El artículo a continuación es una reseña de The Dreadful History and Judgement of God on Thomas Müntzer, de Andrew Drummond (Verso, 2024).
Cuando los príncipes alemanes capturaron por fin a Thomas Müntzer, lo arrastraron rápidamente a la sala de tortura. Poco antes de ser decapitado el 27 de mayo de 1525, confesó haber iniciado la Guerra de los Campesinos «para que el cristianismo hiciera a todos los hombres iguales». A todo noble que se negara a repartir sus bienes «entre todos según sus necesidades» se le «cortaría la cabeza o sería ahorcado». Estas revelaciones dieron a este incendiario predicador una reputación duradera como teólogo de la revolución.
Müntzer fue un héroe para la República Democrática Alemana, cuyos dirigentes regalaron sus manuscritos a Iósif Stalin y le construyeron un gran monumento en el lugar de su sangrienta derrota en Bad Frankenhausen. Hoy la oficina de turismo local lo comercializa como «la Capilla Sixtina del Norte». Sin embargo, las celebraciones de Müntzer como protocomunista tropiezan con la escasez de pruebas que las corroboren. Los torturadores obtienen las respuestas que desean, pero las publicaciones y la correspondencia de Müntzer no proporcionan indicio alguno de su oposición al capitalismo primitivo o a la propiedad privada.
La biografía escéptica y compasiva de Andrew Drummond documenta una vida que es tanto una advertencia como una inspiración para la izquierda moderna. Su panorama evocador y exquisitamente detallado de la Alemania de la Reforma Protestante nos lleva a reflexionar sobre los enmarañados vínculos entre el celo religioso y el ejercicio exitoso del poder político.
Un radical en busca de trabajo
«Su padre había sido ahorcado». Con este impactante comienzo, Éric Vuillard inició su novela La guerra de los pobres, un relato ardiente y deliberadamente suelto de la corta vida de Müntzer. No es de extrañar que el adolescente Müntzer hubiera entrado en una clandestinidad revolucionaria que conspiraba para derrocar a la iglesia y a la nobleza: el conde de Stolberg había ensartado a su padre «como a un saco de grano».
Pero Drummond nos advierte de que no hay «prueba alguna» que apoye esta «leyenda pintoresca». Lo cierto es que estamos completamente a oscuras sobre la mayor parte de la vida de Müntzer. Es difícil saber siquiera cuándo nació —probablemente en 1489—, qué educación recibió o incluso qué aspecto tenía. Sí sabemos que nació en la región sajona de Harz, donde el reciente descubrimiento de plata había generado turbulencias y prosperidad.
¿Le predisponía ese entorno al radicalismo religioso? En nuestra época casi secular, resulta tentador considerar la Reforma Protestante alemana como un terremoto social que simplemente asumió un disfraz religioso. Drummond cita la frase de Karl Marx de que en «épocas de crisis revolucionaria» la gente «conjura ansiosamente los espíritus del pasado a su servicio», que, en esta época, eran bíblicos.
Si el desafío de Martín Lutero al Papa, su hostilidad hacia un clero rico y célibe y su compromiso con la traducción vernácula de las Escrituras no eran expresiones de agravios sociales, su rápida difusión por tierras alemanas bien pudo haberlo sido. Quizá los comerciantes, mineros y humanistas en ciernes de las ciudades sajonas y turingias querían realmente librarse de los grilletes feudales cuyo garante último era un potentado extranjero, el Papa.
Aunque los objetivos de la Reforma rimaban a menudo con los agravios socioeconómicos, la carrera de Müntzer demuestra que no eran sinónimos de ellos. La teología no solo importaba como suministro de lo que Marx llamaba «nombres, lemas de batalla y disfraces», sino como fuente de pensamiento político en sí misma. Cuando entra de lleno en el registro histórico, Müntzer lo hace como alguien marginal, aferrado a las instituciones de su época para ganarse la vida a duras penas, al tiempo que patalea contra ellas.
Como licenciado universitario y sacerdote en activo que aspiraba a impulsar las reformas de Lutero, Müntzer se asemejaba en cierto modo a los desdichados profesores adjuntos de nuestra época, yendo y viniendo de un lugar a otro en busca de seguridad y defendiéndose constantemente contra acusaciones de discurso peligroso. En 1521, un colega conservador y erudito le obligó a abandonar un prometedor puesto en Zwickau; en 1523, huyó de Halle tras verse implicado en un motín iconoclasta.
