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Ilustraciones: Gabriela Sánchez.

Volver peores

Traducción: Valentín Huarte

Después del asalto al Capitolio, Donald Trump y la extrema derecha abandonaron el centro de la escena política. Pero utilizaron este momento de menor visibilidad para reorganizarse y radicalizarse aún más.

Pasó más de un año y medio desde que 2500 seguidores del entonces presidente Donald Trump asaltaron el Capitolio. En el marco de lo que cabe denominar como la primera transición presidencial hostil de Estados Unidos desde la elección de Abraham Lincoln —que anticipó nada menos que la guerra de Secesión de 1861—, una multitud armada bajó a Washington con la expectativa de anular los resultados del 3 de noviembre de 2020 que definieron la presidencia de Joe Biden.

Durante los cuatro años anteriores, el gobierno de Trump había aprobado y alentado activamente la movilización del ala derecha de la sociedad civil. Por eso, aunque imprevisto, el violento espectáculo del Capitolio llegó como la culminación adecuada de su mandato.

Eso no quita que la derrota electoral despojó a la extrema derecha de su punto de apoyo estatal más importante. Inmediatamente después de su ilegal e infructuosa impugnación de los resultados electorales, Twitter suspendió la cuenta de Trump, que siempre había preferido ese medio a la hora de comunicarse con sus seguidores y anunciar decisiones políticas ad hoc. Desde entonces, la formación política que encabezó se ha visto un poco eclipsada en las noticias nacionales, primero por la pandemia y más tarde por la invasión rusa de Ucrania. 

Sin embargo, no hay mal que por bien no venga, y el ojo esquivo del público, distraído con la miríada de crisis que están poniendo en jaque el orden mundial, abrió nuevas posibilidades de reagrupamiento. Aunque es probable que la extrema derecha no esté todavía en posición de tomar el poder por la fuerza, supo aprovechar la combinación de una serie de ventajas institucionales y la pérdida de efectividad ideológica de la política centrista para sentar las bases de conflictos políticos aún más intensos en los próximos años.

Global y local

La derecha estadounidense es una expresión particular de la oleada global de políticas reaccionarias que azotó el mundo la década pasada. Enzo Traverso destacó ciertos rasgos comunes de estas formaciones políticas «posfascistas», especialmente visibles en la coyuntura de la pandemia: la fijación en la defensa de una serie de valores tradicionales centrados alrededor de la familia, la xenofobia y el énfasis en la pureza racial y étnica, la reivindicación de la cultura «occidental clásica» y la oposición a la gestión «biopolítica» de la salud pública implicada en el carácter obligatorio de los confinamientos, de la vacunación y del uso del barbijo.

Si bien el «posfascismo» estadounidense es un microcosmos en esta tendencia mundial, no deja de tener rasgos únicos. Las formas políticas de derecha estadounidenses hunden sus raíces en un pasado colonial y segregacionista. Eso explica la rara mezcla ideológica de paranoia racial y fundamentalismo de libre mercado. El primer impulso que hizo que los sectores más reaccionarios de Estados Unidos se expresaran como fuerza política organizada llegó con el desmoronamiento del modelo de capitalismo posfordista de los años 1970, que vino acompañado de la lenta disociación del establishment político de centroizquierda de su base tradicional de clase trabajadora.

El prolongado período de hegemonía y dominación mundial del país del norte tal vez impidió que surgiera una fuerza de derecha más agresiva, pero no bastó para evitar que el consenso bipartidista que afianzaba el proyecto imperial empezara a desgastarse. Y, aunque la derecha se volvió cada vez más intransigente en el transcurso de la década de 1990 y principios de la de 2000, sólo el choque financiero mundial de 2008 y la Gran Recesión provocaron una serie de crisis económicas, de legitimación y políticas que impulsarían a la derecha estadounidense a radicalizarse efectivamente.

Hoy en día, muchos analistas se inclinan por una de estas dos hipótesis: la restauración inevitable del centro liberal de la política estadounidense, supuestamente confirmada por la elección de Biden, o el retorno irreprimible del trumpismo en 2024, que conllevaría una radicalización extrema de la derecha. Una interpretación más sobria debería reconocer que la restauración liberal centrista y la reacción de la derecha están trabadas en una batalla que toma lugar en un terreno cambiante y desigual, en el que ambas fuerzas enfrentan un proceso de recomposición que hace crecer la incertidumbre.

El capital de Trump

Otros análisis lamentan que la política estadounidense haya terminado polarizada entre la extrema derecha y la extrema izquierda, como si la deriva de ambas fuerzas representara procesos simétricos. En realidad, la polarización a la derecha viene siendo mucho más rápida y radical. Hace aproximadamente una década, los antepasados del trumpismo como el Tea Party se movilizaron contra los rescates a los bancos de 2009 y apadrinaron a una nueva generación de candidatos reaccionarios a nivel nacional. En un ecosistema mediático que se nutre del partidismo negativo, algunos candidatos republicanos supieron sacar ventaja tomando posiciones cada vez más radicales que los delimitaban nítidamente de los demócratas y de los republicanos más moderados. 

