con la tradición leninista del doble poder. La «vía democrática al socialismo» propone una estrategia dual que opera tanto dentro del aparato estatal, concebido como un «campo estratégico», como en la lucha de masas. La concepción leninista de un «contra-Estado» obrero dependía de ver al Estado como un mero instrumento de las clases dominantes. En contraste, entender el Estado como una «condensación» implica abordar la estrategia socialista como un proceso que involucra tanto la conquista de posiciones dentro de él —incluyendo el acceso al gobierno mediante elecciones—, como el desarrollo de movilizaciones de masas y experiencias de autogestión que ejerzan presión desde la base para una transición hacia el socialismo. Este proceso prolongado no evitará enfrentamientos ni momentos de ruptura.

¿Tiene el Estado poder propio?

A pesar de los méritos de esta reelaboración, existen problemas teóricos y políticos que deben abordarse. Para Poulantzas, el Estado tiene una autonomía «relativa» a una condición invariante: la determinación «en última instancia» de la economía. Esto inscribe a Poulantzas en la larga lista de teorías que Michael Mann llama «reduccionistas», la tendencia común de teorías liberales, pluralistas y marxistas a reducir el Estado «a estructuras preexistentes en la sociedad civil», en este caso al poder de la clase dominante.

El carácter relativo de la autonomía estatal fue entendido tradicionalmente en el marxismo como una forma de protección última de la ortodoxia. Admitir un poder autónomo del Estado, es decir, no sometido a una «última instancia», se considera idéntico a la concepción reformista de la socialdemocracia que hace del Estado una entidad neutral, árbitro de la competencia entre grupos sociales. Cualquier autonomía tout court —o una reconceptualización del concepto de «autonomía relativa» que no remita a la «determinación en última instancia»— nos desplazaría hacia una problemática reformista-pluralista en la que las diferentes clases pueden ejercer una influencia igualitaria en el Gobierno y el Estado es capaz de regular los desequilibrios económicos o sociales generados por el capital.

Así lo reconoció Poulantzas en su última entrevista, con Stuart Hall y Alan Hunt: «Yo mismo no estoy en absoluto seguro de que sea correcto ser marxista, uno nunca está seguro. Pero si se es marxista, el papel determinante de las relaciones de producción, en un sentido muy complejo, debe significar algo; y si lo hace, solo se puede hablar de “autonomía relativa”, esta es la única solución». Como lo muestra su célebre polémica con Ralph Miliband en las páginas de la New Left Review, para Poulantzas esto significa que el Estado no tiene un poder propio. Las instituciones estatales «no pueden sino ser referidas a las clases sociales que detentan el poder» o, dicho de otro modo, el Estado es «un lugar y un centro de ejercicio del poder, pero sin poseer poder propio».

Al reducir el «poder de Estado» al «poder de clase», Poulantzas encuentra muchas dificultades para afirmar simultáneamente la autonomía relativa y el carácter estructuralmente capitalista del Estado. Por su apego al concepto de autonomía relativa como una forma de retener el carácter de clase del Estado, Poulantzas fracasa en determinar la forma concreta en que el Estado capitalista cumple efectivamente su papel de clase preconcebido. En realidad, el concepto de autonomía relativa de Poulantzas es un obstáculo y no un recurso para establecer el vínculo estructural entre el Estado y el capital.

Contra lo que indica una interpretación generalizada, un análisis que afirme la autonomía estatal como algo irreductible al poder de clase puede sentar las bases estructuralmente capitalistas del Estado sobre fundamentos más seguros. En este punto el enfoque de Fred Block parece mejor encaminado. Block afirma que los «gerentes estatales» tienen una autonomía efectiva, no reductible al poder de clase. Pero la inserción del Estado en la economía capitalista los obliga, por sus mismos intereses, a buscar condiciones propicias para la reproducción de capital. El monopolio privado sobre la inversión crea una presión objetiva sobre las autoridades políticas a promover normas favorables a los intereses capitalistas. El riesgo de la huelga de inversiones y la fuga de capitales, con sus efectos desestabilizadores sobre la política y el Gobierno, los presiona a mantener un «buen clima de negocios». La autonomía del poder estatal no es contradictoria con su carácter de clase, que depende fundamentalmente de su inserción en relaciones capitalistas de producción.

