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(Luciano Gonzalez / Anadolu via Getty Images)

Fracasar en tiempos siniestros

¿Estamos viviendo un fracaso político o una derrota? Un mal diagnóstico del fracaso, con su consecuente desresponsabilización por el presente, despista, desorienta y desmoviliza. Pero perder en la lucha no es fracasar. No fracasamos si perdemos, fracasamos si ayudamos al capital.

Pude poco. Pero los poderosos
se sentían más seguros sin mí, eso esperaba.
Así pasó el tiempo
Que me fue dado sobre la Tierra.

Las fuerzas eran escasas. El objetivo
yacía muy lejano.
Ya era bien visible, aunque para mí
fue casi inalcanzable.

Berltot Brecht, «An die Nachgeborenen», 1934-1938.

El fracaso  

Hay una gran sensación de miedo y de fracaso entre muchos de nosotros. ¿Estamos viviendo en la Argentina un fracaso de la izquierda, de la memoria, de la verdad y de la justicia o, peor, una derrota? Este es un texto sobre el carácter promisorio de los conceptos políticos. Especialmente, quiero pensar en el fracaso de los conceptos y consignas políticos en cumplir con las expectativas que generan, sobre todo cuando (o, mejor dicho, porque) esas promesas igualitarias, emancipadoras y de justicia que nos hacen las ideas políticas no se cumplen y sucede lo contrario de aquello por lo que tanto luchamos. 

El fracaso político tiene diferentes dimensiones. Podemos pensar en la «derrota» de grandes hechos históricos revolucionarios, como el «fracaso» de la Revolución Haitiana o el de la Comuna de París. Parecería inevitable pensar aquí en la melancolía de la izquierda europea del siglo XX sobre la que escribió Enzo Traverso, aquella que la llevó de la utopía a la memoria, y tratar el tema en términos de optimismo y pesimismo. No me convence ese camino tan transitado, sobre todo porque creo que la Revolución Haitiana y la Comuna de París son utopías históricas concretas que funcionan como criterios normativos para orientar la praxis, no como justificaciones ontológicas de optimismo o pesimismo respecto de un curso inexorable de la historia ni como fines hacia los cuales progresar. La diferencia, por supuesto, está en el modo de concebir la historia. 

También podemos pensar en el fracaso como decepción frente a una idea política que nos generó expectativas altas, como el fracaso de las promesas liberadoras de la democracia frente al capitalismo, decepciones del estilo de la paradoja redistributiva (el hecho de que el voto masivo no redistribuyó la riqueza, como temían las élites). Pensar en el porqué de los fracasos en este sentido es fundamental porque nunca deja de ser urgente que pensemos sobre el uso discursivo y estratégico del fracaso en nuestros contextos políticos. En efecto, el fracaso y el éxito hacen trabajos normativos muy pesados en las subjetividades y en las prácticas. 

Hay una tendencia pretendidamente «autocrítica» entre la izquierda a achacar el triunfo de la derecha a «la agenda progre» propia o ajena, al wokeísmo, a una supuesta jerarquización de las políticas de la identidad que habría significado la postergación de las agendas económico-sociales y que habría llevado a las personas a votar por las opciones más conservadoras. ¿Realmente puede atribuirse la culpa por el fracaso de las iniciativas populares a las luchas por los derechos LGBT+ y de los pueblos originarios, por ejemplo, como si estas implicaran elegir entre agendas inclusivas mutuamente excluyentes, como si las luchas populares no se articularan, como si «pueblo» no fuera esa articulación misma de luchas sociales y como si las personas de los colectivos LGBT+ y de los pueblos originarios no vivieran las injusticias económicas materiales del capitalismo de manera mucho más rotunda? Fracaso, lo que se dice fracaso, es que los gobiernos progresistas repriman con violencia luchas de pueblos originarios por sus territorios y acciones populares por el acceso a la vivienda. Eso es un fracaso del wokeísmo, no que la derecha gane las elecciones. 

