La noche de la sorprendente victoria electoral del Nouveau Front Populaire (NFP), los izquierdistas parisinos hicieron lo que siempre hacen en ocasiones especiales: concentrarse en masa en la plaza de la República de la capital francesa. En medio de un mar de caras, banderas y puños al aire, un cántico en particular destacó por su profunda resonancia histórica: «¡No pasarán!». El lema es español, no francés. Se identifica estrechamente con el bando republicano de la Guerra Civil española y dio la vuelta al mundo después de que Dolores Ibárruri, la líder comunista española más conocida como «La Pasionaria», pronunciara un legendario discurso en julio de 1936 en el que pedía a los españoles que resistieran a la rebelión militar fascista.
Aunque el eslogan se atribuye a menudo a Ibárruri, no fue ella quien lo acuñó. Ese honor corresponde a los muchos miles de personas que marcharon por París el 12 de febrero de 1934, seis días después de que un enjambre de militantes de derecha se amotinara frente a la Cámara de Diputados. Ese fue el día, como muestra el historiador Joseph Fronczak en su excelente libro Everything is Possible (Todo es posible), en que el eslogan «arraigó en el discurso antifascista, el día en que se convirtió, instantáneamente, en la promesa central que los antifascistas se hacían a sí mismos, unos a otros, al mundo».
Según Fronczak, este momento fue el acto fundacional de la izquierda tal y como la conocemos hoy: «Una colectividad que incluye múltiples ideologías y partidos y organizaciones y movimientos, una colectividad que traspasa fácilmente las fronteras nacionales y de otro tipo». En retrospectiva, fue el acto fundacional de lo que se convirtió en el gobierno del Frente Popular francés de 1936. Al adoptar el grito de ¡No pasarán!, la multitud jubilosa del 8 de julio cruzó una frontera nacional y también temporal. El NFP y sus partidarios desenterraron la memoria del Frente Popular original para unir a una jauría de partidos disidentes y presentarse como el baluarte más creíble contra la extrema derecha. Contra todo pronóstico, funcionó.
Tanto el antiguo como el nuevo Frente Popular apelaban a los intereses básicos de los trabajadores. Bajo el primer ministro socialista León Blum, el gobierno del Frente Popular aplicó aumentos salariales y programas de obras públicas, la semana laboral de cuarenta horas, el control de precios y la nacionalización de determinadas industrias. Inventó las vacaciones de verano, que se convirtieron en un derecho sagrado de los franceses y de todos los que siguieron su ejemplo. Con sus representantes políticos en el poder, millones de trabajadores franceses se declararon en huelga y conquistaron nuevos derechos de sindicación, huelga y negociación colectiva.
El programa del NFP suena a temas similares, como la reducción de la edad de jubilación, el aumento de los salarios y el control de los precios, el aumento y la reintroducción de impuestos a los ricos y el fortalecimiento de los derechos sindicales. La razón de ser de Emmanuel Macron en el poder pasó por desmantelar el cacareado modelo social francés en nombre de la competitividad, mediante la persuasión, si es posible, o mediante decreto presidencial y garrote policial, si es necesario. La política económica del NFP apuntó al descontento generalizado con su programa y al anclaje en la base de apoyo de France Insoumise, formada por votantes jóvenes y de clase trabajadora de las grandes ciudades y sus alrededores.
El NFP no habría ganado la pole position si no hubiera avanzado un programa que abordara los intereses de aquellos que no tienen cabida en la «start-up nation» del presidente Macron. En ese sentido, Bernie Sanders hizo bien en reconocer que «bajar la edad de jubilación y subir el salario mínimo son medidas muy populares» en su tuit de felicitación a la izquierda francesa. Pero la Rassemblement National (RN) también habló de cuestiones vinculadas con el bolsillo y ganó muchos votos sobre esa base. Y con el debido respeto al senador Sanders, los miles de personas que se concentraron en la Place de la République no corearon «¡Suban el salario mínimo!». Corearon «¡No pasarán!» Sus eslóganes afirmaban resueltamente que la RN supuestamente saneada no pasará, que avanzó hasta aquí, pero no más. El NFP ganó porque activó con éxito el poder mítico del legado antifascista y republicano del Frente Popular original.
Mitos y movilización
Los mitos siempre forman parte de la política, pero el momento actual parece estar inusualmente impregnado de ellos. En Reflexiones sobre la violencia, el teórico social francés Georges Sorel adelantó la idea de que los mitos políticos «no son descripciones de cosas sino expresiones de una voluntad de actuar». En ese sentido, un mito no es lo mismo que una mentira. Que sea cierto o no no es tan importante como su capacidad para engendrar un esprit de corps y un compromiso de acción colectiva entre sus devotos.
Sorel era un extraño sindicalista revolucionario cuando escribió Reflexiones sobre la violencia, y su mito arquetípico era la idea de la huelga general revolucionaria. Para él, no importaba si esa huelga llegaría a producirse. Los mitos, insistía Sorel, son «un medio de actuar en el presente», de mantener el entusiasmo revolucionario en ausencia de una revolución real. Al mantener a los trabajadores en un estado constante de agitación, argumentaba, este mito serviría como prevención contra las influencias burguesas y evitaría que el odio de clase de los trabajadores fuera disipado por socialistas parlamentarios insensatos.