El rechazo de Poulantzas a la distinción del poder de clase y poder de Estado como un intento de reserva ante el reformismo nos conduce a un callejón sin salida. Al restarle agencia al Estado, el problema de la disputa estratégica por su control tiende a desplazarse hacia la mayor o menor fuerza del movimiento popular que presiona sobre él. Inevitablemente, su expectativa es que la presión social conduzca a la radicalización de las direcciones reformistas mayoritarias.

Poulantzas continúa, entonces, el análisis clásico que considera al carácter relativo de la «autonomía relativa» un límite que permite establecer el carácter de clase del Estado. Sin embargo, mirado atentamente, puede observarse aquí una curiosa complicidad entre una reserva ortodoxa en la teoría y un «giro a la derecha» en la política. Si Poulantzas tuviera razón, ¿cómo valorar la experiencia histórica, que parece mostrar que la movilización popular exterior al Estado, por muy intensa que sea, siempre se topa con el margen de libertad que toda dirección política dispone y utiliza? ¿No se trata del efecto último del poder propio del Estado? ¿El precio que paga Poulantzas por su concepto del Estado como condensación no es disminuir la disputa propiamente política entre proyectos estratégicos antagónicos? Para tomar un ejemplo clásico, la revolución de noviembre de 1918 en Alemania, que concluye con los socialdemócratas mayoritarios en el poder y Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht asesinados por los freikorps al mando del socialdemócrata Noske, ¿fracasó por falta de presión desde abajo sobre el gobierno de Ebert o porque los socialdemócratas se hicieron con el poder con el objeto de contener la revolución y utilizaron el Estado con ese objetivo?

Poulantzas no ignora el problema del reformismo. En sus términos puede adquirir dos formas: la de la capitulación de las direcciones («socialdemocratización») o la de la típica incapacidad reformista de enfrentar la reacción de las clases dominantes (el caso de Allende). Sin embargo, la respuesta que encuentra a estos riesgos es la existencia de un «amplio movimiento popular» que presione por la base. Poulantzas llega con pocas palabras a la evaluación de los riesgos más serios de la estrategia socialista. Escribe:

No se puede afrontar aquí este peligro más que apoyándose activamente en un amplio movimiento popular. Digamos las cosas claramente: en todo caso, y frente a la estrategia «vanguardista» del doble poder, la realización de esta vía y de los objetivos que comporta, la articulación de los dos procesos que aspira a evitar el estatismo y el impasse socialdemócrata, suponen el apoyo decisivo y continuo de un movimiento de masas basado en amplias alianzas populares. (…) Si este movimiento desplegado y activo (la revolución activa, decía Gramsci, en oposición a la revolución pasiva) no existe, si la izquierda no consigue suscitarlo, nada podrá impedir la socialdemocratización de esta experiencia (…) Este amplio movimiento popular constituye una garantía frente a la reacción del adversario, aun cuando no sea suficiente y deba ir siempre unido a transformaciones radicales del Estado.

Luego agrega que este movimiento popular puede cumplir su papel solo en la medida en que no pretenda erigirse como un centro político alternativo que desafíe al Estado, es decir, como doble poder. El poder popular debe autolimitarse a ser un factor de presión sobre el Estado. Su rechazo a la dualidad de poder es una consecuencia natural de su definición del Estado como condensación sin poder autónomo. No se trata de que la emergencia de un doble poder sea improbable en una democracia consolidada, sino que es sencillamente indeseable. Sobre esto, afirma categóricamente: 

una situación de doble poder, incluso entre dos poderes de izquierda, no se parece en nada a un juego de poderes y de contrapoderes que se equilibran mutuamente para mayor bien del socialismo y de la democracia. Esta situación conduce rápidamente a una oposición abierta entre los dos, con riesgo de eliminación de uno en favor del otro. En uno de los casos el resultado es la socialdemocratización (el caso de Portugal), en el otro (eliminación de la democracia representativa) no es la extinción del Estado y el triunfo de la democracia directa, sino, aun plazo más o menos largo, una dictadura autoritaria de nuevo tipo. 

