El texto a continuación es el prólogo de Contra el realismo capitalista, comunismo ácido: Antología de K-Punk, de Mark Fisher (Manifest, 2024).
Hace algún tiempo, a propósito de un curso de formación que lanzamos desde el Instituto de Estudios Culturales y Cambio Social (IECCS), Alberto Toscano, crítico cultural y amigo personal de Mark Fisher, decía con cierto extrañamiento que le resultaba sorprendente que la obra de Fisher estuviera traspasando fronteras con la velocidad y la contundencia que lo estaba haciendo. Obviamente, Toscano no dudó jamás de la calidad y la profundidad analítica de los textos de su colega; más bien, el asombro se debía —como también explicó— a que tanto las inquietudes de Fisher como sus abundantes referencias a la teoría y la cultura popular eran genuinamente británicas.
Cualquiera que haya leído algunos de sus textos previamente sabrá que era cierto aquello decía Toscano. Muchísimos de los escritos del autor que nos ocupa en este volumen están colmados de alusiones a grupos y estilos musicales, series y programas de televisión, o entresijos políticos y crítica cultural producida en Reino Unido a partir de la segunda mitad del siglo XX. Entonces, ¿a qué se debe el interés tan brutal que ha generado más allá de las fronteras de su propio contexto nacional? O, por formularlo en los términos con los que se interpela el propio Fisher en el primero de los artículos de esta compilación: ¿por qué K?
La internacionalización del pensamiento de Fisher no se entendería sin el marco de la globalización y la universalización de sus consecuencias más nefastas, de los síntomas y los dolores compartidos que ahora se extienden más allá de las fronteras nacionales. Una de las grandes virtudes del autor habría sido la de identificar los orígenes y la circulación de estos dolores y dotarlas de un cuerpo coherente, de articular los efectos nocivos del realismo capitalista sobre la vida psíquica y el empobrecimiento de la cultura. Parafraseando a Marx, los artículos del crítico británico serían algo así como lanzar un torpedo a la línea de flotación de un puñado de cuerpos depresivos que se encuentran a la deriva en medio de un malestar difuso, empujados por la inercia de una disforia emocional de la que parecen desconocer las causas. Además, a la difusión de su obra habría que sumarle la encomiable labor editorial de compilación y traducción de sus artículos, libros y entradas del blog, a la que con este volumen queremos contribuir humildemente. Esta aportación también sería una forma de rendirle homenaje, es decir, de traicionar al autor, de ir más allá, de samplear su voz no para que piense por nosotros, sino para que nos ayude a plantearnos las preguntas adecuadas[1].
La trayectoria intelectual de Fisher es una trayectoria muy particular que debe de ser entendida allende las preocupaciones clásicas de la academia, quizá como una colección de inquietudes de carácter personal y militante. Hastiado de aquello en lo que se habían convertido los Estudios Culturales, una disciplina desconectada de los problemas del mundo real cuyo potencial de transformación había sido neutralizado y enclaustrado en las intrigas departamentales, Fisher se sentía fascinado por los nuevos retos que ofrecía el ciberespacio y las potencialidades del postpunk. Fue así que, acorazado en un arsenal teórico inspirado en los textos de Gilles Deleuze y Guattari, Baudrillard o Lyotard, entre otros, y con la compañía de intelectuales como Nick Land, Sadie Plant o Kodwo Eshun, crearon la Unidad de Investigaciones sobre Cultura Cibernética, más conocida por su acrónimo: CCRU, en 1995 en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Warwick.
Unos años más tarde, después de haber defendido su tesis doctoral, Flatlines constructs: gothic materialism and cybernetic theory fiction, fundó su blog K-Punk, con el objetivo de volver a la escritura y recuperar la frescura más allá de la presión y los marcos anquilosados de la academia. Pero lo que comenzó siendo un experimento sin demasiada importancia, pronto se convirtió en un lugar privilegiado para el aprendizaje y la proliferación de ideas. Desde el inicio, K-Punk funcionó como un centro de anudamiento de una red mucho más extensa, formada por colegas y, a su vez, críticos musicales, filósofos o teóricos de la arquitectura. El desarrollo y la evolución del corpus teórico de Fisher no podría ser entendido sin el blog. Los escritos aquí presentados tienen que ser leídos como formando parte de una constelación mucho más amplia, en diálogo con sus propias coyunturas y las nuevas tendencias del pensamiento que estaban gestándose en la blogosfera.
La experiencia como profesor y el encuentro con obras como la de Slavoj Žižek o Stuart Hall lo fueron alejando paulatinamente de las tesis defendidas por la CCRU y aproximándolo a posiciones más matizadas de un aceleracionismo de izquierda y un nuevo tipo de materialismo cultural, que él definiría como «modernismo popular». Esto es especialmente visible en la producción más tardía, sobre todo en algunos de los textos publicados en Los fantasmas de mi vida[2] y la introducción lamentablemente inconclusa aquí presente, «Comunismo Ácido». Resulta cuanto menos curioso que paulatinamente se reconciliara con una de las tradiciones intelectuales que rechazaría en sus inicios, tal y como hizo con los pioneros de los Estudios Culturales, el ya citado Hall o Raymond Williams, por ejemplo. En realidad, el espíritu transdisciplinar que caracteriza la totalidad de la obra de Fisher, desde el psicoanálisis a la filosofía pasando por la crítica musical, conecta con los anhelos posdisciplinares de los Estudios Culturales de la década de los sesenta y la Nueva Izquierda británica, así como con la ambición de pensar y escribir como una forma de intervención política y una apuesta auténticamente marxista por poner la teoría al servicio del cambio social.