Cuando, por fin, Müntzer consiguió un buen pastorado en la ciudad sajona de Allstedt en la primavera de 1523, sus prioridades eran totalmente ajenas a su mundo: una minuciosa revisión de la liturgia de la iglesia. A diferencia de muchos otros reformadores, deseaba conservar la ronda de servicios cantados de la Iglesia romana. Sin embargo, los tradujo al alemán y publicó los resultados, una empresa laboriosa, muy técnica y costosa en los primeros tiempos de la imprenta. Una mente religiosa como la de Müntzer trastoca nuestras balanzas de cálculo, sopesando trivialidades aparentes como asuntos de enorme trascendencia. Cada detalle de la liturgia era vital, porque era el medio de llevar el Evangelio —que la Iglesia había retenido, conservándolo en latín— a todo el pueblo.
El Evangelio popular
¿Cuál era ese Evangelio? Drummond evoca brillantemente no solo su radicalismo, sino también su singularidad. Su idea fundacional era que las Escrituras no debían considerarse un texto difícil que requiriera años de estudio para dominarlo. Las temibles polémicas de Müntzer, traducidas con mucho brío por Drummond, anticipan no tanto el socialismo del siglo XX como el populismo furibundo de derechas del XXI.
Atacó a las universidades y se burló de los teólogos como «pedos de burro» o doctores «tontos y escrotales», cuya exhibición de conocimientos especializados ocultaba su afán por adular a las élites impías. Lutero fue el blanco principal de sus obsesivos ataques: el «Doctor Pelele» era más oscurantista que el Papa porque había «untado» la boca de la nobleza con «miel» al asegurarles que la Biblia no contenía nada que perturbara su comodidad. En uno de sus panfletos acuñó más de cien epítetos insultantes diferentes contra Lutero, un índice de aciertos que incluso Donald Trump podría envidiar.
Pero a pesar de este igualitarismo radical, Müntzer confió la interpretación de las Escrituras a una élite cuyas cualificaciones eran espirituales más que intelectuales o monetarias. Solo aquellos que habían conocido el dolor extremo podían participar en —o, en la atrevida frase de Müntzer, «cumplir»— las penas de Jesucristo y comprender así sus enseñanzas. Müntzer los llamó los Elegidos. Aunque el término inglés remite a los complicados sistemas de salvación introducidos posteriormente en el pensamiento protestante por el calvinismo, la idea de Müntzer era mucho más sencilla: como la gracia llegaba a través del dolor, no solo eran irrelevantes las cualificaciones académicas, sino también los sacramentos externos, como el bautismo.
Los orígenes psicológicos de la espiritualidad masoquista de Müntzer son ahora imposibles de recuperar, pero su utilidad en los conflictos internos es evidente. Cada revés, cada acto de persecución, no hacían sino confirmar su fe en que «nadie puede encontrar la misericordia de Dios sin ser abandonado». Quizá sea esta fe sostenida en los enaltecedores consuelos del fracaso lo que le convierte en un hombre de izquierdas. La opinión de Lutero fue tan sagaz como desagradable: «Inventó una gran cruz sobre la que sufrir».
Sueños apocalípticos
El sufrimiento constituía el primer pilar de la autoridad del Elegido. El segundo eran los sueños. Durante su estancia en Zwickau, Müntzer se mezcló con un grupo que afirmaba que los sueños les proporcionaban acceso directo a Dios. Incluso los reformadores prudentes, como el ejecutor de Lutero, Felipe Melanchthon, admiraron inicialmente su seguridad carismática antes de considerar los sueños una fuente inestable de sabiduría y una amenaza para el orden social. Müntzer lo veía de otro modo: los sueños eran la clave para desentrañar las Escrituras.
Su sermón más famoso fue un ensayo sobre cómo leer los sueños correctamente. Tomando como texto el sueño del rey Nabucodonosor de una enorme estatua compuesta de distintos materiales, Müntzer argumentó que el profeta Daniel había captado su significado: simbolizaba el paso de sucesivos regímenes en la historia, que culminarían con el reinado del Mesías. Aunque a la Edad Media no le habían faltado pensadores apocalípticos, una cronología tan detallada de la salvación, que la sincronizaba con los acontecimientos históricos, constituía una atrevida innovación.