¿Qué pensamos que son las relaciones sociales cuando creemos que las injusticias y opresiones estructurales nadan por andariveles paralelos, sin tocarse, como en una competencia de natación en la que sólo una de ellas gana? El capitalismo funciona racializando y generificando. El racismo, el sexismo y la explotación son sistemas de dominación que funcionan interactuando, no son compartimentos estancos montados sobre esencias identitarias preexistentes a las relaciones sociales. Actúan, además, como procesos materiales y simbólicos, esto es, produciendo subjetividades, temporalidades y espacios, frente a los cuales la acción política no puede pensarse desde ontologías identitarias rígidas. El riesgo de no reconocer esto es que si reducimos todas las injusticias a una única opresión que tenga jerarquía ontológica y moral por sobre las demás, profundizaremos no sólo las opresiones que minimizamos, sino esa misma que queremos abordar. Para ser clara: es evidente que una emancipación que fuera exclusivamente de y para los trabajadores blancos del «Norte Global» no terminaría con el capitalismo, pero tal «emancipación» es, de hecho, lo que se desea realmente cuando se niega el carácter igualmente estructural del capitalismo racial, del imperialismo y del régimen cis-héteronormativo. Es la desarticulación de las luchas sociales lo que nos saca fuerzas, no la diferencia.

Hay otro punto más sutil en la dimensión de la culpa por el fracaso. Apresurarse al diagnosticar fracasos es, muchas veces, producto de haber adoptado previamente expectativas irreales y acríticas a partir de promesas conceptuales que eran mucho más humildes. Es decir, una lectura apresurada del fracaso puede provenir de un exceso de expectativas que, a su vez, suele estar acompañado de una escasez de crítica y de apegos a la inocencia.

Frente a los afectos negativos que genera el fracaso en política, solemos sentir una ansiedad por hallar a los verdaderos culpables de «la derrota». Pero una vez que la culpa se fija en un lugar, quienes quedan libres de culpa parecen quedar libres de responsabilidad por «la derrota», de modo que con frecuencia la búsqueda de los culpables del fracaso y de la derrota produce un proceso de desresponsabilización por lo actuado y por el presente. La suplantación de la responsabilidad propia por la culpabilidad ajena nos aleja, además, de la comprensión situada del carácter estructural de la dominación e incluso de nuestra participación en ella.

Culpa y responsabilidad  

En su lectura de Hannah Arendt, Iris Marion Young señaló que la diferencia entre culpa y responsabilidad es que la primera es individualizable y orientada a hechos puntuales del pasado, mientras que la segunda es colectiva y orientada a transformar el presente para que los futuros sean menos injustos, sin desentenderse, por supuesto, del pasado. Hay otra diferencia entre ambas. La responsabilidad política es, además de colectiva y orientada a la transformación de las condiciones injustas, inevitable. Tenemos deberes de responsabilidad política (claro que de manera diferente según nuestras propias ubicaciones dinámicas en los sistemas de dominación) queramos tenerlos o no, por el hecho de que actuamos en sistemas de injusticias estructurales: «Porque vivimos en el escenario de la historia y no simplemente en nuestras casas, no podemos eludir el imperativo de tener una relación con acciones y eventos llevados a cabo por instituciones de nuestra sociedad, frecuentemente en nuestro nombre, y con nuestro apoyo pasivo o activo», plantea Young en  Responsibility for Justice.

Me preocupa, entonces, la desmovilización que trae fijar la culpa por el fracaso de manera desresponsabilizante, simplemente porque la acción política realmente transformadora es producto de la responsabilidad política. Para volver al caso ya mencionado: cuando alguien dice que la culpa del triunfo electoral de la derecha es de la «agenda progre», entonces pareciera que la incapacidad para articular demandas emancipadoras e igualitarias de diferentes colectivos y la elitización de la política que los deja por fuera de las mesas en las que se toman las decisiones no tuvieron nada que ver. El síntoma más claro de la ansiedad por la exculpación es la atribución de los resultados electorales adversos a la estupidez y a la maldad popular. Llegar a esa conclusión sí es una derrota cultural enorme porque es el abandono de la responsabilidad por el presente. Aunque nos cueste, no debemos caer en el nihilismo respecto del «pueblo». 

