El Capital Hilton de Washington, DC, está a solo cinco kilómetros de Capitol Hill. Pero la semana pasada, estos dos lugares bien podrían haber estado en planetas diferentes. Mientras los congresistas demócratas apretaban las mandíbulas y se paseaban por los pasillos tratando de encontrar una salida al lío en el que está sumida la campaña de Joe Biden, el ambiente en el centro de conferencias era brillante. Las zonas comunes estaban llenas de gente sonriente con el atuendo informal de negocios requerido —una mezcla de jóvenes y mayores, casi todos blancos y en su mayoría hombres— que tomaban café y charlaban agradablemente. Paseando por estos espacios, escuché fragmentos de conversaciones sobre planes de futuro: nuevos puestos de trabajo, estrategias de contratación y próximos pasos del movimiento.
En el salón de baile presidencial, el tono de la primera sesión fue igualmente optimista. Christopher DeMuth, antiguo director del American Enterprise Institute y actual organizador de la conferencia, dio la bienvenida a la audiencia «a la corriente principal» del movimiento conservador. A continuación intervino Yoram Hazony, teórico político estadounidense de origen israelí y presidente de la Fundación Edmund Burke, anfitriona del acto. Cooptando el eslogan de la campaña presidencial de Barack Obama en 2008, su discurso de apertura, titulado «Yes, We Can» («Sí, podemos»), comenzó subrayando lo lejos que había llegado ya su movimiento. «La gente ya no tiene miedo de utilizar la palabra ‘nación’», declaró Hazony. «Eso es un gran éxito», afirmó.
A continuación, Rachel Bovard, vicepresidenta del Conservative Partnership Institute, proclamó: «Por primera vez, podemos mirar a nuestro alrededor y decir que estamos ganando. El viento sopla a nuestro favor».
Completando la sesión plenaria de apertura, Kevin Roberts, presidente de la Heritage Foundation, sostuvo: «Este es el futuro del movimiento conservador y la próxima era». Calificándolo de «segunda revolución americana», Roberts predijo «un desplazamiento político, cultural y social de la izquierda en todas aquellas instituciones y centros de poder que fueron cooptando a lo largo de varias décadas».
Durante los últimos cinco años, los Conservadores Nacionales, o NatCons, reunieron a un verdadero quién es quién de políticos, intelectuales y constructores de movimientos de la Nueva Derecha de Estados Unidos y Europa. Desde 2019, este grupo de élites conservadoras estuvo en una misión para rehacer los fundamentos intelectuales de la política de derecha tras el ascenso de Donald Trump.
Los eventos anteriores de NatCon en DC, Miami, Londres y Bruselas se anunciaron como laboratorios de ideas para una derecha autoconscientemente «posliberal» que rechaza el individualismo liberal y la economía libertaria y promete restaurar la centralidad de la religión, la familia y la nación para el movimiento conservador. A lo largo de los años, se dedicaron innumerables sesiones al «nuevo nacionalismo», la «nueva alianza judeocristiana», el «nuevo populismo conservador» y el «nuevo natalismo».
Pero incluso mientras estas ideas ascendían en la escena política, el estado de ánimo oficial del nacional-conservadurismo era oscuro y pesimista. Hablando desde sus podios, las élites de derechas que presidían estas sesiones arremetían habitualmente contra el auge del «totalitarismo liberal» y se quejaban de que las instituciones estadounidenses habían sido tomadas por «neomarxistas woke» que estaban silenciando las voces conservadoras y destruyendo la nación. En el pasado, los ponentes de la conferencia solían pedir a los conservadores que contraatacaran y ganaran la batalla existencial contra las «élites woke». De hecho, insistían, la propia supervivencia de la civilización occidental dependía de ello.
Sin embargo, como observó Helen Lewiw en el Atlantic el año pasado, la oscura visión del mundo de la derecha también exigía la sensación de estar siempre en el lado perdedor de la guerra. Preocupados por el poder de la izquierda, los eventos de la NatCon a menudo se parecían más a sesiones de quejas muy elevadas —con mucha charla sobre el ascenso de la izquierda «gramsciana», la dominación de la «religión secular» y la crisis de la «escasez de nacimientos»— y menos a un plan para restaurar realmente la civilización cuyos defensores creían que tenían posibilidades de ganar.
Esta vez el ambiente era muy distinto. Sin duda, los oscuros leitmotivs apocalípticos de la hegemonía de izquierda seguían siendo la fuerza motriz y la energía espiritual de prácticamente todas las sesiones a las que asistí.
