El jueves 26 de junio, las tropas ocuparon la Plaza Murillo en La Paz, donde se encuentra la sede del gobierno boliviano. El comandante Juan José Zúñiga, jefe del Ejército, invadió la plaza con un centenar de soldados y un grupo de vehículos blindados, derribando la puerta del Palacio Quemado, donde el presidente Luis Arce y sus ministros intentaron resistir bloqueando las entradas con muebles.
Aunque el intento de golpe de Zúñiga terminó pronto en derrota, significó que la amenaza de rebeliones militares ha vuelto a América Latina solo un año y medio después de que los seguidores de Jair Bolsonaro intentaran tomar el poder por la fuerza en Brasil. Esta situación no es nueva en Bolivia, el país que más golpes de Estado vivió desde 1945.
El último fue en 2019, cuando el presidente Evo Morales fue derrocado por una insurrección cívico militar y obligado a exiliarse tras trece años de relativa estabilidad política bajo los gobiernos del Movimiento al Socialismo (MAS). Es necesario remontarse a ese momento para entender qué pasó el 26 de junio y qué efectos puede tener para la izquierda boliviana, que se mantiene en el poder pero está agudamente dividida y es más frágil que en ningún otro momento desde que Morales llegó a la presidencia.
Un golpe confuso
Han circulado varias teorías sobre el intento de golpe, pero parece haber sido la respuesta individual del comandante Zúñiga a su destitución por Arce, una decisión tomada después de que el general amenazara al ex presidente Morales en televisión. Aunque Arce y Morales, antes aliados, están ahora abiertamente enfrentados, el actual presidente decidió destituir a Zúñiga de su cargo después de que éste declarara en televisión que detendría a Morales si intentaba presentarse de nuevo a las elecciones. Esto violó flagrantemente la prohibición de que los militares participen en política.
Arce destituyó a Zúñiga pero no nombró inmediatamente a un sustituto, lo que permitió al militar conservar temporalmente el mando sobre sus tropas y reunir fuerzas suficientes para tomar la céntrica Plaza de Murillo durante unas horas. Allí el general rebelde pronunció un confuso discurso político, afirmando: «Estamos escuchando el clamor del pueblo. Porque durante muchos años una élite se ha hecho con el control del país. Las fuerzas armadas pretenden reestructurar la democracia».
Sin embargo, es poco probable que la insurrección surgiera de un plan bien establecido para hacerse con el poder, ya que el general siempre había apoyado anteriormente a Arce. El presidente se enfrentó a Zúñiga en la entrada del palacio, instándole a retirarse, mientras miles de bolivianos salían a las calles para protestar contra el golpe. Zúñiga se rindió a las pocas horas ante la total falta de apoyo nacional e internacional a su intento de tomar el poder. Incluso los líderes de derechas encarcelados por el golpe de 2019, a los que Zúñiga prometió la libertad en caso de victoria, rechazaron el intento.
Prácticamente todos los gobiernos latinoamericanos —incluido el de extrema derecha de Javier Milei en Argentina— condenaron la insurrección militar. La Organización de Estados Americanos (OEA), que en 2019 favoreció la sublevación contra Morales al hacer acusaciones no probadas de fraude electoral contra el entonces presidente, también se puso esta vez del lado de la democracia boliviana. La Casa Blanca pidió «calma y moderación» ante la intentona de Zúñiga. A diferencia de muchos otros golpes de Estado en América Latina, hasta ahora no hay indicios de la implicación de Estados Unidos.
Una izquierda dividida
La rebelión militar puso de manifiesto las profundas divisiones en el seno del Movimiento al Socialismo (MAS), el partido socialista-indígena que gobierna el país desde 2006, con la única interrupción del gobierno de Jeanine Áñez (2019-2020). Durante su larga hegemonía, las sucesivas administraciones del MAS lograron niveles récord de crecimiento económico, redujeron drásticamente la desigualdad y la pobreza, y abrieron las puertas del poder a la mayoría indígena del país por primera vez en la historia, con Evo Morales como cabeza efectiva y simbólica del llamado proceso de cambio.
Áñez, que contó con el apoyo del establishment político conservador y liberal en su toma ilegal del poder en 2019, gestionó la pandemia de forma desastrosa y tuvo que convocar elecciones en octubre de 2020. Luis Arce, que había sido ministro de Economía del MAS durante más de una década, sustituyó a Morales como candidato presidencial y ganó con el 55% de los votos. Aunque Arce carece del carisma de su mentor, gozaba de buena reputación en su cargo de ministro de Economía.