Una escritura intempestiva y rapsódica
David Harvey, en un largo y brillante artículo en el que trata de explicar la dialéctica interna del pensamiento de Williams, propone una hipótesis que bien podría aplicarse a la vida y la obra de Fisher. Su pertenencia de clase lo vinculaba con la miseria de la experiencia vivida de los oprimidos. Sin embargo, su propio estatus adquirido de intelectual le proporcionaba un cambio de perspectiva, un lugar privilegiado de observación y producción científica. Como Williams parecía indicar, no podemos funcionar sin ambas cosas, sin la abstracción que nos conduce a desvelar el carácter universal de la explotación a través de la teoría ni tampoco sin el hecho en bruto de las realidades experimentadas. Hacerlo sería «disminuir, o incluso perder, la pura rabia contra la injusticia y la explotación que tanto impulsa el esfuerzo por el cambio social»[3].
Ese «particularismo militante», término acuñado por Harvey, es probablemente la clave del encantamiento que produce la obra de Fisher. La suya es la escritura del intelectual apasionado: una mezcla entre la precisión analítica del mejor de los teóricos y militantes, la abundante erudición y recursos bibliográficos del académico, y el ardor y la rabia que escupe desde lo más hondo de las entrañas el oprimido. Además, su estilo y sus inquietudes nos enseñan algo muy importante, sobre todo a quienes nos sentimos atrapados en los circuitos académicos y su política autoritaria de publicaciones: la inteligencia y el rigor no están, en absoluto, reñidos con las experiencias de la cotidianeidad o con la cultura popular y lo mainstream.
Dijo una vez Rosa Luxemburg que no es posible lanzar contra la clase obrera un insulto más grosero ni una calumnia más indigna que la frase «las polémicas teóricas son solo para los académicos». El crítico británico, a partir de la propia experiencia del desclasamiento, pareció llegar a las mismas conclusiones: nos han hecho creer que tratar a la gente como si fuera inteligente es «elitista», mientras que tratarlos como si fueran estúpidos es «democrático», decía.
Una serie de tópicos aparecen ya casi de manera automática junto al nombre de Fisher, que nos permiten cartografiar y orientarnos en nuestro presente: realismo capitalista, hauntología, modernismo popular, futuros perdidos, anhedonia depresiva, cancelación del futuro, etc. Una constelación de conceptos se suceden en sus escritos sin una dirección fija. El lector pronto advertirá que los textos de Fisher tienen un ritmo ágil, sucediéndose análisis sobre música, televisión, series, películas, literatura o filosofía. Lo que nos propone es una escritura y una vocación popular a través de la reseña de libros, el comentario de películas, el análisis de series de televisión o la contextualización de un álbum de música.
Es un crítico de lo concreto y lo particular, sus reflexiones siempre parten de un objeto definido. Sus análisis culturales no funcionan a la manera de meros ejemplos de ideas previamente elaboradas. Una cosa es escribir sobre música o cine; otra bien distinta hacerlo desde y con la música o el cine. En un sentido deleuziano, podríamos decir que su ejercicio de escritura es un artefacto que lo hace devenir y producir. Su atención a lo cotidiano sigue la estela de la Escuela de Birmingham y los estudios culturales, situando a Richard Hoggart y Hall como precursores. Cuando reflexiona sobre acontecimientos políticos, lo hace para mostrar cómo sus síntomas permean al conjunto de la vida cotidiana. Hay una clara voluntad política tras el gesto de recuperar la música, la literatura o la televisión que, secuestradas hoy por el mercado, deprimen la imaginación.
Fisher nos propone un tipo de escritura no sometida al yugo de algunos formalismos académicos que resultan asfixiantes; y que domestican, neutralizan y anulan fenómenos que no entran dentro de sus parámetros y métricas. K-Punk, alter-ego digital de Fisher con el que firmaba sus escritos en un circuito de blogs, le permitió trazar una línea de fuga a los corsés de la escritura académica. Ello no lo condujo a una posición anti-intelectualista, sino a pensar en la potencia de aquellas formas del discurso consideradas marginales. Su propuesta se nos presenta rigurosa y lúcida, pero no académica, a partir de un uso poco convencional de los conceptos. El resultado es un estilo perspicaz y punzante:
Comencé a postear en el blog como un modo de volver a escribir luego de la experiencia traumática de hacer un doctorado. El trabajo del doctorado hace que creas que no se puede decir nada sobre ningún tema hasta no haber leído a todas sus autoridades. Pero escribir en el blog parecía un espacio más informal, sin presiones. Era un modo de forzarme a regresar seriamente a la escritura […]. Pero hoy tomo al blog como algo mucho más serio que los papers académicos.[4]
Se propuso así desbordar el formato de escritura académica. En efecto, múltiples dispositivos académicos (rankings, estadísticas, memorias de investigación, tablas comparativas, informes, plataformas o registros virtuales de citas, publicaciones, seguidores, etc.) imponen una epistemología subalterna, una inhibición permanente que nos lleva a interiorizar el miedo en las propias condiciones de enunciación. Los dispositivos de captura canalizan la expresión del movimiento, controlan el sentido y guían el imaginario. La definición de la «excelencia» académica, de la «calidad», pasa por un número infinito y complejo de reglas que, para cumplirlas, esto es, para ser excelente, el investigador tiene que fijar más su atención en ajustarse bien a ellas que al tema mismo de su investigación. El investigador ideal es aquel emprendedor, empresario de sí mismo, competitivo, activo, polivalente y flexible, que desarrolla el espíritu emprendedor, la innovación y la autorrealización, dispuesto a comprometerse en el proceso ciego y permanente de competencia por contratos, publicaciones y proyectos. El resultado no puede ser más paradójico: los dispositivos de control que tratan de incentivar la calidad de la investigación terminan rebajándola.