«Estamos en una guerra civil fría», declaró Tom Klingenstein, presidente de la junta del Instituto Claremont, el segundo día de la conferencia. «Estamos en guerra contra un enemigo que nos destruiría». Ese enemigo es el «régimen de cupos del grupo woke». Los republicanos todavía «no saben que estamos en guerra», insistió.
El propio Instituto Claremont de Klingenstein desempeñó un papel central en la dirección de los esfuerzos legales para impugnar las elecciones de 2020 y las iniciativas posteriores para hacer retroceder los programas de diversidad, equidad e inclusión (DEI) en todo el país. Pero llamar demasiado la atención sobre estas actividades socavaría la imagen que tiene la derecha de sí misma como víctima pasiva de una izquierda opresiva.
Sin embargo, ante la perspectiva de una segunda presidencia de Trump, cada vez son más los NatCons que empezaron a reconocer públicamente su poder real y potencial. Casi en contra de su voluntad, muchos adoptaron una actitud más confiada y una sensación de entusiasmo por el futuro. También se están alineando para ayudar a tomar el control de ese «Estado profundo» administrativo que la derecha vilipendió históricamente. Como Bovard, cuya organización lideró activamente los esfuerzos conservadores para hacer retroceder los logros progresistas, concluyó en su discurso de apertura: «Manos a la obra».
La planificación reaccionaria, como podríamos llamar a esta paradójica amalgama de victimización de las élites y ambiciosa organización administrativa, está teniendo su momento. El Proyecto 2025, el plan de más de novecientas páginas de la Fundación Heritage para una segunda presidencia de Trump, y la plataforma política 2024 del Partido Republicano estuvieron recientemente en el candelero. Pero estos documentos, aunque ciertamente esclarecedores, ofrecen una versión relativamente fría y burocrática de cómo podría ser ese futuro. A veces es necesario leer entre líneas para comprender realmente lo que está en juego. En el transcurso de tres días, los NatCons transmitieron su visión para recuperar el Estado administrativo con más detalle y con un mayor sentido del drama humano que se desarrollará si la derecha toma el poder y utiliza las herramientas de gobierno para finalmente «dominar a los liberales» de una vez por todas.
Planos del Estado profundo reaccionario
En una concurrida sesión sobre inmigración, Mark Krikorian, director ejecutivo del Centro de Estudios de Inmigración, una organización nativista de extrema derecha que se hace pasar por un grupo de reflexión neutral, empezó hablando de los planes de países como Gran Bretaña e Israel para deportar a los refugiados a Ruanda. Reconociendo que todas estas iniciativas de extrema derecha se habían desbaratado por la oposición judicial o política, ofreció su propio más ambicioso plan de «permanecer en Mongolia», como forma de disuasión contra los posibles solicitantes de asilo.
Podría ser «Botsuana o Armenia», explicó. La cuestión, subrayó Krikorian, es que las cifras disminuirán «si cruzar la frontera simplemente te llevan a Ulan Bakur» (pronunciando mal Ulán Bator, la capital de Mongolia). Aunque «he oído que es bonito en esta época del año, —añadió— sin embargo, no es lo que se busca», por lo que «el incentivo va a desaparecer».
Pero incluso esto sólo sería «lo segundo mejor», explicó. Como iniciativas ejecutivas, tales programas pueden ser «deshechos por futuras administraciones». Subrayando la necesidad de una solución más permanente, Krikorian expuso un plan para que Estados Unidos se retire de todos los pactos internacionales —incluidas la convención sobre refugiados, la convención contra la tortura y el pacto sobre derechos civiles y políticos— que obligan legalmente a la nación a proteger a los solicitantes de asilo. «El asilo —concluyó— no debe estar disponible para los inmigrantes ilegales. Punto».
Le siguió Tom Homan, exdirector del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EEUU en la primera administración Trump, que prometió: «Si Trump vuelve, dirigiré la mayor operación de deportación que este país haya visto jamás. Todavía no vieron una mierda. Esperen hasta 2025».
Kevin Lynn, director ejecutivo de Progressives for Immigration Reform, una organización cuyo nombre oculta su alineación política con la derecha, transmitió a continuación un sinfín de ideas sobre cómo recortar la inmigración legal, además de la ilegal, entre ellas acabar con los programas destinados a trabajadores en campos como ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas (STEM, por sus siglas en inglés), reducir el número de visados para estudiantes y pedir a los turistas extranjeros que declaren sus embarazos para evitar el turismo con «bebés ancla.»