El punto es: que no seamos directamente culpables por un escenario desesperanzador no nos quita responsabilidad frente a los problemas del presente. Necesitamos poder atribuir responsabilidades y culpas porque las luchas continúan y al día siguiente los escenarios siguen siendo injustos. Pero las dos atribuciones, la de culpa y la de responsabilidad, dependen del juicio colectivo y del ejercicio colectivo de la crítica. Estos ejercicios ocurren en el presente y en condiciones de injusticia estructural. De ahí, dicho sea de paso, que la memoria sea un asunto del presente: porque siempre es hoy cuando disputamos la memoria.  

En resumen, el problema de un mal diagnóstico del fracaso, con su consecuente des-responsabilización por el presente, es grave: nos despista, nos desorienta, nos desmoviliza. Vivimos en un presente de fracasos, en un presente de injusticias estructurales en el que varios sistemas de dominación intentan reforzarse frente a las diferentes conquistas de las luchas sociales. Estamos en un presente continuo de fracasos, entonces, pero no en el sentido en el que esos diagnósticos coyunturales entienden el fracaso. El fracaso que vivimos es el hecho de que habitamos, pensamos y actuamos en un mundo social, político y económico de injusticias, opresiones y dominaciones estructurales que se articulan entre sí en dimensiones entrelazadas. El fracaso es el punto de partida. La cuestión pasa por saber calibrar las expectativas que nos generan las promesas. 

Fracasar mejor 

Toda praxis realmente crítica está haciendo las cosas bien cuando nos hace algunas promesas de emancipación que probablemente fracasen en el corto plazo, pero tiene que saber que esas promesas no se van a cumplir en el corto plazo, tiene que saber que vamos a perder mil veces antes de tener éxito una sola vez. 

No podemos entusiasmarnos de manera acrítica con las promesas de las ideas políticas ni de los discursos políticos y la razón de esto es muy simple: no vivimos fuera de entramados de dominaciones y ellas están enraizadas en nuestras subjetividades. La esperanza, entonces, tiene que ser crítica y autocrítica para ser eficaz. El juicio, la crítica y la acción políticos ocurren siempre en unas coordenadas en las que ellos mismos no pueden pretenderse completamente inocentes: nuestro juicio, nuestra crítica y nuestra acción no están a salvo de las distorsiones del capitalismo, el racismo, el sexismo, el capacitismo y el imperialismo. Este es, por lo demás, el primer criterio normativo de un acercamiento crítico y concreto (materialista) a la praxis: los sujetos de la historia existen solamente en las estrategias discursivas, no responden a una identidad ontológica prepolítica y siempre están, incluso estratégicamente, en la historia, no por encima de ella. Ningún sujeto de la historia es inmune a la reproducción de las dominaciones. 

Los actos de discriminación, de exclusión y de explotación no son desviaciones esporádicas y espontáneas, inusitadas, de órdenes normativos y sociales generalmente armoniosos, justos y equitativos. Un acto de opresión no es una simple transgresión a un curso normal de la realidad tras la cual podamos volver a un estado inicial de paz si aplicamos los castigos correspondientes a los individuos infractores que los perpetraron. Son, por el contrario, parte constitutiva de la realidad que habitamos. Es decir, el mundo es en líneas generales exactamente lo contrario del universo lockeano de los liberales. En el mundo armonioso de Locke, las relaciones sociales no son injustas: injustos son los individuos que contravienen un orden normativo cuasi natural. La justicia es lo primero en ese mundo idealizado de los liberales. 

