En marzo de 1978, Eric Hobsbawm pronunció una conferencia en la que se preguntaba si «la marcha hacia adelante del trabajo y del movimiento obrero» se había detenido. Su respuesta, nada sorprendente, fue «sí, pero podemos invertirla». A pocos sorprendió que un gran historiador marxista abordara semejante tema. A finales de la década de 1970, todavía existía una profunda y duradera asociación de la izquierda con la clase obrera: cómo se situaba políticamente la clase era la cuestión central para aquella generación de socialistas. Gran parte de la audiencia de Hobsbawm, después de todo, pertenecía al movimiento sindical o estaba vinculada a él. En las décadas posteriores, los lazos entre la izquierda y los trabajadores en gran medida se debilitaron, con una izquierda alojada principalmente en las clases profesionales y una clase obrera atomizada y políticamente apartada de la tradición socialista.
Sin embargo, Hobsbawm escribía en una época en la que existía la esperanza de que los trabajadores, aunque debilitados, pudieran llevar la antorcha de las fuerzas progresistas. Todavía existía un sentimiento de optimismo respecto a la política de clases, aunque estaba menguando. Más aún, existía la expectativa de que, si los socialistas y los organizadores sindicales se ponían las pilas, podrían recuperar el impulso político que habían perdido. Pero aunque seguía existiendo un optimismo básico sobre la política de clases, el hecho de que Hobsbawm planteara esa pregunta reflejaba un sentimiento de duda, incluso de desesperación, sobre el proyecto socialista.
En los años de la posguerra, muchos en la Nueva Izquierda advertían que el marxismo tradicional había sido demasiado optimista sobre la presunta misión de los trabajadores: la expectativa de que la clase obrera estaba destinada a derrocar al capitalismo. En aquel momento, esta preocupación se vio mitigada por los avances reales que las fuerzas obreras lograron en la construcción de Estados del bienestar y, en ocasiones, incluso de democracias sociales de pleno derecho, aunque no llegaron a abolir el capitalismo. La decepción no era que «estuviéramos perdiendo tracción política», sino más bien «¿por qué no conseguimos más con nuestros recursos?».
En 1978, ya se dudaba de la capacidad política de la clase obrera. Sus partidos tradicionales seguían defendiendo el socialismo, pero era más retórico que real; los sindicatos de toda Europa Occidental estaban estrechamente integrados en el Estado burgués; los logros económicos de la posguerra estaban en entredicho a medida que se prolongaba la crisis económica, y muchos de los líderes políticos de la clase aparentaban no estar en sintonía con los nuevos movimientos sociales. Todos estos acontecimientos parecían una reivindicación de las Casandras de la Nueva Izquierda, y durante la década siguiente el pesimismo fue en aumento. A finales de los ochenta, era casi universal.
Tranquilidad
Eso era antes. En nuestra época, especialmente en los últimos años, se ha producido un verdadero cambio en la cultura política. Lenta y laboriosamente, la izquierda se está reconstruyendo. Hay un ala significativa de la izquierda emergente que se está uniendo en torno a la necesidad de organización de la clase trabajadora, aunque los pasos hacia ella sigan siendo pequeños y vacilantes. Esta izquierda, si sigue creciendo, se enfrenta a una tarea monumental: en primer lugar, acabar con el proceso de mercantilización y atomización de clase que ha durado décadas y, a continuación, reconstruir el tipo de instituciones que una vez permitieron a los trabajadores enfrentarse a los capitalistas. No obstante, hoy es mucho más fácil defender la política de clase en la izquierda que hace solo unos años.
De ahí que, en un aspecto importante, los socialistas estén reviviendo los principios básicos de la política de clases que motivaron a sus predecesores durante la mayor parte del siglo XX. En primer lugar, ven que el principal obstáculo para la justicia social es el poder económico y político del capital. Esto es así no porque los empresarios sean todos malvados o avariciosos, sino porque su posición estructural les obliga a librar una guerra constante contra las decenas de millones de personas que acuden a trabajar cada día como sus empleados.
Estos propietarios llevan la voz cantante en el capitalismo: controlan la riqueza y, a través de ella, ejercen un poder singular sobre todas las demás instituciones de la sociedad. Y despliegan ese poder para defender sus intereses cada vez que se ven desafiados. La razón por la que los trabajadores son tan importantes para la estrategia socialista es que son los únicos actores sociales con el poder y el interés de enfrentarse al capital. Tienen interés en hacerlo porque sufren sistemáticamente a manos del capital. Y tienen la capacidad porque el capital depende del trabajo para que su riqueza y sus beneficios sigan fluyendo.