En el escenario principal, tras la pausa del almuerzo, Stephen Miller, el diabólico compinche de Trump en todo lo relacionado con la inmigración, se alejó de estos planes políticos para replantear el panorama más amplio sobre los inmigrantes. Su discurso ejemplificó la amalgama de reivindicación y elevación de los planificadores reaccionarios. Tras despotricar contra el gobierno de Biden por permitir a sabiendas la entrada en el país de «los fugitivos, depredadores y violadores del mundo», concluyó con una nota de inspiración: «Elijan la victoria, elijan el optimismo. Elijan la esperanza».
Otra sesión sobre «lawfare» contó con un grupo de luminarias legales conservadoras que compartieron sus planes para contraatacar a los progresistas que habían utilizado al sistema judicial para librar una guerra contra Trump y sus aliados durante la administración Biden. El jurista John Yoo, que se hizo un nombre defendiendo la tortura en la era posterior al 11-S, lo expresó de la forma más clara cuando explicó que a los conservadores no les quedaba más remedio que perseguir también a sus enemigos políticos: «Desgraciadamente, —lamentó Yoo— vamos a tener que utilizar medios de república bananera y perseguirlos también hasta que dejen de hacerlo».
«Los demócratas no cambian a menos que sientan el dolor de sus propias reglas», coincidió Will Chamberlain, que actualmente trabaja como consejero principal en la Federalist Society. Continuó nombrando a las personas que encabezan la lista negra de la derecha: Fani Willis, fiscal de distrito del condado de Fulton y principal fiscal en el caso contra Trump en Georgia; Kristen Clarke, que actualmente dirige la división de derechos civiles en el Departamento de Justicia; Juan Merchan, el juez que presidió el juicio por «dinero encubierto» en Nueva York; y, por supuesto, el fiscal general Merrick Garland.
Destacando la urgente necesidad de que los abogados conservadores demuestren más «lealtad» al movimiento, Chamberlain también previó una campaña interna más amplia para presionar a estos «soldados de verano» —como los llamó, citando a Thomas Paine— para que apoyen la causa. En la parte de preguntas y respuestas, jóvenes abogados se acercaron al micrófono y preguntaron cómo podían participar.
Sorprendentemente, dada la histórica decisión del Tribunal Supremo de anular el caso Roe contra Wade en 2022, la sesión sobre el movimiento provida fue comparativamente más sombría. Al presentar el panel, el profesor de la Universidad Católica Chad Pecknold declaró: «La realidad post-Dobbs es más difícil que nunca». Numerosos ponentes se quejaron de las dificultades para promulgar prohibiciones del aborto a nivel estatal y expresaron su enfado con el Partido Republicano por haber reducido su programa provida en la nueva plataforma.
Sin embargo, impertérritos, los panelistas coincidieron en que dejar el aborto en manos de los estados era insuficiente y debatieron planes para actuar a nivel federal.
Katy Talento, que trabajó como «asesora de salud» en el Consejo de Política Interior de Trump de 2017 a 2019, detalló cómo el «ejército de burócratas y designados políticos de Biden estuvieron transformando silenciosamente las agencias federales en Planned Parenthood» y esbozó planes para revertir esas políticas. La Administración de Alimentos y Medicamentos, dijo, podría invocar cuestiones de seguridad para tomar medidas drásticas contra el uso de medicamentos abortivos. Con la ayuda de la inteligencia artificial, que podría utilizarse para acelerar el largo proceso de revisión judicial, un ejército de cargos políticos podría trabajar para hacer retroceder las normativas de la era Biden que socavan el movimiento provida. E insistió: «Todo el mundo tiene que empezar pronto. La nueva administración va a necesitar toda la ayuda posible».