Pero aun si la oleada derechista hubiera obedecido más a las pasiones del electorado que a los designios de las élites —tesis discutible—, el nombramiento de un candidato como Trump habría sido imposible sin el vaciamiento de las estructuras internas del Partido Republicano y del Partido Demócrata. A diferencia del tipo ideal de partido político de Europa continental, las instituciones electorales estadounidenses, con su énfasis en el sistema de mayoría simple y su fragmentaria estructura federal, hacen que sus partidos operen más bien como una amplia coalición de grupos de interés que como una estructura vertical integrada. Esta tendencia se acentuó durante las últimas cuatro décadas: la relativa apertura de las primarias y la erosión de las regulaciones del financiamiento de las campañas hicieron que los partidos se volvieran más permeables a los intereses capitalistas y a personajes extraños como Donald Trump. 

Aunque el Partido Republicano y el Partido Demócrata son organizaciones prosistema, no dejan de representar distintas fracciones de los intereses de la clase capitalista, que muchas veces entran en conflicto incluso en el interior de cada partido. La coalición de Trump de 2015-2020 fue un proyecto político que reunió los intereses de la industria extractivista, de la industria manufacturera, de los grandes grupos minoristas y de ciertos segmentos vinculados a las finanzas, al mercado inmobiliario y a las empresas aseguradoras. Como hizo notar Melinda Cooper, las empresas familiares y no registradas jugaron un papel importante en el movimiento trumpista.

Los viejos centros republicanos de organización de la clase, como la Asociación Nacional de Manufactureros, la Cámara de Comercio y la Mesa Redonda de Negocios han sido relegados por nuevas organizaciones como la fundación Americans for Prosperity y el think tank FreedomWorks, ambos financiados por Koch. El crecimiento de pequeñas y medianas empresas con ciertas inclinaciones populistas empalmó con el énfasis ideológico de derecha en la familia y en la esfera privada frente al «gran gobierno».

El año pasado vimos resurgir con desconcierto el respaldo empresario en favor de los elementos más radicales del GOP (Grand Old Party, «viejo gran partido», como también se conoce al Partido Republicano). Las empresas más grandes retiraron silenciosamente sus promesas de boicotear el viejo partido después del asalto al Capitolio, y hasta volvieron a donar dinero a los mismos abogados que votaron contra la validación de los resultados electorales. Sombrías redes de megadonantes conservadores están trabajando para cerrar la brecha de financiamiento entre el Partido Demócrata y el Partido Republicano.

Por otro lado, la influencia personal de Trump en la política interna del partido nunca cesó: sigue siendo el personaje más influyente de la organización y garantizó apoyo y fondos a candidatos republicanos que disputarán las próximas elecciones. El Partido Republicano gravita entre dos polos. Pone a competir candidatos bien vistos por el establishment, como los senadores Mitch McConnell, Marco Rubio y Ted Cruz, tácitamente trumpistas, contra una oleada de insurgentes trumpistas explícitos que incluye a Laurent Boebert, Marjorie Taylor Greene, Madison Cawthorn y Marr Gaetz.

 

 

Hasta hace poco, el primer grupo intentaba saldar torpemente la división entre los conservadores con más trayectoria y sus bases postrumpistas de extrema derecha. Pero el hecho de que el partido conociera de antemano los intentos que haría Trump de anular las elecciones y su falta de voluntad a la hora de disciplinar a los personajes que defendieron el ataque al Capitolio, sumados al espacio relativamente marginal que ocupa la minoría republicana anti Trump —por ejemplo, Mitt Romney y Elizabeth Cheney—, sugieren que el partido está girando cada vez más a la extrema derecha.

En un sistema electoral que castiga las terceras posiciones, la derecha posfascista logró una proeza: en vez de haber encontrado su canal de expresión política en un partido antisistema, lo hizo a través de la mutación a largo plazo de uno de los dos partidos del establishment.

Posición y maniobra

La movilización de la derecha no se desarrolló solo en las instituciones políticas, sino también en esos sitios en que los límites entre el Estado y la sociedad civil son más borrosos y permeables. En particular, logró mantener puntos de apoyo fundamentales en las áreas vinculadas con la represión y con el consenso, esto es, los aparatos represivo y educativo.