En este mundo en el que estamos, por el contrario, la injusticia es lo dado. En el choque de estos dos mundos es donde ocurren parte de los problemas del presente, cuando una metafísica de la justicia quiere explicar una eticidad injusta. Para peor, más veces que menos muchas injusticias pasan desapercibidas como tales y son aceptadas como parte del curso natural del mundo por esas mismas personas que las sufren. La naturalización de la injusticia, la opresión y la explotación son de los efectos más poderosos de su propio carácter estructural.

Hoy estamos bastante desmovilizados, pienso, por miedo a (volver a) fracasar, por miedo a equivocarnos. Pero la historia la hacen también quienes pierden contra el capital. La consigna sería, entonces, beckettiana: si estamos destinados al fracaso, entonces fracasemos mejor, es decir: encontremos modos de no fracasar, de que perder no sea equivalente a ser derrotados. No fracasamos si perdemos, fracasamos si ayudamos al capital. Fracasamos si somos cómplices de la dominación ajena por salvarnos individualmente. Fracasamos si abandonamos nuestros principios. Fracasamos si dejamos de cuidar a quienes nos necesitan y si dejamos de pedir ayuda cuando la necesitamos. Fracasamos si dejamos morir la memoria, de decir la verdad y de buscar la justicia. 

Los procesos de movilización y de articulación de luchas sociales son largos y difíciles porque todo movimiento transformador se enfrenta con un entramado de sistemas de dominación bien establecidos. Es por este motivo que perder no nos debe conducir a la sensación desmovilizante y nihilista de la derrota: es lo esperable, lo sabíamos desde antes de actuar en el mundo. Pero entonces la cuestión es saber qué hacer con el fracaso. 

¿Qué hace el fracaso sobre nuestra percepción de la realidad social y política? ¿Es distorsivo y nos desvía la atención que deberíamos prestarles a injusticias profundas para hacernos concentrar en problemas aparentes, o, por el contrario, nos ayuda a afinar la percepción? ¿Cuál es el efecto del fracaso de una promesa política sobre nuestra disposición a la acción? ¿Nos decepciona respecto de la crítica, la organización y la movilización, o nos aguijonea para seguir con la orientación transformativa, aunque el fin se vea lejos? La pregunta por el fracaso y la promesa es tan multívoca como necesaria en épocas en las que el nihilismo no sólo desmoviliza, sino que consigue re-movilizar para fines anti-igualitarios y en las que el antiintelectualismo nos pone a quienes producimos teoría en el deber de teorizar a la altura de la praxis. 

Pero también hacer centro en el fracaso nos sirve para regular las demandas que les hacemos a las consignas políticas y a quienes están en la cotidianeidad de las luchas sociales. En todo caso, es claro lo que no tenemos que hacer: ponerle a una idea, principio y consigna políticas (democracia, república, populismo, socialismo, feminismo, plurinacionalidad, diversidad, decolonialidad, justicialismo) todas las características que nos gustan y usarlas como solución a males «abstractos» (aunque nunca lo son) que diagnosticamos con esas mismas ideas. Un buen antídoto contra esto es afirmar el carácter abierto de la injusticia y con ello asumir que no hay métodos de decisión ni diseños institucionales que eliminen o neutralicen por completo los sesgos de las personas y de las sociedades concretas.

Fracasar rotundamente es convertirse en lo que queremos combatir, incluyendo su dogmatismo y su apego a la inocencia. Luchar nunca es fracasar. Perder en la lucha no es fracasar. En La libertad es una lucha constante, un libro de 2014, Angela Davis dijo: «A veces tenemos que hacer el trabajo, aunque no veamos ni un destello en el horizonte de que será realmente posible». 

 

(Escribí esto como regalo para mi amigo Lucas Córdoba, militante de H.I.J.O.S. e hijo de Pablo Marcelo Córdoba, desaparecido el 8/6/77, tras uno de los 24 de marzo más duros de la post-dictadura, un 24 de marzo que incluyó un video negacionista y pro-terrorismo de Estado oficial de Casa Rosada y un ataque brutal a una militante de H.I.J.O.S. en los días previos. Son 30.000).  

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