No hay ningún otro organismo del que la clase patronal dependa totalmente: ni el Estado, ni el Ejército, ni las instituciones religiosas. Para la izquierda emergente, estas obviedades se están convirtiendo rápidamente en una especie de sentido común, como lo fueron en décadas anteriores, antes de que se instalara la podredumbre intelectual del neoliberalismo. La cuestión ya no es si la clase obrera importa, sino cómo activar su capacidad de lucha.
Cómo sobrevive el capitalismo
No hay nada automático en la organización de la clase obrera. A veces, Karl Marx y sus primeros seguidores parecían esperar una progresión sin fisuras desde la explotación de clase a la movilización de clase. Parecían sugerir que, por el mero hecho de que los trabajadores fueran explotados por los empresarios, lo considerarían motivo suficiente para unirse y luchar bajo la misma bandera. Como mínimo, muchos de los socialistas de la época creían que, fueran cuales fueran los obstáculos a la acción colectiva de clase, quedaban empequeñecidos por los factores que unían a los trabajadores.
A principios del siglo XX había muchas razones para ser optimistas en este sentido. Durante décadas, el mundo capitalista fue testigo de una oleada de acción organizada de la clase obrera y de convulsiones revolucionarias. Aparentaba reivindicar la opinión de que existe una tendencia natural a que los trabajadores se organicen y tomen los garrotes contra sus amos.
Sin embargo, ahora debería quedar claro que aquella época fue solo un episodio dentro del capitalismo, y no la norma. Los trabajadores no se organizan espontáneamente, no se unen necesariamente para enfrentarse a sus jefes y, desde luego, no suelen mostrar conciencia de clase. La organización de los trabajadores es un logro conseguido con esfuerzo, no un resultado inevitable. Es el producto de un esfuerzo concertado durante largos periodos de tiempo, que a menudo fracasa e incluso cuando tiene éxito es fácil de descarrilar.
Lo que lo hace tan desalentador es que la propia estructura del capitalismo: la misma que da a los trabajadores buenas razones para resistirse a las exigencias de sus jefes, también canaliza esa resistencia en formas manejables. Lo hace volviendo más atractiva una resistencia individualizada que una colectiva. En otras palabras, cuando los trabajadores intentan defender sus intereses frente a sus jefes, lo hacen de manera atomizada, como individuos, en formas que son relativamente fáciles de contener, en lugar de hacerlo como grupo. Y lo hacen porque tiene sentido, no porque estén confundidos o sometidos a una falsa conciencia.
¿Por qué tiene sentido? La sencilla razón es que la alternativa —la acción colectiva— conlleva un gran riesgo. Crear un sindicato no es como fundar un club de lectura. Un trabajador no puede simplemente llamar a sus colegas, encontrar un buen salón y empezar. Cualquier esfuerzo por crear una organización en el trabajo supone una amenaza fundamental para el empresario, y si percibe siquiera el olor de una campaña de organización, actuará rápidamente para aplastarla, despidiendo a los elementos rebeldes o intimidándolos de otras formas. Para cualquier trabajador, participar en los esfuerzos organizativos suele significar arriesgarse a perder su medio de vida. Los empresarios pueden utilizar la vulnerabilidad de los trabajadores en su contra.
Al riesgo se añade el sacrificio. Precisamente porque es tan arriesgado, los organizadores a menudo deben utilizar formas indirectas de comunicarse con sus compañeros en el lugar de trabajo: reuniones secretas o conversaciones individuales después del trabajo. Lo hacen además de las horas que ya dedican como trabajadores. Lo hacen a expensas de su vida familiar y social. En cuanto a los trabajadores a los que se dirigen, tienen que convencerles de que su poder reside en negar su trabajo al patrón: ir a la huelga. Pero esto no es más que otra forma de decir que, cuando ejerzan su poder, también tendrán que pasar un largo periodo sin ingresos. Y el buen resultado no está garantizado. El sacrificio puede ser en vano.
Para buena parte de los trabajadores, la mayor parte del tiempo, estos obstáculos son lo suficientemente desalentadores como para hacer de la resistencia colectiva una propuesta poco atractiva. Por lo tanto, la mayoría de ellos eligen la opción menos arriesgada de las formas individualizadas de resistencia. La más común es simplemente no presentarse a trabajar: el ausentismo. Durante décadas, el ausentismo ha sido reconocido como un indicador de la moral de los empleados, es decir, de la resistencia de los trabajadores. Pero también lo son el desinterés, la indiferencia e incluso el sabotaje. Para algunos, el camino preferido no es resistirse en absoluto, sino mejorar su suerte intentando ganarse el favor del jefe. La mejor manera de hacerlo es trabajando más y mejor que sus compañeros; pero otra puede ser servir de monitor informal en la planta, informando sobre los demás, especialmente si se habla de organizarse.