Poulantzas razona aquí de una manera análoga a la tradición insurreccionalista al identificar los órganos de dirección de un proceso revolucionario y la institucionalidad de un poder político socialista, aunque modificando las valoraciones. Si el Estado capitalista incluye conquistas políticas que es necesario conservar en un futuro poder político socialista, principalmente la democracia representativa (parlamento, sufragio universal, multipartidismo, libertades democráticas, etcétera), esto significa, en su opinión, que estas instituciones deben liderar el proceso de transformación. En cambio, delegar la dirección en un órgano extraestatal no significa «el triunfo de la democracia directa» sino la «eliminación de la democracia representativa», y «a un plazo más o menos largo, una dictadura autoritaria de nuevo tipo». Al igual que la tradición insurreccionalista, Poulantzas deduce que si durante el proceso revolucionario se delega la conducción a un órgano de «democracia directa», esta lógica se impondrá a todo el régimen político posterior, pero no se trataría de una democracia de base sino de una nueva «dictadura autoritaria».

Los organismos que emergen y toman el control de la situación política en una situación revolucionaria tienen impacto en la vida política e institucional posterior. Pero la heterogeneidad de la experiencia histórica no admite el tipo de fatalismo que sugiere Poulantzas y que recuerda a las críticas de Kautsky a la revolución rusa. Podemos pensar en el Comité Central de la Guardia Nacional francesa, que encabeza la insurrección en 1871 y luego dimite en favor de la Comuna de París; o en la revolución de febrero y de octubre en Rusia, con sus diferentes relaciones entre soviets, Gobierno provisional y Asamblea Constituyente (la combinación de soviets y Asamblea Constituyente fue defendida por buena parte de la dirección bolchevique antes y después de la revolución). Aunque Poulantzas no hace ninguna mención a la cuestión, el ejemplo histórico más relevante que desmiente su fatalismo es el de las propias revoluciones burguesas que tuvieron como corolario la emergencia de las instituciones liberales y republicanas. No hubo «vía democrática» a las instituciones democráticas del Estado capitalista.

Debemos a Poulantzas un avance decisivo hacia una concepción relacional y no instrumental del Estado. Pero el proceso históricamente inédito de «desimbricación» de las relaciones sociales que da lugar al Estado moderno (es decir, la separación del Estado y la economía como ámbitos independientes) confiere una autonomía real al poder estatal —y, por lo tanto, a las direcciones políticas que lo dirigen—, lo que implica que el Estado nunca es presa de relaciones de fuerza exteriores, sino que actúa sobre ellas, del mismo modo en que es constituido por ellas. Si el Estado es solamente la condensación de relaciones de fuerza entre las clases, «una condensación no puede ejercer poder» (Block). Comprender la legalidad y la dinámica propias del nivel de lo político nos devuelve al terreno de la lucha entre proyectos estratégicos antagónicos. Y, en último término, al problema del reformismo.

Repensar la dualidad de poder en un nuevo marco estratégico 

Si abandonamos el rechazo poulantziano al poder autónomo del Estado, la cuestión del doble poder adquiere una nueva luz. Si el Estado nunca se comporta como un simple reflejo de las relaciones de fuerza, puede actuar en reacción contra ellas hasta el punto de quebrarlas. O bien porque mantiene un núcleo irreductible del aparato represivo del Estado, incluso en los casos en que se debilita o desarticula, o bien, como es más usual, porque utiliza su poder autónomo para contener políticamente una situación crítica. El papel de la socialdemocracia lo demuestra en innumerables ocasiones: República de Weimar, revolución portuguesa, etcétera.

Si abandonamos el rechazo poulantziano al poder autónomo del Estado, la cuestión del doble poder adquiere una nueva luz.

Como es claro, Poulantzas no rechaza la centralidad de la movilización popular. Tampoco adhiere a algún tipo de gradualismo reformista, contra lo que han señalado rutinariamente muchos de sus críticos insurreccionalistas. Lo que rechaza, más bien, es la centralización de los órganos de democracia de base y su transformación en un punto concentrado de poder popular independiente. Entiende bien las consecuencias de la centralización en contextos de ascenso revolucionario. Cuando se procede a centralizar los organismos de autoorganización emerge un poder que puede tomar la iniciativa, se dota de independencia y aparece como un centro político alternativo, es decir, se configura una situación de dualidad de poder, que no solo ejerce presión sobre el gobierno sino que puede disputar la dirección del proceso político.  