Esto no quiere decir que todos los ponentes de la conferencia cantaran al unísono u ofrecieran planes coherentes para cada ámbito de gobierno. A pesar del amplio acuerdo en muchas áreas, sigue habiendo divisiones y contradicciones notables en cuestiones importantes. Mientras que los NatCons se enorgullecen de oponerse al «globalismo» y en general se mostraron fríos hacia la OTAN, los organizadores de la conferencia evitaron cuidadosamente una sesión completa sobre Ucrania, un conflicto que sigue dividiendo a la derecha. Mientras tanto, el panel sobre Israel parecía un viaje en el DeLorean a la era del 11-S. El periodista conservador Ben Weingarten, que parece haber heredado sus puntos de vista del Manhattan Institute de Rudy Giuliani, habló del auge del islamismo y de la amenaza de que se promulgue la sharia en Estados Unidos. Apenas se mencionaron los detalles de la actual guerra en Gaza, ni el problema de los autoproclamados nacionalistas estadounidenses que ofrecen miles de millones de dólares de apoyo incondicional a un recalcitrante Estado cliente.
La economía fue otra área de notable tensión. En una sesión sobre el «conservadurismo de la clase obrera» participaron varias personas que afirmaron representar una nueva dirección en la postura del movimiento respecto al trabajo. Pero cuando surgieron cuestiones de política real, esta fachada se desmoronó rápidamente.
Riley Moore, tesorero del estado de Virginia Occidental y autoproclamado defensor del conservadurismo «obrero», admitió que, como legislador, había votado a favor de las leyes de derecho al trabajo, un arma crucial en la guerra conservadora contra los sindicatos. A pesar de autoproclamarse a favor de los trabajadores, Riley y otros panelistas eludieron las preguntas sobre la Ley PRO, la ley laboral más importante de las últimas décadas, y se mostraron más que contentos de descartar a la AFL-CIO, a United Auto Workers y a los sindicatos del sector público alegando que están asociados a causas culturales progresistas.
Esa misma mañana, en el escenario principal, los senadores del Partido Republicano Mike Lee de Utah, Ron Johnson de Wisconsin y Rick Scott de Florida, que tienen mucho más poder para hacer algo en materia laboral, hablaron de equilibrar los presupuestos, reducir los impuestos y recortar las normativas. Es revelador que el ala Tea Party del Partido Republicano, que todavía predica el evangelio de la economía de goteo, también sienta el viento en sus espaldas. «Podemos hacerlo. Y debemos hacerlo», declaró Lee en referencia a su visión fiscal pro austeridad.
Este momento puso de relieve la esencia de la planificación reaccionaria. Aunque aparentemente orientada al futuro, su objetivo es, en última instancia, volver a un pasado idealizado en el que, como recordaron con nostalgia muchos oradores, los hombres eran hombres, las mujeres eran mujeres y la Biblia cristiana se enseñaba en todas las escuelas.
Recuperar el futuro
Es demasiado pronto para saber si la derecha será capaz de llevar a cabo esta ambiciosa agenda. Pero si consiguen llevar adelante aunque sólo sea una pequeña parte de sus planes, hay por delante mucho dolor y sufrimiento tanto a nivel individual como institucional, especialmente para los inmigrantes, la gente de color, las mujeres y los trabajadores. Escuchar a estos oradores reforzó mi propia sensación de fatalidad inminente ante la idea de una segunda presidencia de Trump.
Al mismo tiempo, no pude evitar sentir una punzada de envidia. La derecha está experimentando actualmente el tipo de esperanza que recuerdo haber sentido, aunque fugazmente, en 2008, cuando Obama tomó prestado su eslogan «Yes We Can» de Dolores Huerta, que acuñó la frase para la campaña de organización de la Unión de Campesinos de 1972. Es el sentimiento que muchos de nosotros experimentamos aún más profundamente en 2016, cuando Bernie Sanders ascendió a la escena nacional y puso patas arriba el consenso neoliberal dentro del Partido Demócrata. Por desgracia, ese tipo de optimismo está prácticamente descartado para los progresistas en 2024.
Debido a que los líderes demócratas fueron voluntariamente ciegos a las realidades más fundamentales del futuro de Biden, ahora todos nos enfrentamos a la probabilidad de una segunda administración Trump. En este momento, lo mejor que podemos esperar es que los demócratas puedan sustituir a Biden por un candidato más joven y carismático que tenga posibilidades de luchar contra Trump.
Pero a largo plazo, aunque los progresistas se opongan y expongan con vehemencia a los planes reaccionarios de la derecha, también deben hacer más para ofrecer una visión alternativa. Después de todo, se supone que el izquierdismo está orientado hacia el futuro. Y eso requiere forjar una visión más orientada hacia el futuro y ser audaz a la hora de promoverla, incluso cuando hacerlo parezca arriesgado. De lo contrario, estaremos resignados a un futuro de gobierno reaccionario del que la nación podría no recuperarse nunca.