Si bien Fisher se deja acompañar por una constelación teórica recurrente, nunca dejó de lado el carácter intempestivo y rapsódico de su escritura. Sus textos se inscriben en una dimensión rapsódica y no orgánica: recoge intuiciones y preocupaciones surgidas en épocas distintas y las desarrolla según campos de conocimiento diversos. Propone una metodología recombinante de escritura, atravesada por diferentes agenciamientos colectivos de enunciación, frente a los desarrollos meramente lineales que reclama el contenido argumental. Desde la insatisfacción experimentada por el modo de pensamiento que permiten las formas académicas, se propone desafiar así los criterios desde los que seguir pensando. En su vasta producción, un océano de textos, notas, entrevistas e intuiciones, se tratan temas que vuelven una y otra vez, mirados desde prismas y perspectivas distintas, elaborados bajo circunstancias y criterios dispares, y a la luz de objetos que desafían las categorías que ya venían siendo pensadas.
La de Fisher es una forma de discurso diferente, sus reflexiones se tornan singulares. Nos encontramos con una experiencia de pensamiento intempestiva y, en cierto modo, irrepresentable. De su lectura, solo nos cabe salir más problematizados. Se intuye en sus formas algo de la desmesura propia del filosofar nietzscheano: «actuar contra su tiempo y, de esa manera, sobre su tiempo y, espero, a favor de un tiempo por venir»[5].
El trabajo o la vida: la sociedad de control y la dimensión psicosocial del posfordismo
Probablemente, el grueso de la obra de Fisher habría que interpretarlo como una serie de declinaciones de un núcleo básico: la noción de realismo capitalista, ese principio de Margaret Thatcher que terminó imponiéndose como la ideología triunfante del neoliberalismo, basado en la naturalización de su lógica de funcionamiento como la única posible. Esta idea fue ampliamente desarrollada en el libro de título homónimo, Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?[6], que muy pronto otorgó a Fisher el reconocimiento de la izquierda británica y, poco tiempo después, también a nivel internacional. La obra es la culminación de una serie de inquietudes intelectuales, investigaciones y experiencias previas, y una amalgama de referencias bibliográficas, videográficas y musicales sobre las que había estado ensayando en su blog y en otras publicaciones en forma de artículos y textos breves, muchos de los cuales están disponibles en esta compilación.
Una parte importante no solo del libro que precipitó su popularidad, sino también de su biografía, se centró en buscar las causas socioculturales de los trastornos de salud mental. Desde una edad muy temprana, en la adolescencia, según ha hecho saber el propio autor en varias entrevistas y algunos de sus escritos, hasta finalmente su suicidio en el año 2017, Fisher padeció múltiples depresiones y pasó por varios centros hospitalarios. Él estaba convencido de que su condición de enfermo mental estaba íntimamente ligada a sus orígenes de clase y fue eso lo que le empujó a indagar en las determinaciones entre las transformaciones del sistema capitalista y las causas del crecimiento exponencial de los trastornos de salud mental. «¿Cómo se ha vuelto aceptable que tanta gente, y en especial tanta gente joven, esté enferma? »[7], se preguntaba.
Antes de comenzar a rastrear las huellas sociopolíticas del malestar contemporáneo, habría que interrogarse sobre la siguiente cuestión: ¿puede encontrar un determinado periodo del desarrollo capitalista sus equivalentes patológicos? Es decir, ¿es posible vincular el actual estadio del sistema capitalista, el neoliberalismo, con la abundante proliferación de trastornos de salud mental? Esta es una pregunta que nos obliga a contextualizar la enfermedad, sobre todo las relacionadas con el malestar psíquico, y que únicamente puede encontrar una respuesta examinando las transformaciones sociopolíticas acaecidas en las últimas décadas.
¿Ha provocado efectos sobre la salud de los trabajadores el paso de un régimen de acumulación a otro, las variaciones que han provocado el tránsito de una arquitectura social a otra muy diferente? Para el crítico británico, los síntomas y sus manifestaciones no pueden ser aislados del resto de campos de lo social: la economía, la política o la cultura, por ejemplo. Esto no quiere decir que Fisher subordine en su totalidad los trastornos de salud mental a otras esferas del dominio social, oponiéndose a cualquier diagnóstico del discurso clínico, sino que lo que realmente le interesaba, y esto es una constante en muchos de los textos que vamos a encontrar en este volumen, era desvelar y hacer énfasis en la dimensión política de los mismos.