Como socialista parlamentario irresponsable que soy, encuentro repulsivo el sectarismo de Sorel y su inclinación por la violencia, que él alababa como fuerza creativa y regeneradora. Coqueteó con el archirreaccionario Charles Maurras y su Action Française, y aunque Sorel admiraba a Vladimir Lenin, no es de extrañar que Benito Mussolini dijera una vez: «Georges Sorel ha sido mi maestro». No tenía una concepción real de la transición del capitalismo al socialismo, que concebía como una «catástrofe cuyo desarrollo desafía toda descripción», con nuevas instituciones surgiendo espontáneamente de un tumulto de violentas convulsiones.
La política de Sorel era absurda en muchos sentidos, pero no se equivocaba al intuir el poder del mito, el poder de las pasiones para movilizar a la gente en la política de masas moderna. Los fascistas recogieron esta intuición y corrieron con ella hacia el abismo. Los antifascistas también la recogieron y sus contramovilizaciones contra la amenaza fascista también estuvieron impregnadas del romanticismo de la acción de masas.
Como muestra Fronczak en Todo es posible, la contramovilización permitió a los antifascistas emergentes convertir su miedo a los camisas negras merodeadores en una política de unidad popular por encima de líneas partidistas y nacionales, en una convicción colectiva de que el fascismo no pasará. Al hacerlo, redefinieron el significado mismo de lo que significaba ser de izquierda y establecieron una base moral y emocional para una nueva política global de solidaridad. Ese es el mito del Frente Popular.
En la izquierda socialista nos hemos sentido muy incómodos con este tipo de nociones. El proyecto de Jacobin, por ejemplo, se basa en gran medida en una concepción de la política que pone en primer plano la apelación al interés material de las personas. Yo mismo argumenté en este sentido y, en última instancia, no hay política socialista viable sin una apelación a esos intereses. Me temo, sin embargo, que con demasiada frecuencia hemos respondido al eclipse de un tipo más antiguo de política de clases —o de una versión abstracta e idealizada de la misma, al menos— convirtiéndonos en socialistas desapasionados, materialistas y apegados a los intereses ¡y nada más que intereses! (como en el caso del personaje de Thomas Gradgrind y su interés por los hechos en la novela de Charles Dickens Tiempos difíciles).
Al hacerlo, a veces hemos perdido de vista el hecho de que los movimientos socialistas y obreros emprendieron luchas por la dignidad y los derechos tan a menudo como luchas por más pan. «Esto no podría haber ocurrido», sostenía Michael Harrington, «sin solidaridad moral además de cálculo económico racional».
La clase trabajadora actual está, como lo planteó el difunto Erik Olin Wright, «fragmentada con intereses divergentes» de un segmento de la clase a otro. «Mucha gente todavía experimenta la clase como una identidad destacada, pero no proporciona la base universalizadora para la solidaridad que los progresistas una vez esperaron». La derecha tiene una política pasional basada en una concepción excluyente de quién cuenta como persona. Su atractivo traspasa las líneas de clase y constituye, a su perversa manera, una base moral de solidaridad. Esto se puso de manifiesto en la Convención Nacional Republicana, donde personalidades como J. D. Vance invocaron la idea de que la pertenencia a la comunidad nacional emana de la unidad mística de la sangre y la tierra, no de la lealtad a un ideal cívico. Es un brebaje poderoso y una versión progresista de «¿Qué gano yo?» no lo superará. ¿Cómo podemos integrar la demanda de pan en una idea más amplia de quién cuenta como persona? ¿Cómo podemos conciliar las pasiones y los intereses de una manera que motive a millones?
La campaña de Sanders de 2020 tanteó en esa dirección con el eslogan «Lucha por alguien que no conoces». Pero fue incómodo y no cuajó. No se puede poner en una remera, no tiene sangre, ni goce. Su torpeza reflejaba el malestar de Sanders con las dimensiones emocionales, teatrales y míticas de la política, así como la incapacidad general de la izquierda para capturar la imaginación de la misma forma que una consigna como «Make America Great Again» lo hizo para tantos. «Yo no, nosotros» era un eslogan mucho mejor que ponía de relieve la necesidad de una subjetividad colectiva, pero parece que aún no sabemos cómo construir ese sujeto.
Para ello, necesitamos una política antifascista de masas, que vaya más allá de la militancia callejera subcultural de los antifa y del voto táctico para mantener a la derecha fuera de los pasillos del poder. Incluso el ¡No pasarán!, por muy poderoso e inspirador que sea como llamamiento a la acción, es una formulación defensiva y reactiva. Es esencial bloquear el avance de la extrema derecha pero también hay que recuperar el territorio que han ganado.
El fascismo crece en el suelo contaminado del cinismo, del lamento herido de que la política no cambia nada y los políticos son todos iguales. Una política antifascista eficaz no sería simplemente una alianza de organizaciones y movimientos en la cúspide o un frente defensivo del mínimo común denominador contra la derecha, sino un vehículo para restaurar la fe de la gente en su capacidad para dar forma a sus vidas mediante la acción colectiva y la participación democrática. Quizá las ideas creativas que dejaron los antagonistas originales del fascismo —como el movimiento italiano Giustizia e Libertà, que pedía a los socialistas que rechazaran el sectarismo y abrazaran una política de pasión, acción y renovación cívico-republicana— puedan ofrecer recursos para construir ese tipo de proyecto. Mantener a la derecha fuera del poder es la primera tarea, pero la lucha general es hacer que la democracia vuelva a ser grande.