Los propios sueños de Müntzer no eran menos milenaristas. Creía que convulsiones inminentes y estremecedoras anunciarían la Segunda Venida. La cosecha estaba madura y era hora de afilar las hoces. Algunos soñadores apocalípticos, como su contemporáneo Andreas Karlstadt, esperaban pacientemente la venida de Cristo, pero Müntzer quería luchar por ella. Sin embargo, al principio no estaba claro el alcance político de su violenta imaginación. Drummond aventura la idea de que Müntzer ofrecía una forma de «democracia» a las ciudades en las que actuaba. Sin embargo, lo que realmente ansiaba era una teocracia, en la que Dios gobernara «como nuestro amigo».
Si no democrática, su predicación era magníficamente demótica. Müntzer advirtió a la cara a los príncipes alemanes que si no utilizaban sus espadas «para la destrucción de los impíos», les serían arrebatadas. Criticó con vehemencia a los señores que impedían el acceso a sus enseñanzas. Cuando el conde Ernst de Mansfeld ordenó a sus arqueros que disparasen a los aldeanos que caminaban para escuchar sus sermones, Müntzer le injurió por carta, firmando como «el destructor de los incrédulos».
Al principio le complacía hacer la guerra a la palabra escrita. La fragmentación de la autoridad en la Alemania moderna temprana le permitió trabajar en las islas que se creaban entre las jurisdicciones hostiles. Aunque Allstedt estaba rodeada por los dominios del conde Ernst, era un enclave bajo la laxa supervisión de un príncipe sajón cuyo agente pronto se convirtió en su amigo. Mühlhausen, su último teatro de operaciones, no era una base de poder menos útil: era una Ciudad Libre Imperial que se gobernaba a sí misma. El hecho de que su celo no cuestionara los derechos de propiedad alivió las fricciones entre el iconoclasta Müntzer y los burgueses conservadores que dirigían tales lugares.
Durante una breve estancia en la próspera Nuremberg, Müntzer trabó amistad con Christoph Fürer, magnate minero, concejal y uno de los hombres más ricos de la ciudad. A su regreso a Mühlhausen tras un breve exilio, Müntzer ayudó a instalar un nuevo órgano de gobierno de la ciudad, ardientemente protestante. Drummond señala que no era «una especie de soviet primitivo»; pero, ¿por qué habría de serlo?
La Guerra de los Campesinos
La aparición de Müntzer como cabeza visible de los niveladores [levelers] de la Guerra de los Campesinos es una especie de enigma. Lutero, que estaba nervioso de que su teología de la libertad espiritual fuera considerada responsable de la destrucción del orden social, acusó a Müntzer de generar el conflicto. Pero la verdad era la contraria: lejos de que Müntzer inspirara a los rebeldes, estos fundamentaban su celo en consideraciones prácticas. Müntzer siempre había hablado en nombre de los «pobres» o «el pueblo», pero, como ocurre tan a menudo en la historia del cristianismo, se trataba de términos más salvíficos que sociológicos, que referían a los «pobres de espíritu» sin tanta hambre de pan como de Evangelio. Sus enemigos no eran los ricos, sino los impíos, especialmente Lutero.
La visión religiosa de los campesinos —un término equivocado, pues incluía también a muchos habitantes de las ciudades— era mucho más concreta. Querían aplastar el feudalismo por considerar sus tributos una violación a la ley de Dios. En el verano de 1524, la fe protestante inyectó nueva energía a las antiguas protestas contra las exacciones de los terratenientes nobles y clericales. En el suroeste de Alemania, los campesinos aprendieron tácticas de los protestantes suizos y bohemios, encontrando en las Escrituras gritos de guerra contra las desigualdades. Las visitas de Müntzer allí no buscaban hacerse con el control ni en elaborar sus manifiestos, sino aprender de un movimiento ya vibrante.
El himno más famoso de Lutero afirmaba que «nuestro Dios es una fortaleza poderosa», pero Dios no era de mucha ayuda contra los muros de los castillos. Los enemigos de los campesinos se retiraron a sus fortalezas, esperando pacientemente el momento oportuno para contraatacar con medidas concentradas y ultraviolentas. Como en siglos posteriores, los contrarrevolucionarios triunfaron porque fueron tan pacientes como despiadados.
Los retratos de Cranach con los que Drummond ilustra su libro captan el grosero poder de la élite alemana: sus ojos torvos miran a lo lejos con la calma de los hombres acostumbrados a tomarse sus placeres y esperar su momento. Los ejércitos campesinos carecían de una estrategia para vencer a estos hombres, porque estaban preocupados por mantener su presencia en el campo de batalla. Atacar las despensas de monasterios y casas solariegas era tanto un acto de protesta como una necesidad práctica. Había que alimentar y dar de beber a las tropas. Estas incursiones eran una táctica más que una estrategia, y con rendimientos decrecientes: no se podía vaciar dos veces la misma bodega de cerveza.