El manifiesto «Todos estamos muy ansiosos. Seis tesis sobre la ansiedad», publicado en el año 2014 por el Institute of Precarious Consciousness y referenciado por Fisher en varias ocasiones, reforzó las intuiciones previas de sus escritos, ahondando sobre la idea de que cada periodo histórico encuentra su correspondencia con la aparición de nuevos síntomas del malestar y que, por lo tanto, estos no pueden ser interpretados al margen del modo de producción dominante. Así, al politizar la salud mental, la sustrae del «naturalismo capitalista», esto es, del lugar «natural» asignado, y le permite atender a sus causas sociales:
Cada fase del capitalismo tiene una especial afección que lo mantiene unido. Esto no es una situación estática. La prevalencia de una afección dominante en particular es sostenible solo hasta que estrategias de resistencia son capaces de romper esta afectación particular y/o sus fuentes sociales son formuladas. Por lo tanto, el capitalismo constantemente entra en crisis y se recompone alrededor de las afecciones más recientes.[8]
¿Cuáles son, entonces, las afecciones propias de la estructura de sentimientos del capitalismo tardío? ¿A qué nuevas expresiones de la enfermedad dio lugar el tránsito del régimen fordista de la fábrica a la sociedad posfordista de la flexibilidad? ¿Qué consecuencias psicológicas tuvo la apertura de la sociedad disciplinaria del encierro a otra regida por el control y la incertidumbre? O, por expresarlo en términos materialistas: ¿cuál es la economía política del malestar contemporáneo? Fisher se propone atender a la dimensión fenomenológica de la precariedad, como experiencia vivida; y a las afecciones psicológicas que genera: la depresión, la euforia consumista, etc.
A partir de la década de los setenta se armó toda una contraofensiva del heterogéneo bloque capitalista con el objetivo de dar una réplica contundente, tanto al poder de los trabajadores organizados en sindicatos y otras formas de asociaciones obreras como a las energías liberadas a partir de la segunda mitad del siglo XX. Ya desde finales de los años cincuenta comenzaban a pergeñarse algunas de las revueltas a lo largo y ancho de todo el globo que alcanzarían su punto álgido en el mes de mayo de 1968. No obstante, la reorganización de las fuerzas del mercado tendría como resultado la cooptación de partes de las energías vitales de liberación de las cadenas del régimen fordista de la fábrica, que condenaba a los trabajadores a una vida repetitiva y tediosa a cambio de un salario para garantizar los recursos básicos y satisfacer las falsas promesas de la nueva sociedad de consumo.
Raoul Vaneigem, teórico de las corrientes situacionistas, en su libro Tratado del saber vivir para uso de las generaciones jóvenes[9], publicado un año antes de la explosión del Mayo Francés, escribía: «no queremos un mundo en el que la garantía de no morir de hambre equivalga al riesgo de morir de aburrimiento». Sin embargo, ante el desconcierto general de las corrientes dominantes de la izquierda, con honrosas excepciones, y su debilidad a la hora de proponer un horizonte alternativo, las demandas antiautoritarias en su conjunto fueron absorbidas y, en un proceso de metamorfosis sin precedentes, puestas al servicio de la construcción del proyecto neoliberal. Asumir esta derrota histórica como el desarrollo de tensiones multifocales, el desenlace de una correlación de fuerzas y debilidades geopolíticas, es algo muy diferente de la visión conservadora que comparten algunos sectores de la izquierda y la derecha política: la interpretación de las revueltas como una expresión del hedonismo de los jóvenes estudiantes y, por lo tanto, el desvelamiento de las mismas como la condición de posibilidad del neoliberalismo, nada más que una consecuencia lógica.
En el texto Comunismo Ácido. Una introducción inconclusa, el proyecto de manuscrito que quedó interrumpido tras su muerte y que se encuentra recogido en este volumen, Fisher analiza con cierta profundidad cómo el fracaso forzado de otra modernidad condujo del mundo soñado a la catástrofe, parafraseando el título del famoso ensayo de Susan Buck-Morss. Por decirlo empleando algunos términos gramscianos, si Hall definió el thatcherismo como una revolución pasiva, un proyecto de modernización regresiva, para Fisher el golpe de Estado en Chile de 1973 podría definirse como una guerra de movimientos que pretendía obturar la posibilidad de otros horizontes. El experimento chileno terminó convertido en la antesala brutal de la implementación ideológica del neoliberalismo, esta vez sí, su condición material de posibilidad. Tanto es así que, una vez llevado a cabo el golpe de Estado, el ejército se puso en contacto con un grupo de investigadores que habían sido formados en el Departamento de Economía de la Universidad de Chicago, pupilos de Milton Friedman y Arnold Harberger, con el propósito de elaborar un plan económico para la reconstrucción del país, finalmente conocido como El Ladrillo.