La utilidad histórica efectiva que han mostrado los órganos de doble poder es su capacidad para expresar mejor las relaciones de fuerza en el marco de un ascenso revolucionario. Las viejas instituciones resisten o amortiguan el impacto de un cambio abrupto en las relaciones de fuerza. Un enorme poder social puede expresarse por medio de revueltas, movilizaciones o explosiones sociales. Pero si esa fuerza social no se centraliza en algún tipo de institucionalidad que pueda decidir actuar en conjunto, la más impetuosa movilización social puede volatilizarse, y toda la iniciativa queda en manos de las instituciones y las organizaciones preexistentes. 

El Estado (sobre todo su cúspide: el Gobierno ejecutivo, el parlamento, la alta burocracia) es por regla el espacio donde las presiones a la adaptación y la capitulación son más fuertes. En cambio, un poder que viene de abajo, basado en la participación masiva de sectores populares, permite expresar más directa y claramente los cambios rápidos de las masas, la alteración de las relaciones de fuerza y modificar así el equilibrio entre las corrientes moderadas, que tienen más peso en los órganos estatales, y las radicales, que tienden a abrirse paso en los organismos de autoorganización.

Algunos ejemplos históricos pueden ilustrar este punto con mayor claridad. En los años 1920, a partir de la revolución alemana, la Internacional Comunista formuló un enfoque estratégico bastante similar a la «vía democrática». En la Alemania de 1923, los gobiernos regionales electos dirigidos por la socialdemocracia (SPD) y el Partido Comunista (KPD), junto con el asedio burgués que se desató sobre ellos, sirvieron de impulso para la lucha revolucionaria. En la ciudad de Chemnitz se realizó entonces una conferencia de los consejos obreros de Sajonia. Existía un embrión de poder dual que podía tomar la iniciativa de la insurrección. Sin embargo, el SPD, que participaba minoritariamente en los consejos pero tenía un peso mayoritario en el gobierno, reclamó que la conferencia no se atribuyera potestades que correspondían al parlamento. El KPD decidió subordinar la posibilidad de la insurrección a un acuerdo unitario que nunca se consiguió, y la revolución alemana fracasó.

Si bien existía un embrión de autoorganización —y allí el KPD tenía más peso que el SPD— se frustró la dinámica por la autolimitación y la delegación («poulantziana», se podría decir) en las competencias del gobierno regional. Los reformistas, aun de izquierda, no estaban dispuestos a encabezar la insurrección, ni tampoco a delegar en un órgano de poder alternativo esa iniciativa. Al saber que el KPD no estaba dispuesto a avanzar en solitario, se supieron en dominio de la situación. En la medida en que el adversario es consciente de que conserva la última palabra, la capacidad de presión sobre él disminuye abruptamente. En cambio, si la presión se inscribe en un principio de desborde o desafío desde abajo de su control, la situación cambia y la dirección amenazada puede verse obligada a acompañar la radicalización en curso. Por eso la autolimitación «poulantziana» es el mayor obstáculo, incluso para la táctica de presión sobre las direcciones hegemónicas que postula Poulantzas.

Algo similar ocurrió en el fracaso de la revolución española, sobre todo en la experiencia catalana entre julio y septiembre de 1936. En aquel momento, el POUM accedió a entrar al gobierno de la Generalitat encabezado por el Frente Popular español y procedió, sorprendentemente por medio de Andreu Nin, a la disolución del Comité Central de Milicias. El levantamiento de julio de 1936 contra el golpe fascista había dado lugar a formas de autoorganización: los comités de milicias locales y el Comité Central de Milicias Antifascistas (CCMA). En tanto órganos unitarios, todas las corrientes tenían presencia allí, incluyendo las corrientes reformistas. Pero al igual que en la conferencia de Chemnitz, las corrientes reformistas —incluso la Esquerra Republicana, la famosa «sombra» de la burguesía— tenían poca influencia en esos órganos, mientras que en el Govern ejercían el mando. La decisión del POUM y Nin de aceptar la disolución del CCMA liquidó la posibilidad de contar con un poder alternativo capaz de superar las vacilaciones del Govern.

El patrón se repite: en los organismos de autoorganización las corrientes radicales encuentran un eco más propicio y se refleja mejor el cambio de relaciones de fuerza y la radicalidad de las masas en un momento de conflicto revolucionario. En cambio, por «arriba», las tendencias a la moderación, la adaptación y la influencia de los reformistas son más fuertes. En un contexto de este tipo, cuando se subordina el «abajo» al «arriba», incluso bajo la forma de la presión de uno sobre otro, el control de los reformistas sobre el proceso queda en general garantizado.