Las hostilidades entre ambos líderes comenzaron cuando Arce expresó su intención de presentarse a la reelección en 2025. Desde entonces, la rivalidad ha escalado hasta convertirse en un enfrentamiento total, con los parlamentarios del MAS divididos entre ambos. El conflicto es tan grave que ambas partes se han acusado mutuamente de vínculos con el narcotráfico. Algunos seguidores de Morales incluso han difundido la teoría de que el golpe militar del 26 de junio fue en realidad un «autogolpe» orquestado por Arce para aumentar su popularidad, un rumor iniciado por el propio Zúñiga y del que se ha hecho eco la oposición conservadora.
Un elemento central de la actual crisis política es la insistencia de Morales en presentarse de nuevo a las elecciones presidenciales. La constitución política de 2009 estableció un límite de dos mandatos consecutivos de cinco años. En 2016 se celebró un referéndum para enmendar la Constitución y eliminar el límite, pero la campaña del no ganó por un estrecho margen. Una decisión del Tribunal Constitucional permitió al entonces presidente presentarse de todos modos en 2019, pero su victoria electoral fue borrada por el golpe militar.
En 2023, otra decisión judicial restableció la prohibición de la reelección, añadiendo una prohibición de reelección para mandatos no consecutivos, que no está establecida en la Constitución. Morales denunció que se trataba de una decisión políticamente motivada de un tribunal bajo la influencia de Arce, sin renunciar a su intención de volver a presentarse a las elecciones de 2025.
La fractura del MAS provocó una auténtica crisis institucional, que llevó al aplazamiento indefinido de las elecciones judiciales previstas inicialmente para 2023 y a un bloqueo parlamentario que obstaculiza las medidas para hacer frente a la crisis económica del país. Durante los dos primeros años de gobierno de Arce, Bolivia tuvo una de las tasas de inflación más bajas de América (poco más del 1% en 2022, a pesar de la guerra de Ucrania). Sin embargo, las cuantiosas reservas de divisas acumuladas durante los años de bonanza económica, basada en la exportación de hidrocarburos, ya se estaban agotando.
El impacto de la pandemia y el descenso de las ventas de gas, junto con el lento despegue del sector del litio, son los principales factores de la actual escasez de divisas, que pone en peligro la financiación necesaria para las cuantiosas subvenciones a los combustibles que concede el gobierno boliviano. Un posible recorte de estas subvenciones, combinado con el aumento de la inflación y la escasez de ciertos productos, sería un escenario desastroso para la economía boliviana y la popularidad del gobierno de Arce, que cayó al 18% en junio.
Un futuro incierto
En la actualidad, el MAS está desorganizado: carece de un candidato claro y podría producirse una batalla legal por el control del nombre del partido para las elecciones de 2025. La situación es tan caótica que ni siquiera está garantizada la organización regular de las primarias que por ley deben celebrar los partidos políticos para elegir a sus candidatos.
El intento de golpe de Zúñiga podría aumentar la simpatía popular por Arce a corto plazo. Sin embargo, no impulsará la reconciliación que el MAS y todo el país necesitan desesperadamente. La única buena noticia para la izquierda es que sus rivales conservadores tampoco están en buena forma.
El apoyo de las élites políticas conservadoras y liberales al golpe cívico-militar de 2019 acabó deslegitimando a la oposición, que nunca ha sido capaz de construir una alternativa sólida y atractiva al MAS. Hoy Áñez y Luis Fernando Camacho, uno de sus principales apoyos, están presos por su participación en la insurrección de 2019 y los partidos tradicionales no lograron construir nuevos liderazgos capaces de atraer el apoyo social mayoritario.
La única certeza es que la era de crecimiento económico y progreso social que siguió a la elección de Evo Morales en 2005 como primer presidente indígena de Bolivia ha llegado a su fin. El país andino, uno de los más pobres de Sudamérica, parece condenado a un largo periodo de inestabilidad política y fragilidad económica, lo que podría obligar al próximo gobierno, independientemente de su orientación política, a aplicar recortes presupuestarios. Las perspectivas de futuro parecen sombrías para un país que durante muchos años inspiró a la izquierda de la región por su capacidad para superar el neoliberalismo y hacer justicia a la mayoría indígena tras siglos de racismo estructural.