El desarrollo de este nuevo sistema de alianzas entre sectores de la economía, la cultura y la política permitió implementar toda una serie de reformas que dieron lugar a la reestructuración postfordista. Es decir, a vivir una vida inundada por un estado de precariedad permanente, entendiendo aquí precariedad no únicamente en un sentido laboral sino como un debilitamiento forzoso de la vida en su conjunto, que pueden concretarse en algunas de las siguientes medidas: 1. La sustitución del trabajo fijo hacia modos cada vez más informales e itinerantes; 2. La actualización periódica de la situación laboral mediante sistemas de «desarrollo profesional continuo» para la evaluación del propio desempeño; 3. El ataque a los servicios públicos, los programas de bienestar social o los sindicatos. Además, la inoculación ideológica de este nuevo estadio del capitalismo a todos los rincones de la cotidianeidad logró generar un clima de incertidumbre generalizado, provocando así un «estado permanente de pánico de baja intensidad»[10].
El sometimiento de los cuerpos en las nuevas sociedades de control y la pulsión de hipervigilancia autoinducida ha generado nuevos tipos de malestar. La fatiga industrial asociada a los entornos laborales de la fábrica, el deterioro físico y el tedio de la monotonía, ha dado paso al agotamiento y la saturación intelectual y somática, provocando la multiplicación de enfermedades y nomenclaturas hasta ahora desconocidas y menospreciadas por el discurso científico. En una lectura muy sugerente de los textos de Fisher, el sociólogo César Rendueles sugirió una vez que la bipolaridad, caracterizada por alternar entre fases maníacas y depresivas del estado de ánimo, es en realidad un trastorno adaptativo a los ciclos de acumulación y desposesión cada vez más cortos del neoliberalismo: a medida que la producción y la distribución son reestructuradas, también lo son los sistemas nerviosos, diría Fisher[11]. Es una peculiaridad radicalmente novedosa del capitalismo tardío la que provoca que los seres humanos estemos atrapados en periodos frenéticos de rotación entre la ocupación y el desempleo, algo que tiene como una consecuencia habitual la incertidumbre respecto al futuro.
Es más sencillo, entonces, deducir ahora que el incremento desorbitado de otras afecciones que se caracterizan por su falta de control y previsión hacia lo que vendrá —y, por lo tanto, también por lanzar una mirada melancólica hacia un pasado de mayores certezas—, como la ansiedad o la depresión, se encuentren íntimamente ligadas con las transformaciones políticas y económicas de las últimas décadas. Como decíamos unos párrafos más arriba, el propio Fisher ha narrado en varias ocasiones cómo su fuerte trastorno depresivo siempre estuvo mediado por su condición precaria y una trayectoria profesional inestable.
Hace unos meses, el politólogo Pablo Simón explicaba en televisión que aquello que resulta una novedad respecto a las generaciones anteriores no es que vivamos en peores condiciones, sino que no existen evidencias ni expectativas de que el porvenir vaya a ser mejor que el estado actual de nuestro presente. Es así que ante la ausencia de una salida al laberinto de la precariedad vital, la nostalgia se revela como un síntoma de época, un poderoso afecto provocado por la pérdida del sentido histórico: eso que Fredric Jameson llamaba la ruptura de la cadena significante. La profecía del fin de la historia, que jamás llegó a cumplirse, consistía en hacer de la cotidianeidad una multiplicación de estímulos dispersos, una yuxtaposición de momentos ante la ausencia de una épica coherente.
No es casualidad, como cuenta Franco Berardi «Bifo»[12], otro de los referentes intelectuales del crítico británico, que el incremento de consumo ansiolíticos en los años noventa viniera de la mano del nuevo paradigma económico y cultural y de las promesas incumplidas de liberación en el ciberespacio.
La consecuencia de esta adicción a la matrix del entretenimiento es una interpasividad agitada y espasmódica, acompañada de una incapacidad general para concentrarse o hacer foco. Los estudiantes no pueden conectar su falta de foco en el presente con su fracaso en el futuro; no pueden sintetizar el tiempo en alguna especie de narrativa coherente.[13]
Así como para los pioneros de los Estudios Culturales, desde Williams a Hoggart, el desempeño profesional en la educación para adultos tuvo una importancia colosal para el desarrollo del ojo clínico con el que captaron las transformaciones culturales del siglo XX, para Fisher la relación con sus alumnos será fundamental para emplazar toda una serie de patologías emergentes en el siglo XXI. La precisión analítica del autor, una vívida pulsión intelectual basada, en muchas ocasiones, en la propia experiencia y la crítica experimental en el blog K-Punk, lo convirtieron en una de las voces privilegiadas de nuestra era para desvelar las entrañas de la economía política del sufrimiento en las sociedades posmodernas.
En el texto «Nadie es aburrido, todo es aburrido», que podréis encontrar en esta compilación, cuenta que si bien el capitalismo cibernético ha neutralizado el tedio mediante la proliferación de estímulos de baja intensidad, algo que se observa, por ejemplo, en la compulsión por actualizar el timeline de Twitter una y otra vez, también ha extirpado el aura de la cultura que aún conservaba la capacidad para sorprender. Esto provoca modificaciones en la conducta: lo que antes podía ser señalado como una patología, con un diagnóstico como el del trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH), ahora, para las nuevas generaciones, es un rasgo ontológico.