Aunque Müntzer ayudó a dirigir una milicia de Mühlhausen para que se uniera a la rebelión, era su capellán más que su general y no podía dirigir su curso serpenteante, que implicaba mucho más robar que matar. Se produjo un revés crítico cuando no lograron tomar Heldrungen, la fortaleza del viejo enemigo de Müntzer, Ernst de Mansfeld.
Ernst y sus aliados nobles reunieron a los mercenarios que atraparon a la multitud de aficionados de Müntzer en una colina cercana a Bad Frankenhausen. Los rebeldes tenían el emblema del favor de Dios como un arcoíris brillando en lo alto. Pero los príncipes tenían artillería pesada. Tras abrir fuego sin previo aviso, desarticularon a la milicia rebelde. En el pánico subsiguiente, masacraron a miles de personas.
La verdad de Dios destruida
Tras la captura de Müntzer en Bad Frankenhausen, los príncipes mantuvieron con él un breve y cordial debate sobre teología, pero luego impusieron su autoridad sobre su cuerpo. Tras torturarlo en Heldrungen, lo enviaron a Mühlhausen para que lo decapitaran, clavando su cabeza en una pica para que se pudriera. Drummond, que destaca en detalles tan sangrientos, nos cuenta que unas semanas después el verdugo de la ciudad recibió seis gros por sostener el cadáver de Müntzer contra las paredes.
Los príncipes y sus aliados teológicos no solo manipularon y profanaron los restos de Müntzer, también moldearon su memoria. Hay mucho que nunca sabremos sobre su papel en la masacre o su reacción ante ella. ¿Hizo realmente a sus hombres la loca afirmación de que podía atrapar cañonazos con las mangas? Solo disponemos de su propia versión del asunto. Sin embargo, una carta escrita a sus «queridos hermanos» de Mühlhausen —o más bien una que llevaba su firma, ya que la tortura le había dejado los dedos demasiado destrozados para sostener una pluma— nos permite vislumbrar la perspectiva de Müntzer. Les reprendía por su fracaso, porque «solo tenían en cuenta su propio beneficio y destruían así la verdad de Dios».
Al final, Müntzer volvió a su fe original en que el Evangelio exigía la creación de un reino de Dios y no una mera mejora de las condiciones sociales. Su muerte aseguró la victoria del quietismo de Lutero, que condenaba los esfuerzos por anular las desigualdades económicas en nombre del cristianismo. Esto tuvo un impacto profundo y duradero en la Reforma de Alemania y en su cultura política.
Drummond inscribe esto de manera un tanto juguetona en una tradición que dice «global y permanente» de revolución, pero la realidad es que las opiniones de Müntzer no llevaron inicialmente a ninguna parte. Aunque minúsculos grupos de protestantes radicales, comúnmente llamados anabaptistas, le invocaron durante un tiempo en sus esfuerzos por hacer realidad el milenio, también ellos fueron salvajemente reprimidos. En la actualidad, Mühlhausen no es una nueva Jerusalén, sino una somnolienta ciudad de Turingia que presume de albergar el Museo de la Bratwurst más grande del mundo.
En La guerra de los pobres, Vuillard se negó a representar los remordimientos de Müntzer, prefiriendo imaginarlo victorioso hasta el final. Las notas a pie de página de Drummond reprenden la «desinhibida despreocupación» de Vuillard, pero la crítica se equivoca. Para Vuillard, la «verdadera historia» no es algo encontrado, sino conscientemente fabricado. Somos libres de fabricar iconos a partir de un pasado fragmentario para reavivar nuestras energías morales de hoy.
Su Müntzer imaginado —incluso imaginario— no es un profeta muerto, sino un escritor vivo, que sostiene nuestra fe en el poder de la palabra para sacudir las jaulas que nos contienen. Drummond sabe infinitamente más sobre el mundo de Müntzer que Vuillard. Y tiene razón en que es poco histórico hacer a un lado las disparatadas doctrinas que le llevaron a una rebelión condenada contra los poderes de su época. Al final, sin embargo, él y Vuillard no discrepan mucho: no son las creencias ahora ajenas de Müntzer sino su punzante elocuencia lo que le gana su lugar en el imaginario radical.