En Estados Unidos, la línea entre las tendencias posfascistas y el Estado es especialmente porosa en las instituciones represivas y carcelarias. Los juicios federales por la violencia del Capitolio llegaron bastante lejos y alcanzaron a dirigentes de grupos de derecha como los Proud Boys. Sin embargo, la organización, junto a muchas otras que reivindican el mismo tipo de «patriotismo» y que son básicamente milicias armadas —como los Oath Keepers y los Three Percenters— sigue activa.

Los departamentos de policía funcionan hace mucho tiempo como incubadoras de ideología supremacista blanca. El proceso se hizo más evidente durante los años de Trump, especialmente durante las revueltas de masas del verano de 2020, cuando el presidente incitó a la policía a reprimir violentamente las protestas de Black Lives Matter. En simultáneo, el régimen de control de fronteras punitivo creó condiciones donde varias organizaciones paramilitares vinculadas con la derecha crecen con el apoyo tácito o explícito de los cuerpos de seguridad. Por detrás, sigue haciendo metástasis un enorme aparato carcelario convertido en un nuevo sitio de acumulación de renta y capital. 

La derecha pos Trump no solo no abandonó las «guerras culturales» contra la identidad racial y de género, sino que está fomentando una nueva ola. Además de ejes tradicionales como el aborto, está empezando a centrar sus ataques en «cuestiones» particulares, como la igualdad racial, pregonada en el campo académico por la Teoría crítica de la raza, el reconocimiento y la inclusión de las identidades LGTBIQ+ y los programas educativos y libros que tratan sobre estos temas. En Estados como Texas, Florida y Pensilvania, ciertas organizaciones vinculadas con una generosa red de donantes conservadores están tomando la delantera y proponiendo leyes que buscan prohibir que se hable de estos temas en las aulas. Como en el pasado, la derecha concentra la movilización de la sociedad civil en el punto de intersección entre educación y familia.

En general, la derecha justifica sus propuestas de ley en el marco de esta «guerra cultural» como medidas necesarias contra la supuesta ideología dominante de la izquierda promovida por las «élites progresistas». Aunque el anticomunismo no es más el pegamento que mantiene a estos sectores unidos en un movimiento centralizado, como sucedía en los años 1950 y 1960, sigue siendo el horizonte ideológico que condiciona su sentido histórico. Hoy son la nueva izquierda y sus retoños —la Escuela de Frankfurt, la Teoría crítica de la raza, el «posmodernismo»— los que ocupan el espacio que antes ocupaba la URSS en el imaginario de la derecha. 

Un terreno contradictorio

En gran medida, las instituciones dominantes del «Estado fortaleza» —hoy en manos del gobierno de Biden— siguen enfrentadas a la extrema derecha. No es una coincidencia que dos canales institucionales que permanecieron relativamente impermeables al posfascismo de Trump —las altas esferas de las fuerzas armadas y los sectores de inteligencia, ambos etiquetados por el expresidente como el «Estado profundo»— fueron también la columna vertebral del proyecto imperial estadounidense del siglo pasado. Juntos representan el punto de fusión efectiva entre los objetivos políticos internacionales y los nacionales. Y esa fusión exige el consenso bipartidista estable que Trump y la extrema derecha buscan interrumpir.

Pero la pandemia, además de niveles de coerción y vigilancia sin precedentes, también expuso las profundas patologías que afectan el núcleo del poder estatal de Estados Unidos. Mientras los dos partidos estadounidenses luchan por convertirse en canales de construcción de consenso, sin lograr vincular la representación popular a la legitimidad estatal, y en el marco de un orden constitucional contramayoritario y que otorga una representación desproporcionada a ciertas fracciones del capital cada vez más radicalizadas, la extrema derecha encontró un terreno propicio para organizarse dentro y en contra del Estado.

El éxito de la derecha estadounidense en los próximos años dependerá de su capacidad de garantizar un gobierno permanentemente minoritario, que recurre a una sociedad que cada vez vota menos, y de su habilidad para mantener la cohesión suficiente para conservar el apoyo de sus firmes donantes de la clase capitalista. Es cierto que, como dice Adolph Reed, en unos años tal vez analicemos esta lenta desdemocratización de la democracia representativa capitalista como un artero golpe de Estado.

Sin embargo, la cuestión abierta de cómo la derecha llegará al poder la próxima vez—si a través del uso de la fuerza bruta o de la erosión continua de las instituciones políticas— también hace que prestemos atención a sus posibles debilidades: la falta de popularidad en enormes áreas geográficas y demográficas, el creciente apoyo a la legislación social progresiva y las maniobras defensivas de fracciones del capital más centristas y liberales.

La posibilidad de enfrentar estas mutaciones autoritarias dependerá de la habilidad de nuestros abigarrados movimientos sociales contemporáneos para fusionarse exitosamente en un único bloque histórico capaz de prevenir tanto la reconsolidación del centro como la reacción de la derecha.

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Publicado en De Frente, homeCentro5 and Número 5

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