En su libro Realismo capitalista, Fisher define este estado anímico ampliado bajo el nombre de «anhedonia depresiva»: lo que ya no consistiría en la incapacidad para sentir placer, sino en la incapacidad para hacer cualquier cosa que no sea buscarlo. Estas pulsiones inconscientes se acoplan perfectamente con la ideología dominante del absolutismo felicista, la resiliencia y la literatura de autoayuda, las nuevas tecnologías y las formas del trabajo flexible, eliminando la posibilidad de un afuera. El capital es ahora escurridizo, huyó de los viejos centros disciplinarios, pese a que a día de hoy todavía interpretan un papel fundamental, y se volatiliza en todas las áreas de la estructura social. Ya no hay grandes diferencias entre el trabajo y el ocio o la cultura, o, por formularlo en los términos clásicos, entre la base y la superestructura.
El trabajo precario trae consigo nuevos tipos de miseria: la presión permanente, posibilitada por las telecomunicaciones móviles, implica que la jornada laboral ya no tenga cierre. Una población siempre conectada vive en un estado de depresión insomne, incapaz de desconectarse.[14]
La pregunta que cabría hacerse a estas alturas, que es el interrogante al que Fisher quiere encontrar una respuesta, sería: ¿hay alternativa? ¿Existe una salida política a este laberinto patológico denominado neoliberalismo? A lo largo de su vida, el pensador británico ensayó diferentes modos de militancia, y, en repetidas ocasiones, logró sacar fuerzas de flaqueza cuando se agravaron los episodios depresivos para continuar escribiendo en K-Punk e interviniendo en la conversación pública. Él tenía claro que el pensamiento de que no es posible esbozar otro horizonte… ¡es una trampa! Otro de los síntomas que observó en su alumnado, y que más tarde extrapolaría a la sensación de agotamiento generalizado entre las clases populares, es el de la «impotencia reflexiva», un pesimismo histórico articulado en torno a la experiencia de la inferioridad que se ha instalado en los cuerpos y funciona a la manera de una profecía autocumplida: la idea de que nada va a cambiar y, por lo tanto, no debemos hacer nada para cambiarlo[15].
La inercia de que no hay una posibilidad real de transformación es parte del núcleo básico del realismo capitalista y su correlato ideológico. Como habíamos mencionado, la percepción de un malestar difuso generalizado se impone al modo de una potencia depresiva que ya no puede ser curada, únicamente pospuesta en el tiempo mediante el uso de terapias psicológicas de adaptación a un sistema que es por definición inhabitable y el consumo de fármacos como ansiolíticos o antipsicóticos. La probabilidad de encontrar una vía de escape a la epidemia de trastornos de salud mental sería inverosímil debido a que está sujeta a un sustrato biológico y, entonces, inmutable.
La reducción de la enfermedad a un simple desequilibrio químico en el cerebro, por un lado, favorece el discurso de una sociedad compuesta por individuos, erradicando así la posibilidad de antagonismo y conflicto social. Y, por el otro, porque se convierte en un mercado enormemente lucrativo para las grandes compañías farmacéuticas. Es decir, te enferman y, después, te venden una cura que no es tal, sino que simplemente te permite continuar en el circuito de la explotación por un tiempo limitado, hasta recaer en otro brote de pánico o depresión. De ahí que, para el autor que nos ocupa en estas páginas, «esta depresión es, en sí misma, tanto un síntoma como la causa de algo más: la descomposición de la solidaridad de clase»[16].
La hauntología: volver sobre los futuros perdidos
Entonces, ¿cómo desatar las amarras que mantienen unido al bloque histórico del capitalismo tardío? O, en palabras del propio Fisher, ¿cómo matar a un zombi? Deleuze, en su conocidísimo «Post-scriptum. Sobre las sociedades de control», se interrogó sobre la voluntad de la izquierda para ofrecer una respuesta política a las todavía incipientes condiciones del posfordismo:
Una de las cuestiones más importantes es la inadaptación de los sindicatos a esta situación: ligados históricamente a la lucha contra las disciplinas y a los centros de encierro, ¿cómo podrían adaptarse o dejar paso a nuevas formas de resistencia contra las sociedades de control? ¿Puede hallarse ya un esbozo de estas formas futuras, capaces de contrarrestar las delicias del marketing?[17]
Fisher se propone una crítica cultural y política, un análisis de las transformaciones subjetivas a partir de su interpretación de los fenómenos estéticos. O, dicho en otros términos, mostrar en qué medida la dimensión política de la cultura se halla inscrita en nuestras coordenadas ideológicas. Atiende, pues, a los aparatos ideológicos contemporáneos y traza una interrogación sobre los modos de subjetivación en la cultura, una sospecha sobre los productos culturales y sobre qué se expresa en ellos. Toda su obra se articula a partir de una premisa fundamental: asistimos hoy a una crisis de la imaginación en la cultura popular. Desde esta perspectiva, se pregunta por qué la cultura ha perdido la capacidad de asir y articular el presente, por su despolitización. ¿Qué futuro nos permite imaginar la cultura contemporánea? Hay que pensar cómo intervenir sobre esa cultura que se ha reconciliado con el presente y que participa activamente de él, del realismo capitalista. La cultura de masas sigue siendo un terreno de lucha política, no un espacio clausurado por las formas capitalistas. He aquí una metodología de análisis: cartografiar las formas del malestar analizando la cultura contemporánea; y, al tiempo, señalar el potencial transformador de la cultura.