A modo de conclusión: una vía revolucionaria al socialismo democrático

Las críticas al enfoque insurreccionalista que se centran en su inviabilidad política en contextos de democracias liberales consolidadas me parecen esencialmente correctas. La idea de una crisis rápida por colapso de la autoridad estatal que sea aprovechada por una insurrección armada no se repitió nunca exitosamente cien años después de la Revolución de Octubre. Como se sigue de las intuiciones de Gramsci, el marco en el que hay que situar toda estrategia socialista en Occidente, al menos por el momento, es el de un Estado complejo y ramificado en la sociedad civil, una democracia capitalista consolidada y un marco de legalidad para la lucha política.  En el período actual, cuando la lucha de clases se intensifica, tiende a manifestarse mediante grandes movilizaciones sociales combinadas con disputas electorales. La necesidad estratégica de pivotar en torno a esta dinámica resulta ineludible. 

Un poder popular centralizado es esencial para desbordar la parálisis que impone la política reformista, incluso en un escenario «poulantziano» de radicalización de las direcciones reformistas mayoritarias.

Las razones que han esgrimido los partidarios de la «vía democrática» para abandonar el intento de «repetir Octubre» me resultan convincentes. También lo fueron para los mismos bolcheviques y la mayoría de la Internacional Comunista desde la década de 1920, cuando afrontaron los debates sobre las peculiaridades de la revolución en Europa occidental. Por otro lado, la forma típica en que se formuló la vía alternativa al «leninismo tradicional» presenta problemas teóricos y políticos significativos, que conducen en el plano estratégico a apostar todo a la radicalización de las direcciones reformistas hegemónicas bajo la presión popular, resignando la construcción de un doble poder independiente. Pero un poder popular centralizado es esencial para desbordar la parálisis que impone la política reformista, incluso en un escenario «poulantziano» de radicalización de las direcciones reformistas mayoritarias.

En un Estado democrático representativo, cualquier eventual proceso de transición hacia el socialismo probablemente surgirá de una crisis prolongada, durante la cual las instituciones liberales seguirán funcionando activamente. Esto hace probable que surja una representación electoral o gubernamental de la radicalización en curso. En este aspecto, la «vía democrática» está en lo correcto. Pero se equivoca —en un error simétrico al de los insurreccionalistas— al derivar de ello la necesidad de que sea la cumbre del Estado (el gobierno de izquierda electo) quien controle los acontecimientos. Por el contrario, es necesario acompañar un proceso de radicalización social con la construcción de un centro de poder alternativo, basado en los órganos de masas, que pueda decidir tanto presionar como desbordar a las direcciones políticas previamente establecidas, según lo plantee la evolución de los acontecimientos. 

Pero este papel estratégico del doble poder no implica asignarle la tarea de convertirse necesariamente en órganos de Gobierno. Un eventual triunfo revolucionario no debe conducir a la destrucción de las libertades democráticas basadas en el sufragio universal y la ciudadanía política sino a trazar los contornos de un nuevo poder político democrático, que no puede reducirse a organismos de autoorganización nacidos de un momento de irrupción volcánica de las masas. 

Es posible que surja tensión entre los órganos que asumieron el control de la vida política durante una crisis revolucionaria (como el partido y los organismos de autoorganización) y la necesidad de poner en funcionamiento instituciones para una democracia socialista de largo plazo. Ante estas tensiones, es fundamental reconocer que las ilusiones en algún tipo de democracia directa de masas permanente corren el riesgo de llevar a su contrario: la estatización generalizada de la vida social y la emergencia de un poder burocrático y bonapartista. La democracia incluye la dimensión del sufragio universal y la representación parlamentaria, aunque no se limita a ella. Como anticiparon los austromarxistas en los años 1920, es posible concebir formas mixtas de democracia que articulen instituciones de democracia representativa (asambleas legislativas), de democracia directa (referéndums) y de democracia económica (en el lugar de trabajo). Explorar la interrelación entre ruptura revolucionaria, transición al socialismo y democracia constituye un desafío central de nuestra época. Nuevas experiencias están por hacerse.

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