Todas estas son solo algunas de las formas en que los trabajadores acaban protegiendo sus intereses de forma atomizada e individualizada. No están motivados por una falsa conciencia. Los trabajadores son muy conscientes de que están en el lado receptor del contrato de trabajo y de que son la parte más débil. De hecho, eligen la opción individualizada porque son la parte más débil. Esta es la ironía del capitalismo: la misma estructura que obliga a los trabajadores a adoptar una postura combativa con sus jefes también les inclina a luchar de una forma que los empresarios pueden manejar fácilmente.
El capitalismo encierra a las dos clases en una batalla, tal y como dijo Marx. Pero también da a uno de los bandos una ventaja increíble en esa misma lucha. Y, al hacerlo, convierte los desafíos al sistema en una rareza más que en un resultado natural.
Ganar una partida amañada
Los socialistas de hoy deben ser conscientes de estos hechos. Sería temerario desechar el pesimismo de la Nueva Izquierda por una fantasía igualmente equivocada sobre la militancia natural de los trabajadores. No hay atajos que eviten el trabajo duro, la lenta acumulación de experiencia, la construcción de la confianza, la absorción de los inevitables reveses, y luego arremangarse e intentarlo una vez más. Solo a través de este arduo esfuerzo se puede persuadir a los trabajadores para que opten racionalmente por la acción colectiva, con todos los sacrificios y riesgos que conlleva, frente a alternativas más seguras.
El mejor punto de partida es examinar lo que funcionó antes, ver cuáles fueron las condiciones naturales que impulsaron los esfuerzos de los organizadores y cuáles hubo que crear ex nihilo. Pero esto no puede tomarse como una receta para el éxito, porque las condiciones objetivas de los trabajadores de hoy son muy diferentes de las que tenían hace un siglo. En el mundo capitalista avanzado, las chimeneas y las fábricas de producción en masa han sido desmanteladas, las bases manufactureras se están reduciendo y los empleos de servicios han sustituido al empleo en las fábricas. Además, las condiciones de vida de los trabajadores son hoy muy diferentes de las de entonces. Su vida social es más individualizada y están menos integrados en las instituciones cívicas, pero tienen acceso universal a la comunicación de masas. Se trata de circunstancias muy diferentes a las que se enfrentaban los organizadores en los años veinte. Las tácticas que se forjaron en el pasado no pueden incorporarse así, sin más, al repertorio que los socialistas despliegan hoy.
No hay forma de desarrollar una nueva orientación táctica salvo a través del ensayo y error. Pero para que eso sea siquiera una posibilidad, debe haber una incursión organizada en la propia clase. Los socialistas solo avanzarán en sus tácticas políticas si están metidos hasta el cuello en la clase que pretenden unir, viviendo su vida, afrontando sus retos y asumiendo los mismos riesgos. Así no solo aprenderemos a superar los obstáculos a la acción colectiva, sino que ganaremos la confianza y la camaradería que son la base de la política de masas.
Lo que nos lleva de nuevo a este momento. Si tuviera que hacer un paralelismo, diría que la situación intelectual y política de la izquierda es algo así como en la década de 1890. El espacio político en el capitalismo avanzado está casi totalmente hegemonizado por las élites dominantes, tanto económica como política y culturalmente. Las auténticas organizaciones obreras son escasas en número y solo tienen una pequeña base de masas; los partidos están totalmente capturados por intereses económicos, y los socialistas están redescubriendo solo muy lentamente la importancia de la política de clase y empezando a orientarse hacia la organización obrera.
La década de 1890 fue una década en la que la izquierda socialista moderna no existía realmente, y hoy estamos cerca de esa situación. La mayoría de las instituciones creadas por esa izquierda en las décadas siguientes han desaparecido o están totalmente comprometidas; la propia clase está atomizada y desesperada, aunque su rabia vaya en aumento; y la intelectualidad es indiferente u hostil a las condiciones de los pobres.
En más de un sentido, estamos empezando de nuevo. Pero no partimos de cero. Aunque existen dudas considerables sobre qué tácticas podrían ser eficaces en nuestro tiempo, tenemos buenas razones para confiar en la estrategia subyacente: construir una política en torno a la clase obrera y dentro de ella, tal y como existe realmente, no como deseamos que sea. Si hay algo que el siglo XX tiene para enseñarnos, es que reavivar la marcha hacia adelante de los trabajadores es la condición necesaria para un orden social más humano.