Influido por las teorizaciones de Louis Althusser, Fredric Jamenson y Žižek, introdujo el ya clásico concepto de «realismo capitalista», señalando con él la imposibilidad de concebir formas alternativas en el interior del marco capitalista. Las lógicas del capitalismo dibujan hoy los límites de la vida política y social. Es una narrativa global que neutraliza cualquier amenaza que ponga en jaque su existencia. De ahí la clásica aseveración: «es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo». Fisher, como decíamos previamente, define el realismo capitalista como «una atmósfera que condiciona la producción de cultura, la regulación del trabajo y la educación; una barrera invisible que impide el pensamiento y la acción genuina». Da cuenta de una atmósfera omniabarcativa pero invisible; penetra en toda la producción cultural y en las formas de interacción social, reproduciendo el capital como la única realidad posible.
Tal es, pues, la constatación en nuestro presente: vivimos un momento de declive de nuestra imaginación individual y colectiva. La experiencia del tedio se ha instalado en la lógica del realismo capitalista; un aburrimiento que nace de la sensación de que no hay alternativa, una despotenciación que toma la forma de consumo mercantil, reducido a lo banal y mediocre. El problema del realismo capitalista tiene que ver con el modo en que se ha convertido en una patología de la izquierda, en cómo hemos interiorizado esta narrativa. El principal síntoma del realismo capitalista en las izquierdas es el auge de la nostalgia. Pero contrario a este conservadurismo sensible, a esta tonalidad nostálgica y a la fuerza del consumo repetitivo, Fisher nos invita a buscar los futuros perdidos.
Ha sido Fisher una de las figuras que mejor ha sabido traer al presente la promesa incumplida de las décadas de los sesenta y setenta desde una perspectiva benjaminiana. Introduce el concepto de «hauntología», referido a los futuros perdidos, a aquello que nunca ocurrió pero que podría haberse realizado. La «hauntología» es una ontología de lo fantasmal, está y no está: «necesitamos construir aquello que se prometió tantas veces pero que nunca se hizo efectivo a lo largo de las sucesivas revoluciones culturales de la década de 1960: una izquierda antiautoritaria efectiva […] El problema crucial que enfrentamos hoy en día: la relación del deseo con la política en un contexto posfordista»[18]. Fisher propone repetir el 68, reclamar sus espectros, convocarnos como coetáneos y contemporáneos de su posible repetición, de efectuación desde el presente.
El pacto post-45 fue posible gracias al silenciamiento del dolor material del cuerpo; y el 68 construyó una escena desde la que politizar ese dolor. La izquierda entró en crisis por su incapacidad para nombrar lo deseable, para ir más allá de las formas disciplinantes de la izquierda fordista y sus aparatos sindicales; una crisis como consecuencia de su renuncia a disputar la rearticulación luego del acontecimiento del 68. Como escribiera Fisher, «la izquierda nunca logró procesar este golpe; quedó mal parada y no entendió la forma en que el capital pudo dar movilidad y metabolizar el deseo del trabajador de emanciparse de la rutina fordista»[19].
El 68 supuso, pues, un cambio de régimen libidinal. La respuesta de la izquierda fue la de una huida hacia atrás: vuelta a la disciplina de clase; y la respuesta del autonomismo y los sectores liberados consistió en un repliegue interior: confiar en la liberación desde el plano de inmanencia. Dos respuestas que dejaron las promesas del 68 en un largo y árido desierto. Se entiende, entonces, que Fisher, siguiendo una metáfora de Christian Marazzi, diga que los trabajadores posfordistas «son como el pueblo judío una vez que dejó la casa de la esclavitud en el Viejo Testamento: liberados de una sujeción a la que ya no quieren volver, abandonados en el desierto, confundidos respecto del camino por seguir»[20].
Por aquél entonces, una buena parte de la izquierda institucional, constituida en su mayoría por los sindicatos y los partidos comunistas, anclada en las ya pretéritas certezas del fordismo, proporcionó una réplica conservadora a las agitaciones de la década de los sesenta. Por otro lado, el laborismo y la socialdemocracia claudicó ante el neoliberalismo, adaptándose al marco del realismo capitalista. De hecho, como un ejemplo notable, cuando en el año 2002 le preguntaron a Margaret Thatcher cuál había sido su mayor logro político, respondió: Tony Blair y el nuevo laborismo[21].
Solo algunas corrientes de la nueva izquierda tuvieron la sensibilidad necesaria para hacer una lectura política en clave emancipatoria del advenimiento de los nuevos tiempos. Tal sería el caso de Stuart Hall, y con él algunos intelectuales de la Nueva Izquierda y los Estudios Culturales, o el de Toni Negri y «Bifo», por citar a dos de los representantes más conocidos de la izquierda autonomista. En ambos casos, aunque desde diferentes coordenadas, se celebró la ruptura con la sociedad disciplinaria y se apostó por conectar con los anhelos de liberación propios del espíritu de los tiempos y con su horizonte cultural, Mayo del 68. Para Fisher, podríamos comenzar a bosquejar una hoja de ruta elaborando una suerte de síntesis entre ambos flujos, además de otros experimentos militantes como los grupos de autoconciencia feminista de los años setenta, a los que hace referencia en sus últimos escritos. En sus propias palabras: no tenemos que elegir entre Gramsci, Deleuze o Guattari; entre una perspectiva hegemónica y una política del deseo[22].
Este podría ser un primer paso para diseñar una nueva crítica materialista y continuar erosionando los pilares ya deteriorados del neoliberalismo zombi. La crítica emergente debería disponer, por un lado, como ilustra el propio Fisher, de la habilidad para diagnosticar los síntomas de agotamiento en las vivencias cotidianas, las nuevas formas de trabajo y, como veremos a continuación, en el examen implacable e inteligente de los productos culturales. Y, por el otro, de creatividad e imaginación suficiente como para rastrear en la cultura popular las huellas de otras posibilidades, las potencias creativas que acechaban, en palabras de Herbert Marcuse, bajo la apariencia del fantasma de un mundo que podía ser libre.
Fisher popularizó la expresión «cancelación del futuro»[23]. Con ella se refería no solo a una ofensiva desde arriba, sino también a una crisis desde abajo. El mejor modo de trabajar para evitar la nostalgia pasa por elaborar los duelos de la pérdida y recuperar las posibilidades perdidas de esos pasados, la apertura y exploración de los horizontes que no se pudieron transitar. Fisher no propone una mirada nostálgica, el anhelo de un mundo pasado, sino la reclamación del «todavía no», de aquello que no se materializó, pensar la potencia por efectuar de aquel entonces. Apela a la melancolía como rechazo a acomodarse a los horizontes cerrados de lo que él denominó «realismo capitalista».
En Fisher no hay una actitud pesimista ante el crudo realismo capitalista. En sus análisis siempre se intuye la posibilidad de pensar y atravesar otros horizontes a partir de nuevas sensibilidades. La desesperanza que constata el realismo capitalista no cierra el momento creativo. Nos convoca a una permanente oscilación entre el adentro de la cultura capitalista y el afuera que rechaza integrarse. He aquí una tensión entre las dinámicas de la liberación y los cierres; entre una mirada spinoziana, optimista y jovial; y el análisis de las consecuencias culturales y psicológicas del capitalismo. Fisher se ha convertido así en un fiel heredero de aquella máxima gramsciana, «el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad».
Toda la energía de Fisher se concentró en problematizar y alumbrar la posibilidad de un futuro distinto ante tanta resignación presentista. ¿Cuáles son las causas sociales, políticas y las expresiones culturales de este agotamiento? ¿Cuáles son las dimensiones afectivas en juego? No encontraremos en sus reflexiones arengas doctrinarias ni recetas prescriptivas. Pero sí dibujó una tarea siempre inconclusa: tenemos que fisurar el realismo capitalista; tenemos que inventar el futuro. A nosotros, seguir realizando la función Fisher, atendiendo a sus complejas y fecundas preguntas.
Notas
[1] Beas, P., Cano, G., Lago, J., Romero M., Rubio-Pueyo, V. (2022) «Espectros de Mark. Leyendo a Mark Fisher en la crisis del realismo capitalista». Pensamiento al margen. Revista digital sobre las ideas políticas, núm. 15, págs. 5-7.
[2] Fisher, M. (2017). Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos. Buenos Aires: Caja Negra.
[3] Harvey, D. (2018). Justicia, naturaleza y la geografía de la diferencia. Madrid: Traficante de Sueños, pág. 58.
[4] «Las cosas pueden ser diferentes también en el futuro: Entrevista con Rowan Wilson para Ready Steady Book (2010)», pp. 157-174, K-Punk – volumen 3. Escritos reunidos e inéditos (reflexiones, comunismo ácido y entrevistas), Buenos Aires: Caja Negra, 2021.
[5] Nietzsche, F. (1015). «Prólogo», en Consideraciones Intempestivas. Madrid: Alianza.
[6] Fisher, M. (2016). Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? Buenos Aires: Caja Negra.
[7] Ibid. 45.
[8] Plan C, «We are all very anxious», 4 de abril de 2014, disponible en weareplanc.org. La traducción al castellano puede encontrarse en theanarchistlibrary.org.
[9] Vaneigem, R. (2008). Tratado del saber vivir para uso de las generaciones jóvenes. Barcelona: Anagrama.
[10] La guerra del tiempo: hacia una alternativa a la era neo-capitalista.
[11] 6 de octubre de 1979: capitalismo y trastorno bipolar.
[12] Berardi, F. (2003). La fábrica de la infelicidad: nuevas formas de trabajo y movimiento global. Madrid: Traficante de Sueños.
[13] Fisher, M. (2016). Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? Buenos Aires: Caja Negra. Pág, 53.
[14]El futuro todavía es nuestro: autonomía y postcapitalismo.
[15] Políticas de la des-identidad
[16] Por ahora, nuestro deseo no tiene nombre.
[17] Deleuze, G. (1999). Conversaciones.Valencia: Pre-textos.
[18] Fisher, M., Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, op. cit. 159.
[19] Ibid. 65.
[20] Ibid. 66.
[21] Hall, S. (2018). El largo camino de la renovación. Madrid: Lengua de Trapo.
[22] Por ahora nuestro deseo no tiene nombre.
[23] Ibid.